De nuevo, las palabras de Polibio introducen la cuestión. El historiador de Megalópolis habla así en concreto de la “constitución romana”: “Así, pues, estas tres clases de gobierno que he citado dominaban la constitución y las tres estaban ordenadas, se administraban y se repartían con tanto acierto, que nunca nadie, ni tan siquiera los nativos, hubieran podido afirmar con seguridad si el régimen era totalmente aristocrático, o democrático, o monárquico. Cosa muy natural, pues si nos fijáramos en la potestad de los cónsules, nos parecería una constitución perfectamente monárquica y real, si atendiéramos a la del senado, aristocrática, y si consideráramos el poder del pueblo, nos daría la impresión de encontrarnos, sin ambages, ante una democracia.” (Polibio Historias VI. 11. 10-11).
A partir de esta formulación polibiana, hará fortuna la caracterización de la constitución romana como una “constitución mixta”, que combinaba acertadamente lo peculiar de cada uno de los tipos principales de régimen político, esto es, la realeza, la aristocracia y la democracia, según la reflexión teórica griega.
En el famoso libro VI de sus Historias, en el que se detiene precisamente para desarrollar en detalle el organigrama constitucional de Roma, base de su éxito (recuerden lo dicho al comienzo de mi intervención), Polibio analiza los distintas instancias del poder en Roma, así como la institución militar. Compara su constitución con otras, como las de Esparta o Cartago, y llega a la conclusión de que el reparto de poder en Roma es el más eficaz y equilibrado.
Por una parte los magistrados, en particular los superiores, los cónsules, pueden dirigir las legiones y convocar y presidir las asambleas gracias a su imperium. El resto de los magistrados les están subordinados, a excepción de los tribunos, que tienen derecho de veto, la intercessio y son los defensores de los intereses de la plebe. En conjunto, las distintas magistraturas, en general colegiadas, anuales y electivas, asumirían las distintas funciones de la gestión cotidiana de la ciudad y su imperio.
El senado controla el erario público y la política externa y ejerce las funciones de representación del pueblo romano ante enviados exteriores, así como determinadas funciones judiciales.
Las asambleas, por su parte, tienen la responsabilidad de elegir a los magistrados, aprobar o rechazar las propuestas de ley, las rogationes, y resolver los casos judiciales de mayor trascendencia. También deben ratificar las declaraciones de guerra y paz.
Sin embargo, un análisis en clave excesivamente competencial resultaría anacrónico y el propio Polibio señala que uno de los aciertos fundamentales del sistema es la complementariedad y el papel de contrapeso que pueden ejercer unas instancias sobre otras. Sin negar lo acertado de esta observación del historiador griego, que subraya el carácter dinámico de este juego de poderes, es preciso cuestionar severamente su presentación del tema. Frente al supuesto carácter mixto de esta constitución, se hace necesario destacar la impronta abiertamente aristocrática de todo el sistema. Lo haremos comentando dos aspectos, uno relativo a las asambleas populares, el otro al senado y la clase dirigente, la nobilitas .
En principio es evidente que en un mundo que no conoce los mecanismos de representación, para saber qué opina el pueblo, éste ha de reunirse y hablar. Ese es el modelo de las ciudades griegas, el de una democracia directa como la ateniense. También en Roma se elige allí, en las asambleas, a los magistrados, se discuten las propuestas de ley y se decide sobre todo lo que afecta a la comunidad, pues no hay, en principio, ningún campo reservado para los magistrados o el senado. Su decisión será la voluntas, el iussus populi, la expresión de la comunidad, de la totalidad de sus ciudadanos, que decide y gobierna colectivamente.
En Roma, según ese modelo básico, no hay una, sino varias asambleas, compuestas por los mismos ciudadanos, pero ordenados de distinto modo, según la finalidad. Lo fundamental es que las asambleas romanas son en realidad una serie fija y reducida de unidades que encuadran a los ciudadanos, y donde se tiene en cuenta la opinión colectiva emitida por esas unidades (de ahí comitia en plural). Sin embargo, como apuntábamos anteriormente, ahí, de nuevo, los pobres están diluidos en un orden de discusión y, sobre todo, de votación, que primaba a las unidades de los más ricos. Tribus, clases censitarias, centurias, unidades y subunidades varias, establecen un organigrama complejo y discriminatorio. Por otra parte, las limitaciones en el funcionamiento de las asambleas frente al modelo ateniense son evidentes, pues no hay fecha fija de convocatoria, su realización y desarrollo dependen de un magistrado, no delibera propiamente y sólo responden de forma binaria a las propuestas de los magistrados convocantes, votando, hasta fines del s.II, de forma oral. Mientras Cicerón lo explica y justifica claramente, señalando en diversos pasajes sus ventajas sobre el modelo griego, nosotros podemos expresar nuestras reservas desde el punto de vista del equilibrio del poder.
Si de esta forma se relativiza la autonomía y poder real de las asambleas, el creciente protagonismo del senado, indiscutible centro de la vida política romana a partir de la 2ª Guerra Púnica, acabará por desequilibrar en su favor la balanza constitucional.
El senado, compuesto por magistrados y exmagistrados, es el auténtico gobierno de la Ciudad, si podemos hablar así. La auctoritas patrum representará el saber y la experiencia políticas acumuladas históricamente en Roma y, de esa manera, sin que ninguna ley necesite fijar pormenorizadamente sus capacidades, el estamento senatorial llevará la iniciativa en la Urbe. Al mismo tiempo, servirá de escenario restringido para los enfrentamientos entre las distintas facciones aristocráticas, buscando siempre neutralizar esos enfrentamientos y primando la búsqueda de consensos en aras de mantener su hegemonía en la dirección del Estado. Ese es el signo de los tiempos hasta aproximadamente el último tercio del siglo II.
A la vista de esta situación y frente a la opinión de Polibio, parece más acertado seguir a Crawford, cuando, refiriéndose a la naturaleza de la República afirma: “nada alteró el hecho central del gobierno republicano, o sea el mando colectivo de una aristocracia en teoría, y hasta diversos grados en la práctica, dependiente de la voluntad de una asamblea popular. En cierto sentido esta aristocracia se autoperpetuaba, pero sin duda fue perdiendo muchas familias de su seno, a través de los siglos, y admitió otra nuevas, en tanto que perduró un núcleo central compuesto por familias importantes”.
Porque, de hecho, hay una “clase política” romana ligada a las primeras clases y caballeros, cuya expresión privilegiada son los comicios centuriados, más oligárquicos y timocráticos, y el senado. Superado el conflicto patricio-plebeyo y por tanto las limitaciones por nacimiento para el acceso a los honores, la nueva nobilitas patricio-plebeya quedará delimitada por otros criterios selectivos, bien los censitarios (censo ecuestre para servir en la caballería), los militares o los familiares, dada la ventaja previa (aunque no absoluta) que suponía tener un padre ya senador o magistrado. Pocos homines novi alcanzan los escalones superiores de las magistraturas, que en última instancia definen el estatus de una persona, su dignitas, segun unos rangos y unas jerarquías firmemente establecidas y aceptadas.
Es evidente que esa dedicación política exige un tiempo y unos recursos humanos y materiales, que sólo los individuos de los órdenes superiores, senadores y caballeros, podían tener a su disposición. La política es, también en Roma, “a full time job”, es decir una ocupación exclusiva y excluyente. Aunque es verdad que en última instancia depende del voto, y todo o casi todo es público, el hombre político romano sería, según Nicolet, esencialmente el “hombre oligárquico”.
Un breve comentario sobre un área específica del derecho nos permitirá confirmar la dimensión oligárquica del hombre político romano. Me refiero a la competencia sobre el “conocimiento” e interpretación del derecho, del ius. Si en general, en Roma “el conocimiento del derecho sigue siendo una función del ejercicio del poder en la ciudad” (Schiavone), desde comienzos del siglo III y ligado a la consolidación de la nueva clase dirigente, la nobilitas patricio-plebeya, surgirá una nueva alianza entre saber jurídico y poder político. A la preeminencia anterior de los pontífices, más ligados a una tradición religioso-mágico-jurídica, sucede ahora la hegemonía del noble sabio. Estos individuos si no son todavía propiamente juristas, sí son ya “expertos”. Es un terreno, el de la jurisprudencia y los responsa, progresivamente más y más civil (antes que laico). La jurisprudencia aristocrática resiste, incluso, a ser arrinconada en el nuevo contexto de la ciudad imperial frente al poder de un magistrado, el pretor y su ius edictum, su capacidad de dictar prescripciones jurídicas y procesales. A partir de ese momento y a lo largo del siglo II, se irá definiendo con mayor nitidez la figura de ese especialista, más moderno, del conocimiento del derecho, siempre en manos de un núcleo muy restringido de hombres poderosos.