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Domingo, 22 de diciembre de 2024
Jornadas sobre la antiguedad
LA DEMOCRACIA ATENIENSE
¡Todo el poder para la asamblea!
Comunidad y participación en la democracia ateniense

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2. LA PÓLIS

Como digo, el primer concepto que debemos precisar es el de pólis, y hemos de hacerlo con especial énfasis, porque se ha difundido en exceso la traducción, singularmente inapropiada, de pólis como ciudad-estado. En primer lugar, no era absolutamente necesario que en cada pólis hubiera un núcleo urbano, aunque sea cierto que así ocurría en la mayor parte de los casos. De una de las póleis más importantes de Grecia, Esparta, sabemos que a finales del siglo V aún vivía dispersa en aldeas, sin santuarios ni edificios suntuosos (Tuc. 1,10,2). Aunque el proceso de urbanización volvió cada vez más raras situaciones como la de Esparta, todavía en el siglo II d.C., Panopeo en la Fócide (Grecia central) era una pólis, pero no una ciudad, pues carecía de teatro, de ágora y de cualquier clase de edificios oficiales (Paus. 10,4,1). Con todo, mayor reproche ha de recaer, en el binomio ciudad-estado, sobre este segundo término. El concepto moderno de estado tiene como uno de sus componentes centrales la noción de territorio, pues un estado se entiende como el ejercicio del poder soberano sobre un determinado territorio. La soberanía, desde luego, nunca fue un rasgo determinante de la pólis griega que, como tal, sobrevivió mal que bien incluso una vez integrada en el Imperio romano y sometida a él. Y lo mismo puede aplicarse también al territorio, porque los griegos atendieron siempre mucho más a la comunidad de ciudadanos que al lugar físico donde habitaban. Una pólis puede emigrar colectivamente, trasladarse a otro lugar, sin alterar por ello su ser como pólis: cuando el avance persa obligó a todos los habitantes de Focea, en la costa occidental de la actual Turquía, a embarcarse y abandonar su ciudad (Hdt. 1,165), la pólis no desapareció por  ello, sino que siguió existiendo en el cuerpo ciudadano que peregrinaba de un lugar a otro del Mediterráneo buscando un lugar donde asentarse. Lo mismo ocurrió cuando, algunos años más tarde, los atenienses hubieron de abandonar Atenas al saqueo persa. En este punto, el lenguaje es fundamental: no se habla tanto de Atenas sino de los atenienses, no de Esparta sino de los espartanos. De modo sistemático, en los tratados internacionales, en las obras de historia o en las tragedias, la referencia a la pólis ateniense se hace como "hoi Athenaioi", "los atenienses", aunque nosotros, imbuidos de la noción moderna de estado, traduzcamos como "Atenas". 

La pólis, por tanto, no es un estado sino una comunidad de personas sometida a una misma ley. El romano Cicerón no hará otra cosa que retomar la larga tradición griega de pensamiento político cuando traduce la res publica romana como una res populi, una cosa, algo, que es de todos, del conjunto del pueblo. De esta definición de la pólis se derivan dos consecuencias que serán importantes para nuestro tratamiento ulterior de la democracia de los atenienses. La primera de ellas atiende a la composición de la comunidad, que lógicamente ya no viene determinada por el territorio. A diferencia de los que sucede en un estado moderno, en Grecia no todos los nacidos dentro de las fronteras de la pólis adquieren la ciudadanía sino sólo los hijos de ciudadanos, porque, una vez más, el criterio decisivo es la comunidad, no el territorio. En Atenas había 30.000 ciudadanos varones adultos junto a 20.000 metecos varones adultos, muchos de ellos griegos, procedentes de otras póleis, que habían residido en Atenas desde hacía varias generaciones, sin que por ello cambiase su situación jurídica, que era muy desfavorable: en efecto, no sólo carecían de derechos políticos sino que tampoco podían adquirir la propiedad sobre bienes inmuebles (casas y tierras). En el 451 a.C., Pericles logró que se aprobase una ley en Atenas que enduracía los requisitos para obtener la ciudadanía, pues a partir de entonces fue preciso que tanto el padre como la madre fuesen atenienses para que el hijo heredase tal condición. Esta ley, que se mantuvo vigente a lo largo del siglo IV, aumentó de hecho el aislamiento de los metecos penalizando los matrimonios mixtos. 

La segunda consecuencia, a la que antes aludía, se refiere a la separación, e incluso el enfrentamiento entre el estado y la sociedad, tan característica de nuestra época y sin embargo inexistente en la Grecia antigua, donde la pólis se identifica, como hemos visto, con la comunidad y no con el aparato de poder político. Por esta razón, en Grecia no podía cuajar el concepto de derechos inherentes y universales del ciudadano, que le sirvan para protegerse frente a las injerencias cada vez más temibles del estado. Aunque algún pensador aislado pudo tal vez acercarse a esta visión garantista de la ley (Licofrón en Aristóteles), en términos generales, nunca hubo solución de continuidad entre los ciudadanos y la constitución política que regulaba su vida y sus instituciones. Son numerosísimos los textos que de una u otra forma aluden a este principio. Comencemos por uno de los más célebres, la oración fúnebre que Tucídides pone en boca de Pericles para honrar a los caídos atenienses en el primer año de la guerra del Peloponeso. A nosotros no nos interesa ahora determinar si el historiador quiso o no recoger fielmente las palabras del célebre político, nos basta con saber que su intención era realizar una de las escasas apologías que han llegado a nosotros de la democracia ateniense. Pericles es muy claro al respecto: los atenienses somos como somos en nuestro quehacer cotidiano, en nuestra vida privada tanto como en la pública, porque tenemos una constitución democrática, que permite desarrollar y mejorar la personalidad de cada ateniense tomado individualmente. Desde una perspectiva justamente contraria, antidemocrática, Platón vendrá a coincidir en este isomorfismo, llamémoslo así, entre el hombre y la pólis: en una ciudad tiránica, la psicología de sus habitantes tendrá unos rasgos específicos, diferentes de los que encontramos entre quienes viven en una democracia o en una oligarquía. Era éste un principio tan evidente para Platón que ni siquiera se tomó la molestia de intentar demostrarlo. La raíz profunda se encuentra en la ley concebida como educadora. Para nosotros, la ley debe adaptarse a la voluntad de los ciudadanos, y cambiar a medida que esta última vaya alterándose. La perspectiva griega era justamente la contraria, pues la ley moldeaba el carácter de quienes estaban bajo su influjo, era su educadora. Por esta razón Sócrates en el Critón platónico se niega a huir del corredor de la muerte donde espera su ejecución por cicuta, porque el ciudadano se lo debe todo a la ley: fue engendrado según las leyes que rigen el matrimonio, educado de acuerdo con las leyes sobre educación. 

En resumidas cuentas, la intimidad, la privacidad, tan anglosajona, no encuentran ni el más mínimo reconocimiento en el pensamiento político griego, deficiencia que abría la puerta al totalitarismo más drástico, al sometimiento absoluto y pleno del individuo a la ley, como en la utopía platónica de la República

Que la pólis sea una comunidad no significa que todos puedan o deban participar en el gobierno. Muy al contrario, la democracia tuvo un carácter verdaderamente excepcional en la historia de Grecia, donde abundaron siempre los gobiernos oligárquicos, más o menos moderados, que justificaban su supremacía política en su mayor contribución económica: porque eran ellos quienes en mayor medida soportaban los gastos de la entera comunidad, tanto en tiempos de paz como especialmente en tiempo de guerra, consideraban los oligarcas justo y apropiado que les correspondiera también una parte mayor en el gobierno de la pólis. Con todo, incluso en una oligarquía, los habitantes de una pólis son miembros de una comunidad, no súbditos. La diferencia se expresa gráficamente en el relato del enfrentamiento entre persas y griegos que conocemos con el nombre de Guerras Médicas: los persas acudían a la batalla empujados a latigazos por sus oficiales quienes cavaban trincheras detrás de sus filas para evitar que huyeran, mientras los griegos avanzaban  libres, todos al mismo ritmo marcado por la flauta. Entre los persas, el monarca era un pastor que tenía a su cuidado un rebaño de ovejas, pero no había pastores entre los griegos, no había reyes. Y la diferencia pienso puede percibirse bien en el mismo texto de las leyes del arcaísmo griego.  Uno de los textos legislativos más antiguos que ha llegado hasta nosotros, la ley de Dreros, en Creta, de mediados del siglo VII a.C. comienza proclamando: "la Ciudad ha decidido" (H.van Effenterre y F.Ruzé, Nomima, vol.I, Roma, 1994, nº81). No puede afirmarse con mayor rotundidad que es la entera comunidad quien se dota a sí misma de las leyes que precisa, sin recurrir a ninguna instancia superior. El contraste es evidente si recordamos que, por ejemplo, en el código de Hammurabi es el dios Marduk quien entrega la ley al monarca babilonio, igual que Moisés subió al Sinaí a recoger de Yaveh la Torah. Cuando es un dios quien ordena, la reflexión y la discusión sobre lo justo e injusto de un sistema político resultan inviables. 
 

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