I.-La civilización faraónica y el exterior
El Egipto Antiguo no fue nunca una sociedad ni una civilización particularmente dadas a los viajes. A diferencia de otros pueblos del Oriente Antiguo, como los Sumerios, Acadios, Asirios o Babilonios, y en marcado contraste con la vocación exploradora y aventurera de fenicios o griegos (por señalar sólo algunos exponentes destacados), los egipcios pusieron en general de manifiesto una franca reticencia y aversión a abandonar su tierra, a buscar nuevos horizontes o simplemente a traspasar sus fronteras.
Una de las razones fundamentales de esta actitud fue sin duda el aislamiento natural del país egipcio. Desde Elefantina hasta el Delta, el Valle del Nilo aparece bien protegido por todos sus lados por formidables barreras naturales: al este y al oeste están los desiertos, Arábico y Líbico respectivamente, al norte el mar Mediterráneo (y un Sinaí durísimo de atravesar, como bien se refleja en el texto del Éxodo). Al sur, la barrera natural que constituía la Primera Catarata, en Elefantina, impone un parón en los intentos de remontar el Nilo; además, más allá se abría la áspera e ingrata tierra de la Baja Nubia, adversa en cuanto a sus condiciones naturales, y hostil por las gentes que la poblaban…
A ello se une la proverbial fertilidad y riqueza natural de Egipto. Si en toda la historia de la Antigüedad hubo una tierra “rica en leche y miel”, por emplear la célebre fórmula bíblica, esa fue la tierra egipcia. El padre Nilo y su infalible crecida anual permitían una agricultura como no podía soñarse otra igual en todo el Mediterráneo. Y por si eso fuera poco, en los campos recién segados, en las sabanas y espacios abiertos que separaban la tierra de cultivo del desierto, engordaban los rebaños de cabras, ovejas, bueyes y vacas, en coexistencia con una riquísima fauna salvaje que incluía mamíferos de talla como los antílopes y una avifauna varia y ubicua. De ahí que los grupos humanos que desde los inicios del Neolítico, allá por el sexto milenio antes de Cristo, fueron poco a poco asentándose y colonizando esta tierra, acabarán conformando una sociedad eminentemente campesina, pacífica y estable, apegada a la tierra y, en definitiva, poco dada o necesitada de aventuras y empresas que supusieran alejarse de su valle. Los egipcios nacieron y crecieron fijados a su país, estáticos en su forma de vida, una forma de vida que les bastaba para satisfacer sus necesidades y conservadores en lo social y lo ideológico.
Las consecuencias históricas de todo esto son bien conocidas. Durante 1.500 años el estado egipcio vivió en una seguridad casi absoluta frente a un mundo exterior en buena medida ignorado. Los contactos eran entonces concretos, puntuales e interesados, y, salvando contados episodios que el recuerdo y la memoria histórica egipcia minimizaron, la independencia y continuidad del estado y de la cultura faraónicas se mantuvo hasta lo que los historiadores han dado en llamar el Segundo Período Intermedio (siglos XVIII a XVI a.C.), momento en el cual, ante el asombro, incredulidad y escándalo de los egipcios, un pueblo extranjero, los mal conocidos Hiksos, se apoderó de la mitad más fértil del país, el norte, y osando apropiarse incluso de las instituciones más sagradas de los egipcios, la realeza y la religión. Aunque Egipto se recuperó de este golpe, y resurgió posteriormente, acaso más fuerte, agresivo y expansivo que nunca, en el Reino Nuevo (Dinastías XVIII-XX), nunca se olvido ese episodio de oprobio, ni se volvió a disfrutar de la tranquilidad, la certeza de seguridad e inviolabilidad de antes.
En el plano ideológico y religioso, encontramos muchas e indudables huellas de lo que acabamos de decir. Los egipcios entendían que vivían en el mejor de los mundos, que su tierra, Egipto, era la tierra favorita de los dioses. Que cuando el creador se alzó, como el dios solar, sobre la colina primordial para crear el universo y poblarlo de vida, de dioses, hombres, animales y plantas, lo que creó fue Egipto, un mundo ordenado en torno a un gran río, el Nilo. Y por supuesto, la verdadera humanidad, el rebaño de los dioses, era sin duda la población que se asentaba en sus orillas, la gente de Egipto.
Corolario indiscutible de esta recreación cosmogónica fue considerar que todo lo que había más allá de las fronteras egipcias, eran, en realidad, tierras marginales, residuos imperfectos que no alcanzaban a poder compararse con el Valle del Nilo. Y los habitantes de estos países imperfectos, dejados de la mano de dios, respondían bastante bien a lo que nosotros entendemos como modelo antropológico del “Otro inferior”, inculto y bárbaro, que apenas podían entenderse como detentadores de la condición humana.
En esta categoría dudosa encuadraron los egipcios desde los orígenes de su historia a sus más inmediatos vecinos, con los que, de una u otra forma, se vieron obligados a mantener contactos, a comerciar, o a pelear con ellos. Por una parte se encontraban los libios, pobladores de los inmensos desiertos arenosos que se abren al oeste del valle del Nilo. Aunque en cierta medida étnicamente emparentados con los egipcios, y pese a que llegaron a sustentar una sociedad con un determinado grado de desarrollo superior en torno a los importantes oasis situados al occidente de Egipto, siempre fueron considerados extraños que escondían un peligro potencial. Por otro lado estaban los sirios, ambiguo término con el que los egipcios se referían a todo aquél que procedía de más allá del Sinaí, especialmente del corredor palestino, con el que los egipcios mantendrán contactos irregulares desde la Prehistoria y al que inevitablemente volvieron una y otra vez su atención, por cuanto que era la vía que conduce al otro gran valle fluvial de Oriente, y cuna de la civilización urbana, Mesopotamia. Finalmente, por el sur, en torno a Elefantina (Asuán) y más allá, estaban los Nubios. Este fue quizás el frente que desde un momento más temprano fue considerado por los egipcios como digno de atención, e incluso de exploración. En Nubia había enemigos, los nubios fueron buenos guerreros, indómitos, y allí se organizaron los primeros estados rivales con los que hubieron de verse las caras los faraones. Pero también allí estaba el oro, y el acceso a todas las cosas preciosas del corazón de África, desde el ébano hasta los esclavos, pasando por animales exóticos y el marfil. Por ello durante siglos fue el sur la frontera que más atención recibió, y en ello está la clave de la importancia histórica, económica y cultural del enclave de Elefantina.