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Jueves, 21 de noviembre de 2024
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El cuerpo del atleta en la antigua Grecia

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Probablemente en ningún otro período de la historia cultural de la humanidad el deporte ha ocupado un lugar tan importante en el arte como en la Grecia antigua. Un gran conocedor del arte griego antiguo, Ernst Buschor, ha afirmado que “se podría decir, con alguna exageración, que hubo una época en la que el arte griego representó únicamente atletas”. El cuerpo humano desnudo (y en concreto el cuerpo masculino desnudo) es el tema central de la escultura y la pintura griegas desde el siglo VIII a.C. Los artistas griegos representan con inusitada frecuencia los vigorosos cuerpos de los atletas, y también cuando representan desnudos a sus héroes y a sus dioses, atribuyen a éstos el aspecto de atletas en la plenitud de su juventud y su belleza. Así, con el aspecto de un joven lanzador de jabalina aparece (según la interpretación de muchos arqueólogos) el héroe Aquiles en la escultura con la cual, hacia 440 a.C., Policleto de Argos dio forma a sus postulados sobre las proporciones de la figura humana perfecta (que son los postulados del clasicismo griego), las cuales había expuesto teóricamente en su célebre tratado Canon. Y una década después, Policleto completa su imagen humana ideal recurriendo, de nuevo, a la figura de un atleta que se ata a la cabeza las cintas que simbolizan la victoria, el llamado Diadúmenos.
Atletas son también los modelos humanos del arte de los períodos anterior y posterior a Policleto. El final del arte arcaico, a mediados del siglo VI a.C., está representado por el jinete Rampin (imagen dedicada a Atenea por un joven vencedor en unos juegos deportivos, como indica la rama de roble que corona su cabeza), obra del mismo artista que realizó un hermoso relieve de un discóbolo, actualmente en el Museo Arqueológico Nacional de Atenas. En la primera mitad del siglo V a.C., ilustran el llamado “estilo severo”, con el que comienza la época clásica, una imagen que representa a un atleta en reposo después de su triunfo, el auriga de Delfos, y otra que capta de manera magistral un momento único en el que todas las fuerzas del cuerpo humano se concentran en el intento de obtener el mejor resultado en la competición, el Discóbolo de Mirón. Y ya en el siglo IV a.C. las enseñanzas de Policleto fueron continuadas y renovadas por Lisipo de Sición, que plasma en su Apoxiómenos (el atleta que con la estrígile limpia su cuerpo del polvo y el sudor de la competición) un tipo humano más delgado y ligero que el propuesto por Policleto, un cuerpo que se hace algo más robusto, pero también más melancólico, en su representación de Agias, un célebre atleta de la primera mitad del siglo V a.C. especialista en el pancracio (combinación de las técnicas de la lucha y el boxeo). A partir de esta época, la representación escultórica del cuerpo humano va ganando en realismo lo que va perdiendo en idealización, y estas nuevas tendencias se documentan bien, como era de esperar, en las representaciones de atletas, que aparecen ahora con los rasgos individuales del rostro bien marcados, como muestra la imagen que el boxeador Sátiro de Élide dedicó en el santuario de Olimpia con ocasión de sus triunfos en los años 332 y 328 a.C. (su autor es probablemente el ateniense Silanión), e incluso los artistas se cuidan ahora de representar de manera mucho más realista las huellas, a veces terribles, que dejaban en el rostro de los boxeadores los “guantes” que se aprecian en los puños del llamado “boxeador de Apolonio”, del siglo I p.C. Sobre este tema habremos de volver más adelante.
Pero volvamos al Doríforo de Policleto. En su libro, ya clásico, sobre el arte de la Grecia clásica Charbonneaux-Martin-Villard comentan lo siguiente a propósito de la imagen: “(la simetría) se basa al mismo tiempo en relaciones aritméticas simples (la altura total es siete veces la altura de la cabeza) y en relaciones geométricas inconmensurables. Pero la simetría rítmica de Policleto está fundada en un profundo conocimiento del organismo humano, cuyas articulaciones están muy marcadas para marcar con ellas la composición estructural y la disponibilidad para la acción”. Estas palabras nos ofrecen quizá la clave para comprender la importancia que tuvo el deporte en el desarrollo de la escultura griega y del arte griego en general, desde las muy esquemáticas representaciones del cuerpo en los vasos geométricos hasta la perfección alcanzada en la escultura y en la pintura de los siglos V y IV. Al artista le interesa sobre todo el cuerpo humano y los movimientos del cuerpo humano, y, dado que los hombres griegos practicaban el deporte desnudos, los gimnasios y las palestras permitían a los artistas pasarse las horas contemplando y estudiando detalladamente el cuerpo humano, ya en reposo, ya ocupado en sencillos o complejos movimientos.
En efecto, el arte griego nos muestra los cuerpos de los atletas en las más variadas actitudes dentro de los gimnasios, las palestras, los estadios y los hipódromos. Los vemos en los momentos previos o posteriores al esfuerzo deportivo, aplicándose el aceite o quitándose con la estrígile la mezcla de polvo y aceite que cubre sus cuerpos tras el ejercicio, recibiendo masajes o vistiéndose para volver a casa. Y los vemos también, naturalmente, entrenando o compitiendo en todas las especialidades deportivas: la carrera pedestre en sus diversas distancias, el salto de longitud, los lanzamientos de disco y jabalina, la lucha, el boxeo y el pancracio, las pruebas hípicas, y también las disciplinas que no se disputaban en los Juegos más importantes, como el remo y la natación o los juegos con pelota. La mirada de los artistas griegos es tan minuciosa y la cantidad de las representaciones que han llegado hasta nosotros tan abundante, que sólo con el testimonio de la pintura y la escultura podríamos conocer, por ejemplo, las técnicas empleadas por los luchadores griegos o reconstruir la secuencia completa de la técnica empleada por los atletas griegos para lanzar el disco o la jabalina.
Hasta el siglo IV a.C. la estatuaria y las pinturas de los vasos nos muestran por regla general los gimnasios y palestras repletos de cuerpos masculinos hermosos y bien formados (sobre las mujeres hablaremos más adelante), aunque de vez en cuando también se nos aparece algún voluntarioso muchacho que parece acudir al gimnasio más bien a perder los quilos que le sobran. Esta exaltación del cuerpo del deportista haya asímismo reflejo en la literatura contemporánea (en realidad ya desde los poemas homéricos), y especialmente en el género poético “deportivo” por excelencia en la literatura antiguo, el epicinio. El epinicio es un canto entonado por un coro para celebrar la victoria de un atleta en una competición deportiva, compuesto por un poeta por encargo del propio atleta vencedor o su familia (más raramente su ciudad). El epinicio se cantaba en el lugar mismo de la competición o bien durante la fiesta que se celebraba cuando el atleta retornaba a su ciudad, y fue un género que alcanzó su cénit entre 500 y 450 a.C. por obra de dos poetas de la pequeña isla de Ceos, Simónides y Baquílides, y sobre todo por obra de Píndaro de Tebas. Para los poetas que componen epinicios, y particularmente para Píndaro, el atleta es el hombre ideal, que destaca tanto por sus cualidades físicas como por sus cualidades intelectuales y morales, puestas siempre al servicio de la comunidad, en beneficio de la buena marcha de los asuntos de su ciudad. El hecho de que Píndaro nos presente a los vencedores en los juegos deportivos como modelos (e, insisto, no sólo en lo físico, sino sobre todo en el terreno moral) tiene su fundamento en la convicción de que la competición atlética es un test muy fiable para evaluar la valía de un hombre, pues en ella el ser humano saca a relucir lo mejor de sí mismo, en todos los aspectos. En los epinicios se suele hacer, por tanto, una alabanza de las virtudes del atleta vencedor, que incluye a menudo el elogio de la belleza física del atleta, señalando el poeta generalmente que esa belleza física va en consonancia con la belleza de su comportamiento y sus acciones. Veamos algún ejemplo (cf. también Olímpicas 10.103 ss., Nemeas 11.12, Ístmicas 7.22; Baquílides 9.27 ss.):
- Olímpicas 8.19 ss. (a Alcimedonte de Egina, vencedor en la lucha infantil): “su aspecto era hermoso, y sin desmentir con su actuación su figura, cuando venció en la lucha hizo proclamar el nombre de su patria Egina, la de largos remos”.
- Olímpicas 9.91 ss. (a Efarmosto de Opunte, vencedor en la lucha): “y cuando balanceando con astucia su cuerpo dominó a los hombres sin haber caído una sola vez, ¡entre qué clamor recorrió el círculo de los espectadores el hermoso joven en la flor de la edad, que hermosísimas acciones había llevado a cabo!”.
- Nemeas 3.19 ss. (a Aristoclides de Egina, vencedor en el pancracio): “y si hermoso como es y habiendo mostrado un comportamiento concorde con su apostura, ha alcanzado el hijo de Aristófanes las máximas alturas de la hombría...”.

Este deseo de alcanzar una armonía entre el cultivo y desarrollo de las cualidades físicas, intelectuales y morales es el objetivo primordial de la educación griega antigua (y de la educación ateniense en particular), y por eso, al amparo de la divisa que resume este ideario, "la gimnasia para el cuerpo y la ‘música’ para el alma", la educación física y la práctica del deporte tuvo una arraigada implantación en el sistema educativo y, en general, en toda la vida de los ciudadanos griegos, a partir de la creencia de que la práctica de ejercicios corporales es un medio de adquirir y mantener no sólo la salud física sino también el equilibrio mental y incluso de desarrollar y pulir las cualidades morales de las personas, una idea sostenida con frecuencia por los teóricos actuales del deporte y que encontramos ya expuesta en los escritos médicos griegos (Corpus Hippocraticum y Galeno) y especialmente en la República de Platón (410c), donde se modifica el mencionado lema "la gimnasia para el cuerpo y la música para el alma" (República 376e), para afirmarse que tanto la educación intelectual como la educación física tienen como finalidad última el cuidado del alma. La misma idea reaparece después también en Aristóteles.
En efecto, tanto Platón como Aristóteles, sobre todo cuando exponen cuál debe ser el sistema educativo de la ciudad ideal que imaginan respectivamente en sus obras La República y La Política, consideran que en él la educación física debe ocupar un lugar fundamental con vistas a adquirir y mantener la salud y la belleza del cuerpo (y también del “alma”, por utilizar la terminología platónica), y que los hombres y las mujeres de estos estados ideales deben seguir practicando el deporte a lo largo de toda la vida, incluso en la vejez (cf. República 403c, Política 1331a31 ss.). Las prescripciones de Platón y de Aristóteles con respecto a las actividades físicas se orientan exclusivamente hacia su práctica con fines educativos y ambos atacan enérgicamente el deporte de competición, el deporte profesional, y en particular el régimen de vida de los atletas, que consideran insano para el cuerpo y además inútil para las necesidades de la ciudad. En este aspecto, Platón y Aristóteles no hacen sino continuar el camino marcado por otros intelectuales griegos desde dos siglos antes, que atacaban el deporte de competición centrando sus críticas en dos aspectos que constituyen igualmente, creo, el blanco de las censuras que los intelectuales y hombres de ciencia de nuestro siglo continúan dirigiendo contra el deporte profesional: en primer lugar, la exagerada valoración social de las cualidades físicas por encima de las intelectuales, que se traducía, como ahora, en las desmesuradas recompensas económicas que recibían los atletas y en la devoción popular de que eran objeto, sobre todo en comparación con las menores satisfacciones que aguardaban a quienes cultivaban el espíritu más que el cuerpo (una crítica que encontramos ya claramente expresada en el fr.2 de Jenófanes de Colofón, en el siglo VI a.C.); en segundo lugar, el régimen de vida que los deportistas se veían obligados a seguir, cuyos excesos en la alimentación y en los esfuerzos físicos resultaban ser, en última instancia, sumamente perjudiciales para la salud y en modo alguno contribuían (sino todo lo contrario) a la formación de un cuerpo bello y armonioso.
Desarrollemos este segundo aspecto, que es el que interesa en concreto para el tema de estas jornadas. Hemos visto que los poetas de epinicios, Píndaro y Baquílides, y la pintura y la escultura contemporánea nos ofrecen una imagen idealizada de los atletas como prototipos de belleza física (y de otras cualidades intelectuales y morales). Apenas un cuarto de siglo después de la muerte de Píndaro, un fragmento del poeta trágico Eurípides (fr. 282 Nauck2, perteneciente a una obra perdida titulada Autólico, que se suele fechar hacia 420 a.C.) nos presenta ya el lado oscuro, pues en él aparecen descritos los atletas como seres inútiles para la comunidad, como sacos de carne que sólo piensan en comer y que, una vez que su momento de gloria ha pasado, se arrastran por la vida como juguetes rotos: “De los innumerables males que hay en Grecia, ninguno es peor que la raza de los atletas. En primer lugar, éstos ni aprenden a vivir bien ni podrían hacerlo, pues ¿cómo un hombre esclavo de sus mandíbulas y víctima de su vientre puede obtener riqueza superior a la de su padre? Y tampoco son capaces de soportar la pobreza ni remar en el mar de la fortuna, pues al no estar habituados a las buenas costumbres difícilmente cambian en las dificultades. Radiantes en su juventud, van de un lado para otro como si fueran adornos de la ciudad, pero cuando se abate sobre ellos la amarga vejez, desaparecen como mantos raídos que han perdido el pelo. Y censuro también la costumbre de los griegos, que se reúnen para contemplarlos y rendir honor a placeres inútiles…¿Pues qué buen luchador, qué hombre rápido de pies o qué lanzador de disco o quien habitualmente ponga en juego su mandíbula ha socorrido a su patria obteniendo una corona? ¿Acaso lucharán contra los enemigos llevando discos en las manos o por entre los escudos golpeándolos con los pies expulsarán a los enemigos de la patria? Nadie hace esas locuras cuando está frente al hierro. Sería preciso, entonces, coronar con guirnaldas a los hombres sabios y buenos y a quien conduce a la ciudad de la mejor manera siendo hombre prudente y justo, y a quien con sus palabras aleja las acciones perniciosas, suprimiendo luchas y revueltas. Tales cosas, en efecto, son beneficiosas para la ciudad y para todos los griegos.
Eurípides comienza criticando el aspecto físico de los atletas, cuya dieta sobrealimentada los convertía en máquinas de comer (“esclavos de sus mandíbulas y víctimas de sus vientres”) y en hombres de cuerpos deformes. Muy probablemente Eurípides está pensando en concreto en los boxeadores, luchadores y pancratiastas. En la lucha, el boxeo y en el pancracio antiguo, a diferencia de lo que sucede en el deporte actual, los atletas no eran agrupados según su peso, sino que todos competían contra todos, de manera que los entrenadores prescribían a sus pupilos copiosas dietas a base sobre todo de carne con el objeto de aumentar su masa corporal, pensando que eso suponía una ventaja a la hora de competir. Pueden imaginarse que con frecuencia el resultado final de ese régimen no era precisamente el cuerpazo del Doríforo o del Diadúmenos, sino una figura barriguda y deforme, que aparece en las pinturas de los vasos desde finales del siglo VI a.C.
Sobre todo a partir del momento en que el deporte griego se hace definitivamente profesional, en la segunda mitad del siglo V a.C., en los escritos de muchos poetas, oradores, médicos y filósofos de la antigua Grecia volvemos a encontrar críticas semejantes a las vertidas por Eurípides contra el insano entrenamiento y régimen de vida de los atletas, que convertía a personas que en principio deberían ser prototipo de salud e incluso de belleza y armonía corporal, en hombres de cuerpos deformes por el sobredesarrollo y la excesiva especialización del entrenamiento e incluso en hombres de salud precaria. Un tratado médico recogido entre las obras atribuidas a Hipócrates y titulado Sobre la alimentación (34) resume estas ideas en una frase: “La constitución del atleta no va de acuerdo con la naturaleza”, y las mismas críticas contra el deporte profesional se reproducen con frecuencia en los escritos médicos, a pesar de que en ellos los ejercicios físicos desempeñan un papel fundamental como terapia y también como prevención de enfermedades. También Platón rechaza el régimen de vida y entrenamiento de los atletas de su época, por estar destinado exclusivamente al desarrollo de la fuerza física, sin tener como objetivo esa armonía entre lo físico y lo intelectual y moral que preconiza el sistema educativo diseñado por Platón, y porque ese entrenamiento, basado –según el filósofo- en mucho comer y mucho dormir y en un régimen de vida muy estricto, resulta muy perjudicial para la belleza y la salud del cuerpo, ya que “si se apartan un poco del régimen prescrito, esos atletas sufren grandes y violentas enfermedades” (República 404). En la misma línea que Platón se sitúa también Aristóteles cuando critica el insano entrenamiento y régimen de vida de los atletas, estricto y especializado en exceso: “la constitución de los atletas no es útil para la buena disposición del ciudadano, ni para la salud ni para la procreación, ni tampoco la que exige demasiados cuidados ni la que soporta demasiado poco la fatiga, sino la intermedia entre ellas. Así pues (los padres) deben tener una constitución ejercitada, pero ejercitada en trabajos no violentos ni orientados en una sola dirección, como los de los atletas” (Política 1335b; cf. 1338b y Ética a Nicómaco 1106b).
Esta línea crítica culmina quizá, cinco siglos después de Píndaro, con los atletas que protagonizan los epigramas satíricos de los poetas Lucilio y Nicarco, en el siglo I p.C. En ellos ya no aparecen los heroicos, hermosos e idealizados atletas de Píndaro, prodigios de fuerza y velocidad, sino atletas que son más bien prodigios de fealdad y torpeza, corredores tan lentos que llegan a la meta después del último y a los que adelanta hasta el público, y boxeadores que después del combate ni siquiera ellos mismos se reconocen al mirarse al espejo. Veamos un par de estos epigramas:
Nicarco, Antología Palatina 11.82:

“Junto con otros cinco, en Arcadia participó Carmo en la carrera de fondo.
¡Milagro, pero es verdad: llegó…el séptimo!.
‘Si eran seis -preguntarás quizá-, ¿cómo es que llegó el séptimo?’.
Es que un amigo suyo se acercó a él [mientras corría] diciéndole: ‘¡Ánimo, Carmo!’.
Y [el amigo] llegó antes que Carmo a la meta. Y si llega a tener Carmo
cinco amigos más, habría llegado el duodécimo”.
Lucilio, Antología Palatina 11.77:
“Después de 20 años Ulises regresó a su patria sano y salvo,
y reconoció su figura su perro Argos al verlo.
En cambio a ti, Estratofonte, después de cuatro horas boxeando,
no es que no te reconozcan los perros, es que no te reconoce nadie en tu ciudad.
Y si quieres mirar tu propio rostro en el espejo,
tú mismo dirás bajo juramento: ‘No soy Estratofonte’”.


Desde que, a partir del siglo IV a.C., el arte griego se hace más realista, también las artes figuradas nos muestran a estos atletas torpes y feos, cuyos rostros y cuerpos han sido trágicamente deformados por los golpes de los combates y los nocivos entrenamientos. Los caricaturescos boxeadores representados en terracotas de las épocas helenística y romana están tan lejos del jinete Rampin y de los atletas de Mirón, Policleto o Lisipo, como lo están los atletas pindáricos de los patéticos deportistas de los epigramas de Nicarco y Lucilio, que son los que predominan en el último período de la literatura griega antigua, con alguna excepción como el elogio que el gran orador Dión Crisóstomo hace en su discurso 29 del joven boxeador Melancomas, muerto repentinamente cuando se preparaba para intervenir en unos juegos napolitanos en el año 74 p.C. En el Melancomas elogiado por Dión reencontramos por un momento al atleta de Píndaro, modelo de valor, prudencia, inteligencia, y también de belleza física: “es bello entre los bellos, ya que los atletas son los hombres más hermosos, pues son los más grandes y mejor formados, y los que otorgan a sus cuerpos el mayor cuidado”.

Hasta el momento hemos hablado únicamente del cuerpo de los atletas varones, y no quisiera dejar de dedicar unas palabras a las mujeres deportistas. Naturalmente, el deporte femenino, tanto en el mundo griego como en el mundo moderno, se inscribe dentro del contexto más amplio de la situación de la mujer en las sociedades respectivas, y dado el papel que se asignaba a las mujeres en la sociedad griega antigua no es de extrañar que para ellas fuese en general mucho más difícil que para los varones el acceso a una educación física continuada y sistemática, a lo que debemos añadir el hecho de que las mujeres no podían participar en las grandes competiciones deportivas e incluso tenían prohibido en buena parte el acceso a ellas siquiera como espectadoras. No obstante, tampoco querría que olvidáramos que estos prejuicios contra las mujeres atletas se han mantenido hasta el deporte contemporáneo, hasta bien entrado el siglo XX. Todavía el fundador de los Juegos Olímpicos modernos, el barón Pierre de Coubertin, afirmaba que el papel que las mujeres debían desempeñar en unos Juegos Olímpicos era, sobre todo, el de coronar al vencedor; y en 1924 leemos lo siguiente en la revista española Aire libre: “Existen agrupaciones deportivas donde grupos de muchachas, llevadas por el prurito de imitar al hombre, cultivan el deporte de su predilección sin excluir el fútbol, el atletismo, el pedestrismo, el ciclismo, etc. Nunca se combatirá bastante a tales instituciones, en las que se consiente a la mujer la práctica de ejercicios que no corresponden a su condición orgánica. Tales métodos pueden acarrear la pérdida de salud si el organismo no está preparado para soportarlos y, si lo está, la creación del tipo marimacho, y no sabemos cuál de los dos extremos es más lamentable1.
En el mundo griego, las fuentes arqueológicas atestiguan la intervención de mujeres en distintas manifestaciones deportivas y muy particularmente en la más característica disciplina del deporte cretense, los saltos del toro. Los saltos del toro se inscriben probablemente en un contexto religioso, como es la norma en el deporte griego antiguo, especialmente en el caso del deporte femenino, cuyo nexo con el culto se mantuvo de manera mucho más intensa que en el deporte masculino, dado que la situación social de la mujer impidió en buena medida una evolución hacia la práctica profesional del deporte (y, por tanto, hacia una debilitación de los lazos que unían deporte y culto), como desde muy pronto ocurrió en el caso del deporte masculino. Los juegos del toro cretenses se han puesto en relación con el culto a la Gran Diosa Madre cretense, de manera que saltando sobre el toro las sacerdotisas se ponían al servicio de su diosa, o bien se han interpretado como ritos de iniciación en las cuales podían participar también las mujeres.
En los mitos griegos aparecen de vez en cuando mujeres practicando algún tipo de deporte, y son siempre mujeres excepcionales, que se caracterizan precisamente por su masculinidad. Es el caso de la ninfa Cirene, de quien queda prendado Apolo cuando la ve pelear con un león (de acuerdo con la descripción de la Pítica 9 de Píndaro), y especialmente de la deportista por excelencia del mito griego, Atalanta, que participa en la caza del jabalí de Calidón y a la que ni siquiera el héroe Peleo puede derrotar durante los juegos fúnebres en honor de Pelias en la prueba de la lucha (o en la carrera, según otras fuentes); y tampoco la pudieron derrotar los aspirantes a casarse con ella, para lo cual debían vencerla en la carrera pedestre, hasta la llegada del llamado Hipómenes o Melanión, que logró vencerla y convertirla en su esposa, pero para ello tuvo que recurrir a la astucia más que a la rapidez de sus pies y hacer uso de las manzanas de oro que le había entregado Afrodita y que fue arrojando durante la carrera, aprovechando para obtener ventaja el tiempo que Atalanta iba deteniéndose a recogerlas. Cirene y Atalanta son vírgenes cazadoras que desprecian el sexo y a los hombres, con quienes pretenden rivalizar adoptando comportamientos masculinos. Al respecto es significativo un pasaje del final de la República en el que Platón nos cuenta cómo las almas de diversos personajes van eligiendo nuevas vidas: “el alma de Atalanta, cuando vio los grandes honores de un atleta, no pudo pasar de largo y los tomó para sí”2.
Pero un artista griego de las épocas arcaica y clásica no representa igual a un atleta que a una atleta, por muy “masculina” que ésta pretenda ser. Podemos apreciar que incluso en las representaciones iconográficas en las que Atalanta aparece caracterizada muy precisamente como una deportista, no se la muestra completamente desnuda, y en otras ocasiones, cuando los aspectos femeninos de Atalanta prevalecen sobre los masculinos (sobre todo cuando se ilustra su carrera contra Hipómenes), aparece completamente vestida. Ello se debe, por un lado, al hecho de que el arte griego de época arcaica y clásica generalmente sólo representa desnudo por completo el cuerpo masculino, y por otro lado también a la circunstancia de que, a diferencia de los hombres, las mujeres practicaban el deporte vestidas por regla general.
Así sucedía, en efecto, en la competición femenina quizá más importante de la antigua Grecia, una carrera pedestre (el deporte de competición femenino más extendido en la antigua Grecia) que tenía lugar en honor de la diosa Hera en el mismo santuario en el que se celebraban los Juegos Olímpicos y que conocemos casi exclusivamente por la siguiente descripción de Pausanias (5.16.2-3): “Cada cuatro años tejen a Hera un peplo las 16 mujeres y ellas mismas convocan una competición, los Juegos Hereos. La competición consiste en una carrera para muchachas, no todas de la misma edad, sino que corren las primeras las más jóvenes y después de ellas las segundas en edad y las últimas las muchachas que son mayores. Y corren de la siguiente manera: llevan suelto el cabello y una túnica les llega un poco por encima de la rodilla y enseñan el hombro derecho hasta el pecho. También a ellas les está asignado para la competición el estadio olímpico, pero se les reduce para la carrera aproximadamente la sexta parte de él. A las vencedoras les conceden coronas de olivo y parte de la vaca sacrificada a Hera, y además les está permitido ofrendar imágenes con inscripciones. Y también hay mujeres que prestan ayuda a las 16 que dirigen estas competiciones. Estos juegos de muchachas los hacen remontar también a una época antigua, diciéndose que Hipodamía, para dar gracias a Hera por su boda con Pélope, reunió a las 16 mujeres y con ellas fue la primera en organizar los Juegos Hereos”. La vestimenta descrita por Pausanias recuerda la que lleva la muchacha representada en una estatua de mármol, de 1’54 de altura (llamada la “corredora Vaticana”) que pudiera ser copia de una estatua originalmente dedicada por una vencedora en los Juegos Hereos hacia 460 a.C. (Museos Vaticanos, Galleria dei Candelabri, XXXIV.36.1, inv. 2784). Vestida está también la corredora representada en una estatuilla de bronce de procedencia espartana hallada en Epiro (ca. 520, conservada en el Museo Británico, GR 1876, 5-10.1, Bronze 208), y las muchachas que disputan una carrera de velocidad en un vaso ateniense de finales del siglo VI a.C.
Mujeres desnudas haciendo deporte aparecen excepcionalmente, bien cuando son representadas practicando algún tipo de actividad física especial como la natación (por ejemplo en otro vaso ateniense de finales del VI a.C.), bien cuando se ilustran actos de culto que se realizaban fuera de la miradas de los hombres, como ocurre en el caso de los rituales prenupciales de iniciación femenina que tenían lugar en diversos lugares del Ática, especialmente en el santuario de Ártemis en Braurón. En efecto, en tales ritos la iconografía nos muestra corriendo a muchachas de diversas edades (entre ellas las llamadas “osas de Braurón”). Ahora bien, ¿qué representan esas carreras? Digamos, en primer lugar, que unas corredoras aparecen vestidas y otras desnudas, un hecho que algunos estudiosos (Kahil, Sourvinou-Inwood) han interpretado en el sentido de que las chicas que corren con una breve túnica son las que se encuentran en la primera etapa de la iniciación y las que corren desnudas son las que están a punto de culminar el proceso, mientras que para otros (Scanlon) la desnudez no estaba ligada a una edad determinada, sino que el rito comprendía una parte que las muchachas debían desarrollar desnudas y otra en que debían hacerlo vestidas, quizá simbolizando (como quiere Pierre Vidal-Naquet) el paso del estado “salvaje” (representado por la desnudez) al estado “civilizado” y “doméstico” (representado por el vestido)3. Es probable, por otro lado, que, como ha defendido Scanlon con buenos argumentos, el ritual no consistiera en una carrera atlética, sino en una especie de juego competitivo de persecución, en el cual una muchacha que representa el papel de “osa” debe dar caza a otra que hace de “víctima”, repitiendo así ritualmente el acto al que se hacían remontar los orígenes del culto: una osa es entregada a (o vaga por) un santuario y es domesticada; una muchacha juega con la osa, que por un momento recuerda su naturaleza salvaje y de un zarpazo mata (o deja ciega) a la joven, cuyos hermanos matan a la osa; entonces Ártemis (o un oráculo que consultan los atenienses para acabar con una epidemia) ordena que todas las muchachas del Ática deben “hacer la osa” antes del matrimonio.
Sabemos que también corrían desnudas las muchachas que participaban en rituales semejantes en otras ciudades como Esparta, siempre lejos de ojos masculinos. Ahora bien, en el caso concreto de Esparta se ha planteado la posibilidad de que las mujeres practicaran el deporte de manera habitual en las mismas condiciones que los hombres, es decir, desnudas. Porque en Esparta, la mayor libertad de la que gozaban las mujeres con respecto a otros lugares del mundo griego antiguo les permitía realizar una serie de actividades impensables, por ejemplo, para las atenienses, entre las que se cuenta un completo entrenamiento atlético. La participación de las muchachas en las prácticas deportivas espartanas era atribuida por la tradición al mítico legislador Licurgo, a quien se nos dice que movió principalmente el deseo de preparar futuras madres que gracias al deporte resistieran mejor los esfuerzos del parto (Plutarco, Licurgo 14.2) y dieran a luz hijos sanos y robustos, como nos dice Jenofonte en la Constitución de los lacedemonios (1.4): “Licurgo…considerando que para las mujeres libres lo más importante era la procreación de hijos, en primer lugar ordenó que el sexo femenino ejercitarse su cuerpo no menos que el masculino, y en segundo lugar estableció para las mujeres, como también para los hombres, competiciones de velocidad y fuerza entre ellas, estimando que de unos padres fuertes nacen asimismo hijos más robustos”.  Y, en general, la ejercitación deportiva y la vida al aire libre de las muchachas espartanas contribuyeron notablemente a que la fama de su belleza y salud se extendiera por todas partes, como bien reflejan las palabras con las que la espartana Lampito es saludada por la ateniense Lisístrata en la comedia homónima de Aristófanes (vv.78 ss.; estamos en el año 411 a.C.): “¡Hola Lampito, queridísima laconia! ¡Cómo reluce tu belleza, guapísima! ¡Qué buen color tienes y cuán lleno de vitalidad está tu cuerpo!¡Hasta un toro podrías estrangular!
Los especialistas han atribuido al deporte femenino espartano también una función “erótica”, es decir, el entrenamiento físico de las muchachas espartanas en los gimnasios de la ciudad tendría como uno de sus objetivos principales estimular eróticamente a los jóvenes, con la vista puesta en el matrimonio y en la procreación de hijos. Por eso muchachos y muchachas compartían los mismos lugares de entrenamiento (recuérdese el cuadro de Degas “Ejercicios de jóvenes espartanos”, de 1860-62). Los muchachos se ejercitaban desnudos, siguiendo la práctica habitual en Grecia, pero ¿y las muchachas? En unos versos del poeta latino Propercio (3.14.1-4), del siglo I a.C., leemos: “muchas reglas de tu palestra, Esparta, admiramos, pero especialmente tantas excelencias del gimnasio de las doncellas, pues sin mala reputación se ejercita desnuda una muchacha entre hombres que luchan”. Pero esta aseveración de Propercio choca con lo que, cuatro siglos antes y en plena época clásica, leemos en un pasaje de la tragedia Andrómaca de Eurípides (vv.595ss.), en el cual Peleo habla como un ateniense cuando afirma que “ni aunque quisiera podría ser casta ninguna muchacha espartana, pues juntamente con los hombres, tras abandonar sus casas, con los muslos desnudos y los peplos sueltos, tienen pistas de carreras y palestras comunes, insoportables para mí”. Así pues, las espartanas, como nos documenta también la iconografía, se ejercitaban vistiendo una breve túnica provista de aperturas laterales que dejaban ver buena parte de los muslos (y que justifica el epíteto “enseñamuslos” con el que las califica ya el poeta Íbico de Regio, fr. 339 PMG, en el siglo VI a.C.), y el hecho de que pudieran ir más o menos ligeras de ropa no dejaría de ser un estímulo para los espectadores masculinos. La desnudez quedaba limitada por un lado a ciertas procesiones de las que nos habla Plutarco (Licurgo 14.2 ss.) cuando afirma que el legendario legislador espartano “eliminando toda forma de molicie, educación sedentaria y feminidad, acostumbró a las muchachas no menos que a los muchachos a participar desnudas en procesiones y a cantar y a bailar en algunas festividades religiosas, estando presentes los jóvenes como espectadores…La desnudez de las doncellas no tenía nada de indecoroso, ya que estaba presente el pudor y ausente la incontinencia”, y por otro lado la desnudez podría ser también habitual en las competiciones rituales que tenían lugar fuera de la ciudad y sin la presencia de espectadores, como las anteriormente comentadas. A partir de ocasiones como éstas, los escritores posteriores habrían extendido la desnudez a todas las actividades físicas de las espartanas, ya fuera para acentuar los rasgos escandalosos (dado que el mostrarse desnudo en público repugnaba grandemente el gusto de los romanos) ya para acentuar el contraste entre la idealizada vida natural de la antigua Esparta y la complicada vida de una gran ciudad moderna como Roma, como ocurre en el poema de Propercio.
Sea como fuere, a diferencia del atleta masculino, las atletas en la antigua Grecia no pasaban de ser una rareza y una rareza es también su presencia en la pintura y la escultura grecorromana, a pesar de que cuerpos de mujeres atletas nos muestre el arte grecorromano desde las bailarinas y saltadoras del toro cretenses (catorce o quince siglos antes de Cristo) hasta las llamadas “muchachas en bikini”, las corredoras, saltadoras, discóbolas y jugadoras de pelota que aparecen en los espléndidos mosaicos de la villa siciliana de Piazza Armerina, a comienzos del siglo IV a.C.

1 Tomamos la cita de T. González Aja, Introducción del deporte en España. Su repercusión en el arte, Madrid 2003, pp.72-73. En este libro se puede obtener también una buena visión de conjunto sobre la iconografía del deporte femenino a finales del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX.

2 Cirene y Atalanta (igual que las muchachas de Braurón de las que hablaremos más adelante) son la encarnación del motivo de la “muchacha que huye” mientras mira hacia atrás hacia su perseguidor, un acto que representa simbólicamente la huída de la experiencia traumática de la boda.

3 Osborne defiende, en cambio, la hipótesis contraria: del vestido se pasaba al desnudo, que simboliza un nuevo “nacimiento” como condición previa para el inicio de la nueva vida adulta que las muchachas van a emprender.

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