Apéndice
«Tecla, esposa de Zamiro, estando cierto día sentada en su casa, a través de una ventana oyó predicar a Pablo, recién llegado a lconio. Hablaba Pablo en aquella ocasión de la virginidad, y tan prendada quedó Tecla de la doctrina expuesta por el predicador, que se incorporó al número de sus discípulos.
Unos días antes de que esto ocurriera, Tito, predicando en aquel mismo lugar, anunció al público la próxima llegada a lconio de Pablo, y al hacer este anuncio dijo de él: "Es un hombre de corta estatura, de gruesa cabeza y cejijunto, pero resulta muy agradable tratar con él".
Tecla fue acusada por su propia madre ante el procónsul del delito de haber abandonado el domicilio conyugal para unirse al Apóstol, y el procónsul ordenó que tanto Pablo como Tecla fueran apresados y conducidos a su presencia. Durante el juicio a que fueron sometidos Pablo y Tecla, la madre de ésta no cesó de dar voces acusando a su hija de haber huido del domicilio de su marido y de haberse ido tras de aquel otro hombre. El procónsul, al final del juicio, dictó esta sentencia:
- Que Pablo sea expulsado de lconio y que Tecla sea quemada viva.
De acuerdo con el dictamen del procónsul, Tecla fue arrojada a una hoguera, pero como se mantuviera totalmente ilesa dentro del fuego, en un determinado momento, al reparar en que Pablo estaba allí, junto a la hoguera, orando por ella, se fue hacia él e inmediatamente ambos se marcharon juntos de la ciudad, y se fueron a Antioquía.
Poco después de que llegaran a Antioquía un hombre se enamoró de Tecla y le propuso:
-¿Quieres ser mi amante?
Como el hombre insistiera en que se fuese a vivir con él y ella rechazara indignada semejante proposición, despachado el tal sujeto la denunció ante el juez, acusándola de adúltera y de sacrílega y consiguió que el juez la condenara a morir en el circo devorada por las fieras.
Al día siguiente, Tecla fue conducida hasta el circo, sacaron de sus jaulas a varios osos, leones y leonas, y, pese a que todos estos animales estaban hambrientos, lejos de lanzarse sobre ella comenzaron a comerse unos a otros, sin hacer el menor caso de Tecla, que salió de la pista completamente ilesa. El juez entonces ordenó que la arrojaran a una piscina en la que había cocodrilos y caimanes; y la arrojaron, pero el juez no obtuvo el resultado que pretendía, porque Tecla, al caer en el estanque, exclamó: "Que este agua me sirva de bautismo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo", y nada más decir esto, todos los animales feroces que había en el estanque murieron repentinamente.
En vista de este nuevo fracaso fue llevada nuevamente al circo por orden del juez para ver si esta vez una serie de animales más terribles que los que soltaron en la ocasión anterior la devoraban; pero no la devoraron, porque, en el mismo momento en que las fieras salieron de sus jaulas, unas piadosas matronas rociaron a los animales con un líquido muy oloroso que los dejó repentinamente amansados y adormecidos. Como el prefecto viera que las fieras estaban amodorradas y no atacaban a la santa, ordenó que introdujeran en el coso una manada de toros bravísimos cuya acometividad previamente había sido exasperada clavando en sus cascos herraduras de hierro incandescente, y ligando sus turmas con cuerdas muy apretadas; cuando los toros entraron en la pista, desde las gradas arrojaron a Tecla atada de pies y manos. Los toros la vieron caer, pero no fueron hacia ella, sino que se quedaron repentinamente quietos, sin moverse más de donde estaban, y como las ligaduras con que habían atado a la joven milagrosamente se quemaron, ella salió nuevamente ilesa de la prueba a que había sido sometida, se reunió otra vez con Pablo, y con él se marchó a Seleucia, y con él estuvo hasta que con el beneplácito del mismo regresó a lconio, en donde al conocer que su marido ya había muerto y comprobar que su madre persistía obstinadamente en su anterior maldad, se puso a vivir con un numeroso grupo de doncellas en régimen de comunidad, gobernando a sus compañeras y exhortándoles a la oración y a la observación de la castidad perpetua; y algunos años después emigró al Señor.»
* Santiago de la Vorágine, La leyenda dorada (traducción de fray José Miguel Macías), Madrid, Alianza, 1982.