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"DE NÍNIVE A MOSUL”
Clelia Martínez Maza (Universidad de Málaga)

“La destrucción no tiene nada de particular.
Se ha producido en todas las guerras
habidas a lo largo de la Historia.
Es la forma en la que se muestra
ante el mundo lo que es nuevo y sobrecogedor”
Margarete van Ess,
Directora del Instituto Arqueológico Alemán
Bagdad, Irak

***

Entre febrero y marzo del 2015 el Estado Islámico dirigió uno de sus ataques más aterradores contra el patrimonio iraquí ubicado en la zona bajo su control y entre sus objetivos se encontraron tres de las grandes capitales del período neoasirio (932 a.C.- 612 a.C.): Nimrud, Khorsabad y Nínive. Estas ciudades alcanzaron su período de máximo esplendor en la primera mitad del primer milenio cuando el reino de Asiria  adquirió la extensión de un gran imperio que dominó todo el Oriente Medio desde Irán hasta Egipto, desde el Tigris y el Eúfrates hasta el Nilo. Las tres capitales formaban parte del corazón de Asiria, la actual Irak, una llanura fértil que se extiende entre los ríos Zab superior, afluente del Tigris y el propio Tigris, con capital en Nínive, rodeada de montañas al Norte y al Este (la antigua Urartu) y de paisajes semidesérticos  al S. y al O. En este período, algunos monarcas decidieron inaugurar su reinado con la fundación de una nueva capital. Y así, Assurnasirpal II  establece su capital en Kalkhu, la Calah que aparece en la Biblia, la actual Nimrud, uno de los enclaves mejor conservados;  Sargón II  mandó construir  la suya en Khorsabad y Senaquerib la traslada a Nínive a 22 km. de la última ciudad. El patrimonio mueble de estas ciudades que todavía permanecía in situ tras los sucesivos saqueos padecidos desde el s. XIX hasta la guerra de Irak en el 2003, quedaba custodiado y exhibido en el Museo de Mosul, actual capital de la provincia iraquí de Nínive y también allí recibió serios daños, tal y como se preocupó de difundir la propaganda yihadista. Las propias autoridades iraquíes advierten del innegable peligro que corren estos fondos que, sin duda, habrán sido ya saqueados y puestos a disposición del mercado negro para obtener fuentes de financiación alternativas.

A estas tres ciudades, emblema de la cultura asiria, y los vestigios que de ellas se conservaban hasta la intervención salafista, dedicaremos estas páginas.

 

El descubrimiento de Asiria

El descubrimiento de los primeros testimonios materiales de las ciudades a las que hemos dedicado estas páginas tuvo lugar en el s XIX y se enmarca en un ambiente intelectual cautivado por la fascinación despertada por la Grecia clásica. El estudio de historiadores griegos como Herodoto o Estrabón sensibilizados con la trascendencia de la civilización oriental condujo ineludiblemente a la curiosidad por la historia de estas culturas. Un segundo punto de partida fue la Biblia en la que se mencionan enclaves  asirios como Nínive o Calah (Nimrud). En efecto, la localización de las ciudades asirias recibió una gran acogida pues arrojaba luz sobre los acontecimientos recogidos en el Antiguo Testamento.  Por primera vez, los reyes asirios nombrados en el libro de los Reyes y en Crónicas (p. ej. Osnaper i.e. Asurbanipal en el Libro de Esdras, 4.10; Sargón II en Libro de Isaías 20.1; o Senaquerib 2 Crónicas 32.9) aparecían asimismo documentados en monumentos de tradición completamente distinta. Se podía probar ahora, con la nueva documentación arqueológica, que las figuras bíblicas eran personajes históricos y que,  en consecuencia,  la fidelidad de la Biblia era irrebatible en este caso y por ende, tampoco podía cuestionarse en asuntos de mayor calado. De hecho, estos primeros hallazgos y la traducción de los textos asirios fueron considerados como mandato divino para replicar la teoría de la evolución, el avance de la ciencia y la crítica en general a la palabra de Dios.

Por último, hay que recordar el contexto contemporáneo, pues durante el s. XIX,  la mayor parte de Oriente Medio se encontraba bajo el control del Imperio Otomano, una sólida potencia política cuya historia y cultura despertó entre los europeos una viva curiosidad. A pesar de no ser un espacio propicio para la presencia de extranjeros, pues los desplazamientos más allá de las grandes ciudades eran difíciles, a menudo peligrosos, y áreas enteras del entorno rural estaban controladas por población en permanente estado de rebeldía contra el poder central y actuaba de manera independiente, la región recibía visitantes ocasionales, mercaderes, diplomáticos o simples viajeros que ansiaban localizar y recorrer en Oriente los escenarios del jardín del Edén, la torre de Babel y otros enclaves bíblicos. 

La primera expedición arqueológica se debe a Claudius Rich, británico residente en Bagdad desde 1801-1821 y responsable del primer núcleo de antigüedades de la colección mesopotámica del Museo Británico que identificó topográficamente Babilonia. En 1820, visitó Mosul y exploró Nínive donde ya localizó algunas placas con relieves y  algunos lamassu, las reconocibles esculturas de grandes toros o leones alados con cabeza humana que una vez recuperados fueron llevados a Mosul. Más destacable fue la labor de Emile Botta, cónsul francés en 1842 en esta ciudad, por aquel entonces un próspero enclave por su posición estratégica en una ruta comercial políticamente estable  que enlazaba el Mediterráneo y el Golfo Pérsico.  Aficionado en su tiempo libre a las antigüedades, comenzó algunas pesquisas arqueológicas en Nínive donde no encontró más que ladrillos y trozos de alabastro. Informado por un campesino de que en Khorsabad los restos eran más abundantes e incluso podían encontrarse fragmentos escultóricos, inició en este enclave unas excavaciones que sacaron a la luz pasadizos y corredores pertenecientes al palacio de Sargón II (722-705 a.C.) y dieron al Louvre la mejor colección de esculturas procedentes de esta ciudad. Tan solo dos lamassu, que fueron descartados por ser demasiado pesados, pasaron a formar parte de la colección del Museo Británico cuando en 1849 fueron adquiridos al cónsul francés por Henry Lawlinson, un residente británico en Bagdad, que destacó además por su labor en el desciframiento del cuneiforme. El problema del peso (unas 16 toneladas cada uno)  fue resuelto fragmentando la escultura en piezas  más manejables.

Las intervenciones arqueológicas que permitieron el descubrimiento de una segunda capital, Nimrud, fueron iniciadas de manera sistemática por Henry Layard, en realidad un abogado que se dirigía a Ceilán pero que después de pasar dos años viajando por las zonas más recónditas del medio Oriente obtuvo un puesto en la embajada de Constantinopla. En otoño de 1845, el embajador Sir Stratford Canning impresionado por las descripciones de H. Layard sobre la ciudad y sus posibilidades arqueológicas accedió a pagar los costes de una excavación de prueba. Era un sitio no lejos de Mosul que Layard había visitado en 1840 y en donde siempre había soñado trabajar. De hecho, animó a Botta para que excavara allí entonces, algo que, afortunadamente para el propio Layard, no hizo. Layard tenía 28 años y toda la cualificación que en esos días se precisaba para poner en marcha cualquier trabajo de arqueología en el Oriente de aquellos días: un hombre educado, con coraje inteligencia, determinación,  fuerza física y con gran experiencia en el trato con árabes y turcos. En noviembre de 1845 y pertrechado en secreto, para evitar la suspicacia local, de todas las herramientas necesarias, Layard bajó por el Tigris desde Mosul en balsa, desembarcó en la gran colina de Nimrud y al día siguiente empezó a excavar empleando a gentes de las tribus locales como mano de obra. No hizo falta más que unas horas para poder vislumbrar los muros de piedra con textos en escritura cuneiforme que pertenecían a construcciones palaciales. Durante las tres semanas siguientes, continuó descubriendo inscripciones hasta que el 28 de noviembre aparecieron las primeras esculturas, y piezas similares fueron halladas en los cuatro meses siguientes. El primer recinto palacial descubierto por Layard en Nimrud, fue el palacio de Assurnasirpal II (884-859 a. C). Sus lamassu, que han sido uno de los objetivos de la iconoclasia salafista, provocaron ya entonces una gran desazón en las tribus vecinas hasta el punto de que el jeque local  se precipitó a declarar que no eran obra de la mano humana sino de gigantes infieles “de los que el profeta, la paz sea con él, dijo que eran más altos que las palmeras.... ¡este es uno de los ídolos que Noé, la paz sea con él, maldijo antes del diluvio!”

Ante la creciente hostilidad de la población contra los hallazgos, uno de los operarios fue enviado a Mosul para informar del descubrimiento de Nimrud, y el gobernador local, ordenó que esos restos, con independencia de la naturaleza de los objetos allí encontrados, debían ser tratados con el máximo respeto. Posteriormente, el gobernador visitó el enclave y al observar el tamaño descomunal de tales figuras declaró que eran prueba del trabajo de los Magos, y que debían ser enviados a Inglaterra para adornar la entrada del palacio de su majestad la reina.

El eco de los hallazgos, expuestos en el Museo Británico tan solo dos años después de los primeros descubrimientos, alentó nuevas iniciativas, no solo en Nimrud, y en 1847 Layard comenzó a excavar en Nínive donde en breve tiempo localizó los restos del palacio de Senaquerib, quizás el más grande del imperio asirio, bautizado por los propios arquitectos asirios que participaron en las obras como “el palacio sin igual” . Tan solo un año más tarde, los hallazgos se incorporaron también a la colección del Museo Británico. El traslado hasta Inglaterra se realizó por vía fluvial siguiendo el Tigris hasta Basora (actual Irak) en la desembocadura del río, de ahí por mar a Bombay, donde fueron expuestos por primera vez, y vía Ceilán llegaron a Londres. Layard prosiguió los trabajos en el palacio de Senaquerib en Nínive y allí entre 1849-1851 descubrió, en el bautizado palacio del SO., la llamada Biblioteca de Asurbanipal (668-631 a. C.),  nieto de Senaquerib,  formada por más de 30.000  tablillas cuneiformes  que constituyen un corpus esencial para el conocimiento de la cultura, la religión y la experiencia científica mesopotámica.

En momentos my próximos, las excavaciones dirigidas por el cónsul francés en Mosul, Victor Place, desentrañaban las ruinas de Khorsabad. Los hallazgos, contenidos en 235 cajas que tenían como destinatario el Louvre, sufrieron un naufragio en las aguas del Tigris, como consecuencia de un ataque rebelde en 1855. Los ataques no pretendían la recuperación de lo expoliado por los franceses y la pérdida de los objetos fue un daño colateral de las frecuentes acciones de insurgentes locales que buscaban en el abordaje todos los productos de valor que hubiera a bordo, posesiones personales, pero también el material de construcción de las balsas como cuerdas o velas. Este suceso pone fin a una primera etapa de actuaciones y será la interpretación y desciframiento de los textos los que centren la atención de los estudiosos europeos.  

 

El espacio urbano como vehículo de propaganda

A diferencia de lo que podremos comprobar más adelante en la decoración del interior de los palacios, los monumentos diseñados para su exhibición en espacios públicos muestran al rey asirio, más que como brillante vencedor militar, sobre todo próximo al arquetipo del gobernante mesopotámico y, por lo tanto, como custodio responsable de las tierras asirias y de los hombres que le confió su dios, Assur. El repertorio decorativo servía para exhibir los beneficios de la paz asiria y los monumentos públicos reflejaban la naturaleza cosmopolita de un Imperio que hacia finales del s. VII  había logrado unir bajo un solo gobierno todos los pueblos del Medio Oriente como nunca antes se había conseguido.

Entre los ejemplos de este lenguaje decorativo se encuentran las figuras del rey, estatuas de tamaño descomunal, elaboradas en piedra, aunque se supone que también hubo otras de metales y piedras preciosas que fueron destruidas y reaprovechadas tras la caída del imperio en el 614-612 a.C.  Se trata de imágenes idealizadas bien alejadas del realismo de las escenas bélicas. El mejor ejemplo es la imagen del Assurnasirpal II erigida en el santuario de Ishtar en Nimrud para garantizarse el favor divino.

Un segundo ejemplo es el de los obeliscos también expuestos en lugares públicos.  El obelisco negro de Salmanasar III,  hijo de  Assurnasirpal II, de dos metros de altura insiste en la naturaleza pacífica del Imperio y los benéficos efectos del éxito de la política asiria. En él se recogen las campañas de este monarca en el norte de la actual Siria y tienen como objetivo beneficiarse de la riqueza de la región mediante la imposición de tributos; de esta manera, la modalidad tributaria se convierte en la principal fuente de ingresos para el estado y alienta la política militar y territorial  de sus sucesores. En el obelisco, el rey aparece recibiendo tributo de un mundo dominado.

Y como tercer ejemplo de monumentalización en espacios públicos hay que recordar, por un lado, las estelas que se erigen a partir del reinado de Assurnasirpal II. Los ejemplos más destacados son la estela de este rey, Assurnasirpal II,  y la de Shamsi Adad V (824-811 a.C.) ambas en el museo Británico. Erigidas dentro y fuera de los templos y también en los límites del Imperio, la mayor parte de los ejemplares muestran al rey ante los símbolos de los dioses principales (Assur, el diso supremo, Shamash, el dios sol, Sin, la diosa luna bajo la forma de cuarto creciente, Adad, el dios de las tormentas representado por dos líneas ondulantes en un bidente, Ishtar bajo la forma de una estrella, Venus, diosa del amor y de la guerra). Por otro, hay que mencionar los relieves grabados en las rocas próximas al campo de batalla.

 

Cuando la decoración palacial es mas que puro ornamento

Al mismo tiempo que la monumentalización del entorno público hacía gala del de las bondades del gobierno asirio, el palacio, como sede del poder y residencia del monarca también era decorado con un esmerado repertorio iconográfico puesto al servicio del rey.

La construcción de un palacio era un evento excepcional que solo sucedía una vez en el reinado de un monarca asirio. Los documentos escritos muestran que el rey se interesaba personalmente por el progreso en la construcción y participaba activamente en la elección de los temas, en su ubicación, de manera particular en los que se disponían en el salón del trono y sus proximidades y en las estancias privadas. El diseño general era confiado a un comité que emprendía la obra bajo la supervisión real y que planificaba la disposición tanto de las grandes figuras como de los más pequeños relieves. Al menos uno de los responsables de estas tareas era un experto en magia con el fin de asegurar que las figuras grabadas en los muros cumplieran su función protectora. 

Una vez decidida la decoración, el trabajo era asignado a distintas cuadrillas lo que explica, por ejemplo, que en el palacio de Nimrud algunas habitaciones fueran decoradas con escenas similares pero ejecutadas de modo muy distinto.  Se percibe que se usaban utensilios diferentes, y que no todas las cuadrillas los empleaban en el mismo orden y en ocasiones se hacían incluso rectificaciones. 

 

Las cacerías de Assurnarsipal II

En el repertorio iconográfico de los palacios asirios, uno de los elementos más peculiares es la reiterada aparición de cacerías de leones y otros animales salvajes que aparecen recogidas en escenas de gran realismo y belleza. La elección del tema aparece cargada de un simbolismo no alejado de los deberes exigidos al monarca. En efecto, la vida silvestre y los animales salvajes (leones, pero no sólo, sino gacelas, cerdos salvajes, estos últimos gran enemigos de los campesinos por el destrozo que provocaban en las cosechas) eran percibidos como un trasunto de las fuerzas hostiles contra las cuales un rey estaba obligado a actuar para proteger a sus súbditos. Las escenas más abundantes son, como ya he mencionado, aquellas en las que el monarca aparece batiendo uno o varios leones. El león era en esa época abundante pero su captura y muerte era un actividad reservada en exclusiva a la realeza. Se conserva una carta en la que el remitente describe con ansiedad cómo se había colado en un edificio un león que más tarde fue capturado y encerrado en una jaula para ser enviado por barco a la capital real. En algunas ocasiones, los reyes asirios mantuvieron incluso a leones domesticados en la corte. La caza, de hecho, se convierte en el deporte real por excelencia. En esas cacerías, los leones no eran necesariamente capturados en su hábitat natural. Eran llevados en jaulas y liberados uno a uno en un coto rodeado por una doble fila de soldados  frente a los que se situaban ojeadores, con mastines listos para evitar la huida del animal, mientras, en medio del escenario, el rey en su carro disfruta de la cacería. En los anales quedaba registrado el número de piezas cobradas por el monarca. Assurnasirpal II recuerda:  “Los dioses Ninurta y Nergal  a quienes debo mi sacerdocio, me dieron animales salvajes de la llanura, y me ordenó cazarlos. Atrapé 30 elefantes y los maté.  Hice caer con mis armas a 257 carneros salvajes. Cuando atacaban mi carro, maté 370 leones con mis flechas”.

La caza requería, además, las mismas cualidades y entrañaba los mismos riesgos que el combate. De ahí que el monarca deseara mostrarse, incluso en momentos privados aparentemente lúdicos, como un hábil cazador y en consecuencia como un hábil militar. Y en el siglo XIX se conservan noticias de jóvenes árabes que para mostrar su osadía convirtieron en un deporte popular lo que en el mundo asirio fue un privilegio del rey. 

La destreza real en esta (como en otras actividades) no solo ha quedado recogida en la escultura sino incluso en la glíptica y los sellos reales muestran al monarca enfrentado cuerpo a cuerpo a un león de pie, apoyado tan sólo en sus patas traseras al que mata con un puñal. El arrojo con el que los monarcas asirios se enfrentaban  a estas fieras no rayaba siquiera la temeridad porque lo cierto es que el éxito del monarca era, en realidad, factible pues el león mesopotámico, ahora extinguido, era más pequeño  que el africano. 

La serie de escenas leoninas más rica forma parte del repertorio decorativo del palacio de Assurnasirpal II en Nínive (a pesar de que la capital de su reino fuera Nimrud) donde todo un corredor (donde aparecen leones machos y hembras, muertos, agonizando o heridos de muerte) aparece adornado de estas escenas consideradas como piezas maestras del arte asirio. Los animales se muestran agónicos lo que acentúa el sentido dramático de la escena. Y en el salón del trono también aparecen relieves que mostraban su habilidad cazando leones y ganado salvaje, la posterior retirada de los cadáveres y la ulterior celebración con libaciones sobre los cadáveres.

 

Asiria en guerra  

            Un segundo tema que aparece de manera reiterada en los relieves asirios son las escenas de guerra.

Los asirios consideraban incomprensible y del todo inaceptable la oposición a su gobernante y dejan testimonio de las terroríficas consecuencias de la traición en las placas decorativas que adornaban las estancias públicas del palacio . La rebelión interna era impensable y aquellos que cuestionaban el orden asirio eran subyugados por la fuerza mediante los castigos más terribles. El peor trato lo reciben aquellos que habiendo aceptado la hegemonía asiria, fueron premiados con cierta autonomía a cambio del preceptivo tributo y, sin embargo, terminaron por traicionar la confianza asiria al punto de sublevarse. Los relieves muestran continuamente el triunfo asirio y no hay ninguna estancia en donde se describa una sola derrota de su ejército y su monarca. Resulta notable que la representación de las victorias asirias ofrece una gran credibilidad pues el rey no aparece como una figura inalcanzable de naturaleza sobrehumana y sus soldados son igual de vulnerables que el ejército enemigo. No obstante, se aplica un criterio selectivo en los hechos narrados de modo que solo se recoge, por ejemplo la muerte de los soldados enemigos y no las bajas propias.

El repertorio bélico no supone más que la traslación al universo estético de uno de los pilares esenciales de la ideología asiria. En la tradición cultural asiria, la guerra se manifiesta como una actividad que supera su naturaleza político-militar y propagandística. La guerra y sus resultados se convierten en un peligroso veredicto sobre las cualidades morales del rey y desempeña un papel esencial en la legitimación de la realeza pues las victorias y derrotas del monarca son decisión última de los dioses que juzgan así su reinado y su capacidad para gobernar el país.

Por otro lado, para entender esta constante intervención bélica hay que recordar que el dios Assur es considerado el verdadero rey y el monarca asirio no era más que su simple gestor (shangu). Su deber tradicional para con el dios y sus súbditos era, por un lado, garantizar la paz y la seguridad interna de ese territorio y, en segundo lugar, mantener y extender las fronteras del reino e imponer el gobierno de Assur. Sin embargo, cuanto más éxito se alcanzaba en esta empresa mayor era la responsabilidad del monarca pues cuando un territorio vecino era incorporado, las acciones militares no cesaban y la conquista debía proseguir para extender la paz asiria a todo el orbe conocido.

Además, las intervenciones militares resultaban del todo justificadas al entender que el universo se encontraba en un estado de creación imperfecto, dividido entre la parte civilizada, productiva y ordenada que se hallaba bajo el control del dios Assur, y una parte opuesta, salvaje, improductiva y caótica. La creación solo quedaría completada con la transformación de esta segunda zona, y, en consecuencia, con la armonía universal. Se presenta, por lo tanto, un panorama en el que Asiria está rodeada de enemigos, bárbaros deseosos de apropiarse de las riquezas asirias, parásitos destructores frente a una Asiria civilizada y productiva, buena, que teme a los dioses y respeta la justicia. Las tierras más ricas de la llanura asiria solían padecer las incursiones de las poblaciones periféricas y la paz y la prosperidad de la región dependían de la represión de estas amenazas. Ese mundo exterior asociado al caos, exige una actividad militar atenta al restablecimiento del orden cósmico. De este modo, la sumisión de los pueblos circundantes es presentada como un acto de defensa propia y de justicia. El rey como emisario del dios y ejecutor de su voluntad en la tierra debía conquistar todos aquellos territorios que aún no estuvieran integrados en Asiria. Para lograrlo, Assur le había dotado de un poder absoluto sobre pueblos y reinos le había nombrado el legítimo ejecutor de esa política de conquista para introducir la periferia en el orden, en el espacio productivo y fértil del Imperio.

Dados los costes económicos y humanos de la intervención militar, Asiria en su expansión primero recurre a la diplomacia, basada en el juramento de fidelidad y materializada con frecuencia en un matrimonio dinástico, normalmente entre una de las hijas del rey local con el rey asirio.  Las escenas muestran que aquellos súbditos recién integrados que cumplen con el deber de entregar tributo son tratados con respeto.

En los demás casos, los asirios recurrieron a la fuerza y la expansión culminará con operaciones bélicas de gran crueldad.  Se trata de una modalidad del imperialismo basada en una ideología terrorífica en la que, para garantizar el éxito, emplean el más fabuloso aparato militar hasta entonces conocido: un gran número de efectivos, con una organización ejemplar (infantería, caballería, artillería)  y armamento (carros ligeros, y máquinas de asedio). Su intervención provocaría  la sumisión sin réplica por parte de los vencidos. El vengativo dios de la lluvia y las tormentas, Shamash, junto a Assur sancionarán la expansión y nuevas conquistas.

El aparato decorativo también se hace eco de esta política del terror con una grandiosidad sin igual para impresionar a los súbditos asirios pero también a los extranjeros, posibles enemigos en un futuro a los que se muestra el poderío del imperio asirio y el inexorable castigo hacia los rebeldes. Los relieves asirios nos hablan del empleo del factor psicológico en el combate aplicando una estrategia de terror selectivo. Cuando la diplomacia fracasaba, los asirios escogían una ciudad del territorio enemigo y en lugar de una guerra de rapiña cuyo objetivo era la devastación del territorio enemigo acaparando el mayor botín posible, la crueldad se empleó como arma psicológica. Se sitiaba la ciudad, y una vez tomada, se destruía, incendiaba y se cometía todo tipo de actos de crueldad con su población.

Estos actos, aislados, no son cometidos en la locura del combate por unas tropas fuera de todo control; por el contrario, contaban con la aprobación del soberano, y del propio dios Assur con lo cual estaban políticamente legitimadas y moralmente justificadas; en ningún momento se aprecian signos de reprobación. Las crónicas así como los relieves recogen con gran detalle esta propaganda macabra: las mutilaciones, empalamientos, el desollamiento, la evisceración, la decapitación, la amputación de miembros, provocaban un terror insuperable que tenía como fin el escarmiento de los sublevados y la advertencia a los potenciales rebeldes.

Así queda recogido en los anales de Assurnasirpal II el ataque a la ciudad de Tela (Babilonia): 

“Durante la batalla sitié y conquisté a ciudad. Pasé por la espada a tres mil de sus guerreros. Transporté prisioneros junto con sus posesiones, sus bueyes y su ganado. Quemé a muchos de los cautivos y también capturé vivos a muchos de sus soldados; de entre estos corté a algunos sus brazos o sus manos; a otros les corté la nariz y las orejas y el resto de las extremidades. Saqué los ojos a muchos soldados. Hice una pila con la cabezas y otra con los cuerpos y luego colgué las cabezas en los árboles de alrededor de la ciudad. Quemé a los adolescentes de la ciudad, chicos y chicas y arrasé, destruí quemé y consumí la ciudad”.

El mismo suceso quedó recogido en una inscripción:

“Levanté un pilar frente a la puerta de la ciudad y colgué en él a todos los jefes rebeldes y cubrí el pilar con sus pieles. Algunos fueron empalados y otros atados en el pilar. Corté los labios de los funcionarios rebeldes. Quemé a muchos prisioneros y a los que dejé con vida les corté sus narices, oídos, dedos  le saqué los ojos.  Hice un montón con las cabezas y las colgué por todos los árboles que rodeaban la ciudad. Quemé a los adolescentes de la ciudad, chicos y chicas y el resto de guerreros los hice morir de sed en el desierto del Eúfrates”

Cuando las noticias de los círculos de empalados o de poblaciones enteras quemadas vivas en el interior de sus casas o las pilas de cabezas u otros horrores semejantes llegaban a otras poblaciones, de inmediato se apresuraban a pedir clemencia a los asirios.

Una vez terminada la conquista, los asirios recogían el botín, el preceptivo tributo anual a los vencidos y efectuaban, con el fin de impedir futuras rebeliones, deportaciones masivas que únicamente afectaban a las elites (hijos de los monarcas locales, nobles poderosos) y al personal altamente cualificado (escribas, artesanos, ingenieros, comerciantes). Se practicaban deportaciones cruzadas en las que se intercambiaba la población de dos regiones distintas a fin de quebrar su unidad nacional y  cultural, al privarlos de sus líderes. El resto de los deportados era utilizado como mano de obra en un campo cada vez más vacío por las levas y el éxodo rural, o bien era empleado en las grandes construcciones públicas, ciudades enteras de nueva planta como Khorsabad o Nimrud. Los deportados no siempre fueron seres humanos: en ocasiones se deportaban las imágenes de los dioses de los territorios ocupados y la población vencida quedaba doblemente humillada al quedar huérfana de toda protección divina, abandonada a merced de los asirios. Los dioses eran devueltos a los vencidos tan solo una vez admitida la soberanía de Assur.

 

Assurnasirpal II en Nimrud

 Situada a 30 km. de Mosul, Nimrud era la ciudad asiria de Kalhu mencionada como Calah en la Biblia y donde Layard inició sus trabajos en 1845. Se trataba de una localidad pequeña en pleno corazón de Asiria a poca distancia de Nínive y Assurnasirpal II decidió erigir allí su capital administrativa en el 879 a. C. porque le permitía construir prácticamente una nueva ciudad según sus deseos sin las ataduras de las grandes capitales en las que resultaba obligado mostrar la continuidad con la monumentalización previa.

Sus murallas cierran una área de 360 hectáreas. En su interior y en la acrópolis, una leve colina que domina todo el Tigris,  se localizaban los principales edificios reales y palacios. La construcción se prolongó durante 50 años y tanto Assurnasirpal II como Salmanasar III  fueron incorporando edificios hasta que Sargón II  trasladó la capital a Khorsabad en torno al 710 a.C. Terminadas las obras en el 860 a. C., se celebró un banquete en el que se invitaron a 69.574 huéspedes de los que 16.000 eran residentes  de la ciudad. El relieve en el que se recoge esta escena se detalla asimismo el menú.

A la acrópolis se accedía, tras recorrer un camino empedrado, a través de una puerta guardada por lamassu que anunciaban la magnificencia interior. Atravesado el acceso, una gran plaza central servía de eje de espacios como oficinas, decorada con obeliscos como el de Rassam que recoge escenas de tributo al rey tanto en especie como en productos manufacturados: muebles, textiles, lingotes de oro, plata y cobre. Se trata de una pieza muy fragmentada pues ya en el mundo tardoantiguo se empleó como material de construcción. El segundo obelisco que domina la escena es el obelisco negro de Salmanasar III en excelente estado de conservación que recoge escenas muy similares. Layard también recuperó en la zona un hito fronterizo de Babilonia probablemente traído como botín de las campañas asirias. Parece que también se exhibían los cetros, símbolos del poder real de los reyes extranjeros derrotados. Por todos estos elementos mencionados se puede deducir que la plaza estaba sistemáticamente decorada con trofeos o monumentos de naturaleza propagandística.  Dejado atrás este espacio público, se erguía el gran palacio del rey con una magnificente fachada en la que una gran puerta central custodiada por dos lamassu conducía al salón de trono.

El Palacio de Assurnasirpal II conocido como el palacio del NO. constituye la residencia real neoasiria mejor conservada.  Se distinguen en su estructura tres partes diferenciadas, cada una de ellas en torno a un patio: un sector destinado a funciones oficiales, ceremoniales y de representación; una segunda área privada de carácter residencial y una tercera administrativa.

El elemento decorativo que unifica todas las salas de este grandioso complejo  es el empleo del relieve que recoge escenas relativas a la intervención real: campañas, asedios, conquistas, entrega de tributos... Este aparato decorativo trasciende su función ornamental para convertirse en un eficaz vehículo de propaganda expeditiva desde el momento en que el soberano se hace representar, con frecuencia, en terribles escenas de crueldad con los vencidos pero también con gran misericordia hacia los que se someten voluntariamente a la dominación asiria. Sobre los relieves, que alcanzan una altura de tres metros, aparecen inscripciones analísticas en lengua asiria escritas en cuneiforme que narran año por año las campañas del rey exaltando su habilidad guerrera, el coraje mostrado frente a los enemigos y rebeldes, la justicia con la que se aplica el castigo a los culpables y el perdón a los sometidos.  De manera que, el súbdito tributario desde que atravesaba las puertas de la ciudad de Nimrud pero también más adelante, las de Khorsabad  o Nínive, contemplaba las consecuencias de su futura elección. Como leal tributario disfrutaría de la prosperidad y seguridad proporcionadas por el estado asirio tal y como mostraban la bulliciosa vida ciudadana y los monumentos que podía contemplar en su camino a palacio. Al atravesar sus puertas, los gigantescos lamassu recordaban la grandiosidad del reino al que rendía pleitesía, los cadáveres de leones, las habilidades militares del monarca y su reconocimiento como dominador del caos que reinaba más allá del mundo asirio, y en su camino al salón del trono, discurría por largos pasillos decorados con crudelísimos castigos a los traidores que le recordaban el trágico fin de todo aquel que se rebelase contra el orden asirio.

Ya en el salón del trono, los relieves reiteraban el carácter imbatible del monarca mediante el relato de sus victorias militares, el asalto a las ciudades enemigas y la ulterior procesión de los vencidos y el traslado del botín.

La entrada al salón quedaba protegida asimismo de nuevo con descomunales lamassu, diseñados para que su mirada atravesara al espectador desde cualquier perspectiva. El empleo de estos animales, en realidad un elemento decorativo con una función arquitectónica estructural, fue introducida en Asiria a finales del segundo milenio tras las campañas de Tiglat Pilasar I por Anatolia y fruto de la influencia de la decoración de ciudades hititas como Karkemish donde se conservan leones de basalto negro. Para dar sensación de mayor realismo, los lamassu son representados con cinco patas de modo que vistos de lado parecen movimiento aunque de frente mantengan su actitud mayestática. Se adornan con un tocado de cuernos símbolo de la divinidad o de un estatus quasi divino y estaban policromados aunque solo se han conservado en algunos ejemplares, restos de pintura blanca en el pelo y roja en otras zonas del cuerpo.

En el palacio se recuperaron, junto a los lamassu del salón del trono, seis parejas más de toros protegiendo la fachada del palacio y la puerta interna, de las que cuatro están en el Museo Británico y las dos de Layard están en el Metropolitan Museum de N.York. 

En el salón del trono aparecen otras representaciones de espíritus protectores. Se trata de dioses menores llamados apkallu con función apotropaica. Su presencia es frecuente en los relieves del palacio en los que pueden aparecen con un tocado de cuernos, una diadema o con cabeza de águila o bajo la apariencia de pez. Además aparecen sujetando una cubeta, quizás con agua lustral, y con la otra mano una especie de piña que se ha sugerido que es la flor macho empleada para fertilizar las palmeras. Revalida su papel fertilizador el hecho de que a menudo aparecen, provistos de tales elementos,  frente al árbol sagrado o árbol de la vida, representado de manera estilizada y decorado con palmetas. El monarca también suele aparecer representado a uno y otro lado de este árbol  de la vida. Su significado exacto se nos escapa pero estaría relacionado de algún modo con la fertilidad  de la tierra generadora de vida y en particular de la tierra de Assur. Además se trata de un recurso que sirve de nexo decorativo entre una estancia y otra muy empleado sobre todo en las esquinas, aprovechadas como tronco de un árbol, lo que permitía establecer una continuidad decorativa.

En otras ocasiones, los relieves quedan separados en dos registros por una inscripción que recogía de manera reiterada una y otra vez las cualidades del rey, el número de tierras conquistadas  y los animales que había cazado.

 

Dur-Sharrukin (Khorsabad), la fortaleza de Sargón II

A 15 km. de Mosul, Sargón II edificó una nueva capital en el año 717 a.C. que bautizó como Dur Sharrukin, “la fortaleza de Sargón”. Se han conservado los textos de su fundación en cinco tablillas en oro, cobre, plomo, magnesita y plata, encontradas en un cofre de piedra enterrado en los cimientos del palacio. Las tablillas bendicen la ciudad y al rey e incluyen tambien una maldición a todo aquel que los amenace. El rey era puntualmente informado del avance de las obras como queda recogido en su correspondencia. Una vez concluidos los trabajos, en el año 707 a.C. ordenó que se trasladaran desde Nínive todas las imágenes de los dioses. Dos años más tarde, tras su muerte, la capital volvió a Nínive. La ciudad con un diseño cuadrangular perfecto, algo insólito en el urbanismo asirio, se extendía por una superficie de 300 hectáreas. disponía de un recinto amurallado y sobre una terraza artificial se alzaban los templos de las divinidades principales, Sin, Shamash, Adad, y el palacio real, que contaba con la habitual distribución de espacios públicos y privados. Su decoración seguía los usos ya descritos con escenas de guerra y caza y protegían el recinto los lamassu ya en su forma de toros o leones androcéfalos. Los lamassu son de mármol de Mosul  extraído de las canteras de Nínive y fueron trasladados por el Tigris hasta la ciudad. En el salón del trono también aparecen los protectores Apkallu.

 

 

Senaquerib y su “Palacio sin Igual” en Nínive

La Nínive de la que se conserva un patrimonio arquitectónico más rico es la Nínive capital del imperio asirio bajo Senaquerib (705-689 a.C.) que ya como príncipe heredero había  trasladado a la ciudad su residencia. Siguiendo los usos habituales en la monarquía asiria, una vez pacificado el territorio, tras sofocar revueltas instigadas por  Ascalón y Sidón, finalmente conquistadas, controlar la zona montañosa de los Zagros y a los elamitas que operaban en torno al País del Mar,  dirigió su atención a la creación de una nueva capital. Abandonó, por lo tanto, la sede anterior que su padre Sargón II había establecido en Khorsabad y ubicó la nueva capital real en Nínive, donde construyó un palacio inaugurado el 694 a. C. que recibió el apelativo de “el incomparable” o “sin igual”. Contaba con 71 puertas y la decoración, tal y como sucedía en los palacios reales anteriormente descritos, reiteraba la función del recinto como centro de poder. Senaquerib ansiaba convertir esta ciudad en un enclave cuyo esplendor admirara el mundo entero y para ello no sólo atendió a la construcción de suntuosas residencias palaciales sino que inició obras públicas orientadas al embellecimiento de toda la ciudad.  Aseguró los suministros de agua desde los Montes Zagros ( a 40km.) a través de acueductos y canales excavados en piedra y gracias a este aporte hídrico pudo adornar  la ciudad con jardines, huertos y árboles frutales.

En su palacio mantiene elementos tradicionales de la iconografía asiria como los lamassu en las puertas principales pero pierden influencia los apkallu,tradicionales espíritus alados. El espíritu cosmopolita del Imperio bajo su gobierno queda reflejado también en el empleo frecuente de la columna, un elemento tomado de las provincias occidentales, que ahora cobran protagonismo en los numerosos pórticos con columnata distribuidos por todo el palacio. Las columnas, o al menos su basa, eran de bronce o de madera cubiertas con ese metal lo que explica que estos elementos constructivos no sobrevivieran al saqueo de Nínive (612 a.C.). La madera fue pasto de las llamas en el ataque y el metal robado.

Entre los habituales relieves bélicos que decoraban los palacios asirios merece la pena destacar el asedio y la toma de la ciudad de Lakish, una ciudad perteneciente al reino de Judea que tras protagonizar una revuelta recibió una cruel lección de manos de Senaquerib en el 701 a.C. Los grabados de Layard permiten seguir los relieves, muy deteriorados, en los que se recoge el asedio, conquista y destrucción de la ciudad con las habituales técnicas del arte asirio: acción telescópica, descripción simultánea del asalto  y la derrota de modo que, al mismo tiempo que se describe la toma de la ciudad, los prisioneros inician su camino.

Uno de los elementos más llamativo del aparato decorativo del palacio es la temática seleccionada para adornar el salón del trono que en lugar de mostrar las habituales escenas de victoria del monarca asirio, recoge con detalle los trabajos emprendidos para esculpir y trasladar un lamassu desde las propias canteras hasta el palacio.

Según aparece en el relieve, una vez tallado, el lamassu es trasladado por el río Tigris.  En la zona de las marismas aparecen gacelas, cerdos salvajes y el paisaje y su fauna recuerda uno de los proyectos del monarca Senaquerib y evoca además el mismo interés por la creación de reservas zoológicas naturales que ya habían mostrado reyes anteriores: “he planeado un pantano para controlar la subida del río. He plantado juncos, he soltado garzas, cerdos salvajes, y otros animales. Lo plantado ha tenido éxito pues las garzas de fuera han anidado y los cerdos y otros animales  han criado”. 

 

La segunda muerte de las ciudades asirias

Tras la destrucción iconoclasta del estado islámico, aparentemente apenas queda nada del legado del imperio asirio, salvo el patrimonio conservado en el museo de Bagdad y en los museos occidentales, fruto del expolio practicado desde el s. XIX. Uno de los yacimientos asirios más afectado por la destrucciones promovidas por el Estado Islámico ha sido la ciudad de Nimrud. En marzo de 2015 se usaron bulldozers y explosivos para derruir los escasos restos escultóricos de carácter monumental que permanecían in situ, como algunos lamassu que fueron aniquilados por su naturaleza blasfema mientras las placas de relieves que permanecían en el yacimiento también fueron desgajadas y seccionadas en fragmentos más pequeños, esta vez con el propósito de encontrar compradores en el mercado negro. Todo el patrimonio que permanecía aún en el país, tras los expolios de manos occidentales en los ss. XIX y XX, y en el XXI tras la guerra de Irak que nutrió de piezas al mercado negro europeo, permanecía depositado en el vecino Museo de Mosul y allí también fue aniquilado o al menos así quedó recogido en un video difundido el 25 de febrero de 2015. Acompañaba a las imágenes una proclama que justificaba semejante acto: eran ídolos y estatuas adorados en el pasado en lugar de Alá.  “Emulando la acción del profeta que destruyó los ídolos con sus manos desnudas en su viaje a la Meca, seguimos las órdenes de nuestros profetas y arrojamos estos ídolos y los destruimos como así lo hicieron los seguidores del profeta, mucho después, cuando iniciaron la conquista...  Dado que Alá nos ordena destruir estas estatuas, los ídolos y otros vestigios nos resulta fácil obedecer”. Los yihadistas se presentan así como legítimos herederos del legado de los primeros destructores de ídolos que incluyen al profeta Abrahán y al propio Mahoma.

No es la primera vez que el patrimonio artístico se convierte en víctima de un ataque iconoclasta y tampoco podemos identificar éste con una práctica sólo imputable a la ideología musulmana. En Inglaterra, desde tiempos de Cromwell en 1543 hasta un siglo más tarde, se procedió a una fulminante aniquilación de la idolatría católica y toda su riqueza artística tal y como deja recogido, por ejemplo, en su diario, el puritano William Basher Dowsing, “comisionado para la destrucción de los monumentos a la idolatría y a la superstición” que durante todo un año (1643-1644) y contando con la autorización del parlamento inglés arrasó con todos los monumentos dedicados a la superstición e idolatría y, orgulloso de su tarea, dejó registrado el relato preciso de dicha destrucción. Esta intervención sistemática, sancionada políticamente, fue responsable de que en Inglaterra se haya perdido hasta un total del 90% de todo el legado artístico cristiano en la isla.

La revista mensual Dabiq, órgano de expresión y vehículo de propaganda del Estado Islámico, argumentaba también que la destrucción del museo de Mosul tenía como propósito acabar con los planes de los kuffar (no creyentes), interesados en recuperar, exhibir y reivindicar los hallazgos arqueológicos como si se trataran del legado cultural de la identidad iraquí, orgullo para el país y obligado objeto de protección. Para el EI, sin embargo, este patrimonio es el símbolo de la idolatría y no solo no debería haber visto la luz ni debería haber sido restaurado, sino que tendría que ser considerado con oprobio y profundo rechazo como atentado contra Alá y sus profetas.  Además, el EI considera la actividad arqueológica como una práctica foránea que debilita la identidad nacional iraquí y obstaculiza el objetivo último de su estrategia, esto es, la integración de todos los estados de Oriente Medio en un califato único que rija los destinos de todo el mundo musulmán.

De manera que la eliminación de este patrimonio no responde a una brutalidad sin sentido movida por un odio irracional, no es obra de psicópatas que actúan por el simple placer de aniquilar, o si así fuera, se encuentra plenamente justificada dentro del programa ideológico salafista, que aboga por el retorno a la pureza de los orígenes del Corán, lo que implica la supresión del politeísmo y la idolatría (shrik), la eliminación de cualquier innovación (bid’a)  y el deseo de restaurar la pura creencia en un dios único (tawhid) para cumplir con su compromiso en la tasfiya, la limpieza del Islam de todo elemento foráneo o corrupto. Si somos conscientes de los principios ideológicos que defiende el EI no resulta en absoluto sorprendente su actuación. Así lo enunciaban en el asalto al museo de Mosul: “En cuanto tomamos control de un área, derruimos los símbolos del politeísmo y extendemos la tawhid en la zona”. A estos principios, no solo responde la destrucción de los yacimientos pre-islámicos sino también, y en mucha mayor medida, la persecución del legado islámico que no sigue la estricta interpretación sunita del Islam, así como de los lugares sagrados de minorías religiosas como la cristiana.

En este contexto, la destrucción del patrimonio cultural sirve para mostrar la auténtica piedad y avivar la llama del islamismo más acendrado en la población local. Es ésta la última destinataria de los videos, mucho más que un público internacional.  Por ello y por más desgarrador que sea para la mentalidad occidental la destrucción del legado antiguo no hay que olvidar que la mayor parte de los sitios destruidos por el estado islámico son los lugares sagrados de los grupos islámicos que perciben como adversarios, como los sufitas y chiítas, y que su principal objetivo no es el pasado antiguo sino sobre todo los enclaves musulmanes no salafistas. Así puede entenderse la destrucción de mezquitas, santuarios como el del  profeta Jonás en Mosul en julio de 2014 o la aniquilación de la biblioteca pública de Mosul que albergaba miles de manuscritos árabes ahora disponibles en los circuitos de contrabando de arte.

La destrucción del patrimonio arqueológico también ha proporcionado un beneficio adicional al movimiento. Dabiq mostraba a sus compatriotas la cínica reacción internacional, ofendida por esta intervención iconoclasta hacia unas ruinas  pero absolutamente despreocupada por la situación de las mezquitas, de la población de la zona, y cualquier asunto relativo a las más básicas condiciones de vida. Esa respuesta del mundo occidental según Dabiq debía servir “para unir a la población local en el mismo amor por Alá” .

Por otro lado, las intervenciones iconoclastas al servicio de la propaganda del movimiento sirvieron con cierto éxito de conveniente distracción pues se hicieron coincidir los ataques a Nimrud  con la derrota del EI en Tikrit y las mutilaciones con martillazos monopolizaron con éxito las imágenes en los informativos del mundo occidental.  En segundo lugar, el estado islámico utilizó esta actuación para avivar el desacuerdo entre las tropas de la coalición internacional liderada por EE.UU. y el ejército iraquí sobre la estrategia de combate. El gobierno iraquí pretendía concentrar los esfuerzos contra el EI en el Oeste, en la provincia de Anbar, y la coalición internacional abogaba por mantener la presión en Mosul. El ataque a Nínive, Khorsabad y Nimrud era toda una provocación que obligaba al gobierno de Irak a rectificar su estrategia y mantener sus posiciones en Mosul.

Occidente también ha instrumentalizado, en beneficio de su intervención en el conflicto, estos ataques. En un buen número de medios de prensa e internet la aniquilación de Nimrud aparece ilustrada con fotografías de iraquíes en pie sobre el tronco seccionado de lamassu y provistos de picos, imágenes en realidad fechadas en el 2001 y que recogen las labores de limpieza de los escasos restos que se conservan en la ciudad. Sin ningún pie de foto que describa la imagen, el lector rápidamente cae en la trampa y con desagrado identifica la escena con la aniquilación de la ciudad.

No obstante, empieza a cuestionarse si, al menos esta iniciativa iconoclasta, no fue más que un montaje propagandístico, al menos en el corazón de Irak. El Ministerio iraquí responsable, que no puede acceder a la zona, sólo puede transmitir las noticias de los yihadistas que exhiben la acción de los bulldozers en Nimrud  y reconoce que la extensión de los daños nos es desconocida y no se sabe cómo fue empleada, si lo fue, esta maquinaria pesada. Es seguro que el daño no es tan grande como nuestra imaginación desea sospechar pues gran parte de los restos permanecen, siguiendo una práctica de conservación habitual, enterrados. En el caso de Khorsabad, tampoco resulta claro si fue un objetivo aniquilado, pues según Margarete van Ess, directora del Instituto Arqueológico Alemán en Bagdad y miembro del Comité para la Protección del Patrimonio Cultural de Irak de la UNESCO, no hay testimonio gráfico alguno de que se haya procedido a la anunciada mutilación. La supuesta destrucción de las murallas de Nínive ha sido puesta en duda, después de las noticias de algunos mosuleños que habían comprobado, tras rodearlas, que no habían sufrido daños. Asimismo Van Ess declaró, tras la difusión de los célebres videos, que resultaba del todo evidente para el ojo entrenado del especialista que las estatuas destruidas a martillazos en el museo de Mosul no eran más que copias y que, de hecho, los originales se encontraban custodiados en el museo de Bagdad. Lo que la cámara no graba mientras se martillea las reproducciones es el saqueo de los depósitos para proceder a su venta, o la fragmentación en pedazos de las grandes placas de relieves palaciales para rentabilizar, cual incunables, las piezas, más provechosas en pedazos que vendidas como un único ejemplar.

Y lo que sí ha detectado la Interpol es una oferta multiplicada de objetos asirios en los circuitos de compra-venta ilegales. Podemos imaginar la pérdida irreparable para la Humanidad porque ya durante la guerra de Irak, en abril de 2003, mientras contemplábamos la retirada de la estatua de Sadam Hussein, al mismo tiempo quince mil objetos fueron robados y puestos a disposición del contrabando. Se ha calculado que en los cinco años siguientes desaparecieron más de medio millón de hallazgos. Y la Interpol alarmada empieza a constatar que el contrabando parece optimizar mejor los vestigios asirios que la simple mutilación de los relieves. Su destinatario es el mercado negro de ese Occidente que reclama escandalizado una unánime respuesta internacional pero que  no muestra el mismo rigor en el castigo a los que fomentan en la distancia el pillaje. Y el expolio resucita de nuevo como la amenaza más terrible que sufre en silencio el patrimonio de las ciudades asirias.

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