"EL LIBRO EN ROMA: PLACER Y PELIGRO
EL LIBRO, OBJETO DE PLACER"
Carmen Gallardo (Universidad Autónoma de Madrid)
1. la aristocracia lectora
En Roma se leía bastante, creo que podría afirmarse esto. Pero ¿quiénes leían en Roma? ¿Cuántos eran capaces de hacerlo? ¿Qué leían? ¿Sabemos algo del placer que les proporcionaban los libros? ¿Y de los peligros que un libro podía ocasionar? Son cuestiones que seguramente no quedarán nunca suficientemente zanjadas; sin embargo, los propios romanos nos han dado algunas respuestas.
Imaginémonos en Túsculo, una ciudad situada en los montes Albanos, a unos 20 Kms. de Roma, donde Cicerón pasaba unos días de descanso. Y escuchemos lo que nos cuenta:
“Estando yo en mi villa y queriendo consultar ciertos libros de la biblioteca del joven Lúculo, fui a la villa de éste para cogerlos yo mismo como solía. Al llegar, vi a Marco Catón, que no sabía que estuviera allí, sentado en la biblioteca rodeado de un montón de libros de los estoicos. Tenía él, como sabes, una insaciable pasión por la lectura, de suerte que, sin temer la vana crítica del vulgo, solía leer incluso en la curia mientras se reunía el senado (…). Por eso, en aquel momento, libre de toda obligación y rodeado de gran cantidad de libros, parecía devorarlos, si es que puede emplearse esta expresión para una ocupación tan noble”. (Del supremo bien y del supremo mal, 7).
Nos hallamos en el s. I a C, en plena República, y he aquí tres lectores: Cicerón, que ha ido a buscar unos libros de Aristóteles a casa de su amigo y vecino Lúculo; éste, dueño de la biblioteca; y Catón, empedernido lector, que devora las obras de los estoicos, que lee incluso en las reuniones del senado y que, antes de suicidarse, nos dice Plutarco que pasó las horas con un libro en las manos, el Fedón de Platón, el diálogo sobre el alma, en el que se relata la conversación que tuvo Sócrates con sus amigos antes de morir. Son tres hombres de elevado rango social, entre cultos y extremadamente cultos, que constituyen un tipo de lector muy representativo de la época. Son, además, el tipo de lector que apetecen escritores como el propio Cicerón. Leen textos difíciles e, incluso, lo hacen en griego, algo muy difundido entre la clase dirigente romana. Son, en definitiva, intelectuales movidos a la lectura no tanto por el goce como por la utilidad, aunque esa lectura útil, que les servía como estudio para ejercer sus profesiones o para escribir sus libros, a la que dedicaban su ocio en compañía de amigos, les producía un enorme placer.
El término “devorar” (vorare) lo emplea Cicerón para referirse a Catón y también para hablar de sí mismo: “yo aquí estoy devorando literatura” escribía a su amigo y editor Ático, en el mes mayo del año 55 desde su casa de Cumas. “Devorar” es un verbo que parece hablarnos de necesidad más que de placer, pero es difícil pensar que estos hombres no disfrutaran con el alimento que esos libros les procuraban. Más aún, si tenemos en cuenta que a esta carta le había precedido otra en la que Cicerón decía:
“Yo aquí me alimento con la biblioteca de Fausto (…) mientras he abandonado los demás placeres y distracciones, ya por mi edad o por la situación política, me sostengo y me recreo con la literatura” (Cartas a Ático, mayo, año 55)
Los libros eran, pues, esenciales en sus vidas, libros que compraban, libros que copiaban, que se regalaban o que se prestaban para formar o enriquecer sus bibliotecas. Cicerón copia libros que le presta un tal Vibio. O acoge con verdadero gusto la biblioteca que le regala su buen amigo Peto, que este había heredado, a su vez, de su hermano, compuesta de libros griegos y, sobre todo, latinos, porque cada vez más era para él un descanso entregarse a esas lecturas cuando el trabajo le dejaba un resquicio. Y va a las casas de sus amigos Lúculo o Ático a buscar libros que él no tiene.
El poeta Horacio también nos transmite la satisfacción que le produce la lectura cuando en su sátira sexta, dedicada a criticar el afán desmesurado por acumular riqueza, nos relata, como contraste, la comodidad de su vida que le permite, tras dar un paseo después de haberse levantado tarde, sobre las 10, leer y escribir para su propio placer. (Sat. 6, 22-23)
2. los lectores y los amigos
Vemos, pues a unos escritores, cuyo ocio llenan los libros. Pero ¿quiénes les leían a ellos? ¿Quién leía a Cicerón, a Catulo, a Horacio o a Ovidio? En primer lugar, sus amigos. En Roma, los primeros lectores de una obra eran los amigos del autor. Eran los primeros lectores de aquellos autores que voluntariamente rechazaban que sus escritos llegaran a todos, aquellos que menospreciaban al pueblo y no querían hacer concesiones al gusto corriente, como le sucedía al poeta Horacio, que se niega a que las librerías y puestos vendan sus libros que se manchan con el sudor de las manos del vulgo; considera que es preferible tener pocos lectores antes que la admiración de la masa o que lo lean en las escuelas elementales; y se contenta con que le aplaudan los más nobles, aunque los demás le silben.
Amigos eran, por supuesto, los primeros lectores de Catulo, el más conocido del grupo de poetas a los que Cicerón consideraba irresponsables y remilgados y despectivamente llamaba neoteroi, es decir, “novísimos”. Un poeta, que, aunque muy a pesar suyo, era leído más allá de sus círculos próximos, manifiesta la gran estima que siente por las breves poesías de sus amigos frente al pueblo, que disfruta con los largos poemas del retórico Antímaco, y se enorgullece y alegra de que el vulgo no sepa apreciar esa poesía breve que era también la suya. Además, evoca con afecto las reuniones en casa de Licinio, en cuyo escritorio se divertía entre gente refinada mientras componían versos e improvisaban por turno entre risas y vino.
Pero también los amigos eran los primeros lectores de quienes, como Ovidio o Marcial, escribían para entretener a simples lectores aficionados, a un lector anónimo que se convierte en su interlocutor amigo, y no exclusivamente para satisfacer a un público culto, capaz de entender y apreciar una literatura difícil o exquisita.
Ya en época de Augusto, la de mayor esplendor literario, Horacio hace hincapié en que una de las obligaciones de la amistad es precisamente leer lo que uno escribe ante los amigos: «No leo mis versos a nadie, sino a mis amigos... no en cualquier parte ni ante cualquiera», nos dice.
Y lo que resulta más llamativo es que incluso Ovidio considera a los amigos destinatarios privilegiados de los libros. Y digo que resulta llamativo porque es el primer escritor latino que –como acabo de decir- entabla un diálogo amistoso con un lector anónimo. El primero también, por tanto, en mostrar una conciencia clara de que existe un lector medio, externo a su mundo, al que ofrece un entretenimiento agradable. Se trata de un público culto, capaz de saborear una forma cuidada y elegante, pero que no está dispuesto a hacer demasiado esfuerzo para la comprensión de lo que lee. Ovidio es, además, un autor que en ningún momento muestra desconfianza hacia esos receptores menos eruditos y desea que sientan que su obra está dirigida a ellos y a ellas, pues es también el primer autor que considera a las mujeres potenciales lectoras, a quienes dirige algunos de sus libros. Su libro Amores comienza diciendo: “Léame la virgen inflamada en presencia de su prometido, y el sencillo adolescente que sufre por vez primera las angustias amorosas”. Pero, a pesar de todo, son las lecturas con amigos las que recuerda así con nostalgia desde su exilio en el Mar Negro:
“Traté y cultivé la amistad de los poetas de aquella época ... Macro, algo mayor que yo, me leyó con frecuencia sus poemas sobre pájaros, sobre serpientes peligrosas y sobre hierbas. Frecuentemente también Propercio acostumbró a recitarme sus poemas amorosos debido a la amistad que nos unía. Póntico, célebre por sus versos heroicos, y Baso, por sus yambos, fueron amables miembros de mi convivencia; el melodioso Horacio cultivó mis oídos, mientras entonaba cultos poemas con la lira ausonia...” (Tristes, I, 10)
Y nos informa de los libros que estos romanos leían, que iban desde Homero hasta Propercio y nos descubre que Tibulo gustaba y era conocido antes de que Augusto gobernara.
Ya entrado el imperio, Marcial, el poeta de Bílbilis, que vivió del año 40 al 104 d. C. Un poeta popular, al que leen desde el centurión hasta el propio emperador o las matronas a escondidas, quien escribe libritos prácticos, como los Xenia y los Apophoreta, compuestos de poemas muy breves a modo de etiquetas para acompañar a los regalos, aquel cuyos lectores pueden encontrar regularmente sus obras en las librerías, ese mismo por el que algunos revientan de envidia porque todo Roma lo lee y es tan conocido que en la calle lo señalan con el dedo, tiene como primeros lectores y críticos a sus amigos Prisco, Cesio Sabino. O a su admirado Apolinar, en cuyo juicio confía de tal modo que, si este da el visto bueno a su libro, el libro no sólo no tendrá que temer las burlas de los malintencionados, sino que nunca servirá para que los niños pintarrajeen en su dorso, ni se convertirá en envoltura de salazones y caballas.
Y entre estos primeros lectores se encuentra su querido Faustino, que ha merecido tener antes que ninguno sus nimiedades o bagatelas, como el propio Marcial las llama. Todos ellos son quienes lo corrigen y también quienes lo divulgan:
“…este no es mi lector, sino mi libro -dice Marcial de su amigo Pompeyo Aucto-. Tan bien se sabe y declama mis libros sin tenerlos delante, que mis páginas no pierden ni una letra; en una palabra, si quisiera, podría parecer que los ha escrito” (Epigramas, VII, 51)
Un contemporáneo de Marcial, Plinio el Joven, un rico abogado y escritor que ocupó altos cargos políticos, al que acudiremos en más ocasiones, pues sus correspondencia resulta muy sabrosa, en una carta dirigida a su amigo Paterno, le explica:
“Recibes con esta carta mis endecasílabos ... Tendrás una prueba de lo que valoro tu juicio, porque yo quiero someter a él toda la recopilación y no pedir elogios de piezas escogidas ... Ruego tu franqueza para decirme de mi librito lo que dirías a otro, no te pido nada difícil.” (Cartas, IV, 14)
Las palabras de unos y otros, por tanto, descubren la lectura como un acto de amistad que exige la participación activa de los amigos en la obra. Marcial confiesa que se sentirá tranquilo con el libro que corrijan sus íntimos Severo o Segundo”. Pero Plinio todavía es más explícito. Algo molesto, porque determinadas personas habían criticado que leyera públicamente sus versillos nos revela que las razones que le llevan a hacer lecturas públicas de sus libros son:
“En principio, porque el que lee su obra, por respeto a sus auditores, la cuida con más atención; luego, porque, si le sobreviene duda sobre algún punto, lo resuelve a partir de un consejo. Además porque muchos hacen advertencias, pero, aunque no las hicieran, lo que cada uno de los oyentes siente se percibe a través de su gesto, de sus ojos, de sus movimientos de cabeza, de sus murmullos, de su silencio; indicaciones suficientemente claras como para distinguir la verdadera opinión de la cortesía. Y, si alguno de los asistentes, por casualidad, se preocupara de volver a leer la obra escuchada, se daría cuenta de que hay en ella cambios y suspensiones inspirados a veces por su propio juicio, aunque no me haya dicho nada. Pero me estoy justificando como si hubiera invitado al público a un auditorio y no a unos amigos en mi apartamento.” (Cartas, V, 3)
Y repite con frecuencia estas lecturas, invitando a comer a su casa a sus más próximos, a fin de que adviertan faltas en sus discursos o poemas que a él se le han escapado.
De todos los escritores romanos que han llegado hasta nosotros, Plinio es tal vez el que mejor nos ha comunicado ese trabajo que los amigos aportan como lectores-correctores; la labor que realizan éstos en la transformación del texto; la necesidad, por tanto, de su competencia.
3. los libros obra colectiva y compromiso social: las recitationes
Y las confidencias de estos autores latinos nos llevan a hacer una reflexión sobre el libro en la antigua Roma. El libro en Roma no puede separarse de la recitatio, es decir, de la lectura pública. Lectura que ya sea entre los más íntimos en casas particulares o en auditorios resulta clave para la publicación y difusión de los libros. Al menos en época imperial, la publicación de un libro era un proceso gradual que comenzaba por dar a conocer el texto a uno o a varios amigos. Corregido el manuscrito, se ampliaba la difusión mediante una lectura pública, pero ante un auditorio todavía no anónimo, sino ligado al autor por lazos de amistad y también de clientela, auditorio que ejercía una función crítica. Pasada esta segunda prueba, el autor consideraría terminada la obra y haría copias a su cargo que enviaría a aquél a quien se la dedica, e inmediatamente después, a sus amigos. Finalmente, daría el permiso para que a partir de esas copias se hicieran otras y, entonces, perdería el control de su libro.
Escuchemos de nuevo a Plinio:
“Yo no quiero ser elogiado mientras recito, sino después, al ser leído, por eso no paso por alto ningún procedimiento de corrección. En principio repaso conmigo lo que escribo; luego, se lo leo a otros dos amigos; después paso el manuscrito a otros para que lo anoten; si las notas me hacen dudar, de nuevo las sopeso con una o dos personas. Por último, leo la obra ante varios auditores y -créeme- es el momento en el que más corrijo... pues el respeto a los auditores, el amor propio, el temor a un fracaso, son excelentes jueces..., el miedo, sí, el miedo es el más extraordinario de los correctores..., pero no suelo invitar al pueblo, sino a unos escogidos... en los que confío.” (Cartas, VII, 17)
La presencia del público, sobre todo de ese público escogido, puede, pues, llegar a tener significativos efectos sobre el texto. La lectura es, entonces, una rescritura, y los lectores-auditores se convierten en coautores de la obra. Pero, además, esta práctica de la lectura vinculada a la amistad convierte el acto de leer en un hecho muy grato. Comentaba el mismo Plinio que no sabía si iba a escuchar a su amigo Ticinio, que ofrecía una recitatio, es decir, una lectura pública, porque debía o por puro placer, pues sentía auténtica pasión por la obra de aquél.
Estas lecturas públicas constituyen uno de los elementos más originales de la cultura romana, una particular manera de acercarse al texto, ya que se hace a través de un doble lector, el que recita, que se apropia del texto con sus ojos y lo transmite con su voz, y el que escucha –el lector-oyente-, el auténtico lector. Esta lectura, mediatizada ya sea por el propio autor que lee su libro o por el lector profesional, exige un lector-auditor muy especial, que no se deje seducir por la puesta en escena de la lectura. Pero, además, reclama un «recitador» que sepa transmitir la obra sin cansar ni aburrir y, al tiempo, evitar que su acción, su voz, produzca efectos sobre lo escrito.
Sin embargo, esto es prácticamente imposible. Incluso si es el propio escritor el que lee, el texto se ve afectado. Como sucede con Silio Próculo, que lee un libro suyo a su amigo, nuestro citado Plinio, y este, después de haberlo escuchado, le escribe:
“Me parece que ya puedo contestarte que tu obra es hermosa... en la medida en que puedo valorarla por esa lectura que hiciste delante de mí, si es que no se me impuso tu manera de leer, pues lees con tanta dulzura, con tanto arte...” (Cartas, III, 15)
Ciertamente es un riesgo que necesariamente se corre en una práctica tal de la lectura, ya que los oyentes leen el texto a través de los ojos, la voz y el cuerpo de un tercero, que, aún sin quererlo, lo altera
Y es en esta difícil tensión en la que se mueven los escritores al hacer una lectura pública de sus libros. Por eso, Plinio, que es consciente de que no lee bien sus poemas, se ve obligado a elegir un lector, pero lo hace con gran cuidado, y decide llamar a un lector no demasiado bueno; sólo quiere que sea mejor que él, pues desea una lectura sin teatralidad, neutra, más bien familiar, una lectura entre amigos.
Ahora bien, en numerosas ocasiones, con un auditorio más amplio al que no se le pide una crítica constructiva sino, sobre todo, el aplauso fácil, resulta más eficaz un lector como el que describe irónicamente Persio en una de sus sátiras:
“Cuando, después de haber enjuagado tu modulada garganta con un líquido clarificador, leas por fin desde una elevada silla tus obras, repeinado y resplandeciente, con tu toga nueva recién almidonada y tu anillo natalicio de ónice, desmayado, con la mirada lánguida, entonces podrás ver cómo la bien cebada flor y nata de Roma tiembla de manera indecorosa y con la voz agitada, mientras tus poemas les penetran en los riñones y sus partes más íntimas sienten el cosquilleo del verso trémulo.” (Sátiras, I, 1, 15-21)
Así pues, parece que en el que lee, como en un actor, se impone la presencia física, su peinado, su vestido. Y se utilizan técnicas y se buscan procedimientos hasta hacer de la lectura casi un acto erótico que cause un enorme placer.
Por tanto, la palabra, el hecho de que el libro escrito pase por los oídos es en Roma algo fundamental. Escuchar y recitar en latín son verbos de la lectura. Parece ser la palabra y no la escritura la que fija el texto. Un libro no escuchado viene a ser un libro no leído. Y los escritores echan de menos esos oídos. Así se lo manifiesta Marcial, que se encuentra en su casa de Bílbilis, a su querido Prisco:
“Siento necesidad de los oídos de la ciudad, a los que estaba acostumbrado y me parece que pleiteo ante un tribunal extranjero; pues si hay en mis libritos algo que pueda agradar, me lo dictó el oyente: aquella sutileza de opiniones, aquella agudeza de asuntos, las bibliotecas, los teatros, las tertulias; en suma, todo lo que he dejado por afán de tranquilidad lo deseo como si me lo hubieran arrancado.” (Epigramas, XII, dedicatoria)
Y resultan conmovedoras las palabras de Ovidio, otro de los grandes poetas latinos, cuando desde su triste exilio en Tomis, a orillas del Ponto, escribe: «No tengo a nadie a quien poder recitar mis poemas, ni que pueda entender mis palabras latinas. Es para mí mismo -¿qué otra cosa puedo hacer?-para quien escribo” (Pónticas,
Pero las lecturas públicas no solo eran una especial presentación de libros; especial, en la medida en que el libro no estaba aún acabado y los invitados a ellas podían provocar correcciones con sus gestos y sugerencias, también había lecturas de obras ya consagradas, que llenaban odeones y teatros. Se sabe que las Bucólicas de Virgilio fueron representadas varias veces en el teatro. Ovidio cuenta que, cuando, abatido, pasaba sus días de destierro en aquellas bárbaras y heladas tierras, recibió de un amigo la grata noticia de que sus poemas se bailaban en un teatro repleto y se aplaudían sus versos. El satírico Juvenal recuerda el triunfo de La Tebaida que con hermosa voz recitaba Estacio, su autor, y recomendaba que fueran a escucharle. Y Horacio se lamenta de que la gente corriente prefiera a los autores antiguos, hasta el punto de ver apretada, en un teatro de Roma, a los dramaturgos Plauto o Terencio, que habían vivido tres siglos antes, mientras odia y desprecia a los contemporáneos.
Sin duda, este espectáculo de leer obras en público fue un eficaz procedimiento de difusión de los libros, en la medida en que en Roma la lectura no era tarea fácil. Aun pensando que la escritura de la mayoría de las obras no fuera cursiva o semicursiva, letras difíciles de entender, a partir del s. I, se puso de moda la escritura continua, sin separación de palabras, lo que requería un notable esfuerzo para no hacer falsos cortes y para la comprensión del texto, que no todo los lectores estaban dispuestos a realizar.
4. otros lectores: el libro de divertimento
Ahora bien, con ser muy habituales estas lecturas públicas, no sustituían a la lectura individual, aquella que se hace con un libro en las manos. Tal vez, los testimonios de este tipo de lectura resulten menos expresivos, pero leer en solitario lo haría Cicerón en sus casas de Formia o de Túsculo, como lo harían todos los escritores citados y los amigos a quienes estos enviaban sus libros, bien para que los corrigieran o para amenizar las horas libres.
Los autores solían también regalar sus obras a los amigos que viajaban o estaban lejos de Roma, así leemos que hizo Marcial cuando regaló a su amigo Flavo, que marchaba a Bílbilis, el pueblo del poeta, el último libro de sus epigramas, para que se distrajera durante la travesía en barco. No imaginamos a Flavo sino disfrutando del libro individualmente.
Del mismo modo leería en solitario Julio Floro que, en tierras de Germania y Panonia, donde se encontraba en una misión con el emperador Tiberio, se queja de que Horacio tarde tanto en mandarle sus últimas obras líricas. Y leería para sí mismo el centurión que hojeaba el libro de Marcial en las heladas tierras géticas.
Y, sobre todo, lectura individual parecen hacerla las mujeres: la casta Lucrecia que delante de su marido se ruborizaba y dejaba de leer las picantes bromas de los epigramas del poeta bilbilitano y Licisca, a quien este mismo poeta le dedica versos para que, una vez leídos, enrojezca y se encolerice; y Pola, la mujer de Lucano, a la que este le escribe: «Pola, reina mía, si coges mis libritos no recibas mis bromas con ceño fruncido». Y la propia mujer de Plinio que lee y relee las obras de su marido.
Un tipo de lectura así es la que pide Apuleyo para su Asno de Oro, al comienzo del cual invita al lector a leer su novela lepido susurro, es decir, con un agradable susurro.
Entre estos lectores ya no se ven solo unos lectores cultos o cultísimos, porque también había en Roma lectores mucho menos preparados, como ese centurión y quizá alguna de estas mujeres. Se sabe que existió un público lector que fue aumentando progresivamente desde el siglo II a.C. hasta los primeros siglos del imperio. Un público minoritario, pero suficientemente amplio como para poder mantener una producción literaria y librera de contenidos culturales variados; pues había ido apareciendo un “público de lectores nuevos”, un público medio que alcanzaba incluso a la clase media-baja y que, sin ser muy instruido, se distanciaba de la gran masa analfabeta que también formaba parte de la sociedad romana. Entre ellos estaría esa muchedumbre que nos da a conocer Cicerón ( Cic., Tusc., IV, 3), que, incapaz de distinguir la filosofía de una falsa filosofía más fácil de comprender, enloquecía por los libros del epicúreo Amafinio, o aquellos otros acerca de los que el orador latino se hace la siguiente pregunta:
“Y ¿por qué hombres de ínfima condición, que no tienen esperanza alguna en tomar parte en los asuntos públicos, e incluso los artesanos, se deleitan con la historia?” (Del supremo bien y del supremo mal, IV, 3)
Todo, pues, nos indica que la filosofía o la historia llegaban a las clases sociales más bajas, a los semianalfabetos o analfabetos auditores que buscaban en ellas no tanto el provecho, como la satisfacción; no sólo aprender, sino especialmente entretenerse con un libro y aliviar sus penas. Los libros de historia fueron siempre muy queridos por el pueblo romano. Plinio, un siglo más joven que Cicerón, proyectaba escribir un relato histórico y reconocía que el éxito sólo lo podía prometer, precisamente, la Historia, porque, escrita bien o mal, eso da igual, gusta. Ya que los hombres son curiosos por naturaleza y se dejan seducir por chismes y cuentecillos. El autor (o autores) de la Historia Augusta, que vivieron en el s. IV, reconocen que no escriben con un tono elevado, sino con sencillez y que, para satisfacer la curiosidad de sus lectores, lo que han pretendido es contar muchas cosas. No prometen elegancia, sino hechos. Así que parece que los lectores de este siglo continúan disfrutando con la biografía, las historias noveladas, o los epítomes de historia.
Y en estos siglos tardíos, los escritos apócrifos o los martirios y las vidas de los santos, que venían a ser una reelaboración de la literatura de entretenimiento pagana, con historias de viajes y aventuras y sucesos milagrosos, debían de ser libros muy leídos entre los cristianos. Cuenta Sulpicio Severo autor de la Vida de San Martín que un amigo suyo le decía:
“Nunca se aparta este libro de mi mano… Te voy a contar cómo apenas hay un lugar en el orbe de las tierras donde no se haya divulgado… El primero en introducirlo en Roma fue Paulino… como se lo quitasen de las manos por toda la ciudad, vi a los libreros exultantes porque nada poseían más lucrativo. Con seguridad nada se había vendido con mayor rapidez y más caro… Cuando llegué a África ya se leía por toda Cartago, únicamente no lo tenía aquel presbítero de Cirene, pero cuando yo se lo proporcioné lo copió. ¿Y qué voy a hablar de Alejandría? Allí a todos les es más conocido que a ti. Ha recorrido Egipto, Nitria y la Tebaida y todos los reinos de Menfis… Hasta yo vi que en el desierto un viejo lo leía…” (Diálogos, I, 23)
Pero retrocedamos al siglo I, cuando comienza a crecer el número de lectores. Esos lectores anónimos de los que Horacio sabía que no podía prescindir, pero con los que se niega a ser amable o condescendiente y, por el contrario, a los que se dirige el rompedor Ovidio, el primer escritor moderno. Él revoluciona la relación del autor con el público; sus páginas suponen la apertura, como ya he dicho, de un diálogo entre el escritor y un público general y desconocido, al que no considera de élite y al que llama con afecto populus, plebs o media plebs. Y se adapta a sus gustos y exigencias, pues para deleite y entretenimiento de esos lectores escribe. Para los que escribe también sus epigramas Marcial, el poeta de lo cotidiano, que incluso les indica las librerías donde pueden comprarlos, por ejemplo, en la librería de Atrecto de la vía Argileto, frente al foro de César. O en la de Segundo, en el foro de la Paz, el foro de Vespasiano. Receptores muy diversos, de todas las capas sociales y que llegan al libro movidos exclusivamente por el placer o por el prestigio de la lectura. Compradores y oyentes de una literatura de evasión, de consumo.
Y entre esa literatura de evasión se hallaban los libros eróticos, que leían desde los más cultos a los simplemente alfabetizados. Pues además de la elaborada poesía erótica de Ovidio, existía una literatura menor: los impúdicos cuentos Milesios que entretenían a los oficiales del ejército, como nos narra Plutarco, o los libros obscenos de la poetisa Elefantide (Mart., XII, 43), que deleitarían a muchos y alegraban las veladas del emperador Tiberio en Capri (Suet., Tib., 43). No faltaban tampoco los poetas “picantes”, como los de los “Priapeos”, ni los libros de astrología y magia, ni manuales de cocina o de deportes o libros mistéricos y religiosos.
Ovidio, en una de sus Tristes, un entrañable libro de cartas escrito en su exilio, nos brinda una especie de bibliografía de tratados o libritos sobre actividades para el tiempo libre, una lectura didáctica y placentera a la vez que encontraría espacio en las casas de todos los estratos sociales y culturales: tratados sobre juegos de azar o sobre juegos de pelota; pequeños libros de natación o dedicados al juego del aro; tratados de gastronomía y de buenos modales; o libros sobre el cuidado de la cara y del cuerpo (Trites, II, 370-492). Todos ellos extraordinarios regalos para las Saturnales, del mismo modo que entre nosotros un libro de cocina, de fotografía o de bricolaje se convierte en un típico regalo de Navidad. Porque parece que en Roma el libro era un obsequio habitual en esas fiestas del mes de diciembre, las Saturnales, que el cristianismo transformó en nuestras Navidades.
Por los fragmentos hallados en los papiros de Oxyrrinco, también parecían abundar en las librerías libros en los que la imagen ocupaba el lugar principal, mientras el texto se reducía a un pequeño espacio. Algunos de ellos, de escaso valor literario, una especie de comic, como el volumen que relata los trabajos de Hércules, que recuerda las historias narradas en viñetas.
Los testimonios que salpican aquí y allí las obras que han llegado hasta nosotros nos permiten conocer la existencia de una literatura con la que disfrutaban los intelectuales romanos, las élites más cultivadas, y otra, considerada inferior, de entretenimiento, demandada y apreciada por los menos instruidos. Si bien muchos de aquellos, lectores exquisitos, seguramente también se acercarían a esta literatura popular, y algunos de los iletrados serían capaces de leer, aunque con limitaciones, los textos más elaborados de la gran literatura. Así, no es imposible pensar que novelas como el Satiricón de Petronio, que ironiza sobre las costumbres y valores sociales de la época, o el Asno de Oro de Apuleyo, una narración alegórico- picaresca, gozaran de una circulación transversal, destinada tanto a un público culto, capaz de leer por encima de la literalidad del texto y de reconocer las referencias culturales y otras claves más o menos veladas, como a un receptor de instrucción medio-baja, cuyo interés se centraría, sin más, en la intriga narrativa.
5. las librerías
Este público lector que fue en aumento en los tres primeros siglos del imperio, que constituyen la época de mayor alfabetización de la civilización grecorromana, se extendió por todas las provincias y dio lugar al desarrollo del comercio librario. Ya hemos citado algunas librerías de Roma, pero aún conocemos más, las que estaban en el barrio de Sigilario o en el de los Sandalarios, y otras de Italia, como la que recuerda Aulo Gelio que encontró nada más desembarcar en el puerto de Brindisi, en la que se vendían a muy buen precio - tanto que le resultó sorprendente-, libros griegos de prodigios y narraciones fabulosas de autores de gran prestigio que se hallaban en un estado lamentable de abandono. Y compró un estupendo lote por una exigua cantidad. Este comercio floreció a partir de Augusto en todo el imperio. Marcial dice que sus libros se vendían en la Galia, en Hispania, en Britania y hasta en la hermosa Viena. Y a Plinio le produjo gran alegría que sus libros se vendieran en Lyon donde desconocía que hubiera librerías. De modo que estas informaciones que los distintos autores deslizan en sus textos prueban que los libros eran objetos deseados tanto en Roma como fuera de ella.
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6. las bibliotecas
Pero a la par que aumentan las tiendas librarias aumentan las bibliotecas En época imperial llegó a ser habitual que las casas de los más ricos tuvieran su biblioteca. Entre los grandes escritores o intelectuales romanos había auténticos bibliófilos. Hemos visto a Aulo Gelio comprando libros. Cicerón y su amigo y editor Ático no paran de llenar sus bibliotecas con libros que copian o compran o les regalan. Séneca siente verdadera pasión por la suya; “el tiempo libre sin libros –dice- es la propia muerte y sepultura de un hombre todavía vivo”. Había también coleccionistas de manuscritos autógrafos de los que nos habla otro Plinio, el Viejo, autor de una gran enciclopedia titulada “Historia Natural”. Y en el s. II se tienen noticias de personas que pagaban altos precios por los libros de autores ya considerados clásicos como Cicerón y otros, editados por Ático. Y Marcial, por su parte, confiesa que su primer libro de poemas en una edición de lujo –propia de bibliófilos- costaba cinco denarios (según algún cálculo, serían unos 33 euros; 1 denario = 6´60 euros); bastante dinero para un pequeño libro. Los libros antiguos eran los más caros, muy valorados por determinados compradores; hay noticias de que algunos libreros poco honrados sometían los rollos nuevos a un tratamiento especial que les amarilleaba, dándoles un aspecto envejecido, libros que seguramente compraría más de un nuevo rico para adornar su biblioteca.
Y ¿dónde leían esos aficionados a la lectura a quienes su nivel de vida no les permitía el lujo de tener una biblioteca en casa? ¿En las bibliotecas públicas? No tenemos noticias de ello, aunque sí se conoce la existencia de estas bibliotecas. César intentó crear una, pero no se llegó a abrir. La primera fue la de Asinio Polión. Augusto abrió dos, una en el templo de Apolo, en el Palatino, y otra en el campo de Marte, y Vespasiano creó una en el foro de la Paz. A comienzos del siglo II había en Roma 7 bibliotecas públicas y en el siglo IV se habla de 28 o 29. Y todas las provincias tenían. Con todo, parece, por la información que tenemos, que las bibliotecas públicas se utilizaban no como espacio de lectura para todos, aunque para ellos se crearan, sino más bien para consultar determinados pasajes o para buscar libros que no se encontraban fácilmente, y para discutir sobre ciencia o literatura; por tanto, eran frecuentadas, en realidad, por un público erudito, por escritores o estudiosos. Quizá los lectores de obras de entretenimiento frecuentarían más bien las bibliotecas construidas junto a las grandes termas, de donde sacarían libros que leerían y comentarían en los baños, lugares que constituían agradables ámbitos de relación social.
De manera que este paseo por los espacios de la lectura y de los libros en Roma nos brinda una perspectiva del libro como un objeto de satisfacción y placer. En primer lugar, para los escritores, porque les proporciona prestigio y fama imperecedera. Sin duda, el hecho de que un gran número de romanos, en especial de las clases elevadas, se entregaran al goce de escribir a partir del s. I. d. C. se explica por el hecho de que los honores que, en tiempos de la República, les procuraban la política o el ejército, ahora, sin guerras y con emperadores al frente del gobierno, se los procura la creación literaria. Pero también para los lectores el libro es un instrumento placentero. Para unos, porque entretienen sus ocios con ellos; para otros, porque además de llenar su descanso se convierte en un vehículo de amistad, en un instrumento que teje redes de afectos e, incluso, resulta imprescindible en las relaciones sociales.
1. plagios y ediciones piratas
Sin embargo, todo placer conlleva ciertos riesgos y peligros y estos no están ausentes de los libros. Los primeros peligros afectan a los propios autores, pues, una vez que un escritor ha decidido que un libro está terminado y da vía libre a su difusión, pierde en mayor o menor medida el control sobre el mismo y el libro puede verse sometido a diferentes avatares. No está exento de la manipulación o del plagio, puesto que ya no le pertenece al escritor, pues en Roma no existían derechos de autor. No resulta difícil, entonces, que algún desaprensivo se apropie de una obra ajena y la difunda como suya, lo que hacía un tal Fidentino con los versos de Marcial, al que el poeta irritado le dedica más de un epigrama:
“Te imaginas, Fidentino, que eres poeta gracias a mis versos y deseas que te tomen por tal. Así es como Aegle se cree con bella dentadura después de comprarla postiza…” (Epigramas, I, 7)
Ni tampoco resulta extraño que un librero edite libros sin el permiso del autor, de lo que se lamenta Quintiliano, porque se han difundido sus discursos sin las correcciones pertinentes. Estas ediciones piratas, llevadas a cabo por libreros, eran bastante corrientes en Roma, solían ser de baja calidad y se vendían baratas.
2. los libros no vendidos
Por supuesto, el fracaso es para un autor el peor de los peligros. Son varios los escritores latinos que se duelen del posible destino que puedan tener sus obras. Horacio manifiesta un singular recelo a que sus libros no gusten a muchos, por eso no quiere que se vendan en las librerías, porque piensa que el vulgo no sabe apreciarlos y, si no se venden, acabarán exportados a provincias, en el mejor de los casos, o comidos por las polillas, como pronostica con ironía que le pueda suceder a su primer libro de Epístolas. Aunque todavía caben otros destinos para las obras que nadie compra, por ejemplo, que los niños pintarrajeen en su dorso o convertirse en envoltura de salazones, caballas o atunes, como vimos que nos decía Marcial:
“Date prisa en buscarte un protector no sea que te lleven a la ahumada cocina y tus hojas aún húmedas sirvan de envoltura a las crías de atún o te conviertas en cucurucho para el incienso o para la pimienta” (Epigramas, III,2)
El servir de cucuruchos para pescado, ya sea tópico literario o realidad, es un fin del que nos hablan romanos de muy distintas épocas. La decepción y sinsabor del fracaso literario en Roma no se debía tanto a razones económicas, pues de la literatura solo podía vivir aquel que era rico o estaba apadrinado por un generoso mecenas, como a no poder llegar a alcanzar la fama y el prestigio social tan ansiados por quienes se entregaban a la creación literaria. Algo que no difiere mucho de lo que puede suceder hoy.
3. la bibliomanía: falsos bibliófilos
Otro peligro fue la bibliomanía o, dicho de otro modo, los falsos bibliófilos. En la medida en que el libro era un objeto deseado porque proporcionaba conocimientos goce y diversión, pero igualmente porque era un signo de prestigio social y de riqueza, existieron entre los romanos bibliófilos auténticos y falsos bibliófilos. Y estos últimos, sin duda, constituían una amenaza para los libros y para la lectura. Eran esos nuevos ricos, que retrata Petronio en el Satiricón, atraídos más por la forma que por el contenido de los volúmenes; los mismos que comprarían en tiempos de Catulo (s. I. a.C.) los libros de Sufeno, un poeta grosero, pero que escribía en papiros de primera calidad, en rollos nuevos con lomos flamantes, cordones rojos para los estuches y todo rayado a plomo y alisado con la piedra pómez (Catulo, 22), haciendo de ellos decorativos adornos para las bibliotecas de sus casas. Y los mismos a quienes un siglo más tarde critica Séneca con estas palabras:
“…para muchos que ignoran hasta las primeras letras los libros no son herramientas del saber, sino adorno de salones (…) ¿qué razón tienes para disculpar al individuo que se hace con estantes de cedro o marfil y busca las obras de autores desconocidos o mediocres mientras bosteza entre millares de volúmenes y se recrea a lo sumo en los lomos y en los títulos? Así pues, en casas de las personas más desidiosas verás las obras completas de oradores, de historiadores en estanterías que llegan hasta el techo.”
Y continúa reprochándoles que consideren la biblioteca como un adorno indispensable de la casa, como tener baño frío y caliente, y que compren las codiciadas obras de los grandes talentos para ornamento y decoración de las paredes. (De la serenidad del espíritu, 9, 1-7).
Esta acumulación de libros como mero signo de distinción y de riqueza, fue siempre criticada por los auténticos lectores, como hace el poeta Ausonio, nacido en Burdeos en el s.IV, en este poema que dedica a un tal Filomuso:
“Has comprado libros y llenado los estantes, Filomuso:
¿crees que estás educado gracias a ellos, que eres culto ya?
Si hoy te compras cuerdas, lira y plectro,
¿crees de verdad que mañana te pertenecerá el reino de la música?
4. el libro, molesto asunto de compromiso.
El libro podía convertirse también –y este era otro peligro- en un asunto de compromiso, no siempre agradable; en ocasiones, incluso molesto. Hemos visto de qué modo entre los latinos el libro se hallaba vinculado a la amistad, pero la tarea de leer el libro de un amigo resultaba algo muy gustoso unas veces, como nos contaba Plinio, e insufrible, otras.
Escuchar o leer el libro del amigo podía llegar a ser un trabajo bastante pesado. Marcial dedica a Ligurino, famoso por invitar a cenar a sus íntimos sólo para leerles sus composiciones, este sarcástico epigrama:
“El verdadero motivo y no otro, de invitarme a cenar a tu casa, Ligurino, es tu empeño en leerme tus versos. Nada más quitarme las sandalias, en medio de las lechugas y la salsa, se me ofrece un libro de gran tamaño. Nos leen un segundo libro, mientras esperamos el primer plato; se lee un tercero y todavía no hemos probado los postres; y todavía sigues leyendo un cuarto y un quinto libro. Si me sirvieras tantas veces un jabalí, sería insoportable. ¡Pues como no regales tus malditos versos a las caballas, vas a cenar tú solo en tu casa, Ligurino”! (Epigramas, III, 50).
Su contemporáneo Juvenal parece tomarse ante sus plúmbeos amigos escritores una pequeña venganza con su libro de sátiras. Si nos fijamos en su comienzo, parece decirles “Ahora vais a ver lo que os espera”:
“¿Siempre voy a ser yo un mero oyente? ¿Nunca me voy a desquitar, aunque me haya atormentado tantas veces un Cordo enronquecido con la lectura de su «Teseida»? ¿Impunemente me habrán hecho perder el día entero un voluminoso «Télefo» o un «Orestes», escrito apretadamente incluso en el margen superior …” (Sátiras 1 1-6).
Pero si la lectura en Roma estaba íntimamente ligada a la amistad, no hay que olvidar que se hallaba también estrechamente unida a la vida social. Una lectura era para muchos un espacio de relación, sobre todo, esas lecturas públicas que se institucionalizaron en el imperio y que resultaron ser un auténtico fenómeno sociocultural. Esa costumbre que, al parecer introdujo y puso de moda Asinio Polión y, tras las guerras civiles, en medio de cierta ociosidad política, llevó a las clases altas, y poco a poco a las menos altas también, a disfrutar e incluso a apasionarse por la literatura, hasta el punto de transformarse en un entretenimiento exigido por el público. El éxito de tales reuniones culturales fue inmediato y se extendió a través de los años, llegando a convertirse en un inmejorable medio de entablar relaciones y pasar el rato con los amigos. Pero el éxito, de un lado y, de otro, ese “ir a pasar el rato con los amigos” o asistir por compromiso condujo a que estas lecturas colectivas de libros fueran causa de males y ofensas tanto para las obras como para los autores.
De ahí la indignación que le causó a Plinio la pasividad de ciertos oyentes que asistían a la lectura ofrecida por un amigo. Y que le hace exclamar:
“Se leía un libro absolutamente perfecto, dos o tres auditores, muy expertos, según les parecía a ellos mismos y a unos pocos, lo escuchaban como sordo-mudos, ¡ni un movimiento de labios, ni un gesto de manos, no se levantaron ni una vez! ¡Qué gravedad! ¡Qué sabiduría!, mejor digamos ¡Qué indiferencia, qué insolencia, qué siniestrez!, emplear un día entero en ofender, en dejar como enemigo al que era íntimo amigo cuando llegaron.” (Cartas, VI, 17,2)
Y, si esta pasividad indigna a Plinio, no le enfada menos el desinterés mostrado por muchos otros, que revela que su asistencia a las salas de lectura estaba motivada no por la curiosidad, el deseo de saber o el gusto de escuchar una nueva obra, sino, más bien, por dejarse ver, o por puro compromiso, al haber sido invitados. Plinio, nuestro cronista para estas celebraciones, nos describe la actitud y mala educación de estos lectores-auditores:
“La mayoría» -dice- «se sientan en unas salitas y, mientras se ofrece la lectura, charlan. De vez en cuando, preguntan si ya ha llegado el lector, o si ha pronunciado el prefacio, o si la lectura está ya muy avanzada. Entonces, sólo, entonces, entran, sin prisa y vacilantes; ni siquiera se quedan hasta el final, unos se van con disimulo y procurando no ser vistos; otros lo hacen abiertamente y sin vergüenza.” (Cartas, 1, 13)
Sin duda, la situación política había influido y modificado la actividad literaria. Una literatura comprometida fue dejando paso a otra más artificiosa, a una literatura de salón que dio lugar a la expansión de las recitaciones que tanto impacto causaron. Un año fue tal la producción de poetas que durante todo el mes de abril apenas pasó un día sin que se hiciera una lectura pública. Y la moda llevó al abuso, y éste desembocó en el deterioro y disminución de la calidad literaria en atención a la demanda. Se perdió originalidad en favor de lo ya conocido, por temor a que la innovación no gustara al público; los escritores parecen servirse de un catálogo de imágenes y metáforas tópicas que hacen que el estilo de cada uno pierda identidad y espontaneidad. La moda de lecturas de salón trajo igualmente consigo la incapacidad de distinguir entre buenos y malos autores, todo lo cual despertó la irritación de los más críticos.
5. la censura
Y entre los peligros del libro – y con él termino- el más violento, ciertamente, fue la censura. Un libro es un arma muy potente. Quien lee un libro sufre el riesgo de no ser ya el mismo; con la lectura realiza un viaje, un camino que le transforma en algún otro. Por ello, la capacidad de seducir, de convencer de contagiar ideas que un libro posee no ha escapado nunca a aquellos que detentan el poder. Así que de manera más o menos vehemente e implacable, según quien gobernara, la antigüedad romana ejerció la censura literaria.
Durante la República puede decirse que se disfrutó de libertad para expresar de palabra o en escritos ideas de carácter político: La represión en estos años fue, sobre todo, de tipo religioso y no tanto dirigida a atacar los fundamentos de la religión romana, como a los rituales. Los libros que se destruyeron eran aquellos que trataban de nuevos ritos de adivinación y de prácticas mágicas.
A partir del principado de Augusto, un sutil procedimiento de censura fueron las bibliotecas públicas, pues a través de ellas se ejercía un control sobre los libros. En sus estantes solo se encontraban las obras que los emperadores querían, nada que no les agradara se guardaba entre sus paredes. De ello da buena cuenta el poeta Ovidio, al que Augusto condenó al exilio a causa, según el propio poeta confiesa, de un error y de un libro: El arte de amar. Él mismo dice: “mis poemas hicieron que el César condenara mi persona y mis costumbres a causa de mi Arte, (se refiere al arte de amar) cuya desaparición ha sido ya ordenada”
A pesar de la confesión de Ovidio, se cree que el libro fue un mero pretexto y que el castigo se debió a algún asunto personal que afectaba al emperador. Con todo, sus libros y, sobre todo, el Ars amandi se retiraron de las bibliotecas.
El periodo imperial que va del s. I al IV d. C. ofrece altibajos en el ejercicio de la censura en función de sus dirigentes. En la dinastía Julio-Claudia fue, sin duda, Tiberio el mayor represor y su dura censura fue fundamentalmente de carácter político; muchos literatos cayeron por escribir poemas infamantes (los carmina probrosa) contra el emperador. Por esto Elio Saturnino fue precipitado desde el capitolio y se quemaron sus libros igual que los de los otros condenados. En el reinado de Tiberio se ordenó la cremación de todas las obras de Cremucio Cordo, autor de unos Anales o Historia de los hechos de Augusto, en los que denominaba como “últimos romanos” a Bruto y Casio, por lo que se le acusó de un delito de lesa majestad, lo que supuso un gran escándalo. Inútil quema, pues Marcia, la hija de Cremucio tenía escondido un ejemplar que fue publicado en tiempos de Calígula y los escritos de Cordo fueron leídos con avidez en generaciones posteriores, según cuenta Quintiliano.
Entre los Flavios, fue Domiciano el censor más férreo. Su reinado, como hombre culto, prometía tranquilidad para las letras, sin embargo, tomó como modelo a Tiberio, cuyas memorias leía con pasión, y persiguió duramente a los escritores: quemó los libros de los estoicos a los que expulsó; condenó a muerte a dos escritores – Junio Aruleno Rústico y Herennio Seneción- y mandó quemar públicamente los libros de estos en el foro porque habían escrito unas biografías elogiosas de dos opositores suyos.
El siglo II es una época ilustrada y de liberalismo político, pero de quiebra de la religión tradicional precipitada por la entrada en Roma de nuevas o desconocidas creencias, el judaísmo, el cristianismo y otras religiones mistéricas que se difunden con enorme rapidez, y cuyos escritos se convertirán en el blanco de la censura de este siglo y de los siglos posteriores Se continúan persiguiendo los libros de magia, siempre perseguidos en Roma, y muchas veces confundidos con textos de carácter religioso. El emperador Septimio Severo requisó todos los “libros sagrados”, esto es, todos aquellos que consideraba que encerraban alguna doctrina secreta y los escondió en el sepulcro de Alejandro Magno para que nadie pudiera leerlos; eran libros de ritos religiosos, de magia, de astrología, de alquimia y, seguramente, también estarían entre ellos los libros de los judíos y las “Sagradas Escrituras”, pues en opinión de muchos romanos todos venían a ser semejantes. Esta censura religiosa nos llevaría demasiado lejos y va más allá de lo que nos ocupa. Se puede concluir que la censura en Roma se ejercitó especialmente sobre la religión, la política, la superstición y la pseudociencia; es decir, apenas se practicó directamente sobre la literatura, pero repercutió en ella y, sobre todo, en determinados géneros literarios (oratoria, filosofía, historia). La censura no dio lugar a una pérdida de libros irreparable, pero sí alteró la selección natural de la obras y “falseó el gusto de los lectores”, pues, por un lado, los libros prohibidos despertaban curiosidad y eran leídos más por el morbo de la prohibición que por su auténtico valor y, por otro, la censura condicionó la obra de algunos escritores temerosos de cualquier tipo de represión.