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De geógrafos a espías, la información como elemento clave para la expansión romana.
El Bellum Gallicum como ejemplo.

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De geógrafos a espías, la información como elemento clave para la expansión romana.
El Bellum Gallicum como ejemplo.

DENIS ÁLVAREZ PÉREZ-SOSTOA
(Antzinaroaren Historiako irakaslea UPV/EHUn)

En primer lugar y como es de rigor en estos casos, quisiera dar las gracias a D. Javier Mina y al Centro Koldo Mitxelena por su amable invitación a intervenir en las XXX Jornadas sobre la Antigüedad, que este año tienen como eje principal la Información en el Mundo Antiguo.

 

1. Introducción: la información.

El término información es un término polisémico, que cuenta con toda una serie de acepciones en el diccionario de la RAE[1], aunque la mayoría está en directa relación a la idea del saber o del conocimiento. La primera de las entradas del diccionario indica, de forma genérica, que información es la

1. Acción y efecto de informar.

No obstante, en acepciones posteriores, especialmente en la 5ª y en la 6ª, hallamos un sentido que se acerca más al título de esta conferencia y a la línea del ciclo de este año. Así, se indica que información sería la

5. Comunicación o adquisición de conocimientos que permiten ampliar o precisar los que se poseen sobre una materia determinada.

6. Conocimientos comunicados o adquiridos mediante una información.

Es evidente, que sin concretar en exceso, estas dos últimas entradas inciden en el aspecto más relevante, la obtención de datos, noticias o novedades, es decir, la recopilación de información en todas sus posibles vertientes para ser posteriormente utilizada dependiendo de las circunstancias particulares de cada caso. Precisamente, mediante la adquisición de más conocimientos se obtiene una imagen más completa y fiable de una materia, sin desdeñar, por supuesto, los errores humanos tanto intencionados como involuntarios. Es por ello que la cuestión principal que atañe a esta comunicación, el uso de la información como elemento indispensable en la expansión romana, se adecúa perfectamente a estas dos últimas acepciones, puesto que la información en todos los niveles imaginables fue uno de los elementos cruciales sobre los que se basó el auge de Roma y el control efectivo sobre un vasto y diverso territorio.

Para ese fin, indudablemente, era necesario contar con un sistema que permitiera recabar información de forma más o menos sistemática y que además pudiera ser verificada con la mayor celeridad posible para que su uso fuera inmediato. En un proceso de expansión, principalmente en escenarios bélicos o de traslado de las legiones de una ubicación a otra, este fenómeno era si cabe más relevante, mientras que para la información relacionada con asuntos menos acuciantes no existía la misma urgencia. Es decir, debía establecerse un filtro previo a fin de prestar mayor atención a lo que era útil en el corto plazo y lo que podía ser tratado sin tanta premura.

 A grandes rasgos, la recopilación de información en el mundo romano podría dividirse en dos líneas principales. Por una parte, se debería prestar atención a la búsqueda y a la posterior gestión de la información con fines militares, es decir, todos aquellos datos que a lo largo de las campañas en territorio hostil eran susceptibles de ser tenidos en consideración a fin de facilitar el avance de las legiones y ejercer el control efectivo sobre un enemigo o un nuevo territorio conquistado. Este tipo de información se centraba en la necesidad de conocer el terreno, las posibilidades de encontrar forraje para los animales de carga y alimento para los soldados, la existencia de accidentes geográficos que pudieran dificultar el avance, la ubicación de del enemigo y, en definitiva, de todos aquellos detalles que pudieran alterar o facilitar la campaña militar.

Conforme las legiones fueron alejándose más del centro que representaba la capital, esta infraestructura fue ganando peso hasta acabar formando un apéndice de los ejércitos, que junto a ingenieros o cartógrafos pasaron a contar con un grupo soldados que además de sus labores habituales, ejercieron puntualmente de exploradores o espías. Sin embargo, estas actividades respondían a unas necesidades puntuales, a un momento concreto, puesto que los generales o, incluso más tarde, los gobernadores provinciales permanecían en el cargo un año, por lo que la creación de una oficina de información estable no era posible[2].

Por otra parte, y de forma paralela, se fue formando un cuerpo de inteligencia interno que adquirió mayor relevancia una vez que los límites del imperio quedaron definidos de forma más o menos estable y cuando las necesidades militares pasaron a desempeñar principalmente labores de control en el limes romano. En consecuencia, sin despreciar la necesidad continua de mantener a las legiones o, al menos, a sus comandantes al tanto de las novedades de su entorno, el espionaje político fue adquiriendo mayor importancia que el militar.

Evidentemente, la historiografía contemporánea ha estudiado estas dos vertientes y, a día de hoy, las dos principales obras de referencia siguen siendo las publicaciones de Austin y Rankov y la de la norteamericana Rose Mary Sheldon. El primer trabajo fue publicado en 1995 bajo el título de Exploratio. Military and Political Intelligence in the Roman World from the Second Punic War to the Battle of Adrianople, por lo que abarcaba un amplio arco cronológico de seis siglos, desde el 218 a.C. hasta el 378 d.C., aunque la mayor parte del volumen se centraba en el período imperial. Una década más tarde, Sheldon publicó Intelligence Activities in Ancient Rome. Trust in the Gods, but Verify, que si bien no tiene edición en castellano, la versión francesa titulada Renseignement et espionage dans la Rome antique ofrece pocas dudas acerca del contenido del volumen. En este segundo caso, la autora sí que ofreció un balance equilibrado entre República e Imperio, con un amplio acercamiento al período de expansión romana. Ambas obras, tienen como hilo principal la adscripción de los servicios de inteligencia al ejército y la forma en la que los generales hacían acopio de la información que les permitía avanzar en sus campañas. Como añadido, cuentan con un análisis interesante sobre las diversas fuentes que pudieron proporcionar algún tipo de información a los romanos.

A diferencia de otros muchos aspectos de la antigüedad greco-latina, donde la arqueología, la numismática o la epigrafía tienen mayor cabida y aportan información sustancial para los historiadores contemporáneos, en este caso en concreto son las fuentes literarias las que aportan la práctica totalidad de los datos relativos a la transmisión y adquisición de información en la antigua Roma. Y precisamente estas fuentes literarias son las que han servido de base tanto a los dos volúmenes recién citados como al resto de publicaciones centradas en el estudio de la información en el mundo romano.

 

 

2. Los límites del mundo (des)conocido en la antigüedad.

Es de sobra conocida la expresión coloquial que indica que el ser humano es curioso por naturaleza. Es decir, el deseo por saber es un motor que nos impulsa a la hora de emprender la búsqueda de aquello que intuimos, de ampliar el territorio que nos es familiar y de llevar, en definitiva, los límites conocidos siempre más allá. Esta máxima se podría ajustar, evidentemente, a cualquier período histórico, pero en el marco de la expansión romana supuso, principalmente, la integración del Mediterráneo occidental en la esfera de la civilización greco-latina a partir del inicio de las hostilidades con los cartagineses en el siglo III a.C. En parte del oriente mediterráneo, en cambio, Roma encontró una base sólida articulada en torno a las ciudades de tradición helena, especialmente en Grecia, Asia Menor y Egipto. Por este motivo, no se trató de una realidad totalmente desconocida o ajena, aunque la necesidad de contar con un servicio de inteligencia o información acorde a las necesidades de cada momento siempre estuvo presente. En los momentos de máxima expansión del Imperio, cuando la frontera oriental se extendió prácticamente hasta Mesopotamia y, por tanto, lejos del influjo de las antiguas poleis griegas, Roma se encontró ante una situación similar a la occidental.

Como hemos indicado, Roma fue extendiendo los confines de su dominio de forma paulatina pero ininterrumpida hasta alcanzar su cénit a inicios del siglo II d.C. bajo la dinastía de los Antoninos. En aquel momento la República no era más que un vago recuerdo en el seno de una sociedad que se había impuesto a todos los enemigos a los que se había enfrentado desde el año 264 a.C., cuando tuvo lugar el inicio de la I  Guerra Púnica. El uso de la fuerza junto con el desempeño de la práctica diplomática fueron las bases iniciales que facilitaron la incorporación del cada vez más amplio territorio sobre el que Roma ejercía su superioridad. Posteriormente, la hábil gestión del ager publicus conquistado, basado en el urbanismo y en la creación de un entramado de ciudades articulado en provincias, estableció un orden en el que la península itálica y la capital Roma vertebraron el Imperio al funcionar como sus ejes centrales. Roma abarcaba la práctica totalidad del mundo conocido, con unos límites naturales bien definidos y que, en teoría, suponían una barrera relativamente cómoda, definida al norte por el Muro de Adriano en Britania y el Rin y el Danubio en el continente, por el desierto del Sahara al sur, el Océano Atlántico en el Oeste y el desierto de Arabia y el reino Parto en el Este.

Este progreso, sin embargo, tuvo unos inicios lentos, principalmente por el desconocimiento general que se tenía tanto de las regiones que se iban conociendo como de los pueblos que las habitaban. La recopilación previa a cualquier campaña fuera del territorio propio debía contar, por tanto, con un trabajo previo en el que más allá de los meros servicios de información entraban además en acción geógrafos, etnógrafos, cartógrafos e incluso ingenieros militares, gracias a los cuales se podía tener una idea aproximada de lo que se podrían encontrar los romanos tras la siguiente colina. Estos mismos geógrafos y cartógrafos contribuyeron paulatinamente a la ampliación del mundo conocido por Roma. Dicho de otra forma, podríamos preguntarnos cómo veían los propios romanos el mundo desde su propia perspectiva.

Por desgracia, no son muchas las referencias relativas a la existencia de mapas en el mundo romano. Probablemente, la mención más antigua se remonte al año 174 a.C. Según Tito Livio, como recordatorio de la victoria del cónsul Tiberio Sempronio Graco en Cerdeña, se puso una placa en el templo de Mater Matuta, cerca del Foro Boario, dedicada a Júpiter. Según el historiador romano, «tenía la forma de la isla de Cerdeña, y en ella estaba dibujada la representación de las batallas»[3].

Cabe recordar, no obstante, que la tradición cartográfica venía de lejos, no en vano el geógrafo Estrabón decía al inicio de su primer libro que «los primeros que se animaron a entrar en contacto con ella [la geografía] fueron filósofos: Homero, Anaximandro el Milesio y Hecateo [de Mileto]»[4]. Es precisamente a este último a quien se atribuye la concepción del primer mapamundi. Tomando como base los escritos de los autores clásicos, los investigadores contemporáneos han tratado de reproducir toda una serie de representaciones del mundo tal y como lo concibieron aquellos en su momento. Es así que al mapa de Hecateo le sucedió la visión basada en los relatos del historiador Heródoto, en el siglo V a.C.

En Roma, hubo que esperar al período augusteo para hallar los primeros intentos por definir el orbe en su totalidad. La remodelación de la ciudad, la necesidad de crear una nueva Roma en la que tuviera justificación y cabida un cambio de régimen bajo el gobierno del princeps, incluyó también la confección de un mapa destinado a ser expuesto en el Campo de Marte, visible para los habitantes de la urbe, y que pretendía convertir a la ciudad de Roma en el centro del mundo conocido. El propio Augusto encargó la tarea a su yerno Agripa quien, además, dejó por escrito una obra titulada Corografia en la que describía el mundo conocido que se representaba en dicho mapa[5]. A la misma época pertenece el tratado De Architectura de Vitruvio, en el que entre otras cuestiones recordaba la existencia de mapas en los que se consignaba la ubicación de los principales ríos del mundo conocido[6]. Otro de los mapas basados en la obra de un escritor clásico es del africano Pomponio Mela, que escribió una obra titulada De Chorographia en la que se describían los lugares del mundo conocido a inicios del siglo I a.C.

Sin embargo, el geógrafo más célebre de época romana fue el griego Estrabón, contemporáneo de Augusto, que en los 17 libros de su Geografía ofreció una descripción detallada del mundo conocido. Muchos de los datos fueron recabados de primera mano, puesto que fue un gran viajero, aunque para otras partes del libro tuvo que contar con otra serie de fuentes con las que completar la información. El mundo que se deriva de la obra de Estrabón también fue plasmado a guisa de mapa, demostrando que la precisión de algunos detalles chocaban con la imprecisión manifestada para otros. Por ejemplo, es sabido que nunca estuvo en la Península Ibérica, a la que dedicó todo el tercer libro, y que probablemente se basó en la obra de otro geógrafo, en la de Posidonio de Apamea, fuente principal también para el libro IV dedicado a la Galia[7]. No obstante, no se pueden descartar la consulta o el acceso a otras fuentes, especialmente al trato con soldados, veteranos de las campañas de Pompeyo durante las guerras sertorianas o incluso soldados que pudieran haber participado en la guerra de las Galias. Aunque la referencia no es del todo detallada, conviene recordar que Publio Licinio Craso, hijo del triunviro y legado de César en las Galias, sometió la región de Aquitania durante la campaña del año 56 a.C., y en la narración de César se ofrece el nombre de algunos de los pueblos de esta región que limita con la península ibérica. Además, el relato de proporciona algunos apuntes que se remontan a las mencionadas guerras sertorianas ocurridas en Hispania 25 años antes[8].

Ambos territorios, Iberia y la Galia, quedaban en el extremo occidental del mundo conocido. Roma había iniciado el proceso de conquista de la península tras la II Guerra Púnica y no sería precisamente hasta la época de Augusto, con el sometimiento de la franja septentrional, que acabaría por controlar todo el territorio. Las primeras incursiones hacia nuestro entorno se produjeron  a través de la cuenca del Ebro durante las campañas de Tiberio Sempronio Graco en el primer tercio del siglo II a.C. y, posteriormente, durante la fase final de las guerras sertorianas el general Pompeyo el Grande fundaría Pompelo/Pompaelo[9].

La Galia, en cambio, pasó a dominio romano tras las campañas de Julio César a mediados del siglo I a.C. En ambos casos, al igual que sucedía en los confines del imperio, las descripciones de los geógrafos, y Estrabón no es una excepción, ofrecen toda una serie de estereotipos típicos mediante los cuales establecen una nítida línea divisoria entre lo civilizado, es decir, lo romano, y aquello que no lo era. Evidentemente, estos aspectos hasta cierto punto despectivos, fueron desapareciendo paulatinamente conforme Roma fue extendiendo su dominio para ser trasladados a los nuevos límites del Imperio.

Precisamente, si prestamos atención a nuestro entorno, es a Estrabón a quien debemos la caracterización de los pueblos del norte de la península en el célebre pasaje del libro III: 

Todos los montañeses son austeros, beben normalmente agua, duermen en el suelo y dejan que el cabello les llegue muy abajo … durante dos tercios del año, se alimentan de bellotas de encina … Conocen también la cerveza. El vino lo beben en raras ocasiones. … Este, como he expuesto, es el género de vida de los montañeses, y me refiero a los que jalonan el norte de Iberia: calaicos, astures y cántabros hasta llegar a los vascones y el Pirene[10].

            Como se ha indicado, se trata de un tipo de construcción literaria frecuente entre los geógrafos que describen aquellas tierras que les son extrañas o que quedan lejos desde la perspectiva romano-céntrica y que carecen en muchos casos de rigor histórico. Pero, no es una cuestión limitada a la visión de los geógrafos de época romana, sino que se encuentra ampliamente extendida en la antigüedad como lo atestigua, por ejemplo, la descripción que Tucídides hacía de los etolios, en contexto cronológico y geográfico completamente diferentes:

Los etolios eran, en efecto, un pueblo grande y belicoso, pero, al habitar en aldeas sin fortificar, muy alejadas además unas de otras, y utilizar un armamento ligero, … hablan una lengua muy difícil de entender y comen, según se dice, carne cruda[11].

Todos estos patrones se fueron difuminando conforme avanzó el control territorial romano. Los definidos como bárbaros se fueron integrando en la esfera romana y en apenas unas generaciones poco quedaba de los antaño belicosos y salvajes pueblos que habitaron los confines del Imperio. Desde inicios del siglo II d.C., estos estereotipos se seguirían reproduciendo pero en otras zonas geográficas, como el norte del muro de Adriano, o en el limes germánico.

Por otra parte, hay un valor añadido a tener en cuenta en el ámbito romano y por oposición a sus predecesores griegos. Lo que se evidencia del análisis de las fuentes literarias es que a diferencia de los geógrafos griegos, generalmente más interesados en la mera descripción del orbe, los romanos hicieron un uso más práctico de la cartografía, prestando especial atención al uso militar y, posteriormente, administrativo, que los mapas podían aportar.

 

 

3. ¿Cómo obtenían información los romanos?.

Tal y como acabamos de señalar, la actividad de los cartógrafos y geógrafos fue indispensable a la hora de extender el dominio de Roma. La necesidad de plasmar de forma gráfica o escrita tanto los territorios conocidos como aquellos que se iban incorporando al control ejercido por los romanos fue un estímulo importante para dicha actividad. Así lo  plasmó también Estrabón en otro de los pasajes del primer libro de su Geografía, al indicar que

… es evidente que la geografía está toda ella orientada hacia las acciones propias del gobierno … pues como mejor podrían manejar cada país es sabiendo de qué extensión es el territorio, y a qué distancia se encuentra de otros lugares, y qué características diferenciales tiene tanto en su clima como en sí mismo[12].

            Para ello, cartógrafos, geógrafos y, por supuesto, los ingenieros militares y los comandantes de los ejércitos debían contar con fuentes de información lo más fiables posibles. Para el ejército era una cuestión incluso de vida o muerte, puesto que la correcta ubicación de los accidentes geográficos, la disposición de las tropas enemigas, la ubicación de las ciudades o cuestiones más sencillas como los lugares donde había una fuente de agua dulce o el vado más adecuado para atravesar un río sin la necesidad de tener que recurrir a la construcción de infraestructuras más estables podría decantar el resultado de una campaña.

            Austin y Rankov dedicaron un capítulo al análisis de las fuentes de información romanas diferenciando, considero que acertadamente, entre las fuentes romanas y las no romanas[13]. Dicho de otro modo, los recursos propios con los que contaban los ejércitos y aquellos de los que echaban mano cuando la situación lo requería.

            Los servicios de inteligencia romanos básicamente se articulaban en base a dos  tipos de unidades, los exploradores y los espías. Aunque a priori las características de unos y otros son bien diferenciables, en algunos casos, los textos clásicos tienden a unificar bajo una misma denominación a los dos grupos. Mientras los exploradores ejercían de avanzadilla, a fin de reconocer el terreno y preparar el camino para la llegada del ejército, los espías tenían una labor más oscura y arriesgada, puesto que debían acercarse lo más posible al enemigo y tratar de recabar información de primera mano con el peligro que ello conllevaba para sus propias personas.

            Con el término exploratores, kataskopoi en griego, se denominaba al destacamento enviado como patrulla de reconocimiento. Con cierta frecuencia estaba compuesta por un grupo de jinetes que precedían en varios kilómetros al ejército en marcha y que gracias a las cabalgaduras podían regresar con presteza para ofrecer su informe. No se trataba de únicamente de una actividad que se ejercía en vanguardia, dado que era habitual enviar pequeños escuadrones para que supervisaran también los flancos y la retaguardia. Los testimonios son muchos y variados, pero sirva de ejemplo, el relato del historiador Tito Livio cuando evoca la captura del hijo de Escipión Africano por el rey Antíoco de Siria. Al parecer, siguiendo las órdenes de su padre, el joven romano estaba ejerciendo labores de avanzadilla junto a un escuadrón de caballería cuando cayó en manos de los hombres de Antíoco:

            según otros, después del desembarco en Asia fue enviado en misión de reconocimiento (missum exploratum) del campamento real con un escuadrón de fregelanos (cum turma Fregellana), y al tratar de replegarse cuando cargó sobre él la caballería, en la refriega que siguió se cayó del caballo, fue atrapado con dos de sus jinetes, y así fue conducido a presencia del rey[14].

            Tan importante como la información era la recolección de trigo. Estas labores se efectuaban siguiendo un patrón similar al de los exploratores, de modo que pequeños grupos de forrajeadores llamados frumentarii, generalmente protegidos por algunos jinetes, se alejaban del núcleo principal del ejército en busca de pastos para hacer acopio del trigo necesario para el ejército. Sin ser designados en primera instancia como exploradores, los frumentarii fueron adquiriendo con el tiempo atribuciones similares, al compatibilizar la recolecta de grano con la de información. Esta función se mantuvo principalmente durante el período republicano, pero ya bien avanzado el Imperio los frumentarii pasaron a contar con un cuerpo especializado en Roma en el que además eran utilizados como correos y espías, aunque esta última adscripción sea una cuestión todavía  a debate hoy en día[15].

            La otra fuente principal de información eran los espías, que recibían el nombre de speculatores. Dado que debían actuar bajo una falsa apariencia se estima que en cantidad debían ser sustancialmente inferiores al grupo de exploratores. Su función, además, parece no haber variado demasiado a lo largo del tiempo, puesto que siguieron actuando como tales incluso en época tardía[16]. Tanto unos como otros corrían el riesgo de ser capturados, pero las penas a las que se exponían no eran las mismas. Un explorador no se había valido de subterfugios, mientras que un espía se había infiltrado entre las líneas enemigas y, por tanto, caso de ser capturado se enfrentaba a una más que posible ejecución. Precisamente, cuando se conmutaba dicha pena las fuentes clásicas mostraban su asombro y ofrecían con todo lujo de detalles los episodios anecdóticos en los que se actuaba en contra de los esperable. Probablemente, uno de los incidentes más conocido se produjo en vísperas de la decisiva batalla de Zama en el año 202 a.C. entre Aníbal y Escipión. El historiador Polibio, que es quien primero relato el hecho, indicó que Aníbal envío a tres espías al campamento de Escipión para obtener información relativa al ejército romano. Sin embargo, aquellos fueron identificados y capturados. Escipión, en contra de lo esperable, ordenó que se les mostrara el campamento para que tomaran buena nota de todo cuanto quisieran y que, posteriormente, fueran liberados y devueltos al general cartaginés:

Desde allí envió a tres espías [treîs kataskópous], pues pretendía averiguar dónde había acampado Escipión y cómo había dispuesto el campamento. Pero estos hombres fueron capturados y conducidos a la presencia del general romano. Escipión distó tanto de torturar a los prisioneros, lo cual es la costumbre de los otros generales, que hizo todo lo contrario: puso a su servicio un oficial y le mandó que, sin engaño, les enseñara todo el campamento. Esto se llevó a cabo y, entonces, Escipión preguntó a aquellos hombres si el oficial encargado había puesto interés en mostrárselo todo. Ante su respuesta afirmativa, les dio un viático y una escolta y los envió con el ruego de que explicaran con detalle a Aníbal cómo habían sido tratados. Tras el regreso de los espías, Aníbal se maravilló de la magnanimidad y de la audacia de Escipión, y no sé cómo entró en él la comezón y el afán de entablar tratos con aquel hombre[17].

            Evidentemente nos encontramos ante un episodio destinado a realzar la figura del general romano, incidiendo en su magnanimidad y hasta cierto punto despreciando las posibilidades del enemigo, pero que en el fondo es un testimonio válido a la hora de poder comprender los mecanismos de adquisición de información de los ejércitos del mundo antiguo.

            Frente a los exploratores y speculatores, los textos clásicos presentan toda una serie de posibilidades por las que se podría obtener información. A grandes rasgos se podrían distinguir cuatro grandes grupos:

 

a) Prisioneros de guerra y rehenes.

El primero lo conforman los prisioneros de guerra (captivi y aichmálotoi) y los rehenes (obsides u hómeroi), fuentes de información de primera mano aunque con ligeras diferencias. Los prisioneros eran en gran medida soldados enemigos que habían caído en manos de Roma y que podían ser interrogados a fin de obtener información valiosa, generalmente en relación a la disposición de las tropas enemigas. Curiosamente, no es frecuente la mención al uso de la violencia como método de obtención de información, si bien era lo esperable en aquellas circunstancias[18].

La validez de sus conocimientos es puesta de relieve por los autores greco-latinos con cierta frecuencia, aunque en ocasiones añaden que esta fue posteriormente confirmada gracias a los exploradores propios o por el simple devenir de los hechos. El caso de los rehenes es diferente, puesto que normalmente eran entregados como consecuencia de un acuerdo entre dos partes y, evidentemente, dado su valor diplomático no eran torturados, si bien podían aportar información equiparable a la ofrecida por los prisioneros.

 

b) Aliados.

En clara relación con los rehenes, otra posible fuente de información era la que aportaban los aliados. En el transcurso de la expansión romana, los generales no dudaron en tratar de establecer alianzas con los pueblos locales, en muchos casos como una medida calculada para dividir la oposición que podrían encontrarse, favoreciendo así a parte de los potenciales enemigos en detrimento de los otros. Estos aliados, impulsados por su propio interés, ofrecían informes de relevancia por ser los principales conocedores del territorio en el que se movían los ejércitos.

 

c) Habitantes locales.

            Sin ser aliados, los vecinos y lugareños que los ejércitos se encontraban en el transcurso de la marcha eran también una fuente fiable con la que poder contar. Los testimonios son numerosos y generalmente apuntan a breves indicaciones con las que facilitar el avance de los soldados[19].

 

d) Desertores.

Finalmente, también se podían valer de la información proporcionada por desertores, tránsfugas (transfugae o perfugae) o incluso esclavos fugitivos. Todos ellos creían obtener así algún beneficio propio y, en consecuencia, trataban de aportar la mejor información posible[20].

           

Los ejemplos precedentes se enmarcan en el proceso de expansión de Roma, pero situaciones similares se dieron también durante las guerras civiles. Por ejemplo, tras el inicio del conflicto entre César y Pompeyo, durante el asedio de Brindisi, los vecinos de la ciudad abandonados por Pompeyo, que había partido dejando a una guarnición como retén, no dudaron en informar a César de las condiciones de defensa con las que contaban para poder facilitar el asalto[21].

            Un caso excepcional lo representa las conversaciones que los soldados de ambos bandos mantuvieron en el escenario hispano de las guerras civiles. Según relataba César, los campamentos romanos se encontraban ubicados en las cercanías del Ebro, uno frente al otro, y en un momento de relativa calma los soldados se acercaron de forma espontanea a conferenciar entre ellos. Se debe tener en cuenta que se trataba de soldados romanos, que por azar o por convicción estaban alistados en el bando de César o en el de Pompeyo, pero que no dejaban de ser conciudadanos y, en algunos casos conocidos.

A su marcha [de Afranio y Petreyo], aprovechan los soldados la posibilidad de hablar libremente (milites colloquiorum facultatem vulgo procedunt), salen en masa y cada uno busca y llama al conocido o paisano que se encontraba en el campamento de César[22].

            Si se acepta la versión de César, él mismo favoreció la continuación de dichas conversaciones mientras que Afranio y Petreyo, los legados de Pompeyo, se apresuraron a poner fin al parlamento y trataron de castigar a sus principales promotores. Estas conversaciones informales, proporcionaban todo tipo de detalles relativos al estado de ánimo de los soldados o las condiciones de los campamentos, pero cuando se encontraban dos conocidos la información también pasaba a la esfera personal o familiar.

 

 

4. Quibus rebus cognitis: un caso particular, el Bellum Gallicum de César.

Un escenario similar al comentado en el apartado anterior se podría trasladar al Bellum Gallicum, el relato que Julio César hizo de primero mano para transmitir la conquista de las Galias. El contexto en el que se produjo esta guerra se enmarcó en unas circunstancias en las que el noble romano, recién acabado su año de mandato en calidad de cónsul, se veía en la necesidad imperiosa de obtener el gobierno de una provincia y tratar de aliviar sus deudas durante la duración de su mandato. En contra del procedimiento habitual mediante el cual se concedía un mandato de un año, César obtuvo el gobierno de Iliria y la Galia Transalpina para un período de cinco años en calidad de procónsul. Tras el repentino fallecimiento de Metelo, gobernador de la Galia Cisalpina, añadió esta última región bajo su mando. Finalmente y fruto de las circunstancias del momento, César intervino en el año 58 a.C. iniciando una guerra que lo llevaría a someter a toda la Galia. El punto de partida se debió a una noticia recibida por el general romano, a una información que le llegó por parte de los emisarios de los heduos, un pueblo aliado de Roma. Al parecer, los helvecios pretendían trasladarse de lugar y para ello debían cruzar por un territorio que no les pertenecía y ante la negativa, atacaron a heduos y alóbroges. La respuesta de César, que acudió en socorro de sus aliados y a defender la negativa de paso a los helvecios, dio inicio a las hostilidades.

            Aunque Roma había tenido contacto desde hacía décadas con los pueblos más meridionales de la Galia, principalmente con la Galia Narbonense, conquistada por Gneo Domicio Ahenobarbo hacia el año 120 a.C., la mayor parte del territorio en el que se adentraron los ejércitos de César era totalmente desconocido. Por esta razón, la principal obra de César, el Bellum Gallicum, una narración en la que se detalla todo el proceso de conquista de las Galias, es una fuente primordial para conocer el amplio territorio que Roma acabaría por incorporar a sus dominios. El estilo de César, ampliamente estudiado por los historiadores modernos[23], transporta al lector casi de manera vertiginosa a lo largo y ancho del territorio galo. El texto no está exento de dramatismo, de momentos de angustia y dificultades, pero siempre prevalece la idea de la Roma victoriosa. A modo de crónica, de diario de campaña, el general aporta información relevante relativa a la geografía, la sociedad y el gobierno de los pueblos, las costumbres y tradiciones, la religión, la forma de luchar de los galos y un largo etcétera. Es el primer acercamiento a un nuevo mundo, a una nueva realidad que a pesar de la resistencia se integrará de forma efectiva en la órbita romana. En apenas unas décadas y abandonando los estereotipos iniciales, también presentes en la obra de César, se transformará totalmente en una sociedad típicamente romanizada. De nuevo, la frontera del mundo conocido se trasladará a las nuevas fronteras del territorio romano.

            Es precisamente en este marco en el que la necesidad de obtener información se hace imprescindible. César y sus lugartenientes se encontraron en terreno desconocido, enfrentados a una amalgama de pueblos, algunos de los cuales se inclinaron favorablemente a Roma, mientras que otros muchos se mostraron hostiles y no dudaron en oponer resistencia. En consecuencia, las legiones hubieron de recabar toda la información que les fuera de utilidad en su avance y, a tal efecto, se valieron de todos los medios posibles a su alcance.

            Por desgracia César no siempre es todo lo explícito que sería de desear y con frecuencia omite parte de la información, pero no por dejadez, sino por el mero hecho de que aquello que desaparecía de la vista dejaba de ser importante para la narración[24]. Por ese motivo, la mayoría de las veces al leer el texto cesariano somos conscientes de que el general o sus lugartenientes han recibido algún tipo de informe, noticia o misiva, pero no llegamos a conocer el alcance del contenido. Las expresiones más frecuentes empleadas por César que aluden precisamente a este tipo de contexto son quibus rebus cognitis[25] e his rebus cognitis[26]. Es decir, notifica unos hechos conocidos tras los cuales la acción vuelve a iniciarse.

            En otra serie de escenarios, en cambio, César detalla con absoluta precisión la forma en la que recibe informes o noticias. Los medios utilizados en dicho proceso son abundantes y variados, demostrando que primaba la necesidad de saber por encima del método. Siguiendo el esquema propuesto anteriormente también en este caso las vías por las que se obtenía información se podrían encuadrar en dos grandes apartados.

 

a) Las fuentes romanas: exploradores y espías.

            El avance en territorio galo supuso un reto para las legiones romanas. Como hemos indicado no se tenía apenas conocimiento acerca de muchas de las regiones y es precisamente el relato de César quien las incluye en el mundo conocido. Es evidente que César hizo uso de exploradores, como un apéndice de su propio ejército. Expresiones como cognitis per explotatores[27] son frecuentes en el texto cesariano, al igual que el uso de speculatores. Incluso, ante la imposibilidad de obtener una confirmación más precisa, en ciertos casos hace uso combinado de ambos recursos:

Conocida al punto esta situación a través de sus espías (per speculatores), César, temiéndose una emboscada -pues todavía no sabía las razones de su abandono-, retuvo al ejército y la caballería dentro del campamento. Al amanecer, confirmado el hecho por los exploradores (exploratoribus), envió por delante toda la caballería[28].

Conforme el avance de César se hizo notorio, el control del territorio facilitó la creación de una red de información local que proporcionaba datos fiables, aunque evidentemente existía el riesgo de ser traicionados. El establecimiento de alianzas, la promoción de ciertas élites y, en definitiva, el propio desarrollo del conflicto contribuyeron de manera efectiva a que el avance romano fuera constante y en ese proceso las fuentes de información propias resultaron imprescindibles.

 

b) Las fuentes no romanas.

Sin embargo, César no dudó en hacer uso de cualquier otro medio a su disposición a fin de facilitar su tarea. Los lideres locales acudían con frecuencia a solicitar el amparo romano, generalmente conocedores de los favores que previamente César o el senado habían otorgado a otros líderes. Estos, no dudaron en acercarse personalmente a César, incluso con cuidado para no quedar en evidencia ante quienes optaban por oponerse a los romanos. Así, tras la revuelta inicial de los helvecios y al finalizar la asamblea de los principales pueblos de la Galia, varios líderes comandados por el heduo Diviciaco decidieron manifestar su buena predisposición con César solicitando una entrevista privada en la que le informaron de primera mano de la situación de la Galia:

Una vez disuelta la asamblea, los mismos líderes de los pueblos que antes habían estado presentes volvieron a César y le pidieron que les permitiera tratar con él, en un lugar reservado y sin testigos … “que la Galia entera estaba dividida en dos bandos, uno liderado por los heduos y otro por los arvernos”[29].

Aquellos pueblos que habitaban cerca del territorio romano podían estar familiarizados con el latín, pero evidentemente no era una cuestión que se extendiera a todos los pueblos de la Galia. En este tipo de contextos, el propio César relata el uso de intérpretes, a fin de no indisponer a los galos en su contra y, al mismo tiempo, ser capaz de obtener hasta el más mínimo de los detalles. Para ello se podía hacer uso de habitantes locales o, como en el caso de la entrevista con Ariovisto, con un romano cuyo padre había sido agraciado con la ciudadanía romana y que, en consecuencia, conocía el idioma de los galos:

Al día siguiente, Ariovisto envió comisionados a César. … Le pareció [a César] lo más adecuado mandarle a Gayo Valerio Procilo, hijo de Gayo Valerio Caburo, -un joven especialmene valiente y culto, cuyo padre había recibido la ciudadanía de Gayo Valerio Flaco-, dada su lealtad y su conocimiento de la lengua gala[30].

El avance de los ejércitos suponía la captura de numerosos prisioneros de guerra. A esto se sumaba, con cierta frecuencia, la recepción de desertores o tránsfugas. Estos últimos eran efectivos que habían optado por abandonar las armas o que habían preferido pasarse al bando romano. Tanto unos como otros, dada la inmediatez del cambio de bando, eran fuentes primordiales porque generalmente eran conocedores de las últimas decisiones adoptadas por sus comandantes:

Informado de esto por los prisioneros y desertores (captivis perfugisque), César envió por delante a la caballería y ordenó que inmediatamente después marcharan las legiones[31].

Dentro de las posibilidades, uno de los ejemplos más curiosos lo protagonizan los mercaderes. Viajeros ambulantes, que recorrían el territorio galo vendiendo sus mercancía, ofrecían una oportunidad única para conocer los detalles de aquellas regiones lejanas o que quedaban más a desmano. Especialmente significativo es el caso del paso a Britania en el año 55 a.C. César se planteó por primera vez el cruce del Canal de la Mancha porque los pueblos de Britania, por su cercanía y amistad con los del continente, solían apoyar militarmente a los galos. El desconocimiento acerca del territorio que pretendía atacar lo llevó a tratar de consultar a los mercaderes, por ser estos los únicos que se atrevía a cruzar el mar[32].

En efecto, ni persona alguna se arriesga a ir allí, fuera de los mercaderes, ni estos mismos tienen más conocimientos que los relativos a la costa y las regiones situadas frente a la Galia. De hecho, tras haber convocado a su presencia a mercaderes de todas partes, no había podido averiguar cuál era el tamaño de la isla, ni cuáles o cuántos pueblos la habitaban, cómo hacía la guerra, cuáles eran sus costumbres o qué puertos había aptos para un contingente numeroso de navíos.

Los servicios de inteligencia debían gestionar y valorar toda la información que recibían y decidir qué informes eran prioritarios y cuáles no. Tras la criba inicial, los dirigentes del ejército recibirían un breve informe para, en última instancia, acudir al general con lo que estimaban más relevante. El relato de César sugiere una participación más directa del propio general, pero de nuevo puede deberse al estilo de redacción del texto. Sin embargo, en algunos pasajes el conocimiento que César había adquirido tanto del entorno como de sus habitantes es evidente. Uno de los casos más excepcionales se produjo en los prolegómenos de la segunda expedición a Britania, en el año 54 a.C. Tras el primer intento, el año precedente, César volvió a planificar el cruce del canal. Pero, no fiándose demasiado de los galos y temiendo una posible revuelta, quiso asegurar su partida solicitando 200 rehenes a los tréveros. El texto de César es elocuente:

César, aunque era consciente de por qué decía esto y de las razones que le hacían desistir a emplear el verano en territorio de los tréveros cuando ya estaban hechos todos los preparativos para la campana de Britania, ordenó a Induciomaro que viniera a su presencia con doscientos rehenes. Traídos éstos –incluidos su hijo y todos sus allegados, a los que había reclamado por sus nombres [quos nominatim evocaverat]–, tranquilizó a Induciomaro y lo exhortó a perseverar en el deber[33].

Es decir, él mismo hizo llamar a los 200 rehenes por sus propios nombres en cuyo caso, o bien César conocía personalmente a quienes reclamaba o bien le facilitaron una lista, cosa más probable, aunque no se pudiera descartar la primera opción. La lectura de informes previos bien pudo poner en antecedentes al general y posibilitar que él mismo diera los nombres personalmente.

Por último, tan importante como conocer los pasos del enemigo o el siguiente terreno que se iban a encontrar, era el tratar de obstaculizar el avance del adversario. Por ese motivo, la desinformación era un factor al que se podía recurrir, a fin de engañar al enemigo y desviar su atención en tanto en cuanto las legiones avanzaban conforme a otras órdenes internas. Durante la campaña del año 56 a.C. César se valió precisamente de un supuesto tránsfuga para poner sobre aviso a los galos que, engañados por la treta, bajaron las defensas y favorecieron el ataque romano.

Una vez afianzada esa creencia acerca de su miedo, escoge a cierto galo, sujeto capaz y taimado, de entre los que tenía consigo en calidad de auxiliares. A cambio de generosas recompensas y promesas, lo convence para que se pase a los enemigos y le explica lo que quiere que haga. Aquél, presentándoseles como desertor [per perfuga], les habla del miedo de los romanos, les informa de los agobios que está pasando el propio César por culpa de los vénetos y también de que no más allá de la próxima noche Sabino va a sacar en secreto sus tropas del campamento y marchar junto a César para prestarles auxilio. Al oír esto, todos a una dicen a gritos que no hay que dejar pasar esta ocasión de llevar a buen puerto su empresa, que hay que atacar el campamento. Muchas razones empujaban a los galos a esta decisión: la vacilación de Sabino los días precedentes, la confirmación del tránsfuga ...[34]

 

 

5. Conclusiones.

El Bellum Gallicum sirve como ejemplo para demostrar que la necesidad de recabar información para un ejército en campaña es primordial. No se trata únicamente de la necesidad de reconocer un nuevo terreno, sino de estar al tanto de los movimientos del enemigo, de transmitir órdenes a las tropas y a los aliados y, en definitiva, de notificar a Roma mediante el envío de los preceptivos informes cuál era el resultado de las operaciones.

Como general en campaña, los resultados de su gestión debían conocerse en el Senado. Por tanto, César debía enviar informes, probablemente con cierta regularidad, para tener al tanto a los senadores del estado de las legiones, de las bajas sufridas, de sus necesidades, de las victorias obtenidas o de las dificultades que debía afrontar. El propio César detalla que al finalizar las campañas de los años 57, 55 y 52 a.C. remitió sendos informes a Roma para detallar sus victorias[35]. Evidentemente, es de esperar que aquellos informes estarían adornados con todo lujo de detalles en los que destacarían la pericia de los soldados y, por extensión, la del propio general. Pero al mismo tiempo, eran la principal fuente de información con la que se contaba en Roma en relación a unos sucesos acaecidos a miles de kilómetros de la capital.

La expresión utilizada por César para relatar el envío de los informes es ex litteris en los dos primeros casos e his litteris cognitis en el último, por lo que se puede deducir que se trató de misivas, enviadas presumiblemente con algún correo que recorriera el trayecto hasta Roma con cierta celeridad. Es decir, del mismo modo que César había tenido que obtener información en el transcurso de sus campañas, también en Roma debían recibir información, esta vez de su mano, acerca de cómo se habían desarrollado las maniobras en la Galia.

A diferencia del resto de posibles fuentes analizadas en el apartado precedente, las misivas corrían el riesgo de ser interceptadas, por lo que no cabría descartar la adopción de medidas destinadas a salvaguardar no tanto al mensajero, sino el mensaje en sí. En un alarde de precaución, el propio César informa que durante el asedio al que se vio sometido Quinto Cicerón en el año 54 a.C. por los nervios,

Llega a marchas forzadas hasta el territorio de los nervios. Allí se entera por los prisioneros de lo que está sucediendo donde Cicerón, y de los peligrosa que es la situación. Persuade entonces a uno de los jinetes galos, a cambio de una suculenta recompensa, para que lleve una carta a Cicerón. La envía redactada en griego para que, en el caso de que sea interceptada la misiva, nuestros planes no puedan ser conocidos por el enemigo[36].

            Decir que toda precaución era poca es evidente. La difícil situación en la que se encontraban los soldados al mando de Cicerón solo podía aliviarse con la llegada de César, que a fin de reforzar el ánimo de los sitiados no vio otra opción que optar por un subterfugio con el que tratar de sortear la posible interceptación de la carta.

            A este testimonio cabe añadir un célebre pasaje transmitido por Suetonio en la biografía de César. A tenor del historiador, el propio César inventó un tipo de cifrado criptográfico con el que evitar que mensajes más comprometedores cayeran en manos indeseadas:

Si quería transmitir algún mensaje más confidencial, lo escribía cifrado, es decir, colocando de tal manera el orden de las letras que no podía obtenerse ninguna palabra: si alguien quiere descifrar estas palabras y obtener su sentido, debe cambiar la cuarta letra del alfabeto, es decir, la D por la A, y así sucesivamente[37].

Evidentemente, los informes enviados al Senado no correrían ese riesgo, puesto que atravesaban territorio romano y alejándose del escenario bélico. Pero, en el fondo, tanto unos como otros, son claro testimonio de que la información era un elemento vital. La necesidad de saber o transmitir, fuera en campaña, en círculos reducidos o como informe final era primordial, hasta el punto de que la realidad de los hechos demuestra que cualquier medio era bueno si se obtenía el resultado deseado.

 

Bibliografía

 

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[1] RAE, s.v. «información».

[2] Austin – Rankov, 87.

[3] Liv. 48.28.8-10. Las traducciones de los textos del Bellum Gallicum se han tomado de la edición de Cátedra. El resto de los casos pertenecen a las ediciones de la Biblioteca Clásica Gredos.

[4] Str. 1.1.

[5] García-Toraño, 85-92.

[6] Vitruv. 8.2.6-8.

[7] Mena – Piñero, 11-13, 135-137.

[8] Caes. BG. 3.20-27.

[9] El análisis relativo a la fundación de Pompaelo ha suscitado muchos debates. Puede verse un breve resumen en Pina Polo, 2011.

[10] Str. 3.3.7.

[11] Thuc. 3.94.

[12] Str. 1.16.

[13] Austin – Rankov, capítulo 3, The acquisition of tactical intelligence, 40-86. De forma más sucinta Sheldon, 29-31.

[14] Liv. 37.34.4-6.

[15] Sheldon, 250.

[16] Austin – Rankov, 54.

[17] Pol. 15.5.4-8. Seguido a su vez por Liv. 30.29.2-3; Val.Max. 3.7.1c; App. Pun. 39; Eutrop. 3.22.2; Polyaen. 8.16.8.

[18] Uno de los escasos testimonios es trasmitido por Livio, al indicar el temor de los metapontinos a ser interrogados con mayor dureza, Liv. 27.16.16.

[19] Plut. Flam. 4.4-7. Por ejemplo, los guías locales que informaron a Flaminino durante la campaña de las guerras macedónicas

[20] Caes. BG 1.23.2.

[21] Caes. BC 1.28.1-2.

[22] Caes. BC 1.74.

[23] El volumen de publicaciones que han estudiado la obra de César es ingente. Sin pretender ser exhaustivo, se podrían citar las siguientes:  Rambaud, M., L’art de la déformation historique dans les Commentaires de César, Les Belles Lettres, París, 1952,  2ª ed. [1966]; Adcock, F. E., Caesar as a man of letters, Cambridge, 1969; Ezov, A., «The ‘missing dimension’ of C. Iulius Caesar», Historia 45, 1, 1996, 64-96.

[24] Busch, 158.

[25] Caes. BG 1.19, 4.30, 6.2, 7.18, 56, 72, 8.27.

[26] Caes. BG 1.33, 2.17, 5.11, 5.18, 6.10, 7.40, 7.86, 7.41.

[27] Caes. BG 7.83.

[28] Caes. BG 2.11.2-3.

[29] Caes. BG 1.31.1-3.

[30] Caes. BG 1.47.5-6.

[31] Caes. BG 5.18.4.

[32] Caes. BG 4.20.3-4, 21.5.

[33] Caes. BG 5.4.1-2.

[34] Caes. BG 3.18.1-6.

[35] Caes. BG 2.35.4; 4.38.5, 7.90.8.

[36] Caes. BG 5.48.1-5.

[37] Suet. Caes. 56.6.

 

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