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Sbado, 23 de noviembre de 2024
Jornadas sobre la antiguedad
Llamando a consultas. La diplomacia en la Antigüedad

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Missus in legationem: algunos apuntes histórico-jurídicos acerca de la figura del embajador romano en la antigüedad tardía.

Aitor Fernández Delgado
(Universidad de Alcalá. Profesor ayudante doctor en Derecho Romano)

El embajador, definido por el historiador australiano Andrew Gillett como «el instrumento y vehículo principal en la diversidad de formas de contacto entre poderes, quien actúa como el principal representante de la autoridad involucrada en el asunto diplomático en cuestión»[1], constituye nuestro principal objeto de atención en la presente comunicación. Nuestra intención es aproximarnos a dicha figura desde una doble perspectiva absolutamente complementaria, la histórico-jurídica, acotando además nuestro ejercicio desde la óptica cronológica, por razones tanto metodológicas como de competencia personal, fundamentalmente a los siglos V y VI d.C.

 

I. NOTAS INTRODUCTORIAS

Debiendo dejar de lado tanto la complejidad como el debate esencialmente historiográfico existente en torno al concepto de Antigüedad Tardía[2], vamos primeramente a proceder a la presentación de algunos de sus rasgos e hitos más destacados desde la perspectiva jurídica con el propósito de encauzarnos hacia el ámbito de la diplomacia. Así, desde la óptica evolutiva del Derecho Romano, manejamos dos denominaciones principales para designar parte de este periodo desde la perspectiva del derecho público[3], a saber:

1) Imperio absoluto o Dominado, que abarcaría desde la conocida como «Crisis del siglo III» hasta aproximadamente el primer tercio del siglo VI d.C.

2) Época justinianea, que englobaría el periodo de gobierno del emperador Justiniano I, esto es los años 527-565.

La primera de ellas, significativamente mediatizada como consecuencia de la promulgación de la conocida como Constitutio Antoniniana por parte del emperador Marco Aurelio Antonino «Caracalla» (198-217) en el año 212, que supuso de facto la concesión de la ciudadanía romana a prácticamente la totalidad de habitantes del Imperio[4], comenzaría en torno al año 284, momento en el que es coronado emperador en solitario Diocleciano (284-305). Sin embargo, debido a la extrema inestabilidad que en amplios órdenes había venido experimentado la Romania, éste decide instituir un nuevo régimen constitucional conocido como Tetrarquía -gobierno de cuatro-, sustanciado en la colegialidad de dos figuras absolutas o domini que, bajo la titulatura de Augusti, ejercen el poder absoluto sobre sendas partes del Imperio -Pars Orientis y Pars Occidentis- y a quienes se asocian respectivamente dos Caesaris, quienes no son ejercen como auxiliares suyos sino que están destinados a sucederles en el cargo llegado el momento[5].

Es en el mismo donde se proyectan, desde el punto de vista del ejercicio del poder político, toda una serie de rasgos característicos que no solo definirán y se acentuarán a lo largo del periodo tardoantiguo, sino que incluso servirán muchos siglos después como base jurídico-política para la construcción estatal por parte de los monarcas absolutos de la Edad Moderna[6]. Así, entre otros, podemos destacar:

- Absolutismo, entendido como poder omnímodo e ilimitado del monarca para dictar leyes sin encontrarse vinculado a su cumplimiento (imperator est dominus).

- Fundamentación sobrenatural del poder con carácter teocrático (dominus ac Deus).

- Conversión de los ciudadanos en súbditos.

- Influencia del estilo oriental en la proyección del lujo e incluso en el ceremonial cortesano.

- Ingente burocratización del «Estado», altamente jerarquizada y «profesionalizada».

- Presión fiscal voraz y cuasi confiscatoria.

 - Creciente intervencionismo estatal en sustitución del liberalismo republicano precedente.

- Rampante militarismo.

El periodo de vigencia del régimen tetrárquico es significativamente corto, fracasando definitivamente en el año 324 merced a la ambición unificadora del emperador Constantino I el Grande (306-337), durante cuyo reinado acaecen las primeras iniciativas legislativas conducentes a la despenalización y tolerancia de la pública práctica de la fe Cristiana, otro de los fenómenos manifiestamente destacables y definitorios del periodo tardoantiguo y que, en estos momentos se trataba de un credo emergente y significativamente presente en amplios estratos de la sociedad romana, particularmente en las provincias más orientales del Imperio. Es por ello que la primera decisión en dicho sentido tuvo lugar en la Pars Orientis, correspondiendo la iniciativa al emperador oriental Galerio (305-311), quien durante el año 311 promulgó el conocido como Edictum tolerationiis Galerii[7], mediante el cual, además de quedar derogadas todas las medidas represivas dictaminadas por su inmediato predecesor, el anteriormente citado Diocleciano, otorgó al Cristianismo el estatuto de religio licita[8].

Apenas dos años después los cristianos vieron definitivamente reforzado su status de tolerados por parte del poder imperial merced a la conjunta promulgación de un nuevo edicto por parte del propio Constantino I, único gobernante de la Pars Occidentis, y su homónimo oriental Licinio (308-324), quienes en las cercanías de Mediolanum (Milán, Italia) decretaron toda una serie de medidas que, en las décadas siguientes, propiciarían una exponencial expansión de la Iglesia y el credo cristianos a lo largo y ancho del Imperio romano[9].

El proceso terminó por revertirse completamente desde la óptica legislativa únicamente unas décadas más tarde, todavía en pleno siglo IV, merced a la iniciativa del emperador Teodosio I el Grande (379-395). Éste, el 27 de febrero del año 380, procedió a la promulgación en la ciudad griega de Tesalónica del Edicto Cunctos Populos[10], mediante el cual el Cristianismo niceno, que ya había experimentado cierto proceso de homogeneización desde el ámbito doctrinal gracias a la celebración de toda una serie de Concilios Ecuménicos, pasaba a ser la única religión oficial tolerada por las autoridades romanas, pasando el resto de confesiones a encontrarse conceptuadas como herejías y, por lo tanto, contrarias a la ley[11].

Como resulta lógico pensar, el influjo cristiano permea igualmente desde la óptica legislativa no solo en el ámbito del derecho público mediante las ya citadas iniciativas y otras adicionales merced a la directa participación del poder imperial, cuyo interés por los asuntos de índole religiosa recibe el nombre de Cesaropapismo, sino en toda una serie de instituciones del derecho privado, entre las cuales pueden destacarse las siguientes[12]:

- Favorecimiento de la concesión de la libertad -status libertatis- e incluso ciudadanía -status civitatis- a individuos en situación de esclavitud mediante el procedimiento de manumisión -manumissiones-, generando incluso nuevas formas, tales como la manumissio in ecclesia.

- Protección de los hijos frente al omnímodo ejercicio de la patria potestad.

- Reconocimiento de algunos derechos de índole hereditaria a aquellos hijos fruto de relaciones extramatrimoniales, así como a los obispos la potestad de ejecutar determinadas liberalidades testamentarias a favor de individuos con escasos recursos económicos.

- Prohibición del uso abusivo del propio Derecho.

- Mitigación de algunos castigos y penas.

- Limitación del tipo de interés en aras de evitar la usura.

- Creciente dificultad para ejecutar el divorcio, pues el matrimonio pasa a ser conceptualizado como un sacramento y, en consecuencia, se establecen ciertas sanciones de índole patrimonial para el cónyuge culpable, así como toda una serie de causas restringidas que pueden tipificar su mutuo acuerdo.

Regresando al plano político, el fallecimiento del emperador Teodosio I en el año 395 supone, de facto, la definitiva división político-administrativa del mundo romano en dos entidades que, de forma progresiva, van a divergir significativamente por lo que respecta a su devenir histórico. Mientras que la Pars Occidentis, heredada por Honorio (395-423), terminará por disolverse en apenas tres cuartos de centuria, constituyendo su golpe de gracia la deposición de su último soberano, Rómulo Augústulo (475-476), en el año 476 a manos del hérulo Odoacro[13], la Pars Orientis, que quedará en manos de su primogénito Arcadio (395-408), gozará de mayor pervivencia y, si bien experimentará notables oscilaciones, logrará alcanzar los albores de la modernidad hasta la conquista de su capital, Constantinopla, por parte de los turcos otomanos el 29 de mayo de 1453.

Finalmente, y para cerrar esta primera etapa también denominada postclásica desde la óptica del derecho privado, observamos que la nota principal y característica que define a dicho lapso cronológico desde la óptica evolutiva del Derecho Romano es el afán recopilatorio o compilador que la preside y que, si bien es quizás a expensas del genio jurídico y afán creador del que especialmente los juristas hacen gala en épocas precedentes, nos ha permitido conservar en la actualidad una masa importante tanto de jurisprudencia como de legislación.

La primera tipología de obras, conocida como ius -iura en plural-, tienden como señalábamos a simplificar o resumir los escritos de los iuris-prudentes, especialmente aquellos más destacados en época clásica[14]. La segunda, denominada lex -leges en plural-, adolecen de los mismos defectos como consecuencia tanto de la creciente burocratización del aparato administrativo imperial como de su absorción en todo lo relativo a la administración de justicia. Además, el Derecho incorpora progresivamente influencias provinciales e instituciones características del derecho oriental, lo que provoca que la doctrina romanística, para referirse a este Derecho Romano «corrompido», tiende a utilizar la expresión de «vulgar»[15].

Dentro de estas últimas destaca, tanto desde una perspectiva global del propio Derecho como en lo relativo al estricto ámbito diplomático, el conocido como Código Teodosiano, codificación oficial promulgada por el emperador de Oriente Teodosio II (408-450) a comienzos del año 438[16]. Particularmente destacable es el título 12 del libro homónimo, que bajo la rúbrica De legatis et decretis legationum alude tanto a diversas instituciones jurídicas como a realidades institucionales referidas bien a la persona física bien -en el menor de los casos- a la jurídica; en ambos casos, y consecuentemente con la propia finalidad de la obra, relacionados con las realidades plasmadas en las diversas constituciones imperiales desde tiempos del emperador Constantino I -313- hasta la fecha señalada[17].

Para continuar esbozando la utilidad de diversos testimonios escritos de carácter tanto histórico como jurídico debemos avanzar hasta la siguiente de las etapas propuestas al comienzo del presente epígrafe, esto es la época justinianea. Ésta, indefectiblemente, se encuentra mediatizada por los convulsos decenios que acaecen en la cuenta mediterránea con anterioridad, en los que tiene lugar, entre otros fenómenos, la definitiva desintegración del poder político romano en su Pars Occidentis, que se ve progresivamente absorbido por toda una serie de regni gobernados por élites de ascendencia germánica -francos, ostrogodos, vándalos o visigodos- quienes, en mayor o menor medida, comienzan a mirar a Constantinopla, ya faro en solitario de la romanitas, en busca de una legitimación imperial que les confiera estabilidad más allá de la fuerza de las armas[18].

Decisivo en este sentido será el emperador Anastasio I (491-518)[19], quien sentará las bases tanto internas como externas desde la perspectiva político-administrativa para que, toda vez su tío y predecesor Justino I (518-527) termine por normalizar las relaciones con la Santa Sede a comienzos de su reinado[20], Justiniano I pueda implementar, con mayor o menor éxito dependiendo del momento y proceso al que hagamos alusión, diversas iniciativas relacionadas con sus tres principales ámbitos gubernativos: el político-territorial, el religioso y el legislativo[21].

Dejando momentáneamente de lado los dos primeros, y debiendo sintetizar sobremanera el tercero y último, podríamos señalar que lo que se conoce a partir del siglo XVI como Corpus Iuris Civilis[22] consta de cuatro partes fundamentalmente, correspondiendo cada una de ellas a un momento cronológico concreto y siguiendo asimismo una finalidad específica y sensiblemente diversa pero a la vez complementaria en conjunto. Así pues, distinguimos:

  1. Digesto: también conocido como Pandectas que, publicado a finales del año 533[23], procede a recopilar la jurisprudencia romana -principalmente de época clásica- en un total de cincuenta libros. Regula fundamentalmente cuestiones relativas al Derecho privado.
  2. Instituciones: redactadas durante el ínterin de elaboración de la obra anterior, se inspira principalmente -no solo- en la homónima obra del jurista Gayo con la intención de cumplir, en los cuatro libros de los que consta, una función pedagógica respecto al aprendizaje del Derecho por parte de las jóvenes generaciones de futuros operadores jurídicos[24].
  3. Código: cuya denominación completa es Codex repetitae praelectionis, tuvo una primera versión promulgada en el año 529 que, debido a la frenética actividad legislativa del propio Justiniano I, hizo necesaria la publicación de una segunda y definitiva edición en 534 con el propósito no solo de incluir las constituciones imperiales promulgadas en dicho periodo, sino de actualizar y reformar las anteriormente incluidas[25]. Consta de doce libros, regulando principalmente cuestiones de Derecho público.
  4. Novelas: desde el año 534 hasta el 565, momento en el que se produce el fallecimiento de Justiniano I, éste continúa legislando incansablemente mediante la promulgación de nuevas y sucesivas constituciones -más de un centenar-, que tienden a agruparse bajo la denominación de Novellae Constitutiones.

 Desde nuestra particular óptica de estudio, destacaríamos especialmente las disposiciones contenidas en el epígrafe séptimo del quincuagésimo libro del Digesto, intitulado De legationibus, que refiere a diversas cuestiones de la esfera privada de los embajadores romanos, así como otras varias que salpican la propia obra así como el Código justinianeo.

Finalmente, en aras de concluir con este primer epígrafe introductorio, también se hace necesario mencionar, siquiera sucintamente, algunas de las principales fuentes de carácter histórico que consideramos fundamentales para el estudio de la realidad diplomática romana en época tardoantigua. Asimismo, hay que tener presente que éstas, con carácter general, tienden a atestiguar lo más «relevante» o «excepcional» que rodea a los propios intercambios diplomáticos[26], si bien el elenco que podemos manejar dependiendo del momento particular y entorno histórico especifico podría ser definido como significativamente amplio. Sin embargo, únicamente vamos a mencionar tres obras cuyos autores, por diversas razones, consideramos deben ser resaltados sobre el resto teniendo en cuenta nuestro particular marco geocronológico de estudio.

La primera de ellas es la denominada Ἱστορία Βυζαντιακή Prisco de Panio, historiador y sofista romano de mediados del siglo V. Si bien actualmente se encuentra únicamente conservada en estado fragmentario, consideramos que dicha obra es crucial para el conocimiento de un populus que determinó sobremanera el devenir histórico del mundo romano en dicha centuria como es el huno puesto que el propio Prisco fue testigo presencial y protagonista de algunos de los principales eventos diplomáticos que narra, tal y como la embajada en la que acompañó a su amigo Maximino en 448 y en la que pudo conocer personalmente nada más y nada menos que al mismísimo Atila (434-453)[27].

La segunda, esencialmente destacable por lo que respecta a los aspectos organizativos de la actividad diplomática imperial, sería el tratado conocido como Sobre el protocolo del Estado, compuesto hacia mediados del siglo VI por una de las figuras más sobresalientes en el desempeño de dichas actividades: el magister officiorum Pedro, apodado el Patricio, el equivalente al Ministro de asuntos exteriores durante la mayor parte del reinado de Justiniano I[28]. Dicha obra, además de por las propias informaciones que contiene, es importante puesto que inaugura un género historiográfico que tendrá un significativo predicamento posterior, referido a la descripción tanto del ceremonial como rituales de carácter público observados en el ámbito cortesano en Constantinopla. Asimismo, nuestro protagonista compuso, a su regreso, un detallado informe de las negociaciones que había encabezado frente a los persas durante el lapso comprendido entre el 561-562[29], conducente a la firma del denominado Tratado de Paz de los Cincuenta Años[30], que sirvió a su vez de base a nuestro tercer y último escritor destacado a la hora de componer su relato al respecto.

La última, que no por ello menos importante -sino más bien todo lo contrario-, es la conocida como Historia de Menandro Protector, un modesto funcionario estatal que compuso la misma bajo el patronazgo del propio emperador Mauricio (582-602)[31]. A pesar de constituir un testimonio de vital importancia para comprender la complejidad, sofisticación y grado de interacción que la diplomacia romana alcanza en estos momentos, especialmente si atendemos a los contactos existentes entre persas y romanos, llegando a situarse incluse en paralelo a la propia actividad militar como herramienta imprescindible y referida a la política exterior del Imperio romano de Oriente en aras de conseguir sus objetivos políticos, lo cierto es que la misma atrajo escaso interés, puesto que en la actualidad se conserva únicamente en estado fragmentario[32]. A pesar de ello, fue el suficiente como para sobrevivir en Constantinopla hasta mediados del siglo X, cuando atrajo la atención de aquellos comisionados por el emperador Constantino VII Porfirogéneta (913-959) para componer los denominados Excerpta históricos que han permitido su preservación, intitulados Excerpta de Legationibus -Romanorum ad gentes y gentium ad Romanos[33].

 

II. PERFILES DEL EMBAJADOR ROMANO: ELEGIBILIDAD E IMPLICACIONES JURÍDICAS

Primeramente, quizás al tratar de abordar cualquier cuestión relativa a la diplomacia en la Antigüedad Tardía, la pregunta más básica que podríamos surgirnos sería: ¿cuál es, si es que existe, el concepto de diplomacia que impera durante la misma? Al respecto podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que se trata de una de las grandes cuestiones que, además de constituir uno de los principales puntos sobre el debate existente entre los especialistas, se encuentra completamente abierta e irresuelta[34].

Quizás, por aportar nuestro pequeño granito de arena, podríamos entenderla como un conjunto de procedimientos, reglas y protocolos que permitían cumplimentar toda una serie de objetivos políticos en el exterior, encontrándose en clara contraposición o ejerciendo como complemento, dependiendo del momento, con respecto al uso de la fuerza militar. Asimismo, fue desempeñada a todos sus niveles por diversos miembros pertenecientes a los más altos escalones de la sociedad romana quienes, en el ejercicio de su público desempeño en pro de la Res Publica romana, eran objeto tanto de toda una serie de exenciones y privilegios como limitaciones en la esfera de su capacidad jurídica. Finalmente, todo este «sistema», que experimentó una constante a la par que compleja evolución, pudo haber alcanzado su máximo nivel de desarrollo y complejidad precisamente en estos momentos, y más concretamente durante el siglo VI.

Igualmente, atender a las diversas características y requerimientos que, tanto desde una perspectiva personal, bien innata bien adquirida, como profesional debían confluir, con carácter general, en un determinado individuo con el fin de posibilitarle el nombramiento para el desempeño de diferentes tareas de índole diplomática se trata de una cuestión compleja puesto que existen, al respecto, opiniones significativamente divergentes entre los especialistas. Así, como muestra, la historiadora de origen ruso, con quien nosotros nos alineamos, señala que «... se pueden distinguir ciertas bases y patrones respecto a la selección de personal para llevar a cabo misiones diplomáticas»[35]; mientras que por su parte, más recientemente, la historiadora francesa Audrey Becker, refiriéndose eso sí al Occidente romano en el siglo V, ha llegado a afirmar que: «no existía ningún tipo de regulación de índole jurídica para elegir a un embajador, ni siquiera un arquetipo de éste»[36].

Quizás lo más procedente sea acercarnos a los testimonios escritos y observar cuál es la realidad que nos proyectan. En este sentido, esto es en aras de determinar los criterios de elegibilidad que existían a la hora de encomendar a un individuo con una responsabilidad de índole diplomática, un texto a todas luces revelador es el tratado militar conocido como De Re Strategica, cuya autoría ha sido recientemente atribuida al magister Siriano, y que si bien fue compuesto unos cuantos siglos más adelante -s. IX- existe consenso entre sus estudiosos al considerar que alude a realidades históricas perennes en la praxis diplomática[37]. Concretamente su Capítulo 43, titulado «Περὶ πρέσβεων» o «sobre los embajadores», el aludido autor señala que:

 

«Son enviados embajadores -πρέσβεις- por nosotros y a nosotros. Aquellos que nos son enviados deben ser recibidos honorable y generosamente, puesto que todos (los pueblos) tienen a los embajadores en alta estima. Sus asistentes, sin embargo, deben ser mantenidos bajo vigilancia con el propósito de impedirles obtener información alguna haciendo preguntas a nuestra gente. Si los embajadores proceden de un país muy distante, y otros pueblos habitan entre ellos y nosotros, pudiera mostrárseles cualquier cosa que deseásemos dentro de nuestro país. Podemos proceder de la misma manera incluso si su país se encuentra próximo al nuestro, siempre que sea mucho más débil. Sin embargo, si son superiores a nosotros, ya sea en valentía o en cuanto al mayor tamaño de su ejército, no deberíamos llamar la atención acerca de nuestra riqueza o la belleza de nuestras mujeres, sino hacer notar el número de nuestros hombres, el lustre de nuestras armas o la altura de nuestras murallas.

Los embajadores que enviamos deben ser hombres que tienen reputación de ser religiosos, que nunca hayan sido denunciados por ningún crimen o condenados públicamente. Deben ser de naturaleza inteligente y con espíritu cívico suficiente como para estar dispuestos a arriesgar sus propias vidas […], y deben desempeñar su misión animosamente y no por ser objeto de compulsión […].

En presencia de aquellos ante quienes están acreditados los embajadores deben mostrarse corteses, verdaderamente nobles, y generosos en la medida de sus atribuciones. Deben hablar con respeto tanto de su propio país como de aquel del enemigo y jamás hacerlo despectivamente.

Los embajadores deben ser capaces de disponer las cuestiones de forma apropiada, de sacar partido de las oportunidades, si bien no deben emplear presiones para cumplimentar su cometido, a no ser que sea algo que se les haya ordenado que deben conseguir a cualquier precio […][38]».

 

Así pues, podemos recapitular que el magister Siriano, además de referir la indefectible ligazón existente para los romanos entre la praxis diplomática y la esfera militar, resalta la necesidad de poseer ciertos atributos o rasgos de índole marcadamente personal, tales como la animosidad, el civismo, la cortesía, la devoción -tanto cívica como religiosa-, la inteligencia -en diversos planos y facetas-, la nobleza o el respeto[39]. En nuestra opinión, resulta claro que algunos de ellos responderían ciertamente a capacidades individuales innatas, si bien, relacionando lo señalado con lo indicado en el cuarto y último párrafo, esto es la existencia de un riguroso proceso de entrenamiento y selección de los legados imperiales, probablemente la preparación o potenciación de dichas aptitudes jugase un papel más determinante que la posesión de éstas per se. De este modo sería más factible para un embajador ser capaz de disponer las cuestiones de forma adecuada y sacar partido de las oportunidades que se le presentasen, tal y como también es demandado por el propio autor[40].

Estos y otros muchos de similar tipología, que por otra parte salpican una amplia diversidad de testimonios históricos[41], se encontraban sin embargo indefectiblemente condicionados por el cumplimiento, por parte del elegible, de las obligaciones de índole jurídica que las diversas compilaciones aludidas en el epígrafe previo determinan al respecto. En este preciso sentido, es especialmente reseñable las aludidas por el Título 7 del Libro 50 del Digesto justinianeo, que señala lo siguiente:

 

«pr. Sciendum est debitorem rei publicae legatione fungi non posse: et ita divus Pius Claudio Saturnino et Faustino rescripsit.

1. Sed et eos, quibus ius postulandi non est, legatione fungi non posse et ideo harena missum non iure legatum esse missum divi Severus et Antoninus rescripserunt.

2. Debitores autem fisci non prohibentur legatione fungi.

3. Si accusatio alicuius publice instituta sit, non est compellendus accusator ad eum legationem suscipere, qui se amicum vel domesticum dicit eius, qui accusatur: et ita divi fratres Aemilio Rufo rescripserunt».

 

Así pues, podrían considerarse las deudas como motivo primordial para impedir que un determinado individuo ocupase un puesto como embajador -legatione fungi non posse-, si bien no cualquier tipo de deuda. Y es que el propio texto indica explícitamente que únicamente se encontraban imposibilitados aquellos que se hallasen en una situación de débito con la res publica, es decir, con el «Estado»[42], no así con el Fisco -fiscus-[43]. Asimismo, también se decreta que aquellos que careciesen del ius postulandi se encontraban imposibilitados para desempeñar el oficio de embajador[44] y, por tanto, el condenado a la arena no fue enviado como legado, con arreglo a Derecho. Igualmente, tampoco eran elegibles aquellos individuos que se encontrasen inmersos en un proceso judicial como parte demandante[45], puesto que, tal y como puede leerse más adelante en el propio título, toda vez un hombre es nombrado embajador, «…, in rem suam nihil agere potest»[46]. Adicionalmente, podemos añadir que las mujeres, por razón de sexo, se encontraban incapacitadas no solo para el desempeño de las actividades de índole diplomática, sino para el ejercicio de cualquier cargo público con carácter general[47], así como aquellos hombres mayores de setenta años[48] o menores de veinticinco[49], en ambos casos por razón de edad.

 Más allá de los atributos y requerimientos señalados, existían cuatro factores principales de «carácter profesional» que, sistematizados por el historiador australiano Andrew Gillett[50], determinaban la potencial elegibilidad de un individuo para el desempeño de las funciones de embajador. Estos, que en ningún caso actuaban por separado, condicionaban un nombramiento en función del carácter específico y tipología concreta de embajada para la cual era seleccionado el embajador en cuestión. Éstos serían:

a) Ostentación de títulos y dignidades.

b) Desempeño de determinados cargos o magistraturas.

c) Conexiones familiares y experiencias previas en misión.

d) Posición en la corte y proximidad al emperador.

Si bien desde la óptica histórica existe una amplia variedad de problemáticas e implicaciones respecto a cada uno de ellos[51], que por evidentes motivos de espacio no podemos considerar en estos momentos in extenso, vamos a proceder a resaltar algunos aspectos que las fuentes jurídicas señalan al respecto de algunos de ellos.

En lo relativo al primero de ellos, es especialmente significativo un fragmento correspondiente al libro XII de las Instituciones de Aelio Marciano, que recogido en el Digesto justinianeo[52], refiere lo siguiente:

 

«Ordine unusquisque munere legationis fungi cogitur: et non alias compellendus est munere legationis fungi, quam si priores, qui in curiam lecti sunt, functi sint. Sed si legatio de primoribus viris desideret personas et qui ordine vocantur inferiores sint, non esse observandum ordinem divus Hadrianus ad Clazomenios rescripsit».

 

El texto, que alude a un rescripto de la época del emperador Adriano (117-138), constituye en nuestra opinión una clara muestra de la flexibilidad operativa y la capacidad de adaptación que caracterizaron a la diplomacia imperial en una destacada mayoría de contextos y situaciones. Sin embargo, es necesario considerar que el escrito alude a un poder político, el de los clazomenos[53], que probablemente no ostentase un papel protagonista en sus relaciones con el Imperio, siendo la interacción diplomática conceptuada desde un prisma de superioridad romana[54].

Sin embargo, si consideramos escalafones superiores, circunstancias particularmente complicadas para los intereses imperiales o el caso particular de la interacción diplomática con la Persia sasánida, en la cual la comunicación de índole política se encontraba determinada por la interacción, dentro de un complejo marco ritual y protocolario, entre el emperador romano y el šhāhanšhāh persa desde un prisma ideológico de estricta igualdad[55], quizás los requerimientos que debían ser observados por parte de sus principales representantes, en virtud de su condición de legítimos representantes, fuesen mayores y más estrictos que en otra gran variedad de contextos. En consecuencia, la importancia que dicha variable albergaba consideramos debería estar relacionada tanto con el status como con la conceptualización que sobre el poder político en cuestión con el que se interactuaba tuviese la Administración imperial romana, encontrándose su capacidad de actuación y maniobra condicionada en función de dichas circunstancias. 

Quizás sea el tercero de los factores el que mayor ha concitado por parte de las fuentes jurídicas por dirimir cuestiones relativas a una de las principales instituciones jurídicas sobre la cual se articula la sociedad romana: la familia[56]. Así pues, dentro del Corpus Iuris justinianeo encontramos diversas menciones al respecto que, en primer lugar, aluden al parentesco en línea recta, particularmente al vínculo paternofilial.

En este sentido, en el ya recurrentemente aludido Título 7 del Libro 50 del Digesto, se establece que aquellos que han sido nombrados embajadores no pueden nombrar vicarios a otros que no sean sus propios hijos[57].

Asimismo, y tal y como vamos a tener ocasión de observar más adelante, si bien era cierto que los desplazamientos de las comitivas diplomáticas eran exigentes en múltiples sentidos y, además, no estaban exentos de riegos, no lo era menos que dicho procedimiento propiciaba, de facto, que existiese una transmisibilidad de padres a hijos respecto a ciertos conocimientos relativos al cotidiano desempeño de la praxis diplomática, lo que podía resultar altamente beneficioso para el «Estado» romano a la hora de generar una especie de «caladero» de embajadores en el seno de las familias más eminentes, existiendo en consecuencia alternativas para el emperador u otros agentes políticos a la hora de demandar el desempeño de dicho munus no solo entre sus principales, sino también entre sus descendientes. En este sentido parecen precisamente apuntar, al menos, otras dos disposiciones recogidas en el propio Título 7 del Libro 50 del Digesto[58], que establecen:

 

«Filio propter patrem legationis vacatio ne concedatur, imperator noster cum patre Claudio Callisto rescripsit in haec verba: "Quod desideras, ut propter legationem patris tui a legatione tu vaces, in intervallis honorum, qui sumptum habent, recte observatur: in impendiis legationum, quae solo ministerio obeuntur, diversa causa est”».

«Filius decurio pro patre legationis officium suscepit. Ea res filium, quo minus ordine suo legatus proficiscatur, non excusat: pater tamen biennii vacationem vindicare poterit, quia per filium legatione functus videtur».

 

Así pues, podríamos señalar que la legislación preveía ciertas situaciones en las que las obligaciones diplomáticas podían intercambiarse entre padres e hijos en función de la concurrencia de determinadas circunstancias, si bien no resultaban eximentes del respectivo cumplimiento de las mismas toda vez así fuese determinado, siempre y cuando también dicho nombramiento se ajustase a Derecho, por lo tanto resulta lógico considerar que fuese no solo el propio sistema sino también la legislación, en consonancia con lo apuntado anteriormente, la que propiciase la existencia de una transmisión de conocimiento de la praxis diplomática dentro de un vínculo de parentesco tan especial como el paterno-filial.

De igual modo, en lo concerniente a la segunda de las cuestiones planteadas, esto es el factor experiencia como circunstancia valorable a la hora de ser elegido embajador, lo primero que debemos tener presente es la cuestión de la periodicidad prevista por la ley respecto a la posibilidad de que un individuo ostente de forma recurrente dicha posición. En este sentido, se establece en el Digesto la posibilidad de encontrarse eximido de dicho desempeño por un periodo de hasta dos años[59], directriz que igualmente aparece reflejada en el Código[60] y que consideramos podría ser aplicable tanto a contextos de carácter más «regional» como «internacional», aunque parece contar asimismo con excepciones.

A este último respecto, nuevamente es el Digesto la fuente que recoge la posibilidad de exonerar de dicho requerimiento a aquel que voluntariamente haya elegido desempeñar funciones de asistencia en el seno de una legación[61]. Es más, con relación a la excepcionalidad en el marco de la recurrencia en el cumplimiento de tareas de índole diplomática, un texto recogido en sus orígenes por el libro VIII de Reglas perteneciente a Herenio Modestino señala incluso que no estaba prohibido el desempeño simultáneo de varias misiones diplomáticas, siempre y cuando éstas estuviesen justificadas siguiendo un criterio de ahorro tanto pecuniario como temporal[62].

En definitiva, para zanjar la cuestión de los factores que determinaban la elegibilidad de un individuo como embajador, podríamos concluir señalando que existen indicios más que suficientes, tanto de índole histórica como jurídica, para considerar la existencia de toda una serie de criterios y parámetros de diversa índole, bien determinados y crecientemente complejos, que influían decisivamente a la hora de motivar las elecciones de diplomáticos por parte de la Administración imperial; siendo, no lo olvidemos, el emperador «la principal figura en la esfera diplomática, toma de decisiones y elaboración de una estrategia de carácter general y tareas de índole política relacionadas con la diplomacia»[63].

En consecuencia, queremos resaltar a la par que hacer nuestras las palabras de la historiadora de origen ruso Ekaterina Nechaeva, quien subraya que: «existen argumentos para hablar, si bien con mucha prudencia, acerca de la existencia de cierto grado de profesionalismo en la esfera diplomática y organismos análogos a los contemporáneos cuerpos diplomáticos; quizás en un estadio incipiente. Así pues, hay evidencias acerca del envío de un mismo embajador en misión ante diferentes pueblos, si bien parece existir la rastreable tendencia de distribuirlos según ciertas áreas tanto geográcias como políticas»[64].

Por lo que respecta a la segunda de las cuestiones principales planteadas en el presente subepígrafe, esto es las implicaciones de índole jurídica existentes para aquella persona que desde la libre aquiescencia se comprometía para con la Administración imperial a desempeñar el officium legati, podemos señalar primeramente que, toda vez se producía la aceptación respecto al cumplimiento de dichas obligaciones, el individuo, en el momento exacto en el que dicho asentimiento se producía, no a posteriori -esto es bien iniciado el desempeño bien una vez alcanzado su destino-, se convertía en legítimo representante de la Romania -legatus creare-[65].

Ello implicaba que, desde ese mismo instante, fuese jurídicamente conceptuado como embajador a todos los efectos, lo que suponía la imposición de lo que podríamos definir como una suerte de limitación, fundamentalmente focalizada en su capacidad de obrar en la esfera privada.

En este sentido, el Digesto justinianeo alude, por ejemplo, a la imposibilidad para un embajador de ocuparse en negocios tanto propios como ajenos[66]. Ésta, sin embargo, únicamente alude a quien ostenta la condición de embajador, encontrándose exonerado quien pudiere actuar como consejero suyo, cabiendo igualmente la posibilidad de desempeño en dicho sentido siempre y cuando se hubiese informado previamente a la autoridad y se contase con su aprobación[67]. Adicionalmente, en el caso de que un individuo hubiera sido nombrado embajador y, con anterioridad al completo desempeño de su misión fuese suscitada alguna cuestión particular -negotium moveatur-, éste se vería obligado a defenderse incluso llegado el caso de encontrase ausente en misión, ya que en el marco de esta únicamente estaba facultado para atender aquellos asuntos -munus- que le habían sido impuestos[68].

La complejidad respecto a las posibles exenciones queda rápidamente de manifiesto puesto que si bien acabamos de referir la aparente incapacidad de obrar del embajador romano en la esfera de los negotii privados, el propio Digesto indica la existencia de la posibilidad, para éste, tanto de defenderse procesalmente en determinados supuestos como en lo relativo a su participación en procesos ajenos. Así pues, se establece la plena conservación de la facultad de defenderse en aquellos casos de injurias o daños personales potencialmente atribuibles a su persona[69]; la posibilidad, para aquel embajador que se encontraba desempeñando su misión y sufría algún daño en el transcurso de esta, de incoar un procedimiento por mor de dicha circunstancia[70]; así como también la excepcionalidad de que un embajador pudiese participar como parte activa en un proceso en virtud de su condición de tutor[71].

Atendiendo sin embargo al testimonio del libro I del Digesto de Quinto Mucio Escévola, recogido en la homónima obra de época justinianea[72], es probable que el momento exacto en el cual el embajador, con carácter general, comenzó a ser objeto de restricciones en lo relativo a su plena capacidad de obrar en el ámbito negocial fuese motivo de controversia, pudiendo incluso algunos casos particulares suscitarla igualmente:

 

«Legatus creatus a patria sua suscepta legatione in urbem Romam venit et nondum perfecta legatione domum, quae erat in ipsius civitate Nicopoli, emit. Quaesitum est, an in senatus consultum inciderit, quo prohibentur legati ante perfectam legationem negotiis vel privatis rebus obstringi. Respondit non videri teneri».

 

Mayor certidumbre parece encontrarse en relación con inexistencia, por parte del embajador, de inmunidad alguna en materia procesal. Así, por ejemplo, si un individuo, en el marco de un determinado negocio jurídico, había adquirido una contraprestación de carácter monetario y se hubiere estipulado como condición que debía efectuarse un cierto pago durante el transcurso de su desempeño como embajador, éste debía hacer frente a dicha retribución o verse expuesto a la interposición de una acción contra su persona[73]. Igualmente, aquel que hubiera contraído una obligación de carácter monetario, se obligaba a pagar durante su desempeño en legación, siempre y cuando ésta fuese anterior a su misión, si bien no se encontraba apremiado a aceptar el juicio en el lugar de origen[74].

A este respecto redunda el propio Digesto justinianeo[75], donde se establece también que los legados podían ser demandados en su domicilio como consecuencia de negocios jurídicos acaecidos en un momento previo a su desempeño diplomático, si bien constituyen una excepción respecto a su necesidad de comparecencia ante un tribunal en la ciudad de Roma durante el transcurso de su misión, incluso en el caso de que el procedimiento hubiera sido incoado con anterioridad al inicio de ésta, tal y como decretaba un rescripto de Antonino Pío (131-168); quien, de igual modo, señala que dicha disposición es derogada en el momento en que se ha procedido a cumplimentar la misión para con la Administración romana:

 

«3. Legatis in eo quod ante legationem contraxerunt, item his qui testimonii causa evocati sunt vel si qui iudicandi causa arcessiti sunt vel in provinciam destinati, revocandi domum suam ius datur…».

«4. … exceptis legatis, qui licet ibi contraxerunt, dummodo ante legationem contraxerunt, non compelluntur se Romae defendere, quamdiu legationis causa hic demorantur. Quod et Iulianus scribit et divus Pius rescripsit. Plane si perfecta legatione subsistant, conveniendos eos divus Pius rescripsit».

 

De igual modo, y respecto a las obligaciones derivadas de actos ilícitos, se establece que el desempeño diplomático constituye asimismo una excepción, al menos en el caso de que un filius familia quiera interponer una actio utilis en el caso de encontrarse ausente por dicho motivo y como consecuencia de haber sufrido furtum o iniurias y no contar, en consecuencia, con la presencia de su padre, encontrándose dicha medida orientada a evitar la prescripción de determinados crimina[76].

A su vez, y siguiendo los dictámenes de una constitución imperial dada por Antonino Caracalla (211-217) el 3 de marzo del año 212, en el caso de que un embajador, encontrándose en legación, hubiera sido objeto de sentencia condenatoria y no hubiera sido capaz, por dicho motivo, de acometer una defensa adecuada de su causa ante la autoridad judicial, tenía derecho a una restitutio in integrum respecto a la celebración del juicio.

Así mismo, resultan clarividentes respecto a la inexistencia de inmunidad para aquellos embajadores en misión que habían incurrido en la comisión de ilícitos penales dos testimonios contenidos en el Digesto justinianeo atribuidos, originaria y respectivamente, a los juristas Salvio Juliano y Julio Cornelio Paulo. El primero de ellos determina que quien hubiese procedido a aumentar su patrimonio personal bien mediante la compra de un esclavo o la posesión de otras cosas, en consonancia con esta imposibilidad de atender asuntos propios anteriormente mencionada, deberá responder ante la autoridad judicial competente[77]. El segundo deja a las claras que los legatii serán sometidos a juicio a su regreso no solo por los delitos que ellos hayan podido cometer, sino también como consecuencia de aquellos en los que hayan incurrido aquellos esclavos que los pudieran haber acompañado y sean de su propiedad reflejando asimismo una particular controversia acerca de la validez o no de la interposición contra los primeros de actiones in rem[78]:

 

«Si legationis tempore quis servum vel aliam rem emerit aut ex alia causa possidere coeperit, non inique cogetur eius nomine iudicium accipere: aliter enim potestas dabitur legatis sub hac specie res alienas domum auferendi». 

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«1. Legati ex delictis in legatione commissis coguntur iudicium Romae pati, sive ipsi admiserunt sive servi eorum».

«2. Sed si postulatur in rem actio adversus legatum, numquid danda sit, quoniam ex praesenti possessione haec actio est? Cassius respondit sic servandum, ut si subducatur ministerium ei, non sit concedenda actio, si vero ex multis servis de uno agatur, non sit inhibenda: Iulianus sine distinctione denegandam actionem: merito: ideo enim non datur actio, ne ab officio suscepto legationis avocetur».

 

Finalmente, también observamos que la legislación prevé determinadas situaciones en materia de ausencia como consecuencia de un desempeño diplomático, destacando especialmente al respecto la cuestión de la institución de herencias, si bien dejaremos su desarrollo in extenso para otro momento.

La ostentación del cargo de legatus, así como la cumplimentación de las obligaciones que éste llevaba aparejadas para con el Imperio, en concordancia con lo señalado por el propio Digesto, constituía un munus personalis[79]; es decir, dentro de las tres acepciones propuestas por el jurista Julio Cornelio Paulo en su libro IX de Comentarios al Edicto, aquella principalmente relacionada con el deber que conlleva el ejercicio de un desempeño -officium- de índole pública[80]. Sin embargo, no consideramos pertinente conceptuarla exclusivamente en dicho sentido, ya que su significado como carga -onus- que, al ser condonada, proporciona una exención en forma de inmunidad, resulta igualmente sugerente, dado que los embajadores gozaban de toda una serie de privilegios e inmunidades durante el desempeño de su misión[81].

La combinación de las concepciones expresadas tanto por Papiniano como por Paulo podría conducirnos, en forma de locución, a la obtención de una definición referida a la implicación conceptual respecto a la cumplimentación de las funciones de embajador tanto por parte de la Administración romana como de los individuos nombrados por ésta: munus publicum. La misma, que podríamos traducir como «carga/deber de carácter público», es definida por el propio Digesto como el «deber de un particular de contribuir extraordinariamente, por imperio del magistrado, a la utilidad de todos y cada uno de los ciudadanos y a los bienes de éstos»[82].

En consonancia con lo que acabamos de señalar, toda vez se había procedido a la libre aceptación del nombramiento de un individuo como embajador, a cuyo desempeño nadie podía ser compelido tal y como se advierte también el Digesto[83], la legislación preveía asimismo toda una serie de sanciones en caso de incumplimiento respecto de las obligaciones que conllevaba el desempeño de officium legatis.

En este sentido, resulta paradigmática la mención del propio Digesto referida al castigo con pena extraordinaria al que se vería sometido aquel legado municipal que procediese a abandonar motu proprio aquella legación para la cual hubiera sido encomendado[84]; disposición que, si bien en este caso referida exclusivamente al ámbito municipal, consideramos podría haber tenido igualmente aplicabilidad en un contexto internacional con índole general, debido tanto a la conceptualización como obligaciones derivadas, y anteriormente esbozadas, del cargo de embajador. Asimismo, en caso de que un legado procediese a demorarse como consecuencia del cumplimiento de su misión, debía probarlo adecuadamente para que el retraso no fuese interpretado como abandono de la legación[85]; el cuál, de producirse, no tenía porqué perjudicar necesariamente a aquel compañero que cumplimenta las obligaciones como es debido[86].

La aceptación de dicho tipo de obligaciones podía producirse incluso en el caso de encontrarse el individuo ausente por mor de diversos motivos, en cuyo caso el embajador, de requerirlo las circunstancias, podía enviar a otro en su lugar con el propósito de cumplimentar el vínculo que había contraído[87]. Dicho extremo podía llegar a ser especialmente problemático si, tal y como preveía igualmente la legislación, un determinado sujeto era elegido y aceptaba el desempeño de varias embajadas de forma simultánea, cuestión únicamente recomendable sobre la base de criterios económicos[88].

Finalmente, es el Código justinianeo[89] la fuente jurídica que compendia, en el marco de una constitución dada por los Augustos Valeriano (253-260) y Galieno (260-268), diversos aspectos anteriormente tratados, tales como la casuística y responsabilidad de abonar aquellos gastos derivados de un procedimiento, mediando el caso de abandono de las obligaciones derivadas de una legación:

 

 «Cum vos proprio nomine sumptus ob defensionem publicam susceperitis, id, quod ad proprias erogationes collega vester acceperat, non vobis reddere heredes eius, sed si in ea causa est, ut restitui omnino oporteat, rei publicae debent potius inferre».

«1. Sane si honorariis advocatorum erat ea quantitas destinata, restitui illud vobis , qui haec praestaturi estis, non iniuria postulatis».

«2. Eum autem collegam vestrum, quem defensione patriae destitisse dicitis, apud provinciae praesidem desertae adlegationis arguere potestis».

 

A modo de recapitulación, podemos concluir la presente cuestión resaltando, en primer lugar, la existencia de toda una serie de parciales limitaciones en el libre ejercicio de la capacidad de obrar de aquel individuo que libremente aceptaba el desempeño de dicho tipo de obligaciones que, por otra parte, implicaban asimismo contraprestaciones significativamente lucrativas para el mismo. Dichas limitaciones, sin embargo, podían ser parcialmente mitigadas, tanto para el caso de negocios propios como ajenos, bien en función de la concurrencia de determinadas y específicas circunstancias previstas por el ordenamiento jurídico, bien como consecuencia de la explícita discrecionalidad de la autoridad competente, para lo cual era necesario informar previamente al respecto.

En contraposición, el legatus conservaba una plena capacidad jurídica y de obrar en el marco procesal, tanto en lo referente a asuntos propios como ajenos, especialmente referidos estos últimos a instituciones diversas como la curatela o la tutela. Si bien normalmente no era requerida su comparecencia física ante la autoridad judicial durante el desempeño de su misión, éste podía igualmente incoar procedimientos mientras se encontraba ausente en supuestos concretos, estando en cualquier caso sometido a la lex romana y debiendo responder penalmente no solo como consecuencia de la comisión de ilícitos tanto por él mismo como por aquellos esclavos que fuesen de su propiedad y le acompañasen durante su misión, sino también por mor del abandono de la embajada una vez había procedido a la libre aceptación del desempeño.

El momento exacto en el que un individuo pasaba a ostentar el cargo de embajador y, por ende, podía ser requerido por parte del «Estado» respecto al cumplimiento de todas aquellas obligaciones que, derivadas del mismo, eran conceptuadas como un munus publicum, parece haber suscitado cierta controversia, la cual parece tener reflejo en algunos casos que las fuentes jurídicas nos muestran, siendo necesarias progresivas aclaraciones y rectificaciones por parte del legislador.

 

III. COMPONENTES DE UNA LEGATIO ROMANA

Tras haber adquirido el público compromiso de cumplir con las tareas derivadas del cargo de legatus, y ostentado dicha condición desde la perspectiva jurídica desde el mismo momento en el que se procedía a aceptar el nombramiento, el embajador romano procedía a rodearse, tanto por él mismo como por parte del «Estado» del que era legítimo representante, de toda una serie de personas que le asistirían durante su desempeño con el común propósito de cumplir con aquel munus que le había sido asignado. Éstos, conformando una institución colectiva denominada legatioque podría asemejarse con las embajadas contemporáneas, podían ser muy heterogéneos tanto por lo que respecta a su naturaleza como número total, estando normalmente en consonancia tanto con el interlocutor como con el propósito principal de la misión en cuestión. Para su distinción seguimos el criterio sixpartito propuesto por Ekaterina Nechaeva[90], consistente en:

  1. Embajador(es) principal(es) o «senior(es)».
  2. Embajador(es) asistente(s) o «iunior(es)».
  3. Intérprete(s).
  4. Mensajero(s).
  5. Personal «adicional».
  6. Otros acompañantes.

 

a) Embajador(es) principal(es) o «seniores»

Con dicha denominación pretendemos referenciar al legatus, también denominado «πρεσβεύς» o «πρεσβευτής» por parte de las fuentes griegas[91], responsable de encabezar una determinada misión diplomática de índole internacional, ostentando a escala un papel similar al gozado por el denominado princeps legationis de época republicana[92].

Primeramente, y al contrario de lo que ocurre a nivel provincial, en cuyo marco el jurista Aelio Marciano menciona en su libro XII de Instituciones un edicto del emperador Vespasiano (69-79) que establece la prohibición de que las ciudades envíen más de tres legados ante la corte imperial[93], no nos encontramos con restricción alguna referida al número o a la naturaleza de los propios legatii más allá de los requerimientos anteriormente analizados, dependiendo estrechamente ambas cuestiones tanto de las circunstancias particulares como de la finalidad específica de la legación en cuestión.

 

b) Embajador(es) asistente(s) o «iunior(es)»

La mayor parte de embajadas, tal y como acabamos de señalar, tendían a estar encabezas por uno o, en determinadas ocasiones, dos embajadores de rango principal a quienes se les encomendaba el peso principal de la misión diplomática en lo referente a los objetivos políticos a cumplimentar por la misma, siendo en última instancia responsables no solo de actuar como legítimos representantes del emperador sino de observar las obligaciones que se les habían conferido y, en última instancia, tratar de desempeñar con éxito su cometido.

Sin embargo, existían también ocasiones en las que, como consecuencia de cuestiones diversas tales como la complejidad o naturaleza de los asuntos a tratar, la coyuntura particular de la embajada en cuestión o el perfil y habilidades del embajador principal, bien el propio soberano bien los propios dignatarios podían elegir legados «secundarios» o asistentes que les pudiesen otorgar un mayor porcentaje de éxito en el cumplimiento de su misión, pudiendo incluso simultanear dicho cometido con otros objetivos adicionales que podía igualmente aparejar la propia embajada.

La práctica de nombrar embajadores «asistentes» adscritos al principal, bien motu proprio por parte de éstos bien por expresa designación imperial, aunque constituía un hábito eventualmente recurrente, no estaba sometida a regulaciones generales, sino coyunturales derivadas de la propia misión. La labor que desempeñaba este tipo de embajadores solía estar supeditada al propósito principal de la embajada, si bien en ocasiones podía significar la diferencia entre cumplimentar o no el objetivo de ésta. En consecuencia, consideramos que podría ser válida la tendencia apuntada por el historiador de origen canadiense Roger C. Blockley, quien indica que la presencia de «subordinados educados de los embajadores principales», característica más propia de los siglos IV y V que del VI que, por otro lado, podría ser una muestra de la progresiva «profesionalización» que el «sistema» diplomático romano experimentó durante la Antigüedad Tardía[94].

 

c) Intérprete(s)

El interpres, denominado «ἑρμηνεύς» por las fuentes griegas, hunde sus raíces en la más remota historia de Roma como mensajero, mediador, enviado diplomático o incluso adjunto militar dado el papel primordial que tenían como elemento necesario para que la comunicación de carácter diplomático pudiera fluir[95]. Su importancia, que podría conceptuarse como similar a la de la propia figura del embajador en tanto en cuanto se erigía como elemento básico y elemental para que éste pudiese ser comprendido correctamente por su interlocutor y, en consecuencia, estar en disposición de cumplimentar con el objetivo que se le había encomendado, no es reflejada de manera concorde por parte de las fuentes escritas, explicándose dicha discordancia en su status inferior y cotidiano desempeño en la praxis diplomática más que en su infrecuente participación[96].

Si hablamos de «profesionalización», quizás este sea el colectivo implicado sobre el que más claramente podamos proyectar dicho sustantivo en el contexto de los usos y prácticas de carácter diplomático, puesto que al menos desde mediados del siglo V formaban parte de la Administración imperial, concretamente bajo la directa supervisión del officium admissionum, tal y como señalan, entre otras fuentes, la Notitia Dignitatum Orientis[97] o el ya mencionado historiador del siglo V Prisco de Panio[98], quien hace asimismo hincapié en el papel protagonista que ostentaba el magister officiorum a la hora de organizar y gestionar el sistema de embajadas, bajo cuya supervisión directa se encontraban los interpretes diversarum gentium[99].

El número de intérpretes que podían acudir simultáneamente en legación, al igual que ocurría con el caso de los embajadores, podía variar significativamente dependiendo de dispares eventualidades. Quizás, si seguimos la lógica anteriormente aplicada para el caso de los legados principales, si bien no tenemos constancia acerca de la existencia de restricción o recomendación alguna al respecto, quizás un único intérprete por misión, cuya formación por otra parte no debía constituir asunto sencillo, fuese más que suficiente.

Así pues, puede afirmarse que la presencia de intérpretes profesionales durante el desarrollo de las negociaciones debió de constituir una característica usual y necesaria no solo para posibilitar la comunicación política de carácter diplomático, extremo que algunos embajadores eran capaces de manejar si cumplían determinados requerimientos, sino que, tal y como ocurre actualmente, dotaban al proceso negociador de un significativo grado de oficialidad. Un aspecto que redunda en su importancia tanto para la Administración imperial como para el sistema diplomático romano es que mientras observamos la existencia de un «cuerpo diplomático» con ciertos rasgos de «profesionalidad», el de intérpretes, guardando claras similitudes con cualquiera actual, se encontraba plenamente profesionalizado[100].  

 

d) Mensajero(s)

La presencia de los denominados «ángelos» -ἄγγελος-, especialmente en el marco de aquellos procesos diplomáticos negociadores que demandaban una comunicación constante entre el lugar en el que se estaban desarrollando las conversaciones y el centro principal de decisión, localizado no lo olvidemos en la propia Constantinopla y centralizado en la figura del emperador, es especialmente significativa. Además, y aunque los testimonios históricos sean más parcos al respecto, no es descartable su cotidiana inclusión en el seno de prácticamente todas las comitivas diplomáticas romanas, dada la constante necesidad de comunicación apuntada así como el escaso margen de maniobra que, con carácter general, tenían conferidos los embajadores a la hora de tomar las decisiones en uno u otro sentido, encontrándose asimismo obligados a informar periódicamente a la corte imperial de sus progresos, consultar en función de los avances obtenidos y, de contar con el placet imperial, proceder a su ulterior ratificación para concluir el proceso[101]. Asimismo, es muy probable que también recayese sobre ellos la responsabilidad de anunciar por adelantado la llegada de una comitiva diplomática a un determinado lugar[102].

Sin embargo, y aunque una de sus principales funciones era desempeñar las funciones de correo, cuestión para la cual la velocidad constituía un factor esencial y dentro de las fronteras romanas era utilizado el cursus publicus[103], no consideramos que su única función fuese únicamente el transporte de despachos. Preferimos conceptuarlos como un grupo aparte dentro de las embajadas con funciones y personalidad propia, siempre subrogadas al propósito de la misión, a disposición del embajador principal y, en última instancia, del propio emperador, cuyo cotidiano protagonismo y desempeño podían oscilar si bien, en todo momento, su labor esencial de nexo comunicador era fundamental para que la información pudiese fluir, de formas variadas, entre un punto y otro y, en consecuencia, el «sistema» diplomático romano pudiera funcionar de forma correcta.

 

 

 

e) Personal «adicional»

Además de los ya mencionados embajadores, intérpretes y mensajeros, la comitiva de una misión diplomática normalmente estaba compuesta por un mayor número de individuos cuya presencia no resulta tan sencilla de trazar teniendo en cuenta las informaciones proporcionadas tanto por las fuentes de carácter histórico como jurídico, debiendo presuponer que tanto su naturaleza como número total era notablemente oscilante y se encontraban absolutamente mediatizados por la coyuntura y circunstancias particulares de la embajada en cuestión.

Uno de los colectivos mejor atestiguados al respecto es el de aquellos que se encargaban de custodiar, escoltar y garantizar la seguridad de las embajadas, ya que a pesar de la existencia, tal y como tendremos ocasión de analizar, de toda una serie de garantías e inmunidades que garantizaban la integridad de los diplomáticos en misión y que normalmente tendían a ser universalmente observadas, los desplazamientos desde Constantinopla hacia su destino particular y viceversa no estaban exentos de diversos peligros y vicisitudes, por lo que consideramos lógico pensar que, tanto en territorio imperial como en el exterior, todas las legaciones diplomáticas contarían con un determinado número de hombres destinados a preservar la protección del resto de componentes de la embajada, variando su número en función del tamaño de la misma, su destino así como la ruta a seguir.

Y es que dentro del territorio imperial, además de velar porque los diplomáticos extranjeros en misión no se extralimitasen en sus funciones, eran las propias autoridades romanas, a través de la figura del magister officiorum, las responsables de garantizar, de iure, la integridad de todas aquellas comitivas que se encontraban in itinere[104]. Es por ello por lo que resulta lógico considerar que, en contextos o lugares en los que pudiera resultar adecuado reforzar su escolta como consecuencia de la inseguridad imperante, se ocupasen igualmente de proporcionar recursos adicionales en dicho sentido.

Asimismo, en los casos de aquellas legaciones cuyos destinos se encontraban en territorios especialmente inhóspitos o lejanos, es plausible considerar que aquellos que habían sido enviados para escoltar a los diplomáticos romanos actuasen igualmente de guías, facilitando en consecuencia el requisito de celeridad respecto a la comunicación de carácter político.

Resulta también probable que la Administración imperial, a través de alguna de las scrinia que se hallaban bajo la directa supervisión del magister officiorum, fuese así mismo responsable de dotar al embajador con toda una serie de asistentes relacionados tanto con la custodia y entrega bien de documentos oficiales bien de dones que el emperador solía conferir a aquellos interlocutores con los que interactuaba diplomáticamente como de diversas necesidades de intendencia y logística derivadas de la propia misión.

En el contexto embajadas del más alto nivel, esto es las celebradas entre representantes del Imperio romano y de la Persia sasánida, normalmente mantenidas en áreas de Mesopotamia que son equidistantemente fronterizas entre ambos poderes, de forma eventual asistimos incluso a la participación de diversas autoridades, especialmente civiles pero tampoco son descartables las eclesiásticas e incluso militares, que tienden a sumarse a los séquitos diplomáticos encargados de su desarrollo.

En definitiva, y a pesar de que podemos presuponer que existían toda una serie de individuos «satélite» que, en el seno de una embajada, desarrollaban funciones que podemos conceptuar como básicas para el cotidiano desempeño de la praxis diplomática, seguir sus trazas se antoja como tarea complicada merced a la escasa atención que las fuentes escritas tienden a prestarles. En consecuencia, poder responder con certeza a una pregunta que, con toda lógica podría surgir en este contexto, es decir, ¿cuál era el tamaño estándar de una embajada romana?, se alza como misión prácticamente imposible. Quizás pudiera considerarse que, contando a los embajadores, intérpretes, mensajeros y otro «personal adicional», normalmente una comitiva diplomática vendría a estar compuesta por el entorno de una veintena de personas, dependientes todas ellas desde la óptica de la logística y la seguridad del embajador principal y, en última instancia, de la Administración imperial, las cuales tenderían a estar jerarquizadas y sus roles claramente marcados y predefinidos.

 

f) Otros acompañantes

Adicionalmente, además de todo el personal diplomático que acabamos de analizar, observamos que podían formar parte de las embajadas romanas toda una serie de personas relacionadas o no con el propósito principal de la misión de la que formaban parte.

Primeramente, resulta lógico pensar que, en aras de obtener mayores comodidades durante su desempeño, los embajadores se rodeasen de diversos «asistentes» de carácter personal, bien de su propiedad -esclavos- bien hombres libres de su total confianza que, pertenecientes o no a su propia domus, se encargasen de velar por todas aquellas necesidades básicas y cotidianas derivadas de sus obligaciones, tales como la adquisición de alimentos, el acondicionamiento de la tienda o alcoba en la que se hospedaban, la asistencia con su higiene o la custodia y cuidado de sus vestimentas ceremoniales.

La presencia de familiares en el contexto de las embajadas, quienes podían ostentar un determinado protagonismo o simplemente actuar como meros acompañantes, también se encuentra documentada con cierta recurrencia. De igual modo, y en aras de optimizar recursos, los representantes diplomáticos de un poder extranjero presentes en territorio romano podían aprovechar el envío de una embajada por parte de las autoridades imperiales para realizar conjuntamente el viaje de regreso a casa, máxime teniendo en cuenta que la mayor parte de éstas funcionaban, durante la práctica totalidad de la Antigüedad Tardía, desde la perspectiva de lo que se conoce como «sistema bloque».

Finalmente, y aunque carecemos de ejemplos al respecto dentro de nuestro particular caso de estudio, tal y como sucedió en otros momentos del Dominado, algunas embajadas también podían servir a algunos individuos particulares, fundamentalmente de alto rango, para viajar en condiciones más seguras y poder sacar partido de las relaciones interpersonales que podían establecerse con sus miembros[105].

 

IV. AB ITINERE: DIVERSOS ASPECTOS ACERCA DE LOS VIAJES PROTAGONIZADOS POR LAS EMBAJADAS ROMANAS

A) Destinos prioritarios y frecuencia de interacción

Podríamos conceptuar los viajes en legación diplomática, siguiendo el modelo propuesto por el historiador estadounidense Michael McCormick, como de «larga distancia», ya que, salvo circunstancias excepcionales, estos solían exceder con frecuencia tanto los 500 kilómetros de distancia media recorrida como los diez días de duración media[106]. Dejando a un lado momentáneamente ambas variables, nos interesa esbozar, en primer lugar, los destinos más frecuentes y, por otra, la asiduidad con que los embajadores imperiales solían visitar éstos en un contexto geocronológico muy particular: la frontera septentrional del Imperio romano durante la segunda mitad del siglo VI y primer tercio del VII; los cuales, pueden ser o no aplicables a otros periodos y contextos histórico-jurídicos.

Así pues, de los aproximadamente doscientos eventos bilaterales de carácter diplomático identificados, en su momento, en el marco particular de nuestra tesis doctoral[107], queremos destacar como primera tendencia que, en aproximadamente noventa de ellos, la iniciativa relativa a su envío corrió a cargo bien de los diferentes emperadores que se sucedieron al frente de la Romania, bien de las autoridades civiles o militares con competencias atribuidas en este sentido. Expresada dicha idea en porcentajes numéricos, estaríamos hablando de que en un 45.45% de las ocasiones correspondió a los diferentes agentes diplomáticos imperiales desplazarse físicamente al lugar en el que hubo de mantenerse la interlocución con su contraparte. Igualmente, esto también podría denotar como rasgo característico de la diplomacia romana un comportamiento más bien reactivo que proactivo por lo que respecta a la utilización de dicha herramienta de la política exterior por parte de la Administración imperial.

Por lo tanto, y en relación a los destinos prioritarios de los embajadores imperiales en misión, tenemos constatado que el más frecuente, en consonancia con la importancia, implicaciones y significación de las relaciones diplomáticas romano-sasánidas, fue precisamente o bien su capital Ctesifonte o bien alguno de los distintos puntos fronterizos entre ambos Imperios en los que tendieron a mantenerse las entrevistas y negociaciones de mayor rango, con un total de treinta y tres ocasiones sobre la cifra de noventa anteriormente dada, lo que constituye un 36.6% global.

El segundo lo constituyó el área danubiano-balcánica, destacando especialmente en dicho contexto, dentro de los diversos poderes con los que hubo de interactuar el Imperio romano, el Jaganato ávaro, quien prácticamente copa el total de hasta veintiocho iniciativas que tenemos contabilizadas -aproximadamente una veintena de estas-, conformando desde una perspectiva integral el 31.1%.

A una distancia significativa, especialmente teniendo en cuenta que los dos anteriores ascienden hasta un 67.7% del total, les seguirían las diferentes entidades políticas que se agrupan en torno al área caucásica, destinos a los cuales hubieron de viajar los embajadores imperiales en aproximadamente una veintena de ocasiones, significando el 21.1% global.

Finalmente, el cuarto y último destino se correspondería con el área más lejana y, a la vez, más complicada por lo que respecta a la intendencia y logística que planteaba un viaje de estas características: el extremo occidental de la Estepa póntica, en el que hemos procedido a incluir aquellos desplazamientos que tuvieron como rumbo diversas áreas del interior de Asia Central, los cuales implican el 11.3% restante.

Mucho se ha debatido entre la moderna historiografía respecto a la frecuencia o, incluso, en relación con la propia existencia de contactos, de manera más o menos frecuente, por parte del Imperio romano con toda una serie de poderes políticos, especialmente referidos a los reinos germánicos surgidos como consecuencia de la progresiva desfragmentación del dominio imperial en el Occidente mediterráneo durante el siglo V[108]. Lo cierto es que, como consecuencia del mayoritario silencio o, en el mejor de los casos, de la fragmentariedad y parquedad que ofrecen los testimonios escritos de índole histórica fundamentalmente, se trata de una cuestión difícil de dilucidar. Sin embargo, la tendencia mayoritaria se inclina por estimar el argumento ex silentio como una prueba clarividente respecto a la existencia de una comunicación de carácter político relativamente fluida y usual desde y hacia Constantinopla por parte de los diversos poderes políticos que bordeaban las fronteras imperiales durante la práctica totalidad de nuestro periodo de análisis, máxime teniendo en cuenta que los diversos testimonios escritos tienden principalmente a consignar únicamente aquellos aspectos que consideran más «relevantes» o «excepcionales» en relación a la cotidiana praxis diplomática[109].

Más allá del particular paradigma diplomático existente entre el Imperio romano y la Persia sasánida, que merece ser conceptuado como un unicum, quizás pudiéramos considerar como plenamente válida, con carácter general, la práctica romana, bien documentada por otra parte[110], respecto al envío de embajadas diplomáticas en contextos pacíficos con el propósito de notificar al poder receptor, entre otros, los siguientes acontecimientos de carácter político:

 

  1. Acceso al trono de cada nuevo emperador y la confirmación del statu quo que preside las relaciones entre el Imperio y cada uno de los dignatarios extranjeros ligados al mismo mediante tratado.
  2. Reconocimiento de los soberanos extranjeros ligados al Imperio por diversos tratados al ascender al trono.
  3. Anuncio de eventos importantes, tales como victorias/derrotas militares, nacimientos o enlaces matrimoniales.
  4. Establecimiento de relaciones con nuevos poderes, demandas de carácter político, intereses comerciales, controversias religiosas o conflictos internos.
  5. Labores de inteligencia y espionaje camufladas bajo otros pretextos y demandas.

 

Asimismo, hay que tener en cuenta que esta tipología particular de viajes, más allá del propósito prioritario de cumplimentar una determinada misión de índole política, implicaba una fuente de conocimiento tanto etnográfico como geográfico de primera mano para el Imperio romano, especialmente en el caso de aquellos destinos más lejanos e inaccesibles. Existen alusiones en algunas fuentes históricas referidas a la utilización por parte de sus respectivos autores de los relatos confeccionados por los diplomáticos imperiales tanto durante el transcurso de su misión como a su regreso a Constantinopla para elaborar aquellos pasajes alusivos a la misma, reflejando valiosas informaciones concernientes a las rutas utilizadas, regiones atravesadas, carácter de las gentes con las que se interactuó u otras observaciones que podrían ser útiles a la Administración imperial, quizás derivando no tanto de su propia curiosidad sino como consecuencia del munus que debían cumplimentar para con el emperador[111].

 

B) Medios de transporte, logística y aprovisionamiento

Primeramente, y en relación con la cuestión inicial, parece existir cierto consenso respecto al derecho que asistía a las comitivas diplomáticas imperiales, en virtud de su condición de legítimos representantes del Imperio y mientras se encontraban in itinere por territorio imperial, a hacer uso tanto de animales de transporte como de vehículos propiedad del servicio estatal de transporte y comunicaciones, conocido como vehiculatio en época altoimperial o cursus publicus ya durante el Dominado así como en época justinianea[112].

Es precisamente en época del Dominado cuando el uso del cursus publicus, definido por la romanista española Raquel Escutia como «un servicio oficial para beneficio exclusivo del «Estado»[113], se reorganiza sistemáticamente desde el punto de vista legislativo, tal y como es especialmente apreciable en el título 5 del libro 8 del Código Teodosiano, donde bajo la rúbrica «De curso publico, angariis et parangariis» se contienen hasta un total de sesenta y seis constituciones emitidas entre el veintidós de enero del año 315 y el dos de agosto del 407. Este sistema era eminentemente terrestre, y comprendía tanto lo que se denomina cursus celer o velox, es decir, el servicio postal encargado de la difusión y circulación de todo tipo de sucesos e informaciones de carácter oficial por todo el territorio imperial, así como el denominado cursus clabularis, referido al transporte de bienes y personas del «Estado».

La facultad para poder usarlo se denominaba evectio, pudiendo ser concedida bien por el propio emperador bien a alguno de sus principales delegados, tales como el praefectus praetorio[114] o el magister officiorum[115], bajo cuya directa supervisión, en el caso de este último, también se encontraban las comitivas diplomáticas. Además de los legati imperiales y, por extensión, aquellos miembros que conformaban sus comitivas, quienes tan solo parcialmente podían formar parte de aquellos grupos beneficiarios de las evectiones pero desde luego se encontraban en medio de un desempeño público y la legislación preveía por tal motivo su asociación a aquel que gozaba de dicho derecho[116], tenían autorizado su uso aquellos embajadores extranjeros que se encontraban viajando por territorio imperial con destino Constantinopla[117].

Ningún individuo, con independencia de su dignidad, podía hacer uso del cursus publicus sin evectio. Esta debía ser mostrada a requerimiento ante los pertinentes funcionarios comisionados para su control, tales como curiosi, iudices o mancipes, ostentando en todo momento un carácter personal e intransferible[118]. Las evectiones, referidas al documento en cuestión, no solo caducaban cuando éste lo establecía, sino que podían incluso quedar anulados cuando se cambiaba de gobernador, por lo que era necesario renovarlos periódicamente mediante la implantación de un nuevo sello o cuando se procedía a pasar de una jurisdicción a otra[119].

Considerando las anteriores evidencias de índole histórico-jurídica, parece claro que el uso indistinto del cursus publicus por parte de las respectivas comitivas diplomáticas pudo haber sido, a la par que recurrente, considerado respecto a las comodidades, relativamente limitadas, que éste podía ofrecer. Asimismo, sería plausible considerar que dicho servicio fuese igualmente extensible a los embajadores romanos toda vez atravesaban territorio persa, puesto que es relativamente bien conocido que, desde antiguo, en el Imperio persa existía igualmente un desarrollado sistema centralizado de postas famoso por su diligencia y velocidad[120].

Además del uso de rutas terrestres, las cuales, tal y como sugiere Menandro Protector[121], se encontraban preestablecidas de antemano y conllevaban la potestad de poder disponer del uso tanto de vehículos de cuatro ruedas tirados por caballerías -rheda-, de forma más eventual, como de caballos, disponibles a lo largo de las principales viae y capacitados para recorrer largas distancias en un corto periodo de tiempo, existe la posibilidad de que éste también cubriese, al menos, ciertas rutas marítimas. La cuestión de si podía disponerse de navíos dentro del sistema estatal romano de transporte bien como naves tabellariae bien como naves publicae, toda vez parece existir cierto consenso doctrinal en torno a la existencia de un servicio marítimo similar a pesar de que tanto la legislación como los testimonios escritos tienden a conferir una importancia muchísimo mayor al terrestre[122], resulta actualmente problemática.

El historiador francés Michel Reddé afirma que existen pruebas tanto a favor como en contra de la hipótesis de que la flota cumpliese un papel activo dentro del mismo, si bien piensa que no hay razones para creer que el «Estado» tuviese destinada o desarrollase una flota ad hoc, sino que dichas tareas serían desempeñadas por naves que podían tener otros usos, siendo el más importante de todos la defensa del propio Imperio y de sus rutas de navegación. Esto se cumplía, al menos, en relación con el caso de las classis marítimas, puesto que en el seno de las fluviales existían funcionarios destinados exclusivamente al transporte tanto de personas como de mercancías en el contexto del mencionado cursus publicus, conocidos como dromonarii[123].

La segunda de las cuestiones que pretendemos analizar en el presente subepígrafe, esto es la logística, es un aspecto acerca del cual los diversos testimonios escritos que manejamos nos proporcionan un número todavía menor de detalles. Resulta lógico considerar que todas aquellas comitivas diplomáticas, ya fuesen romanas o extranjeras, que viajasen por territorio imperial haciendo uso de la evectio, fuesen normalmente provistas de todos aquellos medios materiales y, llegado el caso, humanos, para poder afrontar el transporte de todos aquellos objetos que portasen consigo, bien fuesen propiedad privada -equipajes, esclavos, etc.- bien pública -dones o presentes diplomáticos-.

En lo referente al alojamiento de los embajadores in itinere, quizás el caso mejor conocido tal vez sea el aludido por el capítulo 89 del Libro de las Ceremonias, obra del siglo X con carácter anticuarista ordenada de Constantino VII Porfirogéneta (913-959), donde se refiere que, al menos los embajadores persas, tanto durante su viaje como una vez se encontraban en la capital imperial, eran alojados en dependencias especiales, poniendo a su disposición camas o jergones, estufas, fogones para poder cocinar, mesas, así como grandes recipientes para poder transportar agua y mantener unos estándares de higiene adecuados, a cuyo respecto, siempre y cuando fuese posible y así lo solicitasen, también podían hacer uso de una terma o baño privado [124].

Asimismo, en el caso específico de las comitivas diplomáticas romanas, mientras éstas se encontrasen viajando por territorio imperial y dispusiesen de la pertinente evectio para hacer uso del servicio, todo parece indicar que era la Administración romana la que corría a cargo de sus gastos de alojamiento, asistencia y manutención, para lo cual podían hacer uso de las diferentes mutationes y mansiones que jalonaban las principales vías de comunicación insertas dentro del cursus publicus. Resulta lógico considerar que los servicios y comodidades a disposición de los embajadores imperiales dentro del territorio romano, si bien serían tendentes a mantener unos estándares, podrían haber variado ostensiblemente en función del destino de su misión y la ruta seleccionada para arribar a éste, pudiendo encontrarse en ocasiones con la obligación de detenerse en lugares especialmente concurridos, ruidosos, sucios o atestados de viajeros[125].

De igual modo, las comodidades que las comitivas diplomáticas romanas podían esperar por parte de sus anfitriones una vez traspasada la frontera variaba notablemente en función de la estacionalidad, rango de la embajada, destino, duración total del viaje y, a pesar del sistema de privilegios e inmunidades existente, de la buena fe del interlocutor en cuestión.

Finalmente, en lo relativo a la tercera y última de las principales cuestiones tratadas en el presente subepígrafe, esto es la del avituallamiento de los embajadores romanos en misión, siempre y cuando estos se encontrasen en su propio territorio haciendo uso del cursus publicus, la legislación parece también indicar que normalmente dicha necesidad era asimismo cubierta por parte de la Administración imperial[126], lo cuál sería también extensivo a todos aquellos legítimos representantes de los poderes extranjeros que contasen con evectio.

Allende el limes la situación era sensiblemente distinta, especialmente en aquellos lugares más hostiles o inhóspitos, donde el acceso a vituallas frescas era más complicado. Resulta lógico considerar que las comitivas diplomáticas portasen cierta cantidad de alimentos y bebidas para satisfacer sus necesidades básicas in itinere más allá de los momentos de pausa en las estaciones de servicio, si bien estas debían de ser periódicamente renovadas, particularmente en contextos donde las condiciones climáticas eran significativamente húmedas o calurosas, por lo que, en gran medida, su correcto aprovisionamiento dependía, en muchos casos, de la buena voluntad de su interlocutor, quizás constreñido por algún tipo de norma legislativa de carácter consuetudinario normalmente observada[127].

Quizás para tratar de paliar potenciales arbitrariedades en este sentido, el punto cuarto del Tratado romano-sasánida de 561/562, cuyo contenido es íntegramente reproducido por Menandro Protector[128], establece la posibilidad de que los embajadores de ambos poderes pudiesen intercambiar sin ningún tipo de obstáculos o gravámenes adicionales aquellos bienes que pudiesen traer consigo; si bien dicha disposición pudiera haber estado igualmente enfocada a sufragar los importantes costos que podía implicar el desempeño de una misión diplomática, dados los prejuicios existentes en lo relativo a dicha actividad por parte de los individuos más pudientes de la sociedad romana[129].

Sea como fuere, y a pesar de que nada infiere Menandro acerca de la naturaleza de dichos bienes, el Código justinianeo establece prohibiciones explícitas respecto a aquellos objetos que no pueden ser exportados, tales como aceite, vino u otros líquidos con propósitos comerciales[130], al igual que armas, so pena en este último caso de sufrir su confiscación y ser castigado con la pena capital[131].

 

C) Riesgos del camino: estacionalidad, itinerarios y duración

A pesar de que las privilegiadas circunstancias que normalmente rodeaban los desplazamientos de los embajadores romanos, a quienes su condición de legítimos representantes les permitía hacer uso durante buena parte del trayecto, como acabamos de ver, de las amplias prerrogativas proporcionadas por su evectio para el uso del cursus publicus, ello no implicaba que estuviesen completamente exentos de los peligros y dificultades que entrañaba realizar un viaje en época tardoantigua, especialmente cuando dejaban el territorio imperial. Éstos podían ser mayores o menores en función de circunstancias muy diversas, por lo que, en no pocas ocasiones, estos viajes implicaban que los legados y sus comitivas pusiesen en riesgo su propia vida, circunstancia que ha motivado a algunos autores para hablar de «diplomacia heroica»[132].

Uno de los factores que mayor incidencia podía tener en este sentido era la estacionalidad, es decir, la época del año en la que una determinada comitiva diplomática debía emprender el desplazamiento. Si bien, dada su propia naturaleza y las necesidades derivadas de ésta, la diplomacia no debería entender a priori de épocas del año, parece existir cierta consuetudine en relación con el envío preferente por parte imperial de determinadas iniciativas diplomáticas en ciertos momentos del año; a pesar de que, obviamente, si la situación lo requería, el «Estado» romano tenía los mecanismos jurídicos y recursos suficientes como para enviar un representante allá donde sus intereses estuviesen comprometidos independientemente de la estación anual.

En nuestro estudio doctoral observamos que existe cierta predilección respecto a su envío bien durante el periodo invernal bien durante la primavera[133], tendencia que podría explicarse, siquiera parcialmente, teniendo en cuenta la propensión existente en el mundo romano a cesar las actividades bélicas durante los meses de invierno, momento que podía aprovecharse bien para buscar una solución al mismo bien para continuarlo por otros medios, lo cual sería extensible a la primavera, cuando las condiciones meteorológicas tendían a mejorar y, si era la predilección del emperador buscar soluciones negociadas, sin duda dicha circunstancia incidiría positivamente tanto en la velocidad como en la seguridad de los viajeros. Asimismo, habría que tener en cuenta que en el ámbito marítimo, entre los meses de noviembre a marzo, aumentaba significativamente la peligrosidad respecto a la navegación, período que se conoce en el mundo romano como mare clausum[134].

En la mayoría de las ocasiones los embajadores en misión seguían, a lo largo del territorio imperial, unas rutas preestablecidas y perfectamente conocidas que, por razones de celeridad y seguridad, probablemente coincidiesen con las principales viae insertas en el sistema del cursus publicus.

En este sentido, el capítulo 89 del Libro de las Ceremonias de Constantino VII Porfirogéneta (913-959) nos detalla el itinerario que un «embajador principal» persa seguía cuando procedía a visitar la corte imperial en Constantinopla[135]. Así pues, éste debía entrar a territorio romano a través de la ruta Nisibis (Nusaybin, Turquía) - Dara (Oğuz, Turquía), haciendo contacto en un punto indeterminado con la escolta romana, la cual le acompañaría durante su trayecto en dirección a la urbs imperialis. Desde aquí podía proseguir su viaje a través de las provincias de Capadocia y Galatia hasta la ciudad de Nicea (İznik, Turquía), probablemente haciendo uso de la ruta más meridional puesto que también se menciona la ciudad de Antioquía de Pisidia (Yalvaç, Turquía) como punto importante del recorrido. Una vez en Nicea el viaje continuaba hasta Helenopolis (Hersek, Turquía), ya en la provincia de Bitinia, donde podía elegir hacer el último tramo en barco hasta Calcedonia (Üsküdar, Estambul, Turquía) o continuar hasta la misma a pie vía Nicomedia (İzmit, Turquía), en la que debía aguardar a que fuese acondicionado apropiadamente y, acorde a su dignidad, el lugar donde habría de hospedarse en Constantinopla durante el tiempo que permaneciese en la misma en misión diplomática.

Menor certidumbre existe respecto a los itinerarios utilizados por los diplomáticos imperiales para alcanzar otros destinos, pudiendo haberse optado preferentemente por rutas marítimas, siempre y cuando cupiese dicha posibilidad, en aras de una mayor celeridad y seguridad.

Tanto la época concreta del año durante la que tenían lugar los desplazamientos como el itinerario escogido influían significativamente en la tercera y última de las variables analizadas en el presente subepígrafe: la duración de los viajes. La misma, además de por las mencionadas, podía estar notablemente condicionada por otras de muy diversa naturaleza, tales como el medio de transporte seleccionado, fenómenos meteorológicos adversos -lluvia, nieve, tormentas, tempestades, fuertes vientos, frío o calor extremos, inundaciones o incluso terremotos-, asaltos contra la comitiva -bien por parte de saqueadores o incluso por parte de animales salvajes-, escasez de víveres o agua, problemas con la población local o enfermedades[136]. Asimismo, y a pesar de que la inmunidad de las comitivas en misión diplomática estuviese a priori garantizada mediante la existencia de una profusa normativa[137], en tanto en cuanto los embajadores romanos se encontraban viajando por territorio extranjero estaban completamente a merced de la voluntad de su interlocutor, quien como tendremos ocasión de comprobar, en concurrencia de determinadas y excepcionales circunstancias, no dudó en utilizar métodos coercitivos como la tortura, la prisión o incluso el asesinato si ello era pertinente para obtener cierto beneficio u objetivo político.

Acerca de la duración del viaje entendida como el tiempo empleado en cubrir una determinada distancia entre dos puntos, al hacer referencia a desplazamientos de carácter diplomático, debemos tener especialmente en cuenta que el criterio de celeridad o premura sería tendente a imperar en su mayoría, a pesar de la variada casuística que manejamos, constituyendo en consecuencia una demanda prioritaria al respecto. Es más, resulta plausible considerar inclusive la existencia de garantías jurídicas respecto a la imposibilidad de retener a conciencia la partida o el regreso de embajadas, tal y como parece sugerir el testimonio de Menandro Protector referido al punto cuarto del Tratado romano-sasánida de 561/562[138].

Así pues, podemos concluir el presente subepígrafe remarcando primeramente la predilección por parte de la Administración imperial respecto al envío de iniciativas diplomáticas durante la primera mitad del año, encontrándose las mismas basadas en dinámicas socio-políticas seculares, de amplia tradición y raigambre en el seno de la sociedad romana, si bien durante la práctica totalidad del año la actividad diplomática, como consecuencia directa de su propia naturaleza, se encontraba cotidianamente presente en la esfera pública de la «política exterior» de la Romania. Los viajes, una necesidad primordial sujeta a muy diversos peligros potenciales que podrían conceptuarlos como una actividad de alto riesgo, tendían a realizarse a través de una serie de rutas preestablecidas, siendo quizás el barco el medio de transporte prioritario empleado por los embajadores por sus viajes, siempre y cuando esto fuese posible. Finalmente, en aras de la celeridad, la seguridad y un menor coste económico, resulta lógico considerar que el aparato administrativo romano recomendase a sus representantes en misión diplomática acortar lo máximo posible la duración de los recorridos, poniendo en consecuencia a su disposición aquellos medios, tanto humanos como materiales, que resultasen necesarios para lograr dicho cometido.

 

D) Estancias en el extranjero: peligros y oportunidades

Tal y como señala el historiador estadounidense Michael McCormick: «La duración total de las ausencias del embajador no puede traducirse directamente en el tiempo de viaje empleado, ya que las negociaciones, las ausencias inesperadas de otros principales, la estacionalidad así como la propia complejidad respecto a la toma de decisiones durante la Edad Media temprana podían dilatar significativamente el tiempo empleado»[139]. En consecuencia, el periodo de permanencia en la corte receptora de una misión diplomática romana variaba ostensiblemente, constituyendo este quizás uno de sus rasgos más sobresalientes.

Primeramente, y a pesar de dicha circunstancia, consideramos factible la existencia de determinadas regulaciones jurídicas por parte romana tendentes a limitar, siquiera parcialmente, las estancias de embajadores extranjeros en territorio propio. Las razones para ello son numerosas y variadas, pudiendo ser las principales, más allá de las económicas tendentes a imperar en el desempeño de cualquier Administración pública, las relacionadas con la integridad y seguridad no solo de los miembros de dichas comitivas sino también referentes a ciertas informaciones que pudieran obtener éstos mediante canales clandestinos.

En este sentido, el Código Teodosiano recoge una constitución imperial decretada por los augustos Constancio II y Constante (337-350) que señala que aquellos legados que, procedentes de los reinos de Aksum[140] o Himyar[141] , visitasen la ciudad de Alejandría en Egipto, no podrían permanecer en ella a expensas de las autoridades imperiales por espacio de más de un año[142]. Asimismo, existían igualmente disposiciones relativas a la imposibilidad de retener a los embajadores en misión contra su voluntad, tal y como establece el artículo cuarto del Tratado romano-sasánida de 561/562, los cuales, según el testimonio proporcionado sobre el mismo por parte de Menandro Protector, debían ser devueltos sin demora alguna[143]. A pesar de ello, la cotidiana praxis diplomática revela que, si las circunstancias así lo demandaban y ello suponía obtener un provecho manifiesto respecto a la coyuntura imperante, los soberanos utilizaban, con relativa frecuenta, una amplia variedad de «subterfugios» y «tretas» conducentes a provocar retrasos en el cumplimiento de una determinada misión por parte de los diplomáticos romanos, en especial en contextos especialmente tensos o de relaciones deterioradas.

Dichas prácticas «deshonestas», entre las que se incluían también la presión psicológica o incluso física sobre los embajadores de un determinado poder extranjero y cuyo objetivo prioritario era obtener un manifiesto beneficio unilateral en el marco del contexto negociador, no constituían una praxis completamente ajena a los usos diplomáticos romanos. Las fuentes escritas, sin embargo, tienden a cuidarse significativamente al respecto, atribuyendo su desesperada ejecución a diversas iniciativas «bárbaras».

Sin embargo, este tipo de prácticas respondían normalmente o bien a circunstancias concretas de carácter excepcional o bien a actitudes puntuales de índole personal por parte de ciertos soberanos, encontrándose en las antípodas de lo que cotidianamente definía la comunicación política de naturaleza diplomática. Lo habitual era un tráfico fluido, libre de trabas y enmarcado en un entorno amistoso de intercambio entre las élites romanas que copaban dicha actividad y aquellas extranjeras que eran receptoras de dichas iniciativas. Ello, sin embargo, no era óbice para que, especialmente en el caso de aquellos destinos más lejanos o remotos, los embajadores romanos se viesen obligados a pasar largas temporadas lejos de su hogar en aras del cumplimiento de su munus[144], pudiendo extenderse incluso por espacio de varios años.

Durante su estancia en las diversas cortes extranjeras los diplomáticos imperiales, como consecuencia de encontrarse completamente a merced de su anfitrión, se encontraban obligados no solo a defender los intereses políticos de Constantinopla con los que se les había encomendado de la forma más diligente posible, sino también, y a veces principalmente, a mostrar un apropiado nivel de respeto hacia su interlocutor. Ello, entre otras cuestiones, pasaba por visibilizar la aceptación hacia costumbres vigentes, tanto de carácter local como «nacional», la aprobación de la jerarquía cortesana existente e incluso, en determinadas ocasiones, tomar parte activa en ciertas ceremonias completamente ajenas a los usos romanos.

En virtud de su condición de agentes visibles y representantes legítimos de un poder extranjero, ya fuese más o menos amigable, resulta lógico considerar que, al igual que ocurría en la propia Constantinopla con los embajadores extranjeros recibidos en la corte imperial, los legados romanos en misión se verían sujetos a una estrecha vigilancia. Es más, Procopio de Cesarea, historiador por antonomasia del periodo justinianeo, llega a señalar que «no es posible para un embajador, aunque lo desee, convertirse en un adúltero, puesto que no le resulta fácil ni siquiera compartir el agua, a no ser que cuente con el consentimiento de aquellos que le custodian»[145].

Merece la pena, siquiera brevemente, redundar al respecto resaltando el ya citado Capítulo 43 del tratado militar conocido como De Re Strategica, intitulado «Περὶ πρέσβεων» o «sobre los embajadores», no solo corrobora la necesidad de someter a una vigilancia estrecha al personal diplomático que se encontraba de visita en la urbs imperialis, no tanto a los embajadores sino más bien a sus asistentes, sino que también establece directrices, considerando el rango de fuerza y la distancia geográfica existente entre el Imperio y el interlocutor en cuestión, respecto a aquellos mecanismos bien de «poder duro» bien de «poder blando» sobre los que era necesario incidir en aras de prevalecer durante el proceso negociador:

 

«Sus asistentes, sin embargo, deben ser mantenidos bajo vigilancia con el propósito de impedirles obtener información alguna haciendo preguntas a nuestra gente. Si los embajadores proceden de un país muy distante, y otros pueblos habitan entre ellos y nosotros, pudiera mostrárseles cualquier cosa que deseásemos dentro de nuestro país. Podemos proceder de la misma manera incluso si su país se encuentra próximo al nuestro, siempre que sea mucho más débil. Sin embargo, si son superiores a nosotros, ya sea en valentía o en cuanto al mayor tamaño de su ejército, no deberíamos llamar la atención acerca de nuestra riqueza o la belleza de nuestras mujeres, sino hacer notar el número de nuestros hombres, el lustre de nuestras armas o la altura de nuestras murallas»[146].

 

También observamos que ciertas disposiciones del ordenamiento jurídico redundan en dicha cuestión. En este sentido, el Código de Justiniano recoge una constitución imperial relativa a la fijación en exclusiva de determinadas plazas fronterizas para el desarrollo de actividades comerciales entre romanos y sasánidas con el doble propósito de optimizar, por una parte, la recaudación y, por otra, acotar lo máximo posible no solo el flujo transfronterizo de personas y mercancías sino también de información, estableciendo como excepción a todos aquellos persas miembros de una comitiva diplomática, quienes se encontraban autorizados a ejercer la compra-venta de bienes más allá de dichas localizaciones siempre y cuando acompañasen al embajador en su viaje de regreso y no permaneciesen residiendo, bajo dicho pretexto, en una provincia extranjera so pena de exilio[147].

Dichas medidas respondían fundamentalmente a la necesidad de la Administración romana de tratar de protegerse, en la medida de lo posible, de ojos y oídos indiscretos respecto a la preservación de determinadas informaciones, cuyo conocimiento podía implicar un notable prejuicio para los intereses imperiales, más allá de la propia esfera diplomática. No hay que olvidar que una de las principales funciones que cumplía el personal diplomático en general, pero en especial los embajadores, era la de proveer a sus respectivos soberanos, a su regreso, de una amplia gama de conocimientos referidos a su interlocutor, más allá de las circunstancias específicas que demandase su misión en particular[148].

En consonancia con lo apuntado por algunos especialistas, es muy probable que dicha práctica fuese, además de reconocida, tolerada dentro de ciertos límites considerados como «aceptables», al menos por lo que respecta al caso específico de la comunicación política del más alto nivel mantenida entre romanos y sasánidas. En dicha dirección parecen apuntar dos testimonios altamente significativos: por una parte, el conocido como «Tratado de Gobernación» o Siasset-Namah, una fuente árabe compuesta en torno al último tercio del siglo XI por el visir selyúcida Nizam al-Mulk que contiene información de carácter anticuarista relativa a época sasánida, en cuyo Capítulo 21 señala lo siguiente:

 

«Debe notarse que cuando los soberanos se intercambian embajadores, su propósito no es trasladar la misiva o mensaje que abiertamente portan, sino que secretamente albergan interés por más de un centenar de cuestiones que atraen su atención. De hecho, ellos quieres saber el estado de las carreteras, los pasos montañosos, ríos y pastos, si un ejército es capaz de atravesarlos o no; cuál es el tamaño del ejército del soberano interlocutor, y cómo se encuentra armado y equipado; cuál es su círculo más cercano con el que comparte mesa; cuál es la etiqueta y organización de su corte y sala de audiencias; si le gusta jugar al polo o cazar; cuáles son sus cualidades y modales, sus designios e intenciones, su apariencia y porte; si es cruel o justo, viejo o joven; si su país está floreciendo o se encuentra en decadencia; si sus tropas son disciplinadas o no; si sus campesinos son pobres o no; si es avaricioso o, por el contrario, generoso; si permanece alerta o es negligente respecto a sus asuntos; si su chambelán es competente o lo contrario; de buena fe y valores o si actúa con mala fe y de forma inmoral; si sus generales son expertos en el combate o no; si sus compañeros más cercanos son educados y dignos; cuáles son sus filias y fobias; si cuando se encuentra bebido es jovial y muestra buenos modos o no; si es estricto en materia religiosa y muestra magnanimidad y clemencia o es negligente; si se inclina más hacia las chanzas o hacia la solemnidad; si prefiere la compañía de los hombres a la de las mujeres. Puesto que, si en cualquier momento, se desea conquistar a un rey, oponerse a sus designios o criticar sus faltas, estar informado de todos sus asuntos, así como de su forma de pensar y cómo puede actuar en campaña, estando al tanto de todas las circunstancias, se podrán tomar medidas efectivas»[149].

 

Por otra parte, contamos con una fuente romana, también de época posterior, el De Administrando Imperio, una especie de manual de política exterior compuesto entre los años 948 y 952 por el propio emperador Constantino VII Porfirogéneta con el propósito de servir de guía de gobierno a su hijo y sucesor Romano II (959-963), tal y como deja patente en su proemio[150]. Ésta proporciona una lista de cuestiones específicas que debía valorar el soberano romano a la hora de establecer relaciones tanto diplomáticas como militares con los diversos poderes que rodeaban en esos momentos al Imperio, entre las cuales se encontraban las tradiciones más representativas de dichos pueblos, su idiosincrasia y forma de vida, su situación geográfica y climática así como el tamaño y forma del territorio que administraban, informaciones que sus autores debieron tomar de los diversos documentos guardados en los archivos imperiales[151].

En consecuencia, considerando ambos testimonios, resulta altamente probable suponer que las embajadas supusiesen un contexto privilegiado para las autoridades imperiales en el que poder obtener ciertas informaciones que, a través de otros conductos, implicaban mayores riesgos para la integridad y seguridad tanto jurídica como personal de sus agentes. Asimismo, y aunque ambos testimonios sean cronológicamente posteriores, existen indicios suficientes como para considerar que dicha praxis se encontraba plenamente vigente en el periodo que focaliza nuestro análisis, dándose inclusive la posibilidad de que los embajadores recibiesen, antes de su partida, instrucciones respecto a aquellos aspectos a los que debían prestar especial atención durante sus viajes y estancias en territorio extranjero[152].

Así pues, entre las muchas implicaciones derivadas de formar parte de una misión diplomática se desprende que, merced al cumplimiento de dicho munus para con la Administración imperial, tanto los embajadores como el personal diplomático romano tenía la oportunidad de entrar en contacto con horizontes y contextos socioculturales muy diversos y, en un número significativo de ocasiones, notablemente distintos al propio, constituyendo asimismo un canal de información altamente valioso para que el Imperio se encontrase en disposición de adaptar y construir la «política exterior» que en cada momento dictaban las circunstancias internacionales. En consecuencia, dicha eventualidad era aprovechada por el Gobierno de Constantinopla para demandar a sus embajadores, toda vez hubiesen regresado, la composición de informes escritos relativos a sus viajes, los cuales, juntamente con la correspondencia derivada de las negociaciones, las actas de las audiencias y otro tipo de documentos diplomáticos procedían a archivarse en los sacra scrinia, siendo el máximo responsable de su preservación era el magister epistolarum[153].

Tal y como podemos presuponer al hilo de lo observado, la línea respecto a la obtención de información de manera lícita o clandestina era notablemente fina, por lo que no era extraño que las embajadas pudieran esconder propósitos adicionalmente oscuros o secretos, tanto en lo referente al propio proceso como en lo relativo a la realización de determinadas maniobras de carácter político[154].

 

V. CONSIDERACIONES FINALES

Si bien podríamos continuar exponiendo diversas cuestiones de carácter histórico-jurídico relativas a los embajadores, consideramos apropiado el momento, en consonancia con el tiempo que dispusimos para nuestra intervención, para concluir a través de la exposición de algunas reflexiones que nos suscita el presente tema.

Primeramente, creemos que sobre la base textual que manejamos actualmente, que si bien puede ser aparentemente conceptuada como diversa, consideramos igualmente que es restringida y escasa para poder comprender en toda su dimensión e implicaciones el concepto de diplomacia imperante durante la Antigüedad Tardía, por lo cuál se alza como tarea complicada el poder definir el concepto y, quizás, tan solo sea posible hacerlo certeramente de forma parcial.

Sí que albergamos mayor certidumbre acerca de la existencia de toda una regulación jurídica respecto a la elección de los representantes, cotidiana praxis y herramientas desplegadas por éstos, que indefectiblemente acarreaban diversas consecuencias en su esfera jurídica. Dicha reglamentación, además, observamos que no hace sino mutar en crecientemente compleja durante el periodo tardoantiguo, desarrollándose y definiéndose jerárquicamente sus estructuras administrativas, siendo la cúspide de todas ellas la figura del emperador.

Los embajadores o representantes, quienes se encargaban de encabezar la diversa tipología de misiones diplomáticas existentes, protagonizando así la comunicación política interestatal tanto en el plano internacional como «nacional» desde y hacia la corte imperial, cuyos objetivos se encontraban perfectamente definidos, se encontraban, desde el prisma jurídico, constreñidos hacia el cumplimiento de la misma a través del concepto de munus. Éstos, rodeándose a su vez de diversos «asistentes», debían de cumplimentar toda una serie de requerimientos que implicaron la progresiva «profesionalización» del cuerpo diplomático romano durante el periodo abarcado, insertos a su vez en un contexto ceremonial altamente significativo y crecientemente complejo que pudo haber alcanzado su floruit durante el siglo VI.

Las negociaciones, normalmente iniciadas como respuesta a una demanda de su interlocutor, se desarrollaron en múltiples contextos y circunstancias, en los cuales constituyó un requerimiento esencial, en la mayor parte de los casos, su desplazamiento físico hasta el lugar en el que se hallaba o bien el centro de decisión del poder político con el que se pretendía negociar -normalmente el lugar de residencia del soberano- o bien hasta el que se habían desplazado sus representantes. Éstas, desde el plano teórico, se desarrollaron o bien desde un marco ideológico de superioridad romana a excepción de con la Persia sasánida, con quien existió, desde muy temprano, un paradigma negociador de igualdad y mutuo reconocimiento.

Los viajes y estancias en el extranjero se encontraban rodeados tanto de peligros como de potenciales oportunidades, circunstancias ambas previstas por el ordenamiento jurídico romano, que plasmó toda una serie de disposiciones en aras de garantizar, en la medida de lo posible, la celeridad, comodidad y seguridad no solo de sus diplomáticos en misión, sino también la de aquellos que rendían visita a la corte imperial.

Finalmente, hay que tener en cuenta que la diplomacia servía como canal de inteligencia y contrainteligencia no solo para el Imperio romano, sino para todos aquellos poderes que lo circundaban y tendían, de manera más o menos periódica, a interactuar diplomáticamente con Éste. Ello también tiene su reflejo en la legislación, que trató de establecer unos cauces que tratasen de maximizar su propio beneficio y minimizar el de sus oponentes; existiendo asimismo importantes implicaciones jurídicas para aquellos que se extralimitaban en dicho sentido. 

 

VI. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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[1] «The most basic instrument and vehicle in all forms of contact between powers, acting as the main representative of the authority involved in the diplomatic affair in question». Cfr. GILLETT 2003, p. 4.

[2] Principalmente referido a su conceptualización, por una parte, como mero periodo transicional caracterizado por un marcado declive del mundo romano clásico -visión más tradicional-; por otra, como un lapso con una importancia significativa en la secular evolución de la romanidad que, además de conferirle una personalidad propia, ostenta una importancia trascendental actualmente palpable en el presente histórico. La producción historiográfica al respecto es bastante prolífica, especialmente desde los primeros trabajos del historiador de origen irlandés Peter R.L. Brown en la década de los setenta del pasado siglo. Al respecto, e.g. vid. ID. 1971, passim; ID., 1978, passim; HERNÁNDEZ DE LA FUENTE 2011 (ed.), passim.

[3] Seguimos aquí la obra del Catedrático, Profesor y Maestro de romanistas D. Antonio Fernández de Buján y Fernández. Para más detalles acerca de la misma, e.g. vid. ID. 2017, passim; ID. 2022a, passim; ID. 2022b, passim.

[4] Especialmente desde la perspectiva del derecho privado. Sobre la misma, e.g. TORRENT RUIZ 2012, passim.

[5] Para más detalles acerca de la organización y reformas auspiciadas por el propio Diocleciano, e.g. LOMAS SALMONTE y LÓPEZ BARJA DE QUIROGA 2004, esp. 435-439.

[6] En relación con la importancia y significación de las soluciones jurídicas implementadas en época de Diocleciano, e.g. DÍAZ-BAUTISTA CREMADES y DÍAZ BAUTISTA (coord.) 2010, passim.

[7] También conocido como Edicto de Serdica (Sofía, Bulgaria) o Nicomedia (Izmit, Turquía), lugares ambos en los que presuntamente fue promulgado por vez primera el 30 de abril del mencionado 311.

[8] Vid. Lact., De Mort. Pers. 34-35.

[9] Nos referimos al conocido como Edicto de Milán, promulgado concretamente en febrero del citado 313. Para el mismo, vid. Lact., De Mort. Pers. 48. 

[10] Vid. CTh 16, 1, 2.

[11] En materia legislativa religiosa, e.g. vid. BUENO DELGADO 2015, passim.

[12] Nuevamente seguimos aquí la obra de D. Antonio Fernández de Buján. Vid. ID. 2022b, esp. pp. 88-89.

[13] Concretamente el 4 de septiembre. Para más detalles vid. Anon. Val. II, 8.

[14] Tales como Gayo, Papiniano, Paulo, Ulpiano o Modestino, quienes mediante la Ley de Citas de 426 (CTh 1, 4, 3) son reconocidos como aquellos con mayor auctoritas o prestigio para ser citados ante los tribunales de justicia. Acerca de los diversos jurisconsultos romanos, e.g. vid. DOMINGO OSLÉ 2004, passim.

[15] Vid. FERNÁNDEZ DE BUJÁN 2022b, esp. 104-106.

[16] Concretamente el 15 de febrero, pasando los dieciséis libros que lo componían a ostentar la categoría de Derecho vigente, que también alcanzarían en Occidente durante el año siguiente, el 1 de enero del 439, por iniciativa del emperador Valentiniano III (425-455) tras aprobación senatorial. Vid. CTh 1, 1, 5-6.

[17] Para una aproximación histórico-jurídica a dicha obra, e.g. vid. MATTHEWS 2000, passim.

[18] Para una visión global al respecto, e.g. vid. CAMERON et al. 2001, passim.

[19] Acerca de su reinado, e.g. vid. HAARER 2006, passim.

[20] Por lo que respecta a su periodo de gobierno en general, e.g. vid. VASILIEV 1950, passim -un clásico-; CROKE 2007, pp. 13-56 -más actual y para el papel desempeñado por su sobrino Justiniano, cuestión perennemente controvertida-. En relación con el fin del denominado Cisma Acaciano, ruptura momentánea entre las Iglesias de Constantinopla y Roma acaecida entre 484 y 519 como consecuencia de la deriva existente en Oriente en torno al apoyo doctrinal de lo establecido en el Concilio de Calcedonia (451), vid. CRISTINI 2019, pp. 367-386.

[21] La figura de Justiniano I, como todo personaje histórico de relevancia, ha atraído una destacadísima atención por parte de especialistas y, en consecuencia, suscitado una acorde cantidad de trabajos tanto acerca de los aspectos citados como de otros muchos. Como muestra, vid. EVANS 1996, passim; MEIER 2004, passim; MAAS 2005, passim.

[22] Quizás para contraponer ese Cuerpo de Derecho Civil con el denominado Corpus Iuris Canonici, esto es, el conjunto relativo al Derecho de la Iglesia. Acerca de la compilación justinianea, una vez más, vid. FERNÁNDEZ DE BUJÁN 2022b, esp. 107-111.

[23] Concretamente el 16 de diciembre del citado año, tal y como recoge la denominada Constitutio Tanta. Vid. Cod. 1, 17, 2.

[24] Que, tal y como recoge el propio proemio de la obra, datan igualmente del año 533, concretamente del 21 de noviembre. Vid. Inst., pr.

[25] Tal y como indica, en su propio proemio, la Constitutio denominada De emendatione Codicis Iustiniani et secunda eius editione. Vid. Cod., pr.

[26] Vid. CHRYSOS 1992, p. 32.

[27] Para más detalles, e.g., vid. GIVEN 2014, esp. 35-93.

[28] Concretamente entre el año 539 y ca. 565. Para su figura, vid. PLRE III-B, sub. Petrus (6), pp. 994-998. Por lo que respecta tanto a la magistratura como ámbito competencial del magister officiorum, e.g., vid. CLAUSS 1980, passim.

[29] En relación con las negociaciones y proceso de redacción de este, e.g., vid. FERNÁNDEZ DELGADO 2021a, passim.

[30] Acerca de dicha práctica, e.g., vid. NECHAEVA 2014, esp. 31-33.

[31] Se conocen pocos datos acerca de su biografía, si bien existen indicios suficientes para considerar su desempeño como protector deputatus durante el mandato de su protector; quien, según su propio testimonio (Fr. 26, 1), debía encargarse, entre otras cuestiones, de todo lo relacionado con el aprovisionamiento y logística de las comitivas diplomáticas imperiales encargadas de mantener negociaciones con Persia en la frontera.

[32] Para más información acerca de su obra, e.g., vid. TREADGOLD 2007, esp. 293-299.

[33] En lo relativo a la preservación de su trabajo, e.g., vid. BLOCKLEY 1985, esp. 3-4.

[34] Por lo que respecta a dicho debate historiográfico, e.g., vid. FERNÁNDEZ DELGADO 2021b, esp. 2-3.

[35] «…certain bases and patterns in the selection of persons to execute diplomatic missions can be distinguished». Cfr. ID. 2014, p. 117.

[36] «…there was neither any legal regulation to choosing an ambassador nor even any archetype of an ambassador». Cfr. ID. 2020, p. 33.  

[37] En lo relativo a dicho texto vid., e.g., LEE y SHEPARD 1991, passim; RANCE 2007, passim.

[38] Traducción personal adaptada del inglés. Cfr. DENNIS 1985, pp. 125-127.

[39] Vid. Syr. Mag., De Re Strat. 43.

[40] Vid. Syr. Mag., De Re Strat. 43.

[42] Vid. Dig. 50, 7, 5 (4), pr.

[43] Vid. Dig. 50, 7, 5 (4), 2.

[44] Vid. Dig. 50, 7, 5 (4), 1.

[45] Vid. Dig. 50, 7, 5 (4), 3.

[46] Vid. Dig. 50, 7, 11, pr.

[47] Vid. Dig. 50, 4, 3, 3.

[48] Vid. Dig. 50, 4, 3, 6: «Quamvis maior annis septuaginta et quinque liberorum incolumium pater sit ideoque a muneribus civilibus excusetur, filii tamen eius suo nomine competentia munera adgnoscere debent: ideo enim proprium praemium immunitatis propter filios patribus datum est, quod illi subibunt».

[49] Vid. Dig. 50, 4, 3, 10: «Decaprotos etiam minores annis viginti quinque fieri, non militantes tamen, pridem placuit, quia patrimonii magis onus videtur esse».

[50] Vid. ID. 2003, esp. 231-238.

[51] Al respecto, e.g., vid. FERNÁNDEZ DELGADO 2017, esp. 438-460, con referencias y bibliografía.

[52] Vid. Dig. 50, 7, 5 (4), 5.

[53] Situado en la costa de Asia Menor -actual Turquía-.

[54] Para la importancia y significación del denominado paradigma diplomático de superioridad romano, según el cual, a excepción de la Persia sasánida, el resto de los poderes políticos eran considerados meros «ἔθνη» o «γενη» y, con mayor o menor proximidad al emperador, se encontraban jerárquicamente organizados en torno al denominado concepto de familia principum, como muestra, vid. OBOLENSKY 1963, esp. 52-56; LOUNGHIS 1980, esp. 19-22; 266-271; KAZHDAN 1992, esp. 10-13.

[55] Para el denominado paradigma de igualdad y mutuo reconocimiento, e.g., vid. CANEPA 2009, esp. 122-153; NECHAEVA 2014, esp. 70-71; FERNÁNDEZ DELGADO 2018, passim.

[56] Para la importancia jurídica y rasgos principales de la familia en Roma, e.g., vid. FERNÁNDEZ DE BUJÁN 2017, esp. 235-274; ID. 2022b, esp. 171-181.

[57] Vid. Dig. 50, 7, 5 (4), 4: «legati vicarios dare non alios possunt nisi filios suos».

[58] Vid. Dig. 50, 7, 7; Dig. 50, 7, 8.

[59] Vid. Dig. 50, 7, 9, 1: «Imperatores Antoninus et Severus Augusti Germano Silvano. Legatione functis biennii vacatio conceditur: nec interest, utrum legatio in urbe an in provincia agentibus nobis mandata sit».

[60] Vid. Cod. 10, 65, 3: «Transmarina legatione apud nos perfunctos constitutum est biennii vacationem munerum civilium et honorum habere, non eos, qui de proximo obsequium rei publicae videntur exhibuisse».

[61] Vid. Dig. 50, 7, 14: «Vicarius alieni muneris voluntate sua datus ordine suo legationem suscipere non admissa biennii praescriptione cogetur».

[62] Vid. Dig. 50, 7, 17, pr.: «Eundem plures legationes suscipere prohibitum non est praeterea, si et sumptus et itineris compendium suadeat».

[63] «The emperor must be regarded as a principal figure in the sphere of diplomacy, decision-making and elaboration of the general strategy and political tasks of diplomacy». Cfr. NECHAEVA 2014, p. 23.

[64] «We have some arguments to speak, very prudently, about a certain degree of professionalism in the sphere and a kind of analogue to a diplomatic corps. Perhaps a corps had not yet been formed and officially established, but one was starting to exist in reality. There is evidence about dispatching one ambassador in missions to different peoples, but it seems significant that a trend to distribute them according to some geographical and political areas looks traceable». Cfr. ID. 2014, p. 129.

[65] Vid. Dig. 50, 7, 6 pr.: «Legato tempus prodest, ex quo legatus creatus est, non ex quo Romam venit».

[66] Vid. Dig. 50, 7, 9, 2:«…, qui legatione fungitur, neque alienis neque propriis negotiis se interponere debere. In qua causa non videri eum quoque contineri, qui cum amico suo praetore gratis consilium participat».

[67] Vid. Dig. 50, 7, 16: «Is, qui legatione fungitur, libellum sine permissu principis de aliis suis negotiis dare non potest».

[68] Vid. Dig. 50, 7, 17, 1: «Ante legationem susceptam si cui negotium moveatur, etiam absens defendi debet: suscepta legatione non nisi iniuncto munere fungatur».

[69] Vid. Dig. 50, 7, 11, pr.: «Legatus antequam officio legationis functus sit, in rem suam nihil agere potest, exceptis his quae ad iniuriam eius vel damnum parata sunt».

[70] Vid. Dig. 50, 7, 10: «Paulus respondit de eo damno, quod legationis tempore legatus passus est, posse eum etiam legationis tempore experiri».

[71] Vid. Dig. 50, 7, 12, 1: «Qui legationis officio fungitur, licet suum negotium curare non potest, magnus tamen antoninus permisit ei pupillae nomine et instruere et defendere causam, licet legationi, quam suscepit, nondum renuntiaverit, praecipue cum participem officii ipsius absentem esse dicebat». A pesar de ello, en el propio Digesto (26, 5, 21, 3) se desaconsejaba a los magistrados que nombrasen tutores o curadores a aquellos individuos que se encontraban en legación, dados los potenciales inconvenientes que su ausencia podía conllevar. 

[72] Vid. Dig. 50, 7, 13.

[73] Vid. Dig. 50, 7, 4: «Cum quaeritur, an in eum, qui in legatione sit, actio dari debeat, non tam interest, ubi quis aut crediderit aut dari stipulatus sit, quam illud, an id actum sit, ut legationis tempore solveretur».

[74] Vid. Dig. 5, 1, 8: «Si quis in legatione constituerit quod ante legationem debuerit, non cogi eum ibi iudicium pati ubi constituerit».

[75] Vid. Dig. 5, 1, 2, 3-4.

[76] Vid. Dig. 5, 1, 18, 1: «Si filius familias ex aliqua noxa, ex qua patri actio competit, velit experiri, ita demum permittimus ei agere, si non sit qui patris nomine agat. Nam et Iuliano placet, si filius familias legationis vel studiorum gratia aberit et vel furtum vel damnum iniuria passus sit: posse eum utili iudicio agere, ne dum pater exspectatur impunita sint maleficia, quia pater venturus non est vel dum venit, se subtrahit is qui noxam commisit. Unde ego semper probavi, ut, si res non ex maleficio veniat, sed ex contractu, debeat filius agere utili iudicio, forte depositum repetens vel mandati agens vel pecuniam quam credidit petens, si forte pater in provincia sit, ipse autem forte Romae vel studiorum causa vel alia iusta ex causa agat: ne, si ei non dederimus actionem, futurum sit, ut impune fraudem patiatur et egestate Romae laboret viaticulo suo non recepto, quod ad sumptum pater ei destinaverat. Et finge senatorem esse filium familias qui patrem habet in provincia, nonne augetur utilitas per dignitatem?».

[77] Vid. Dig. 5, 1, 25.

[78] Vid. Dig. 5, 1, 24, 1-2.

[79] Vid. Dig. 50, 4, 18, 12: «Legati quoque, qui ad sacrarium principis mittuntur, quia viaticum, quod legativum dicitur, interdum solent accipere, sed et nycostrategi et pistrinorum curatores personale munus ineunt». Por lo que respecta a dicha concepción, e.g. QUINTANA ORIVE 2017, esp. 7-9, n. 30 -con referencias al respecto-.

[80] Vid. Dig. 50, 16, 18: «"Munus" tribus modis dicitur: uno donum, et inde munera dici dari mittive: altero onus, quod cum remittatur, vacationem militiae munerisque praestat inde immunitatem appellari. Tertio officium, unde munera militaria et quosdam milites munificos vocari: igitur municipes dici, quod munera civilia capiant».

[81] Quizás el principal durante la totalidad de la Antigüedad Tardía sea la inviolabilidad del legado, denominada religio, la cual se encuentra basada en los pilares de la representación personal, la extraterritorialidad y la necesidad funcional. Esta se incardina como una de las principales garantías del diplomático en misión desde la óptica del Derecho Internacional, siendo ratificada y sancionada desde el punto de vista legislativo, especialmente en lo relativo a su esfera pública, entre otras compilaciones por la justinianea, particularmente en el ámbito del ius gentium. Como muestra, vid. Dig. 50, 7, 17 « …sancti habetur legati». Asimismo, vid. ROSS 1989, esp. 176-180; BEDERMAN 2001, esp. 88-115; FERNÁNDEZ DELGADO 2017, pp. 513-516.

[82] Vid. Dig. 50, 16, 239, 3: «"Munus publicum" est officium privati hominis, ex quo commodum ad singulos universosque cives remque eorum imperio magistratus extraordinarium pervenit». Para la traducción cfr. QUINTANA ORIVE 2017, p. 9.

[83] Vid. Dig. 50, 7, 5, 5: «… non alias compellendus est munere legationis fungi…».

[84] Vid. Dig. 50, 7, 1: «Legatus municipalis si deseruerit legationem, poena adficietur extraordinaria, motus ordine, ut plerumque solet».

[85] Vid. Dig. 50, 7, 2, 1: «Utrum quis deseruerit legationem an ex necessaria causa moram passus sit, ordini patriae suae probare debet».

[86] Vid. Dig. 50, 7, 2, 2: «Cessatio unius legati ei, qui munus ut oportet obiit, non nocet».

[87] Vid. Dig. 50, 7, 12, pr.: «Si absenti iniuncta est legatio eamque gratuitam suscepit, potest quis et per alium legationem mittere».

[88] Vid. Dig. 50, 7, 17, pr.: «Eundem plures legationes suscipere prohibitum non est praeterea, si et sumptus et itineris compendium suadeat».

[89] Vid. Cod. 10, 65, 2.

[90] Cfr. ID. 2014, esp. 131-141.

[91] Por lo que respecta a la etimología de ambos términos y su evolución en el mundo greco-romano, el primero de los cuales -legatus- era utilizado en época republicana y alto imperial para designar tanto a un oficial militar de rango senatorial que estaba al mando de una legión como a aquel individuo que o bien había sido nombrado por el Senado para desempeñar una misión diplomática bien había sido remitido a Roma con un propósito similar, mientras que el segundo -presbés- aludía a la mayor edad entre los miembros de la comunidad, e.g., vid. BEDERMAN 2001, esp. 96; GILLETT 2003, esp. 4; TORREGARAY 2009, esp. 128-130.

[92] En relación con el mismo, e.g. GARCÍA RIAZA 2009, esp. 58.

[93] Vid. Dig. 50, 7, 5, 6: «Praecipitur autem edicto divi Vespasiani omnibus civitatibus, ne plures quam ternos legatos mittant».

[94] Cfr. ID. 1992, pp. 155-156.

[95] Por lo que respecta al desarrollo histórico de la figura del intérprete en el mundo romano, e.g., vid. PERETZ 2006, passim.

[96] Vid. NECHAEVA 2014, p. 133.

[97] Vid. 11, 52.

[98] Vid. Fr. 11, 1.

[99] Al respecto, vid. CLAUSS 1980, esp. 19; BLOCKLEY 1992, esp. 251, n. 23; NECHAEVA 2014, esp. 133.

[100] Vid. NECHAEVA 2014, p. 135.

[101] Para más información al respecto, e.g., vid. PAOLI-LAFAYE 2009, pp. 125-141.

[102] Vid. BLOCKLEY 1992, p. 156; 252, n. 32; NECHAEVA 2014, p. 136.

[103] Mientras que allende las fronteras imperiales los correos debían ingeniárselas para transportar los mensajes al menos hasta el limes.

[104] Al respecto, e.g., vid. CLAUSS 1980, esp. 64-67; NECHAEVA 2014, esp. 26-27.

[105] Vid. NECHAEVA 2014, p. 139.

[106] Variables que propone como principales. Vid. ID. 2002, p. 5.

[107] La cifra exacta del recuento es de ciento noventa y ocho, caracterizados por su muy diverso tipo y condición, incluyéndose aquellos enviados por iniciativa romana como las recepcionadas por diversos agentes diplomáticos imperiales. Para más detalles en lo relativo a todas las cuestiones del presente epígrafe, vid. FERNÁNDEZ DELGADO 2017, pp. 482-532.

[108] Al respecto, e.g., vid. BECKER 2013, esp. 34-99 -para un estudio reciente in extenso-.

[109] Vid. CHRYSOS 1992, p. 32.

[110] Especialmente referida tanto al contexto particular romano-sasánida como a los diversos reinos germánicos del Occidente post-romano. Para más detalles, e.g., vid. CHRYSOS 1992, p. 32; NECHAEVA 2014, esp. 102-105.

[111] Vid. NECHAEVA 2014, esp. 141-142.

[112] En relación con el mismo, especialmente desde una perspectiva histórico-jurídica, e.g., vid. MALAVÉ OSUNA 2011, passim; ESCUTIA ROMERO 2017, passim; ID. 2021, passim.

[113] Cfr. ID. 2017, p. 47.

[114] Vid. CTh 8, 5, 12; 38, 40; Cod. 12, 50, 8-9.

[115] Vid. Cod. 12, 22(23), 2, 3; 12, 50 (51), 9.

[116] Vid. CTh. 8, 5, 4, 1.

[117] Vid. CTh. 8, 5, 57; Cod. 12, 50 (51), 16

[118] Por lo que su compraventa, tanto en el caso particular del emptor como del ventitor, estaba penada con la pena capital. Vid. ESCUTIA ROMERO 2017, p. 55; ID. 2021, p. 200.

[119] Cfr. VALLEJO GIRVÉS 2008, p. 183.

[120] Vid. NECHAEVA 2014, p. 146, esp. n. 203; 148.

[121] Vid. Fr. 9, 3.

[122] Vid. ESCUTIA ROMERO 2021, pp. 192-193, esp. n. 51.

[123] Cfr. ID. 1986, esp. 445-451.

[124] Vid. Const. Porph., De Caer. I, 89.

[125] Vid. NECHAEVA 2014, esp. 145, n. 202.

[126] Vid. CTh. 8, 6, 2.

[127] Vid. NECHAEVA 2014, p. 147.

[128] Vid. Fr. 6, 1.

[129] Vid. BLOCKLEY 1985, p. 256, esp. n. 53.

[130] Vid. Cod. 4, 41, 1.

[131] Vid. Cod. 4, 41, 2.

[132] Cfr. LUTTWAK 2009, esp. 101-102.

[133] Para más detalles, vid. FERNÁNDEZ DELGADO 2017, esp. 492-494.

[134] En general, acerca de la navegación en la Antigüedad Tardía, e.g., vid. MCCORMICK 2005, esp. 110-120.

[135] Vid. Const. Porph., De Caer. I, 89.

[136] Sobre los muy diversos peligros que podían acechar a los legados durante sus viajes, e.g., vid. NECHAEVA 2014, esp. 149.

[137] Al respecto, e.g., vid. FERNÁNDEZ DELGADO 2017, esp. 513-516, con notas y bibliografía.  

[138] Vid. Fr. 6, 1.

[139] «The overall duration of ambassador’s absences cannot translate directly into travel time, since negotiations, unexpected absences of principals, the seasons, and the complexity of early medieval decision-making could all stretch the time involved». Cfr. ID. 2002, p. 470.

[140] Entidad política situada en el noreste de África, que comprendería en estos momentos, aproximadamente, el norte de la actual Etiopía, la mayor parte de Eritrea, áreas fronterizas de Sudán así como parte de la costa occidental de la península arábiga.

[141] Reino localizado en el extremo suroccidental de la península arábiga, correspondiente, grosso modo, al Yemen actual.

[142] Vid. CTh 12, 12, 2: «Nullus ad gentem axumitarum et homeritarum ire praeceptus ultra annui temporis spatia debet Alexandriae de cetero demorari nec post annum percipere alimonias annonarias». 

[143] Vid. Men. Prot., Fr. 6, 1.

[144] Para más detalles, e.g., vid. GILLETT 2003, esp. 242-243; MCCORMICK 2005, esp. 470-474; NECHAEVA 2014, esp. 150; FERNÁNDEZ DELGADO 2017, esp. 500-503.

[145] Vid. Proc., BG I, 7, 18.

[146] Traducción personal adaptada del inglés. Cfr. DENNIS 1985, pp. 125-127.

[147] Vid. Cod. 4, 64, 4, 3: «Exceptis videlicet his, qui legatorum persarum quolibet tempore ad nostram clementiam mittendorum iter comitati merces duxerint commutandas, quibus humanitatis et legationis intuitu extra praefinita etiam loca mercandi copiam non negamus, nisi sub specie legationis diutius in qualibet provincia residentes nec legati reditum ad propria comitentur. Hos enim mercaturae insistentes non immerito una cum his, cum quibus contraxerint, cum resederint, poena huius sanctionis persequetur».

[148] Vid. NECHAEVA 2014, p. 152.

[149] Traducción personal adaptada del inglés. Cfr. DARKE 1960, pp. 98-99.

[150] Vid. DAI, pr.

[151] Vid. NECHAEVA 2014, p. 152, n. 233.

[152] Vid. LEE 1993, esp. 166-170; NECHAEVA 2007, pp. 149-161; ID. 2014, pp. 152-153.

[153] Vid. NECHAEVA 2014, p. 32.

[154] Para más detalles al respecto, e.g., vid. LEE 1993, esp. 170-182; NECHAEVA 2014, esp. 155-160.

 

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