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Viernes, 4 de julio de 2025
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Un enemigo a medida: los celtas y Roma

Elena Torregaray Pagola
(Profesora de Historia Antigua en el departamento de Estudios Clásicos de la Universidad del País Vasco)

 

 

INTRODUCCIÓN

En el año 69 a.C. se celebró un juicio en Roma en contra del antiguo gobernador de la Galia Transalpina, el sur de lo que conocemos como las Galias (la actual Francia), que se había convertido en provincia romana unos años antes, en el 121 a.C. Los galos transalpinos habían enviado una delegación a Roma acusando a Marco Fonteyo, que así se llamaba el protagonista, de corrupción, crueldad y desvío de fondos públicos (para la construcción de una carretera).

El más famoso orador de su tiempo, Cicerón, fue el abogado de Fonteyo y entre los argumentos retóricos para conseguir la absolución de su cliente recurrió a un clásico del estereotipo negativo sobre los galos, sobre los celtas, como era recordar su mediático asalto al santuario de Delfos en el 280 a.C. A esa ominosa acción, cuya fama recorrió el mundo antiguo por la barbarie e impiedad que demostró se unió la mención al no menos famoso saqueo de la ciudad de Roma a principios del siglo IV a.C. Para terminar, el abogado remató acusando a los celtas de practicar sacrificios humanos, un crimen extraordinario para la “civilizada” audiencia romana.

“Por último, ¿hay algo que parezca sagrado y digno de veneración en estos hombres que, incluso cuando algún motivo de temor les lleva a pensar que deben apaciguar a los dioses, profanan sus altares y sus templos con el sacrificio de víctimas humanas, de modo que ni siquiera pueden practicar un culto si antes no lo han manchado con la mancha de un crimen? ¿Quién ignora, en efecto, que estos hombres han conservado, incluso hoy, la práctica monstruosa y bárbara de inmolar seres humanos?” (Cicerón, En defensa de Fonteyo 31)

La andanada lanzada por Cicerón tenía el propósito de conmover e impresionar a quienes juzgaban a Fonteyo apelando a la peligrosidad y fiereza de los antiguos enemigos de Roma, contra quienes cualquier recurso de defensa debía ser considerado como aceptable. Sin embargo, es probable que algunos miembros de la comunidad allí vilipendiada estuvieran presentes y que componentes de las delegaciones galas asistieran al juicio contra Fonteyo. En contra del argumento de barbarie esgrimido por el abogado romano, su presencia allí denotaba un remarcable grado de integración en la maquinaria administrativa romana ya que estaban siguiendo los procedimientos jurídicos establecidos ante una acusación de corrupción. Enviar una embajada a Roma para quejarse de la mala praxis de un gobernador era relativamente habitual por parte de los recién incorporados al imperio romano. Nada que ver con los viejos tiempos en los que las ofensas de este tipo se consideraban como un casus belli que hubiera desencadenado un violento conflicto entre celtas y romanos.

La imagen que transmite Cicerón en el siglo I a.C. era, en realidad, un estereotipo que había empezado a construirse bastante tiempo atrás. Para los griegos de época clásica, los celtas eran inicialmente bárbaros poco interesantes. Sin embargo, más tarde, las guerras que los enfrentaron a los gobernantes helenísticos y a Roma los convirtieron en peligrosos enemigos. Esta imagen negativa convino tan perfectamente a los intereses romanos que se mantuvo y ha perdurado hasta nuestros días. Su factura tuvo un punto de inflexión fundamental como fue el saqueo de Roma efectuado por los galos del norte de Italia en torno al 390 a.C. El trauma nacional que tal acción causó en el imaginario colectivo romano provocó que, a partir de un hecho histórico muy estresante para la sociedad de la época, se fabricara la imagen de un enemigo que encarnaba todos los estereotipos de la barbarie. De este modo, centrado en la humillación sufrida por la invasión de la Ciudad y la vulnerabilidad demostrada por el ejército romano, se elaboró un arquetipo del celta, del galo sanguinario, destructor y ávido de oro y riquezas, completamente opuesto a la austeridad, la dignidad, el respeto a los dioses y el sentido del deber de los romanos. Los celtas pasaron a representar el peligro inminente y a evocar el temor, siempre presente, a la aniquilación de la Ciudad. Los romanos construyeron su identidad nacional de esta forma, creciéndose ante enemigos que los relatos históricos hacían cada vez más poderosos. Griegos, celtas, galos, cartagineses, todos ellos contribuyeron a forjar una determinada autoconciencia de Roma que representaba el orden superior frente al caos de quienes se les enfrentaban.

Como ya se ha dicho, en concreto, la imagen de los celtas que habitaban las Galias, los galos, se forjó en torno a este estereotipo de la barbarie y en el siglo IV a.C. la amenaza directa que representaron para la existencia de Roma los convirtió en un enemigo diseñado a medida de las necesidades de la construcción de la conciencia nacional romana. La invasión del 390 a.C. fue, por lo tanto, el punto de inflexión de esta construcción histórica y para comprenderla es necesario examinar qué es lo que sucedió realmente en ese momento de la historia romana y cuáles fueron sus consecuencias para el imaginario colectivo del naciente imperio romano.

 

1.CRONOLOGÍA DE UN ENFRENTAMIENTO. Las guerras entre los romanos y los celtas

Casi desde los comienzos de su creación como comunidad cívica en el siglo VIII a.C., Roma manifestó una clara voluntad expansionista. Algunos de los episodios más famosos de la época fundacional, como el rapto de las Sabinas, muestran una política agresiva que cuando no obtenía resultados por medio de la práctica diplomática, pasaba inmediatamente a la guerra y la violencia. Los resultados de esa política tuvieron como consecuencia un claro avance territorial que no limitaba el espacio de los romanos a su ciudad en el Lacio, sino que, claramente, concernía a las comunidades vecinas. Las mujeres abducidas por los romanos provenían de diferentes comunidades latinas y eran, entre otras, sabinas, crustuminas, antenomates, etc. La solución al conflicto regional creado por los romanos pasó por una derrota militar o por un acuerdo diplomático en condiciones muy favorables a Roma. Al menos, esto es lo que cuentan los autores grecolatinos que narraron estos hechos.

Lo cierto es que para el siglo VI a.C., Roma había ampliado su territorio de forma considerable e inevitablemente era vista como una amenaza por pueblos con estructuras políticas y militares potentes que ejercían un control sobre territorios relativamente amplios de la península itálica. Esto sucederá con los etruscos y, por supuesto, con los pueblos de los que tratamos en este caso, es decir, los pueblos celtas que se situaban en su mayoría en la zona norte de la península itálica. Tras años de escarceos y enfrentamientos más o menos abiertos en el norte de Italia, el gran choque se va a producir a comienzos del siglo IV a.C. cuando los intereses territoriales de romanos y celtas entrarán claramente en conflicto.

1.1.EL SAQUEO DE ROMA POR LOS CELTAS-GALOS

La tensión acumulada durante decenios cristalizará en un choque directo que tuvo como consecuencia final el saqueo de Roma en el año 390 a.C. según la cronología de Varrón, o en el 387 a.C. según la periodización griega. Teniendo en cuenta los estudios actuales, se considera que el asalto fue el resultado de la victoria de los galos senones dirigidos por su líder Breno sobre las tropas romanas en la batalla del Alia, un éxito militar que les permitió apoderarse de la ciudad y exigir un cuantioso rescate a los derrotados romanos. Para los romanos, éste fue uno de los episodios más traumáticos de su historia. Analistas e historiadores antiguos como Polibio, Tito Livio, Diodoro Sículo y Plutarco, que escribieron casi cuatro siglos después, dieron testimonio de la profundidad de esta impresión.

Sin embargo, los relatos de la batalla del Alia y el saqueo de Roma se escribieron siglos después de los hechos, y su fiabilidad es discutida por los historiadores modernos, que han demostrado que algunas partes de la narración están basadas en relatos más o menos legendarios, mientras que otras son transcripciones bastante directas de diferentes narraciones de la historia griega. El hecho de que la transmisión de estos acontecimientos históricos fuera particularmente tardía, explicaría, en parte, las discrepancias de autores como Tito Livio o Diodoro Sículo en cuanto a las circunstancias en las que se produjo el saqueo de la ciudad. Para entender lo sucedido, lo mejor es tratar de comprender en qué circunstancias históricas se produjo.

  1. Contexto histórico

El saqueo de Roma suele ser interpretado como una consecuencia directa de las invasiones galas del norte de Italia, que en aquella época era una zona de enfrentamientos constantes entre las comunidades del norte de la península itálica, entre ellas, etruscos y galos y vénetos. La historiografía actual tiende a buscar un contexto más amplio para todos estos conflictos y suele ponerlos en relación también con la inestabilidad política y militar existente en esta época en el sur, en concreto, en la Magna Grecia y en Sicilia. Parece ser que los intereses de los tiranos siracusanos pudieron influir en las intervenciones de los galos contra los etruscos. Su objetivo habría sido la desestabilización de comunidades que, potencialmente, amenazaban los intereses económicos del sur de Italia.

En ese complicado contexto, las tropas senonas lideradas por el galo Breno cruzaron los Apeninos y asediaron la ciudad etrusca de Clusium, la cual recurrió a Roma para solicitar auxilio. Aunque los romanos parecen haber intentado una solución diplomática en primer lugar, lo cierto es que terminaron acudiendo en socorro de la ciudad prestándole ayuda militar, tal y como estaba estipulado en los acuerdos suscritos entre ambas ciudades. Sin embargo, los romanos, como es habitual, consideraron el trato a sus embajadores como vejatorio, lo cual se convirtió en un desencadenante de la guerra. La no reparación de las ofensas recibidos por ambas partes derivó en una expedición punitiva por parte de los romanos y, como hemos señalado, el enfrentamiento con los galos en torno a Clusium.

Este escenario representó, en realidad, un intento serio de frenar la progresiva expansión romana en Italia. Desde el año 396 a.C., los romanos controlaban la ciudad rival etrusca de Veyes, y aumentaban sin prisa, pero sin pausa el territorio que mantenían bajo su control. Parecía que no había grandes rivales capaces de hacer frente a esta nueva supremacía en Italia, pero el enfrentamiento contra los galos y su avance hacia el sur, hacia Roma, puso en evidencia la vulnerabilidad de la ciudad frente a ataques organizados y coordinados. El empuje de los galos puso un alto a la expansión continuada de Roma y permitió comprobar que había posibilidad de hacerle frente con éxito.

Los galos avanzaron progresivamente hacia el sur, hacia la ciudad de Roma y ante el peligro inminente, los romanos salieron a su encuentro a orillas del Alia, un enclave cercano a Roma en el norte. Contra todo pronóstico, los romanos se vieron desbordados por la superioridad numérica de los galos –prácticamente el doble- y apenas opusieron resistencia, perdidos en una falta de estrategia y de dirección por parte de sus líderes militares. Roma sufrió en sus carnes los efectos de un notable desastre militar que recordaron después bajo la denominación de dies Alliensis. Las tropas romanas se dispersaron en desorden y muchos de los combatientes huyeron buscando refugio en lugares cercanos como la propia ciudad de Roma, o la de Veyes. La consecuencia más inmediata fue que Roma había quedado desprotegida, con su ejército claramente diezmado y con una escasa capacidad de reacción. Teniendo en cuenta esta situación, los galos decidieron proseguir su avance, aunque de forma cautelosa, ya que no conocían el alcance real de las posibilidades de recuperación por parte de los romanos.

Los romanos, por su parte, renunciaron a la autodefensa, pero tomaron diferentes medidas para proteger tanto a los habitantes que habían quedado en Roma como a los símbolos de la ciudad, encarnados por diferentes objetos sagrados que representaban su continuidad. La opción que pareció más razonable fue la huida a Caere, ciudad etrusca aliada, en la que la población debía tomar refugio y adonde también fueron enviadas las reliquias bajo la protección de Lucio Albinio, quien se encargó de la custodia de las vírgenes vestales y otros sacerdotes y flamines.

En Roma se desplegó un dispositivo mínimo de autodefensa que consistió en que los hombres en edad militar, y los senadores junto con sus familiares, buscaran refugio en las elevaciones del Capitolio y una vez allí, se atrincheraran en el Arx, la ciudadela que resultaba más fácil de defender. Según la tradición historiográfica, los magistrados y senadores más ancianos evitaron subir a la colina, donde no habría sitio para todos, y decidieron quedarse en sus casas, hacer frente al enemigo galo y ofrecer sus vidas a los dioses en pro de la salvación de Roma.

Según las fuentes escritas, en el lapso de tiempo entre la derrota del Alia y la llegada de los galos pasaron unos tres días, en los que se pusieron en marcha todos estos planes de autodefensa. Los asaltantes, privados de máquinas de asedio entraron rápidamente en la

ciudad y comenzaron a saquearla evitando los lugares altos como el Capitolio y el Arx, donde estaban refugiados los romanos. Según cuenta el historiador romano Tito Livio, la actitud de los ancianos, representantes de la dignitas de Roma precipitó la ira y la violencia de los galos, que se vieron confrontados a una resistencia moral que no esperaban. Marco Papirio se convirtió en inesperado protagonista del saqueo al provocar la reacción de los galos cuando respondió violentamente golpeando con su cetro al soldado que le tiraba de la barba para comprobar si se trataba de un ser humano o de una estatua. La representación de la dignidad de los romanos, muy lejos de los estándares bárbaros en los relatos estereotipados del suceso, provocó la ira descontrolada de los asaltantes que desencadenaron un ataque a sangre y fuego contra la población civil y los inmuebles vacíos de la ciudad. La masacre fue devastadora y las consecuencias del saqueo también. De nuevo Tito Livio es quien recuerda esta ominosa acción:

«Tras el asesinato de las figuras principales, nadie se salvó; las casas fueron saqueadas e incendiadas» (Ab urbe condita 5.41)

Una vez que la ciudad fue devastada, los galos pusieron sus ojos en la ciudadela del Capitolio, pero no disponían de material de asalto por lo que sus intentos fueron rechazados por los romanos allí atrincherados. En ese contexto, los atacantes decidieron iniciar un asedio, no sin antes intentar alcanzar el Capitolio una segunda vez amparándose en la noche. La maniobra propició toda una serie de actos heroicos por parte de destacados miembros de la aristocracia romana, que fueron considerados como ejemplo del valor pujante de la juventud y la esperanza de recuperación de la ciudad después del desastre del Alia y de la pérdida de una parte significativa del ejército. Pero también, la historiografía clásica aprovechó para proclamar que los dioses, a través de estas manifestaciones, estaban del lado de los romanos en estos conflictos. En cualquier caso, según la reelaboración histórica posterior con la que contamos, los actos romanos en esta guerra estaban en el marco de una guerra perfectamente justa, que gozaba del beneplácito de los dioses.

Prueba de esto último fue la insólita intervención de los gansos del Capitolio, que estaban allí porque eran utilizados habitualmente en los rituales de los templos, y que graznaron fuertemente avisando a los romanos de la presencia enemiga. De esa manera, el ataque galo fue nuevamente rechazado. El “milagro” se atribuyó a Manlio que, a partir de ese momento, tomó el sobrenombre de Capitolino, haciendo alusión a su contribución a la salvación de la colina. En la misma línea de afirmación de la cercanía de los dioses con la causa romana, el joven pontífice Cayo Fabio Dorsuo fue capaz de traspasar las líneas enemigas para llegar hasta el Quirinal y realizar una ceremonia religiosa familiar, lo que demostró a las tropas celtas allí apostadas, más que el valor, la piedad de la juventud romana. Entretanto, los supervivientes del Alia, refugiados en la cercana ciudad de Veyes, estaban reorganizándose para retomar la defensa de Roma.

Tras siete meses de asedio y hambruna, los sitiados en el Capitolio negociaron finalmente su rendición a cambio de un rescate fijado tradicionalmente en 1.000 libras de oro, lo cual fue interpretado en la tradición historiográfica clásica como un símbolo del carácter codicioso e indigno de los galos, focalizado principalmente en la figura de su rey, Breno. Todo el episodio resalta la humillación que sufrieron los romanos ante los galos, que, en realidad estaban ejerciendo su derecho al botín de guerra, con todo lo que eso conllevaba.

La magnitud del compromiso social que exigieron las desastrosas circunstancias en las que el asalto de los galos puso a la ciudad de Roma se puso de manifiesto en el hecho extremo de que incluso las matronas, las mujeres de la aristocracia, se vieron obligadas a sacrificar sus joyas para pagar el rescate, un gesto que aprovecharon para obtener el permiso para utilizar un pesado carro denominado pilentum en los días de fiesta.

Finalmente, bien porque el pago del rescate les satisfizo, bien porque los galos se vieron reclamados en nuevos frentes bélicos en el norte, o bien porque las circunstancias que rodean un asedio, y que habitualmente conllevan hambrunas y enfermedades superaron la infraestructura del ejercito atacante, este último levantó el sitio y abandonó Roma.

1.1.2. Un análisis moderno

En la actualidad se admite que todos los relatos que narraron el saqueo de Roma se basaron en una realidad histórica cierta, pero limitada al hecho de que un ejército de galos derrotó a otro romano y que, como consecuencia de ello, pudo sitiar o incluso tomar la ciudad de Roma. Este acontecimiento habría sido amplificado por la analística romana, que lo utilizó como telón de fondo para introducir toda una serie de actos valerosos y heroicos: el sacrificio de los ancianos, antiguos magistrados, la excepcional piedad del pontífice Cayo Fabio Dorsuo o las hazañas combativas de Marco Manlio Capitolino. En este contexto, el desastre inicial que conllevaba el asalto a la ciudad, fue magnificándose hasta convertirse en un suceso que habría llegado a amenazar la propia existencia de Roma. En la misma medida en que dicho episodio creció literaria e historiográficamente, también lo hicieron las anécdotas, las leyendas y los protagonistas que lo rodeaban.

Por lo que se refiere a las posibles evidencias arqueológicas sobre los hechos narrados por las fuentes literarias lo cierto es que no hay grandes hallazgos de equipamiento militar galo del siglo IV a.C. en territorio itálico. Tampoco en las colinas que rodean el Foro de Roma, esto es, en el Capitolio y en el Palatino se han encontrado a día de hoy vestigios de incendios o de destrucciones evidentes que daten de esta época, y aún menos testimonios de la magnitud del incendio de una ciudad entera. Cabe la posibilidad de que el ataque provocara el colapso de edificios construidos en materiales como la madera, pero que el resto de construcciones no se viera excesivamente afectado. Y, además, sin duda, el objetivo principal del asalto de los galos era la obtención de botín, y no la aniquilación total de la ciudad. Es probable que los historiadores clásicos tendieran a magnificar el episodio con el objeto de aminorar la humillación sufrida por los romanos y así, una razzia de los galos llegó a convertirse en un ataque de tal dimensión que habría puesto en peligro la existencia de la propia Roma. La tradición analística recuerda incluso que la desaparición de los archivos de la ciudad se remontaría a este momento histórico. En realidad, todos los relatos que narran lo ocurrido siguen un modelo historiográfico común en el que una gran ciudad sufre el asalto de un poderoso ejército extranjero bajo el que sufre múltiples humillaciones, pero que, a la vez, le brinda oportunidades de realizar actos heroicos y ejemplares en favor de la patria. Baste recordar aquí el precedente de la toma de Atenas por parte de los persas durante las guerras médicas.

La mezcla oportunista de realidad histórica y leyenda, en la que Breno, el rey galo, tiene el mismo nombre que el jefe de los celtas que asaltaron Delfos en el 280 a.C. junto con las posibles muertes de Manlio Capitolino y otros líderes romanos como el dictador Camilo, abonan igualmente la tesis de que nos encontramos ante una reelaboración de un episodio histórico complicado para los romanos en lo que lo más importante era salvar el honor y ofrecer una imagen de heroica resistencia.

La misma confusión afecta a lo sucedido con el rescate pagado por los romanos que fue recuperado posteriormente, sin que se sepa si tal acción fue realizada por el ejército de auxilio reclutado por el general romano Camilo o si fueron los aliados de Roma quienes consiguieron recuperarlo enfrentándose a los galos. En cualquier caso, tal episodio tendría por objeto aminorar la humillación sufrida por Roma y hay grandes sospechas de que se trata de una reelaboración posterior por parte de la historiografía romana.

En cualquier caso, el asalto galo a Roma, resultó en un trauma colectivo muy duradero. Tanto Tito Livio como Plutarco afirmaban en sus obras que, tras siete meses de ocupación, la ciudad de Roma fue completamente saqueada, destruida e incendiada, a excepción de la colina Capitolina. Por su parte, en el exterior, según Polibio, los romanos tardaron treinta años en recuperar la posición hegemónica en el Lacio que les había conferido la toma de Veyes en el 396 a.C. Fueran los relatos exagerados o no, lo cierto es que el ataque fue considerado como una mancha en la historia nacional. Después de la marcha de los galos, inmediatamente se emprendieron acciones para la recuperación de la ciudad. Camilo, nombrado dictador para reconducir el desastre, hizo reconstruir y purificar en primer lugar los templos y luego rindió homenaje a los dioses protectores de la ciudad. En la misma línea, y dado que la propia existencia de Roma había sido amenazada, los tribunos de la plebe, apoyados por el pueblo, sostuvieron la idea de trasladar la capital desde Roma a Veyes, más fácil de defender. Pero el propio Camilo, que lideraba la reconstrucción de la Ciudad, se opuso firmemente a la idea. Por ello, fue considerado por la historiografía clásica como un nuevo Rómulo, un refundador de Roma.

Entre las obras acometidas, la más urgente resultó ser la que afectaba a la propia defensa de la ciudad. De hecho, la invasión gala hizo consciente a sus habitantes de sus propias vulnerabilidades defensivas y dejó claro que el primitivo muro serviano que rodeaba la ciudad como elemento de protección básico había resultado claramente insuficiente. Por eso, una de las primeras medidas adoptadas durante la reconstrucción posterior fue la de añadir una nueva muralla de piedra de unos 7 metros de altura por unos 4 metros de anchura. Todo ello se llevó a cabo paulatinamente en los 10 años posteriores a la invasión gala.

Las consecuencias del saqueo galo de Roma no solo tuvieron un efecto local, sino que los ecos de lo sucedido traspasaron las fronteras regionales y se extendieron por gran parte del mundo griego que acogió la noticia como una forma de reconocimiento de la ciudad y de su nuevo papel hegemónico en la península itálica. Autores como Teopompo, Heráclides Póntico y el mismísimo Aristóteles contribuyeron a poner a Roma en el mapa geoestratégico mental de los griegos al considerar que el ataque de los galos obedecía a razones de lucha por los espacios de poder en Italia. De este modo, la ciudad de Roma, prácticamente una desconocida hasta el momento para la mayoría de los griegos, pasó repentinamente a primer plano, y algunos autores llegaron incluso a calificarla propiamente como una ciudad griega. Historiadores posteriores de época augustea como Pompeyo Trogo llegaron más lejos aún al afirmar que la vecina ciudad de Massilia habría ofrecido una contribución económica para ayudar a sufragar el rescate solicitado por los galos en una clara referencia a las obligaciones de la diplomacia del parentesco cívico.

Todo ello, hay que interpretarlo en el contexto de comienzos del Principado, en el que Roma deseaba ser considerada como una más de las ciudades griegas como una forma de afianzar su control en el Oriente helenístico después de la traumática guerra civil que Augusto hubo de librar contra Marco Antonio y Cleopatra para mantener unido y a salvo el imperio territorial de Roma.

Además, hay que tener en cuenta que, tal y como se ha visto en el texto inicial del discurso de Cicerón, la historia de pillajes protagonizados por los galos que, con posterioridad a Roma también habían saqueado el santuario de Delfos, permitieron al mundo romano y al griego encontrar un enemigo común que definía la barbarie en contraste con el mundo civilizado que ellos mismos decían representar.

1.1.2.1.La expresión del miedo colectivo: los sacrificios humanos

Pero, sin duda, la consecuencia más extrema de la invasión de la Ciudad en el 390 a.C. en el imaginario colectivo romano fue la impregnación del miedo al galo como un temor colectivo asociado a la posible desaparición de Roma como comunidad. Para conjurar esta posibilidad, los romanos fueron capaces de cometer los actos más extremos como recurrir al sacrificio humano. Prueba de ello es que en el año 228 a.C., Roma volvió a sentirse amenazada por las incursiones de los galos transalpinos por lo que se realizaron ceremonias religiosas en la ciudad para solicitar la protección de los dioses. Entre ellas, según cuenta Plutarco (Cuestiones romanas 83), se recurrió a un procedimiento considerado como bárbaro que fue el de enterrar vivos a seres humanos. Se procedió a consultar los Libros Sibilinos y según estos, se determinó que era necesario enterrar viva a una pareja de galos, hombre y mujer, pero también a una pareja de griegos. En el 216 a.C. después del desastre de la batalla de Cannas contra los cartagineses durante la Segunda Guerra Púnica se volvió a repetir la misma actuación de consulta de los Libros Sibilinos y de enterramiento en vida de sendas parejas de galos y griegos. El sentido de este gesto, considerado como bárbaro para los romanos, pone de manifiesto el gran temor colectivo que estos experimentaron ante las sucesivas amenazas de invasión y de continuidad para su comunidad. La realización del sacrificio humano tenía el sentido de que era la única actuación que los romanos consideraron como eficaz en un momento en el que todo parecía perdido y, además, estaba legitimada porque se realizaba en el marco de la religión pública. En consecuencia, el sacrificio humano debía verse como el último recurso que la sociedad romana consideraba como razonable en un momento de extrema inquietud social en el que era necesario el beneplácito y la ayuda de los dioses.

Pero lo más significativo en este caso, es la elección del origen étnico de las víctimas que fueron griegos y galos. Ambos colectivos representaban en el imaginario romano los enemigos que habían puesto en peligro la propia existencia de Roma. Desde un punto de vista simbólico, su sacrificio representaba su expulsión de la ciudad de los vivos y su confinamiento al mundo de los muertos, donde podían dejar de constituir un peligro para Roma. Hay que tener en cuenta que en todas las ocasiones en las que estos sacrificios se realizaron, el contexto histórico es similar, es decir, una constante de emergencia, de urgencia. Por un lado, los romanos se vieron confrontados a enemigos exteriores que ponían en peligro la República; y por otro lado, Roma asistía a la aparición y sucesión de prodigios inexplicables. Ante todos estos signos inquietantes, que atestiguaban una ruptura de la pax deorum –la paz de los dioses-, el acuerdo básico de los romanos con los dioses para garantizar una convivencia ordenada y pacífica, la primera acción implicaba la consulta de los Libros Sibilinos por intermediación de los sacerdotes encargados, los decemviros. Son estos quienes prescriben el enterramiento en vida de sendas parejas de galos y griegos. Plinio el Viejo llega a añadir que el líder del colegio de los quindecemviros pronuncia una oración. Como conclusión, los romanos obtienen el favor de los dioses por este medio y el peligro que pretendían conjurar se aleja definitivamente de Roma. Del mismo modo, los prodigios que anunciaban próximas desgracias también desaparecen de la vida cotidiana de los romanos.

La explicación actual a semejante ritual es complicada, máxime cuando desde la propia cultura clásica se considera la práctica del sacrificio humano como un signo de barbarie. Por eso, se han propuesto diferentes y variadas interpretaciones al respecto. Por un lado, se considera como un procedimiento que aseguraría la aniquilación del enemigo. Sin embargo, no es menos cierto que en la época en la que se llevaron a cabo estas acciones tanto los galos como los griegos no estaban en una alianza común con el objetivo de destruir Roma. Además, dicha alianza no tuvo lugar históricamente nunca. También caben otras posibilidades como el hecho de que el enterramiento de las parejas de griegos y galos vivos debería servir como una iniciativa para proteger a Roma, evitándole desastres futuros. En este contexto, debemos recordar que, en el imaginario cultural romano, tanto los celtas como los griegos representaban a pueblos que en períodos legendarios o semi-legendarios e incluso históricos no muy lejanos habían amenazado gravemente la existencia misma de Roma.

Otros investigadores de la religión antigua consideran que el ritual practicado en el Foro Boario servía para confinar al enemigo al mundo de los muertos expulsándolo del de los vivos. De este modo, los así sepultados quedaban bajo la gestión del mundo de los muertos y sus divinidades. En realidad, se trataba, en primer lugar, de expiar un prodigio, lo que se hacía tras la consulta de los Libros sibilinos; y, en segundo lugar, de alejar un peligro exterior que era percibido como particularmente amenazador e inminente.

La cuestión del sacrificio humano, que era considerado como una práctica propia de extranjeros o de enemigos, también era percibida como un elemento que mostraba no solo el grado de barbarie sino también una actitud religiosa errónea. Paradójicamente, solo los enterramientos de griegos y galos en el Foro Boario escaparán a esta percepción, ya que fueron realizados según los procedimientos estipulados por la religión pública y fueron llevados a cabo por romanos que se consideraban a sí mismos como civilizados y opuestos a la barbarie. En cualquier caso, los propios ejecutores de la acción lo consideraron una acción claramente inusual y excepcional, que fue llevada a cabo en unas circunstancias particularmente complicadas de la historia de Roma.

CONCLUSIONES

Desde los orígenes mismos de la Ciudad, Roma vivió siempre bajo el temor de ser destruida en cualquier momento por cualquiera de las comunidades que la rodeaban. Gran parte de su discurso imperialista estaba basado precisamente en eso, en que todas las guerras de Roma se llevaban a cabo bajo la premisa de que se trataba de guerras justas que buscaban alejar a los enemigos de Roma y preservar su existencia. De entre todos los pueblos que se enfrentaron a los romanos en esta época, lo cierto es que solo unos pocos llegaron a amenazar su existencia como comunidad y fueron esos quienes quedaron en el imaginario social como la encarnación del peligro inminente que podría aniquilar Roma en caso de que esta bajara sus defensas. Y, sin duda, históricamente los más importantes fueron los celtas, los vecinos galos en este caso, y los cartagineses.

Aunque Aníbal nunca llegó a entrar en la Ciudad, lo cierto es que los desastres militares y las amenazas causadas por los púnicos dejaron una gran impronta en la memoria histórica de Roma que siempre los consideró como el mayor enemigo con el que se habían enfrentado en época republicana. Sin embargo, la experiencia de la invasión gala de Roma dos siglos antes de la Segunda Guerra Púnica, había resultado igualmente amarga y amenazadora para la identidad colectiva de los romanos. La Ciudad debió afrontar entonces la destrucción de viviendas e infraestructuras públicas, así como la desaparición de parte de su historia administrativa como fueron los archivos de Roma, tal y como lo señala Tito Livio en su obra histórica.

Además de la recuperación formal del espacio cívico, Roma debió emprender una reconstrucción moral e identitaria después del saqueo celta, por ello, los historiadores y anticuaristas romanos procedieron a una reelaboración de lo sucedido, en la que la humillación sufrida por los habitantes de la Ciudad pudiera tener una lectura ejemplarizante y, hasta cierto punto, heroica. En esta línea, se recrearon episodios que recrearan la dignidad romana como el de los senadores defendiendo las casas de los romanos en sus mismas puertas; la actuación valiente de Manlio Capitolino o la piedad familiar de Dorsuo, así como el compromiso de las matronas que entregaron su oro para contribuir al pago del rescate exigido por los celtas. Todas estas actuaciones tuvieron como recompensa la aprobación de los dioses y su ayuda en la recuperación de la Ciudad. Al mismo tiempo, sirvieron para representar un ideal de romanidad en el que tanto hombres como mujeres se sacrifican para la supervivencia de la patria.

Por último, frente al ideal romano que acabamos de citar, la invasión gala y sus protagonistas sirvieron para reforzar los estereotipos de barbarie propios de la cultura romana, en los que los celtas-galos representaban todo lo opuesto a lo que se suponía como civilizado. Además, las circunstancias de la invasión gala que provocaron importantes destrucciones en la Ciudad, obligaron a realizar reformar en la misma que permitieron una nueva ordenación urbana y, probablemente, una expansión del entramado urbano. La remodelación urbana, junto con el necesario rearme moral de la población fue canalizado a través de una de las ideas más queridas por la historiografía romana como era la de la refundación de la Ciudad. Este tópos historiográfico glorificaba la capacidad de Roma de reinventarse a sí misma después de haber sufrido un peligro extremo y en estos relatos se representaba a un líder, en este caso, el dictador Camilo, en torno al cual, como nuevo Rómulo, la sociedad romana se compromete nuevamente a refundar y desarrollar una comunidad cívica. Después de la invasión gala, la situación no fue diferente, y los romanos celebraron el renacimiento de la Ciudad y su sistema sociopolítico frente a un enemigo que pretendía su destrucción.

 

BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA

 

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