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Los celtas, una Edad de Hierro en red

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Los celtas, una Edad de Hierro en red

Alberto Pérez Rubio
(Universidad Autónoma de Madrid)

El uso del término “celta†es hoy en día discutido en la investigación histórica, pero sin embargo sigue siendo operativo para entender la sociedad y la cultura de toda una serie de comunidades que habitaron buena parte de la Europa continental entre los siglos V y I a. C. Unas comunidades que conocemos fundamentalmente merced a los testimonios de las fuentes grecorromanas, pero también gracias a un sólido trabajo arqueológico que ha mostrado la existencia de un mundo conectado desde el canal de la Mancha al mar Negro, y desde el Rin a la Italia Cisalpina, el mundo de La Tène. Un ámbito con unas manifestaciones artísticas originales y un dinamismo guerrero que le llevará a frecuentes choques con los Estados mediterráneos —ejemplificados en la toma de Roma en 387 a.C. o el ataque contra Delfos en 279 a.C.—, hasta ser a la postre sumergido por la expansión romana.

Los celtas, lo “celtaâ€, ejercen una perenne fascinación sobre nosotros, con un abanico y pluralidad de interpretaciones, desde lo científico a la superchería new-age, y desde lo histórico a la tergiversación nacionalista y etnicista. En este atractivo desempeña un papel fundamental la imagen de una Antigüedad diferente a la “normativaâ€, muy distinta al marmóreo canon grecorromano o al hieratismo lejano de las grandes civilizaciones del Próximo Oriente, que mucha gente construye o imagina para la Protohistoria europea. Un periodo que se presta, dúctil, a interpretaciones variopintas y a menudo fantasiosas, merced a la propia parquedad de las fuentes con que contamos para interpretarlo. Como el mundo simbólico de la Segunda Edad del Hierro, tan evanescente y polimorfo –se lo ha comparado con el gato de Cheshire, que aparece y desaparece en Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas–, lo “celta†es, en nuestra imaginación y sobre todo en la cultura popular, también inasible y cambiante. Hay muchos “celtasâ€, tantos como observadores –los arqueológicos, los lingüísticos, los históricos, los románticos, los esotéricos, los mitológicos…–, pero intentaremos aquí tratar de aquilatar lo que podemos entender detrás de los celtas de la Antigüedad, esas comunidades que griegos y romanos llamaron Κελτοὶ, Γαλάται, Galli o Celtae.

 

Una investigación de larga trayectoria

La investigación sobre el mundo celta cuenta con una larga tradición, desde que a comienzos del siglo XVIII el lingüista bretón Paul-Yves Pezron y el galés Edgard Lhuyd identificaran las similitudes entre el antiguo galo y las lenguas insulares no anglosajonas — esto es, el irlandés, galés, bretón, córnico, escocés gaélico y manés—, pasando a denominarlas a todas “célticasâ€, un adjetivo culterano sacado de la literatura grecolatina. En la primera mitad del siglo XIX se integraron estas lenguas dentro de la familia indoeuropea —fundamental fue la obra de Johann Kaspar Zeuss, Grammatica Celtica (1853)—, siendo el rasgo que sirve para identificar la “celticidad†la pérdida del fonema indoeuropeo /p/ —por ejemplo, el pater latino es el ater galo, o el porcus latino es el orcos galo—. La identificación de topónimos, etnónimos, antropónimos, hidrónimos o teónimos pertenecientes a esta subfamilia de las lenguas indoeuropeas en la Europa antigua ha ido construyendo a unos “celtas lingüísticosâ€: celta será, así, todo aquel que hablase —o habla— una lengua celta. El Romanticismo impulsará la imagen de unos guerreros heroicos y salvajes, no contaminados de civilización, y en sus fantasiosas representaciones artísticas que funden megalitos, armas de la Edad de Bronce o druidas místicos —en la pintura Jules Didier, los grabados de Alphonse de Neuville o la escultura de Aimé Millet—, está el embrión de la visión prototípica del celta que, en buena medida, sigue impregnando la cultura popular.

El siguiente paso en la construcción de lo celta vendrá dado por la investigación arqueológica, con las campañas de excavación llevadas a cabo en el yacimiento austríaco de Hallstatt (1846-1863) y en el suizo de La Tène (1857-1917) o las emprendidas bajo los auspicios de Napoleón III en Alesia (1861). La periodización de la Edad de Hierro enunciada por Hildebrand (1873) a partir de los materiales de Hallstatt y de La Tène, y la asociación de esta evidencia con las comunidades que las fuentes grecorromanas denominaron celtas, galos o gálatas, dio una correlación arqueológica al constructo lingüístico e histórico céltico, remachado por autores como Henri d’Arbois de Jubainville —que llegaría a hablar de un empire celtique—, Salomon Reinach y Joseph Déchelette, que formularía definitivamente la vinculación de esta cultura arqueológica y el estilo artístico de La Tène con una etnia definida, “los celtasâ€, cuyo corazón habría estado en Centroeuropa. Se cerraba el círculo entre lengua, testimonios históricos y arqueología, dando en una idea casi monolítica de lo celta en el tiempo y en el espacio.

Entrábamos en lo que el profesor Gonzalo Ruiz Zapatero ha llamado “el largo sueño célticoâ€, imperando en la investigación y en la divulgación ese paradigma —lo que podemos llamar “celtas tradicionalesâ€â€”, hasta que en la década de los noventa algunos investigadores británicos, en particular John Collis y Simon James, cuestionaron esta visión, poniendo en tela de juicio la identificación entre las culturas arqueológicas y las etiquetas étnicas grecorromanas. Es lo que ha venido a llamarse “celtoescepticismo†o New Critic Celticism, que subrayó el difícil encaje entre las diferentes evidencias (históricas, arqueológicas y lingüísticas) y desmontó la ecuación La Tène igual a celtas. Un cuestionamiento que subraya que lo celta debía entenderse como una etiqueta cambiante, sujeta a los contextos políticos y académicos en que se enuncia, y no como sinónimo de una etnia antigua, sino una creada —y recreada— por la investigación moderna. Este cuestionamiento, anglófono, ha hallado eco en otros ámbitos europeos, erosionando la hegemonía de la narrativa clásica francesa y alemana. Hemos de mencionar también la revolucionaria hipótesis enunciada en la pasada década por John T. Koch y Barry Cunliffe, Celts for the West, que proponen situar el origen de la lengua celta en la fachada atlántica de Europa, postulando que habría constituido una suerte de lingua franca durante el III milenio antes de nuestra era, que se habría expandido asociada al complejo campaniforme. Una propuesta que se apoya en la glotocronología comparada, la supuesta toponimia celta arcaica de la fachada atlántica y la adscripción de las estelas sudoccidentales de la península ibérica —en la escritura denominada “tartésicaâ€â€” a una lengua celta. Ni que decir tiene que dicha hipótesis no ha sido ni mucho menos aceptada, dados los problemas metodológicos que entraña la glotocronología o la datación de topónimos, y la controversia sobre la naturaleza de la lengua de las estelas del suroeste. Más recientemente Patrick Sims–Williams ha propuesto situar la cuna de las lenguas celtas en algún lugar de la actual Francia en el II milenio a.C., desde donde se habría ido expandiendo y diversificando en el siguiente milenio. El desarrollo en los últimos años de la arqueogenética, el análisis de los datos genéticos de las poblaciones del pasado, podrá aportar datos adicionales que nos ayuden a entender el desplazamiento de individuos y grupos, siempre con la prevención que implica la difícil relación entre lengua, cultura material o difusión de conocimientos con los flujos genéticos. Algunos resultados preliminares apuntan a una notable continuidad genética entre poblaciones del Bronce y del Hierro en la actual Francia, avalando una evolución in situ con movilidad restringida hacia Inglaterra o la península ibérica, un indicio —a seguir explorando— que respalda la idea de celtas derivados de poblaciones locales más que de masivas oleadas externas.

En resumen, en las últimas décadas el estudio de los celtas ha experimentado una profunda renovación epistemológica. Lejos de los grandes relatos étnicos decimonónicos, la investigación contemporánea subraya la pluralidad de planos –historiográfico, social, ideológico, cultural y demográfico– sobre los que tratar de definir la “celticidadâ€.

 

Las grandes migraciones célticas

Los pueblos de la Europa templada habían mantenido, ya durante el Hallstatt final (siglos VI-V a. C.), contactos mercantiles con griegos y etruscos a través de los sitios principescos —Fürstensitze— que detectamos en el arco noralpino, núcleos fortificados en altura como Vix (Francia) o Heuneburg (Alemania), que concentran viviendas palaciales y talleres especializados. Estos contactos son evidentes merced a los hallazgos de suntuosas importaciones en las tumbas de la élite, como la de la princesa de Vix (Francia), con su enorme crátera de bronce, o la del príncipe de Hochdorf (Alemania), y su caldero, objetos ambos probablemente fruto de la toréutica de la Magna Grecia, o también en el muro de adobe de Heuneburg, propio de las técnicas constructivas mediterráneas. Estos primeros contactos pueden ya detectarse en un puñado de menciones tempranas en fuentes griegas a keltoi, pero será durante los siglos IV y III a.C. cuando el ámbito mediterráneo “descubra†a los celtas, a raíz de los fenómenos migratorios y las expediciones militares que suponen el desplazamiento de grupos humanos de la Europa continental hacia el sur y el este.

El desmantelamiento de los centros principescos del Hallstatt alrededor del 450-400 a. C. inaugura una fase de poblamiento disperso, con granjas y aldeas dominando el paisaje; un “vacío urbano†que no respondería a una caída demográfica, sino a una reconfiguración social, con parte de la población emigrando hacia regiones meridionales en busca de nuevas tierras, mientras los que permanecieron reorientaban sus economías hacia la autosuficiencia cerealista y la metalurgia del hierro. Así, la arqueología registra la dispersión del poblamiento en granjas delimitadas por fosos, acompañadas de silos colectivos que reflejan una intensificación cerealista.

La época de las grandes migraciones célticas es conocida merced a los relatos de las fuentes clásicas —fundamentalmente, pero por supuesto no solo, Tito Livio, Polibio, Justino—, que constituyen una narrativa externa y retrospectiva, pero que nos proporcionan jalones cronológicos útiles y que, en parte, pueden correlacionarse con desarrollos que observamos en el registro material del ámbito de La Tène —por ejemplo, en las panoplias—: el saqueo de Roma en 387 a. C., la incursión contra el santuario de Delfos en 279 a.C. o el cruce del Helesponto por los gálatas y su asentamiento en Anatolia en 278/277 a.C. Más allá del relato de las fuentes grecorromanas, la llegada poblaciones latenienses a la Italia septentrional aparece bien evidencia en la aparición de necrópolis como las de Monterenzio Vecchio y Marzabotto, donde las tumbas muestran fíbulas, ornamentos y armas idénticos a los transalpinos. Una identidad ya señalada desde 1871 por el arqueólogo Gabriel de Mortillet (1871), aunque hemos de matizar la identificación unívoca entre objetos latenienses y “celtasâ€. Por ejemplo, las espadas de tipo La Tène son esgrimidas por individuos de comunidades itálicas no célticas —igual que, por ejemplo, aparecen en las comunidades del noreste de la península ibéricas, iberas—, y en las necrópolis célticas del área padana o el Piceno encontramos ajuares mixtos que señalan procesos de hibridación con las comunidades locales de etruscos, vénetos, ligures o picentes. Encontramos en Italia diversas menciones epigráficas tempranas que parecen señalar a individuos caracterizados por ser “celtas†o “galosâ€, como la mención a un Keltie en un grafito de un vaso de barniz negro datado a finales del siglo IV o comienzos del III a.C. encontrado en Spina, la presencia de cognomina en Etruria formados con Cale –“galoâ€âˆ’ o Gallus o la Ukona Galknos —“mujer del galoâ€â€” de una sítula hallada en la necrópolis de Este.

El sur de los Balcanes y Grecia es el otro escenario donde se despliega el dinamismo militar de las comunidades célticas ya desde mediados del siglo IV a.C. Las embajadas a Alejandro Magno de 355 a.C. en el Danubio y de 323 a.C. en Babilonia evidencian la existencia de actores −que las fuentes califican de Κελτοὶ, Γαλαταὶ o Galli− capaces de pactar con Macedonia y de proyectar sus miras hacia el ámbito helénico, con incursiones como la frustrada por Casandro en 289 a.C. Estas gentes aprovecharán las turbulencias que vive Macedonia a partir de 281-280 a.C. para lanzar una serie de expediciones de saqueo hacia el sur, con su culmen en la incursión de Breno en 279 a.C. contra el santuario de Delfos, de la que se desgajó un contingente para marchar hacia la zona de los Estrechos. Tres comunidades célticas, los tolistobogios, trocmios y tectosages, cruzarán el Helesponto para instalarse en la meseta anatolia, la Galacia, convirtiéndose en un destacado actor militar y político en el oriente helenístico hasta el final de la República romana. Aunque la huella arqueológica de los gálatas es escasa —algunas fíbulas latenienses, cuya evolución en síncrona con las de Europa continental, mostrando que los lazos no se habían cortado con la migración—, los testimonios escritos sobre su “celticidad†son contundentes, en Estrabón, pero también, y ya en el siglo IV d.C., en san Jerónimo, que constata que su lenguaje es similar al que se habla en Tréveris, en la Galia Bélgica. Y, por supuesto, cabe también recordar la iconografía de la escultura pergamena o las terracotas de Mirina, que celebran las victorias de soberanos helenísticos sobre unos enemigos que se representan con todos los atributos del bárbaro celta que se repiten en la iconografía grecorromana: armas, torques o mostachos…

La interacción de grupos e individuos célticos con las comunidades locales en ámbitos como la Italia Cisalpina, los Balcanes o Anatolia producirá identidades híbridas, que surgen de la negociación entre la ética guerrera y la cultura estética de La Tène y el habitus cultural autóctono. Así se observa en Italia entre boios y senones, donde la emergencia de sus identidades es el reflejo de la identidad del grupo políticamente dominante, una élite guerrera que mantiene rasgos específicos, como los señalados por su onomástica o por sus armas, pese a adaptar otros propios del sustrato indígena. Sus identidades son pues un hecho político, que hay que comprender dentro de la amplia gama de estrategias identitarias, dinámicas y procesos de aculturación y mestizaje, individuales y colectivos, que experimentan las sociedades de la Italia septentrional. Pero será fundamentalmente durante el siglo III a.C., en paralelo a las dinámicas expansivas de las sociedades de la Céltica, cuando se producirá la emergencia de comunidades políticas que se adscriben a un determinado territorio, tal y como ha postulado Strobel para los gálatas de Anatolia, en un proceso en el que, como en la Cisalpina, las poblaciones autóctonas se integran con los inmigrantes célticos, constituidos en el grupo dominante que mantiene su identidad y tradiciones.

Empresas de envergadura como las migraciones, las campañas militares a larga distancia o el desplazamiento de grupos de mercenarios solo serían posibles con el concurso de varias comunidades, habiéndose sugerido un “reclutamiento capilar†que agruparía a individuos de amplias áreas geográficas. La dimensión bélica tiene su espejo arqueológico en una panoplia que se homogeniza y cuyas transformaciones a lo largo de los siglos IV y III a.C. se propagan rápidamente por toda la Europa céltica, con elementos tan conspicuos como las parejas de dragones y grifos en la decoración de las vainas. Esta uniformidad en el armamento indica la convergencia en tácticas y prácticas marciales, y demuestra la existencia de redes de intercambio de conocimientos, técnicas y hombres bien estructuradas a lo largo y ancho de la Céltica. Una conectividad muy intensa en la que lo militar habría desempeñado un papel fundamental como vector que estimuló e intensificó las relaciones.

Detrás de la movilidad de las comunidades célticas podemos rastrear diferentes causas, que ya son mencionadas en las fuentes clásicas: la sobrepoblación, la conflictividad interna y la atracción por las riquezas del Mediterráneo. Aunque la presión demográfica pudo incidir en ciertas áreas densamente pobladas —como quizá la Champaña—, podemos estimar a partir de la ocupación del territorio y de las necrópolis que la densidad media de la Europa templada permanecía baja, por lo que otros factores deben tenerse en cuenta. Así, a partir de 400 a.C. sabemos que se produce un enfriamiento del clima, vinculado a mínimos solares, lo que habría tensionado unas economías agrícolas siempre al límite de la subsistencia. Las disputas entre comunidades con una ética marcial muy marcada, pero también entre grupos dirigente en su seno, convierte las expediciones guerreras y las razias en una válvula para el alivio de tensiones, pero también para la búsqueda de prestigio y el refuerzo de clientelas y poder, unas dinámicas que también laten detrás del mercenariado. La presencia de mercenarios celtas será ubicua en el Mediterráneo durante los siglos IV y III a.C., cuya experiencia podría servir como punta de lanza para ulteriores migraciones.

Como ha señalado Manuel Fernández-Götz, la movilidad que detectamos entre las comunidades de La Tène sucede en escalas diferentes: movimientos de gran alcance que implicaron a segmentos significativos de tribus enteras —caso de los senones cisalpinos, que serían una fracción de los senones de la Galia Comata—, bandas guerreras más pequeñas que buscan tierras tras sucesivas campañas militares —como los gálatas anatolios—, la circulación de ida y vuelta de mercenarios individuales —o pequeños contingentes— y artesanos, difusores de innovaciones tecnológicas e ideológicas, o micro-movilidades como las peregrinaciones, el matrimonio exogámico o el fosterage —la crianza de un niño en otra familia, muy habitual en el ámbito céltico—, que podemos rastrear en algunos estudios pioneros de paleogenética, una disciplina que, como hemos dicho, sin duda seguirá aportando información en este sentido. Flujos continuos que de desarrollan a lo largo de más de dos siglos y que van tejiendo una red de contactos muy tupida a lo largo y ancho de la Europa continental, de “la Célticaâ€, por la que fluyen ideas, ideología, técnicas e innovaciones.

 

El arte de La Tène

Junto con el ámbito bélico, esa red de contactos tiene una evidencia conspicua en el arte céltico. Las manifestaciones artísticas de La Tène comparten una serie de símbolos y motivos que constituyen un sistema de comunicación verbal y visual que da una información preciosa sobre la cosmovisión de unas sociedades mayoritariamente ágrafas y orales, que apenas dejaron huellas escritas. Siguiendo a Natalie Ginoux, los objetos de poder asociados a las élites guerreras —arneses ecuestres, carros, vajilla de banquete, armamento u ornamentos— serían soportes de fórmulas sapienciales, religiosas y cosmogónicas, unos códigos muy alejados del mundo clásico.

El arte de La Tène arranca a comienzos del siglo V a.C., con focos en Champaña, Renania y Bohemia, siendo heredero por una parte de la tradición geométrica de la Edad del Bronce —espirales, ruedas—y, por otro, un fondo figurativo esquemático integrado por caballos, bóvidos y aves acuáticas, que encontramos en la plástica del Hallstatt. A esa doble herencia se sumó el repertorio de motivos de origen próximo-oriental que, transmitidos por artesanos griegos y etruscos, encontramos en el fondo iconográfico orientalizante por todo el Mediterráneo: palmetas, flores de loto, árboles de la vida, grifos o el “señor de los animales†y su contraparte femenina, la Potnia Therón. Pero, lejos de recibir pasivamente o limitarse a copiar, los artesanos célticos reconfiguraron de forma creativa este repertorio, estableciendo un diálogo constante entre lo autóctono y lo foráneo. La instalación céltica en el norte de la península itálica imprimirá un primer cambio estilístico en el arte de La Téne, desarrollándose desde comienzos del siglo IV a. C. el llamado estilo de Waldalgesheim, también denominado “vegetal continuoâ€, caracterizado por secuencias de follaje y peltas que evolucionan hacia composiciones simétricas por rotación, con piezas señeras como el casco de Agris. El léxico visual de eses, trisqueles, dragones y grifos se difundirá por toda la Céltica, de la cuenca carpática y los Balcanes al mundo atlántico, una difusión que señala la enorme conectividad de las comunidades de la Europa continental. El dinamismo migratorio y bélico del siglo III a.C. y el desplazamiento de mercenarios elevaron la demanda de objetos suntuarios, multiplicando la producción y extendiendo dos corrientes ornamentales: el “estilo de las espadasâ€, de grafismo lineal, y el “estilo plásticoâ€, de volumen tridimensional. La circulación de artesanos, que podemos considerar verdaderos “traductores†interculturales, propició adaptaciones locales, como atestigua el torque de Knock (Irlanda), obra influida por la orfebrería itálica pero reinterpretada para gustos insulares.

 

El surgimiento de las identidades étnicas

Entre el 400 y el 200 a. C., un lapso que coincide con la fase La Tène B y los inicios de La Tène C., encontramos en la Céltica un paisaje político aparentemente atomizado, sin señales de centralización comparables a las del Mediterráneo, pero dotado de una intensa conectividad. El dinamismo guerrero explica la estandarización de la panoplia en La Tène B2-C1: espadas con vaina metálica, lanzas, escudos y cascos se convierten en distintivos prácticamente universales del rango. La abundancia de armas en las tumbas demuestra que un porcentaje creciente de la población participaba en el combate. Esa demanda incentivó la extracción minera y la producción manufacturera, obligando a mejorar los rendimientos agrarios mediante nuevas herramientas de hierro. Al mismo tiempo, las disputas intestinas desestabilizaron los intercambios de larga distancia y acentuaron la explotación de recursos locales, encadenando un ciclo de conflictos por la tierra que solo se amortiguó cuando las fronteras quedaron relativamente fijadas a finales del siglo III a. C. La violencia, lejos de ser un mero síntoma de anarquía, actuó como catalizador de la cohesión interna.

De la competencia territorial emergieron estructuras políticas nuevas. El pagus, corios en céltico —literalmente “reunión de hombres/guerrerosâ€â€”, funcionaba como unidad étnico-militar básica. La integración de varios pagi da lugar a lo que, a partir de la terminología cesariana, conocemos como civitas, agregación que respondería al término céltico touta, “el puebloâ€. Con ella aparecen órganos de decisión como senados de notables y asambleas populares, cuya matriz se halla en el armatum concilium, la reunión de los hombres en armas. En ese mismo horizonte (ca. 275-225 a. C.) irrumpe la moneda. Sus primeras emisiones—estáteras de inspiración macedónica— no son evidencia de una economía mercantil, sino un medio aristocrático de circulación de valor: pago a clientelas, dote matrimonial, tributos o regalos diplomático. La iconografía numismática, con bustos quizá alusivos a antepasados heroizados y escenas míticas en el reverso, refuerza la legitimidad de los linajes emisores, y señala un lenguaje simbólico común. La élite guerrera habría trasladado su capital simbólico del control de importaciones, propio de la época de Hallstatt, al dominio de la tierra y la movilización militar: de ahí que la riqueza se exhiba menos en objetos mediterráneos y más en panoplias, carros y banquetes públicos que articulan alianzas internas. Del análisis de las necrópolis emerge una sociedad fuertemente jerarquizada. Los varones adultos exhiben armas — espadas con vaina metálica, lanzas, escudos—, mientras que las mujeres lucen adornos — brazaletes, torques—. El carro de dos ruedas, reservado a una minoría, funciona como marcador de rango dentro de los cementerios. Asimismo, la distribución espacial de tumbas permite identificar agrupaciones familiares y ritmos de ocupación en tres fases, apuntando a la cohesión de unidades domésticas extensas.

La afirmación identitaria se articuló mediante estrategias ideológicas, de la cuales son un índice revelador los propios etnónimos de las comunidades galas: Arverni (“primeros escudosâ€), Bellovaci (“poderososâ€), Nervii (“valientesâ€), Catuslugi (“los que combaten juntosâ€), etc. Todos subrayan la virtud marcial o la unión de bandas guerreras. Otros nombres se vinculan a desplazamientos —Cenomani, “los que van lejosâ€â€”, a la apropiación territorial —Ambiani, “los que habitan a ambos lados del Samaraâ€â€” o a la autoctonía —Remi, “los primerosâ€, Senones, “los más viejosâ€â€”. Tales apelativos coexisten con mitos de origen difundidos por la casta sacerdotal, los druidas, como el relato recogido por Timágenes sobre grupos llegados “de más allá del Rin†frente a otros autóctonos. La memoria de ancestros fundadores se perpetúa en algunos etnónimos –como el del pagus Verbigenus de los helvecios—y en el culto a héroes fundadores en santuarios erigidos junto a antiguas tumbas o recordados en bustos pétreo, estatuas de madera o en los anversos monetales. Las genealogías míticas resolvían posibles tensiones en la integración de diferentes grupos humanos al ofrecer un antepasado común que legitima la agregación de los pagi.

En estos procesos de articulación política desempeñaron un papel central, geográficamente pero también simbólicamente, los santuarios guerreros. Desde finales del siglo IV a. C., pero sobre todo a lo largo del III a.C., se multiplican recintos cuadrangulares delimitados por talud y foso donde se depositan masivamente armas inutilizadas y se exponen restos humanos. Aunque los ejemplos mejor estudiados aparecen en la Galia Bélgica —como Gournay-sur-Aronde o Ribemont-sur-Ancre—, tales espacios aparecen en toda la Galia. Conspicuos en el paisaje, proclaman la apropiación del territorio por la comunidad que los erige, a la par que ofrecen un lugar de reunión periódica para ceremonias, ferias y debates políticos. Ejemplos como los cuatro pagi belóvacos organizados en torno a sendos santuarios, el túmulo que nuclea el hábitat de Acy-Romance o el santuario de la Tiefenau en Berna ilustran cómo lo sacro estructura el poblamiento y prefigura los futuros oppida. Sabemos que cada comunidad gala habría venerado a su propia divinidad tutelar, su Teutates, “padre del pueblo†identificado con el Mercurio galo descrito por César. La dimensión protectora y marcial del dios enlaza con la exhibición de trofeos bélicos en los santuarios y con la autopercepción de los galos como “hijos de Teutatesâ€, orgullosos de su bravura.

Las identidades étnicas galas nacen de la intersección entre economía bélica, integración institucional y simbolismo religioso. La guerra proporciona un vector de estructuración social y un argumento legitimador, la territorialización convierte a los grupos atomizados en comunidades políticamente arraigadas, y todo un abanico de prácticas ideológicas reflejados en la etnonimia, la iconografía o los santuarios vehicula la autodefinición colectiva.

 

Una Edad de Hierro en red

Las comunidades que puebla la Europa continental durante Los siglos IV y III a.C. presentan un gran dinamismo, que se proyecta por un lado hacia su periferia, con migraciones y expediciones guerreras, pero que en su seno detona procesos de territorialización y etnogénesis que acabaran dando en el surgimiento de Estados arcaicos. Una intensa conectividad se desprende tanto de las fuentes escritas grecorromanas como de los testimonios arqueológicos, como la difusión y cambios en las panoplias pero también en las manifestaciones artísticas de lo que conocemos como arte de La Téne.

Dentro de este espinoso y contestado debate sobre el concepto de celtas y celticidad, nuestra opinión es que podemos considerar lo celta como el tejido de relaciones que entrecruza la Europa continental y que se plasma en una serie de elementos compartidos en mayor o menor grado, como rasgos de cultura material, su universo ideológico, religioso e institucional, lenguas emparentadas, etc., sin que esto signifique que este “paquete cultural†fuese ni homogéneo, ni inmutable, ni compartido íntegramente por estas comunidades. Son esos elementos comunes, percibidos con pocos matices por un observador externo, grecorromano, los que permiten que este homogenice a estos grupos humanos bajo los términos de Κελτοὶ, Γαλάται, Galli o Celtae, sin que esto signifique que estos compartiesen ni asumiesen tal macroidentidad. Una Edad de Hierro en red.

 

Bibliografía

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