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Viernes, 27 de diciembre de 2024
Jornadas sobre la antiguedad
LA RELIGIÓN EN LA ANTIGUA GRECIA
Las diosas de la familia Olímpica

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Los antiguos griegos practicaban una religión politeísta, es decir, su concepción del universo divino incluía numerosos dioses, semidioses, héroes, espíritus y fuerzas sobrenaturales. Pero, a pesar de esta complejidad, existía un acuerdo sobre el lugar central ocupado por las divinidades que componían el panteón olímpico; divinidades cuyas características —en especial las femeninas— comentaré en adelante. 

Los panteones son el rasgo más característico de las religiones politeístas y podemos definirlos como el conjunto de divinidades que tienen un nombre, una identidad y funciones características. Los griegos inventaron varios panteones, o sea, varias combinaciones posibles de divinidades según ciudades, épocas o concepciones del mundo propias de agrupaciones concretas, como la de los Órficos, por poner un ejemplo. En otras palabras, aunque un panteón estaba siempre compuesto por doce divinidades, las figuras divinas podían variar.

Pues bien, puede decirse que, en los diversos panteones que idearon las ciudades griegas, el elemento femenino ocupa un lugar tan importante como el masculino. Así, entre las doce divinidades representadas en el friso del Partenón, Deméter, Hera, Afrodita, Ártemis y Atenea, aparecen junto a Zeus, Posidón, Ares, Apolo, Hermes, Dioniso y Hefesto.

Si nos fijamos en las figuras femeninas de forma individualizada, encontramos que entre ellas ocupa un lugar destacado la compleja Atenea, la diosa que nació perfectamente armada y profiriendo un grito de guerra, de la cabeza de su padre Zeus, pues éste se había tragado a su madre Metis, cuando estaba encinta de ella. Diosa de la guerra defensiva, Atenea es también protectora de la ciudad, de la democracia y de la sabiduría, además de presidir las artes femeninas de hilar y tejer.

Esta diosa tan ciudadana contrasta con Ártemis, quien, al igual que la primera, es hija de Zeus y virgen, pero que reina precisamente en los espacios incivilizados de los bosques, en donde se manifiesta como diestra cazadora. Además de esta función tan conocida, Ártemis protege a los bebés humanos y a las crías de los animales salvajes. Y de su relación con los jóvenes en el momento en que mudan de estatus da cuenta la fiesta de las Apaturias de Atenas, en la que le eran ofrecidos los cabellos de los efebos que entraban en la mayoría de edad y de las muchachas que iban a contraer matrimonio. Se trata de una diosa de las transiciones, cuyos cultos incluyen máscaras y disfraces, y de las fronteras, pues sus templos se elevan a menudo en el linde que marca el territorio de la polis. 

La tercera y última olímpica virgen es Hestia, hermana de Zeus que personifica el hogar doméstico, es decir, el centro religioso de cada casa, y cuya característica fundamental es la inmovilidad.

Frente a estas diosas virginales, destaca la seductora Afrodita, la diosa del amor y de la belleza, a la que también hicieron célebre su ira y las maldiciones que profería. Según Hesíodo, Afrodita nació de la espuma que brotó del mar alrededor del miembro viril que Crono amputó a su padre Urano. Era la esposa de Hefesto, el dios de la metalurgia, pero amaba a Ares. Y la infidelidad de la diosa no se limitó a este dios de la guerra cruenta, también amó al bello Adonis y a Anquises, de quien concibió al héroe Eneas.

Oponiéndose a la diosa del deseo se erige, a su vez, Hera, protectora del matrimonio. Hera es la hermana y la legítima esposa de Zeus. En la tradición mítica aparece a menudo como una dama antipática y como esposa celosa que persigue cruelmente a las amantes de su marido y a los hijos que éstas le dieron. Despechada por el nacimiento de Atenea —nacida sólo de padre—, intenta engendrar ella sola. Algunos mitos presentan a Hefesto como el fruto de este intento.

Finalmente, aludiremos a Deméter, diosa de la agricultura, que enseñó a los hombres a cultivar el trigo y de cuyo humor depende la abundancia de las cosechas. Así, el Himno Homérico a Deméter la presenta como una diosa poderosa, de aspecto impresionante, que dejó los campos estériles por la tristeza que le causó el rapto de su hija Perséfone. Este episodio central de su leyenda señala también a Deméter como la diosa del "amor maternal", si bien hay que precisar que el instinto materno de Deméter sólo emerge al ser herido por el rapto de su niña. De hecho, el caso de esta diosa puede hacerse extensivo al resto de las divinidades femeninas griegas: aunque la mayoría de ellas son procreadoras, ninguna se caracteriza por ejercer de madre entregada.

Tales son los rasgos esenciales que inducen a ver a las principales diosas olímpicas como "arquetipos" de las diversas condiciones de las mujeres mortales; condiciones que, en la antigua Grecia, se limitaban al de hija, esposa y madre. Sin embargo, esta relación de continuidad entre la sociedad de las diosas y la de las humanas no es tan inmediata como pretenden muchos historiadores de la religión griega.

A la visión estereotipada de quienes tienden a interpretar la figura de los dioses como representaciones de "lo divino" y la de las diosas como encarnaciones de arquetipos humanos se pueden oponer al menos dos objeciones. La primera de ellas es que —como propone Jean-Pierre Vernant— las diosas "pueden perfectamente encarnar un aspecto de la realidad femenina excluyendo los otros", mientras que esta pureza es inaccesible para las mujeres mortales. Por poner un sólo ejemplo de ello aludiré a la facilidad con la que Hera asume la condición de "esposa legítima" al tiempo que aparece como una madre "desnaturalizada", mientras que, en la sociedad humana, la maternidad es, precisamente, lo que convierte definitivamente a una mujer en esposa legítima. La maternidad es también el fin principal de la existencia de las mujeres griegas, mientras que ninguna diosa parece encarnar claramente esta función femenina primordial. Como acabamos de apuntar, las inmortales no acostumbran a aparecer pendientes de sus hijos, a menos que alguno de ellos afronte un peligro de muerte.

En segundo lugar, señalaremos —siguiendo esta vez a Nicole Loraux— que la personalidad de estas diosas es lo suficientemente compleja como para que el arquetipo femenino que cada una de ellas tiende a encarnar se vea ocasionalmente ensombrecido por otras atribuciones. Así, Atenea, diosa de la virginidad, es también la diosa de la guerra hoplítica que, en el universo humano, sólo concierne a los hombres. Y, Afrodita, lejos de ser exclusivamente el símbolo femenino del amor, recibe el título de Pandemos, el cual señala su condición de protectora del ámbito político en la medida en que vela por la cohesión de "todo" el "pueblo".

Con estas precisiones que tanto complican la imagen de las diosas griegas, no quisiera parecer excesivamente puntillosa. Simplemente me parece importante aclarar que, por encima de su condición de arquetipos de los diferentes estatus de las mortales, las diosas olímpicas son, ante todo, representaciones de las facultades de lo divino. Dicho en otros términos, en ellas, la condición de divinidades prima claramente sobre la femenina.

Mientras las religiones monoteístas presentan sin oscilaciones la noción de divino bajo el signo de la masculinidad, en el politeísmo griego la noción de "divino" acoge por igual a ambos sexos. En este sentido, la perspectiva androcéntrica de lo divino que han tratado de imponer muchos historiadores modernos de la religión griega resulta tan inadecuada como el intento del primer feminismo de invertir esta situación estudiando por separado las características de las inmortales: en el universo divino griego, lo femenino es un elemento tan esencial como lo masculino, por lo que en modo alguno puede aislarse de la reflexión global de los griegos sobre sus dioses.

Así, a pesar de que cada diosa olímpica tiene un carácter bastante individualizado, al contar con un nombre, hazañas y atributos particulares, debemos tener en cuenta que la existencia de cada una de ellas, al igual que la de los dioses, depende de los lazos que la unen al sistema divino global. Tal y como precisó Jean-Pierre Vernant, los dioses griegos no son individuos sino potencias: "En el politeísmo griego la noción de dios no se refiere a una personalidad singular. Un dios es una potencia que traduce una forma de acción, un tipo de poder. En el marco del panteón cada una de esas potencias no se define en sí misma, como un sujeto aislado, sino por su posición relativa en el conjunto de los poderes, por el sistema de relaciones que la oponen y la unen a las demás potencias que componen el universo divino".

Así, Atenea, inventora del aceite de oliva y del telar, formará con el herrero Hefesto una pareja de dioses de la técnica. Pero esta misma diosa, como encarnación de la organizada guerra hoplítica, se opondrá a Ares, representante del combate más primitivo y salvaje. Como esposa legítima y protectora de la institución matrimonial, Hera será el polo opuesto de la frívola Afrodita. La cazadora Ártemis, se opondrá a Deméter, protectora de la agricultura. La diosa del hogar, Hestia, y el viajero Hermes encarnarán, por su parte, la complementareidad entre el estatismo asociado al espacio femenino del hogar y los constantes desplazamientos que marcan la vida cotidiana del ciudadano. Finalmente, citaremos la pareja de opuestos más célebre de la mitología griega: la compuesta por Apolo, el dios de la belleza sempiterna, y Dioniso, al que podríamos definir como el defensor de las metamorfosis.

El sistema que conforman las divinidades griegas es, en efecto, muy sofisticado y se trata, además, de un sistema que evoluciona de forma paralela a la propia civilización griega. No obstante, dadas las limitaciones impuestas por el marco de una conferencia, vamos a ceñirnos a la imagen del universo divino que proporcionan dos textos del alto arcaísmo griego: la Ilíada de Homero y la Teogonía de Hesíodo, obras que fueron determinantes a la hora de fijar la naturaleza de los dioses que presidieron el desarrollo de toda la civilización griega —tal y como precisará el propio Heródoto (II, 53) en el siglo V a.C.

Pues bien, de estos textos se deduce que, al igual que los humanos los dioses griegos nacieron de la tierra, de Gea, y que, también al igual que los humanos, viven en la tierra, aunque ocupen la parte más elevada de ésta: el Olimpo. Dioses y humanos comparten también un rasgo fundamental: el mismo aspecto físico. Como es bien sabido, la característica más peculiar de los dioses griegos es su forma antropomórfica. Naturalmente, el cuerpo de los dioses posee una perfección rara vez alcanzada por un cuerpo humano, de hecho, los dioses huelen bien, lo que a veces puede delatar su cercanía. Y, desde luego, su presencia es mucho más impactante que la de un mortal. Además, los dioses practican cosas prohibitivas para el cuerpo humano, como hacerse invisibles, tomar la forma de cualquier ser vivo o desplazarse a la velocidad de la luz. Por otra parte, la sustancia vital de los dioses no es la sangre sino el icor, y sus cuerpos requieren la exclusiva alimentación de néctar y ambrosía. 

Eternamente jóvenes, inmortales y bellos, los dioses son, en principio, felices tal y como da a entender el hecho de que se les designe como mákares, "bienaventurados". Pero sólo en principio, pues los matices que diferencian el cuerpo humano del divino no impiden que éste sea vulnerable. En el canto V de la Ilíada encontramos un pasaje muy explícito en este sentido. Se trata de la descripción del momento en que Afrodita acude al campo de batalla para proteger a su hijo Eneas del agresivo Diomedes. 

La condición divina por sí sola no da, sin embargo, ventaja a Afrodita, pues Diomedes sabe que ella no forma parte "de las diosas que ejercen su soberanía en el combate de los guerreros", por lo que decide atacarla:

Y cuando la alcanzó, tras acosarla entre la densa multitud,

entonces el hijo del magnánimo Tideo se estiró

saltó con la aguda lanza y la hirió en el extremo de la mano delicada. 

Al punto la lanza taladró la piel, 

traspasando el inmortal vestido que las propias Gracias le habían elaborado, en lo alto de la muñeca. 

Fluía la inmortal sangre de la diosa,

el icor, que es lo que fluye por dentro de los felices dioses

pues no comen pan ni beben rutilante vino,

y por eso no tienen sangre y se llaman inmortales.

Ella estalló en un gran alarido y dejó caer de sí a su hijo 

(V, 334-43).

Tras este incidente, Afrodita vuelve como puede a la morada de los inmortales, en donde la consuelan relatando otros padecimientos físicos sufridos por los dioses a causa de los mortales (V, 382 ss.).

El accidente de Afrodita no es, en efecto, la única prueba de que los dioses sienten como los humanos y no sólo en lo que al sufrimiento físico se refiere. La preocupación de esta misma diosa por su hijo Eneas muestra el desvelo que experimentan los dioses por su descendencia, sentimiento que dividirá al propio Zeus cuando a su hijo Sarpedón le llega el momento de la muerte:

!Ay de mí Sarpedón, el más caro para mí de los hombres

decreta el destino que sucumba a manos de Patroclo Menecíada.

Entre dos ardientes deseos se debate mi corazón en las mientes:

arrebatarlo vivo, alejarlo de la lacrimógena lucha

y depositarlo en el pingüe pueblo de Licia,

o hacerlo ya sucumbir a manos del Menecíada 

(XVI, 433-38).

Pero si los dioses son capaces de sufrir física y moralmente es porque también pueden disfrutar. Así, Eros, hijo de Afrodita, tiene una importancia decisiva en la existencia divina. Esta potencia —que encarna mejor lo que nosotros entendemos por "deseo" que lo que entendemos por "amor"— propicia constantemente, uniones más o menos duraderas, entre los inmortales y también los involucra en efímeras aventuras con mortales especialmente agraciados.

Junto con el antropomorfismo físico y espiritual, hay que destacar como rasgo excepcional de los dioses helenos la facilidad con la que se relacionan con los humanos. Contrariamente a nuestro dios incognoscible, que sólo revela su existencia a través de manifestaciones indirectas, los dioses griegos consienten fácilmente en intercambiar opiniones con los humanos, en revelarles su apariencia y hasta su nombre.

Quizá, como dice Clemence Ramnoux, el deseo que mejor define a la religión del hombre griego es el de entablar conversación con los dioses, el de dialogar con ellos como los ciudadanos dialogan entre sí. Un rasgo que se comprende considerando la pasión por el debate que preside toda la civilización griega. Pues bien, este ansia de comunicación verbal se realiza simbólicamente a través de numerosas leyendas en las que los héroes tienen a dioses por interlocutores habituales o por amigos dispuestos a acudir a su llamada. buen ejemplo de ello es la benevolencia con la que Atenea acompaña a Ulises y Diomedes en la temerosa incursión nocturna que éstos hacen en el campo enemigo para masacrar a muchos troyanos:

Los dos, nada más ponerse las temibles armas, 

echaron a andar y dejaron allí mismo a todos los paladines.

A la derecha, cerca del camino, les envió una garza Palas Atenea. 

No la vieron sus ojos

en medio de la lóbrega noche, pero oyeron su gañido.

Ulises se alegró del agüero y elevó esta plegaria a Atenea:

"¡Óyeme, vástago de Zeus, portador de la égida, tú que 

siempre me asistes en todas las tareas y no pierdes de vista

mis movimientos! Muéstrame otra vez ahora tu amor, Atenea.

Concédenos llegar de regreso a las naves llenos de gloria,

tras realizar una gran proeza que dé pesares a los troyanos 

(X, 272 ss.).

Tras Ulises, Diomedes tomará la palabra para encomendarse también a la diosa, quien no descuidará su protectora vigilancia. Así, cuando éste último, entusiasmado por los estragos conseguidos en las adormiladas fuerzas enemigas, parece haber olvidado el peligro de la situación, Atenea vuelve a hacer acto de presencia advirtiéndole en los siguientes términos:

Acuérdate ya, hijo del magnánimo Tideo, del regreso

a las huecas naves, si no quieres volver en despavorida huida,

no sea que otro dios despierte también a los troyanos (X, 509-11).

Ahora bien, esta proximidad entre dioses y mortales que la épica describe no tiene nada que ver con el peso de la omnipresencia del dios único. Es fácil deducir que las divinidades griegas "hacen su vida" si se considera, por ejemplo, la naturalidad con la que Zeus se despreocupa del transcurso de la guerra que preside como soberano absoluto para dormir en brazos de Hera. Una escena que la Ilíada narra de forma tan poética como sigue:

... y el hijo de Crono estrechó a su esposa en los brazos.

Bajo ellos la divina tierra hacía crecer blanda yerba,

loto lleno de rocío, azafrán y jacinto espeso y mullido, 

que ascendía y los protegía del suelo.

En este tapiz se tendieron, tapados con una nube

bella, áurea, que destilaba nítidas gotas de rocío.

Así dormía sereno el padre en lo más alto del Gárgaro,

doblegado al sueño y al amor, con su esposa en los brazos 

(XIV, 346-53).

Como bien ilustra el ensayo Giulia Sissa y Marcel Detienne La vida cotidiana de los dioses griegos, está claro que los dioses homéricos no dedican su vida a vigilar las de los humanos. Aquí nos conformaremos con extraer algunas crónicas especialmente reveladoras, como la referida a la maestría con la que los inmortales se entregan al ocio:

... durante todo el día hasta la puesta del sol

participaron del festín, y nadie careció de equitativa porción

ni tampoco de la muy bella fórminge, que mantenía Apolo,

ni de las Musas que cantaban alternándose con bella voz.

Mas al ponerse la refulgente luz del sol,

se marcharon a acostarse cada uno a su casa,

donde a cada cual una morada el muy ilustre cojitranco,

Hefesto, había fabricado con su mañoso talento.

También a su lecho marchó Zeus, el Olímpico fulminador,

donde descansaba cada vez que le llegaba el dulce sueño

Allí subió y se durmió, y a su lado Hera, de áureo trono 

(I, 601-10).

A decir verdad, las relaciones entre los esposos por excelencia no siempre son tan idílicas como estos dos últimos pasajes podrían hacernos creer. De hecho, el romántico encuentro amoroso al abrigo de una nube al que acabamos de asistir, estaba planeado por Hera para cambiar el transcurso de la guerra a espaldas de Zeus. Y la trama de la Ilíada está, en parte, determinada por peleas como la que se organiza cuando Zeus se niega a poner a su esposa al corriente de sus proyectos:

¡Atrocísimo Crónida¡ —dice Hera— ¿Qué clase de palabras has dicho?

No es excesivo lo que a veces te pregunto y procuro indagar,

sino que muy tranquilo deliberas lo que quieres.

Mas ahora un temor atroz tengo en mi mente de que te engañe Tetis, 

la de argénteos pies, la hija del marino anciano.

Pues al amanecer sentóse junto a ti y te abrazó las rodillas.

Creo que con tu veraz asentimiento le has garantizado honrar a Aquiles 

y arruinar a muchos sobre las naves de los aqueos"

En respuesta le dijo Zeus, que las nubes acumula:

"¡Desdichada! Siempre sospechas y no logro sustraerme a ti.

Nada, empero, podrás conseguir, sino de mi ánimo estar más apartada. 

Y eso para ti aún más estremecedor será.

Si eso es así, es porque así me va a ser caro.

Mas siéntate en silencio y acata mi palabra,

no sea que ni todos los dioses del Olimpo puedan socorrerte

cuando yo me acerque y te ponga encima mis inaferrables manos 

(I, 551-67).

Como pueden observar, Zeus no es precisamente lo que hoy en día se entiende por un marido correcto. Pero lo que quería resaltar con este texto es que los dioses homéricos se amenazan, se vigilan, se envidian, se querellan y se traicionan como vulgares humanos, siendo el eje de su actividad ese mismo estado de guerra que, en el contexto histórico en el que fueron creados, constituye el motor de la ciudad arcaica.

Tanto es así que, hacia el final del poema, la sociedad divina acaba reproduciendo la escisión humana en el campo de batalla: tras reunirse en asamblea, los dioses toman definitivamente partido por cada ejército y se enfrentan entre sí en combates singulares como lo están haciendo los mortales (XX, 67-74), con la diferencia notable de que, contrariamente al caso humano, en el que sólo los hombres combaten, las diosas intervienen en la batalla con el mismo ímpetu que sus compañeros masculinos.

Apolo, Afrodita, Ártemis, Ares y Leto luchan a favor de los troyanos (XX, 33-74), mientras que Posidón, Hera, Atenea, Hefesto y Hermes propiciarán la victoria de los griegos. Zeus es el único que no se implica físicamente en la guerra, pero este hecho no prueba que sea él quien decide el curso de la misma. 

Y es que la omnipotencia de Zeus no es tan regular como sugiere el epíteto Sotér, Salvador. Para empezar, ni Zeus ni el resto de los dioses pueden actuar arbitrariamente contra la moîra, el Destino que cada hombre debe asumir. El pasaje citado a propósito de la muerte de Sarpedón da muy bien cuenta de la tensión existente entre la fuerza de los dioses y la del destino: Zeus puede y no puede interponerse entre su hijo y el fin al que éste está predestinado.

Pero el hecho, para nosotros extravagante, de que ni siquiera el jefe supremo de los dioses y de los hombres sea "todopoderoso" no plantea ningún problema desde la perspectiva politeísta, ya que el equilibrio de la sociedad divina se basa, precisamente, en la delimitación estricta de poderes entre sus componentes. Y la mejor prueba de lo aleatorio que es el poder de los dioses griegos puede detectarse, precisamente, en la debilidad por el poder que manifiestan. Urano y Crono, los primeros soberanos divinos, vivieron aterrados ante la posibilidad de ser destronados hasta el punto de que no reconocían a sus hijos sino como rivales y los devoraban uno tras otro.

También Zeus vive atenazado por la idea de ser sustituido en el trono. El miedo a perder las riendas del mundo le conducirá a tomar precauciones tales como la de casar a Tetis con un mortal porque un oráculo había revelado que el hijo nacido de esta diosa sería más fuerte que su padre. Zeus —como el resto de los dioses griegos— no es un creador, sino un ser creado en un momento concreto, lo que permite concebir la idea de que su liderazgo tenga un final. Al igual que su padre y que su abuelo, Zeus sabe que la condición de inmortal no incluye el valor de la eternidad, pero a diferencia de ellos, el nuevo soberano renuncia a implantar un gobierno tiránico y asume su condición de pater familias de la segunda generación de Olímpicos.

En efecto, la sociedad divina se organiza según el modelo de clan patriarcal vigente en Grecia desde los tiempos más remotos a los que nos permiten llegar las fuentes. Según las costumbres propias de este tipo de organización, el reparto de la herencia excluye a los miembros femeninos, de tal manera que la primera generación de olímpicos se reparte el universo como sigue: el gobierno del mundo subterráneo recae sobre Hades, el mar que se extiende hasta el horizonte es la parte de Posidón, finalmente, Zeus se implanta como soberano del privilegiado mundo celestes. 

La segunda generación de olímpicos estará compuesta por los hijos de este último dios, cuya denominación de Zeús páter expresa también su autoridad en el ámbito del parentesco humano. Palas Atenea es su hija predilecta. Los hermanos Apolo y Ártemis son los hijos que tuvo con Leto. De las uniones con sus hermanas Dione y Deméter nacen respectivamente Afrodita y Perséfone. Hefesto y Ares son hijos del matrimonio legítimo que lo une a Hera. Dioniso, al que Homero no da mucha importancia, es el hijo que tuvo con la mortal Semele y Hermes es el que le procuró la ninfa Maya. De tal manera que los habitantes del Olimpo forman un círculo familiar casi impenetrable.

Es cierto que, en su calidad de divina, la familia olímpica, al tiempo que reproduce el modelo griego de familia, se distancia de él incluyendo elementos tan determinantes como el incesto, una prohibición que los humanos deben acatar. Ahora bien, en lo que a la relación entre lo femenino y lo masculino se refiere, podemos afirmar que, como en toda familia patriarcal, en la olímpica el lugar de lo femenino es amplio, mientras que la responsabilidad gubernativa recae en el principio masculino, en este caso, en Zeus.

Pero ha llegado el momento de centrarnos en la Teogonía de Hesíodo. En este poema que narra el origen de los dioses podremos comprobar que lo que posibilita el liderazgo que Zeus asume en la Ilíada es, por una parte, la ayuda que recibe de las diosas pertenecientes a la generación que precede la de las olímpicas, y, por otra parte, la asimilación que Zeus efectúa de los saberes que encarnan estas diosas primigenias.

El primer ejemplo de ello lo proporciona Gea, la Tierra. En efecto, Gea posee antes que ninguna otra divinidad un tipo de sabiduría presciente, que pone enteramente al servicio de la consagración de su nieto Zeus como soberano. En la Teogonía (478 ss.), Gea profetiza que el joven Zeus destronará a su padre Crono para reinar a su vez sobre los inmortales. Ahora bien, este poder de predicción es indisociable de su capacidad de acción, pues el triunfo que Gea predice tendrá lugar gracias a la astucia que ella misma despliega, envolviendo una piedra en pañales para que Crono la confunda con su propio hijo y se la trague.

Una vez conseguida la victoria sobre su padre, Zeus inicia la serie de matrimonios divinos (Teogonía, 886 ss.) que resumiré lo más brevemente posible subrayando las prerrogativas de las diosas que Zeus elige como esposas. En primer lugar Zeus se casa con Metis, la encarnación del saber previsor y astuto, a la que ingiere cuando se encontraba encinta de Atenea. El soberano de los dioses se casa luego con Temis, encarnación de la Ley que posee también un saber omnisciente, aunque no exactamente del tipo del de Metis —ésta predice el futuro procurando los medios de su astuto saber para que acontezca de la mejor forma posible, mientras que Temis anuncia el futuro como si fuera ya inamovible. Como bien señalaron Marcel Detienne y Jean-Pierre Vernant, la unión con estas diosas permite a Zeus consagrarse como nuevo soberano y, al mismo tiempo, perpetúa para siempre su liderazgo.

Pero esta doble alianza no completa todavía el orden cívico que se instaura a través del conjunto de uniones de Zeus y de sus respectivas descendencias. Las diosas Metis y Temis deben considerarse en relación con los dos grupos duales que forman con sus hermanas. Me refiero a Eurínome —hija de Océano y de Tetis, al igual que Metis— y a Mnemósine, es decir, la Memoria, nacida, como Temis, de Urano y Gea. Así, Eurínome y Mnemósine son dos hermanas gemelas de las dos primeras esposas de Zeus cuya descendencia, a saber, las Gracias y las Musas, asegura el carácter bienhechor y la celebración del orden fijado por este soberano.

No me detendré más tiempo en enumerar los valores simbólicos implicados en esta célebre serie de bodas divinas —que ha sido objeto de estudios sutiles como el de Clemence Ramnoux, el de Carles Miralles o el de José Carlos Bermejo. Lo que quiero subrayar aquí es que la Teogonía, narra la toma de poder de Zeus al tiempo que alude al tipo de saber del que se va apropiando a través de sus uniones con las diosas que lo encarnaban en un principio y cuyas funciones él va a sustituir. En otras palabras, para poder convertirse en rey de los dioses y de los hombre, Zeus ha debido asimilar el saber presciente de Gea y de Metis, el saber justiciero de Tetis y la positiva memoria de Mnemósine.

Debemos, pues, reconocer que, en la construcción griega del universo divino las diosas tuvieron un protagonismo indiscutible, cosa que demuestra que, al menos a nivel imaginario, los griegos se mostraron capaces de aceptar las imágenes más ricas y dispares de lo femenino.

Sin embargo, esta actitud digamos "progresista" de los griegos con respecto, por ejemplo, a la tradición cristiana, tiene también una segunda lectura: está claro que Hesíodo y la tradición a la que su relato dio origen, no reconoce el rol sapiencial de las diosas primigenias sino para presentarlo como una etapa de la humanidad caótica y felizmente superada, una etapa aterradora, aunque necesaria para propiciar el advenimiento de Zeus, o sea, la conquista definitiva del poder por el principio masculino.

Bajo esta nueva forma de gobierno divino, el saber diseminado entre oscuras potencias femeninas, se concentra en Zeus. Y la imagen inquietante de unas diosas primigenias de cuya inteligencia dependía el destino del mundo, es sustituida por las claras siluetas de las olímpicas, diosas tan jóvenes como dependientes de un padre que, sin llegar a ser un tirano como sus antecesores, ejerce la más firme de las autoridades patriarcales.

 

BIBLIOGRAFIA RECOMENDADA

  • Dictionnaire de mythologie grecque et romaine, de P. Grimal, Paris, 1951. Existe traducción española.

  • Dictionnaire des mythologies, Y. Bonnefoy, ed., Paris, 1981. 

  • Bermejo, J.C., "Zeus, sus mujeres y el reino de los cielos", in J. C. Bermejo, F. J. González y S. Reboreda, Los orígenes de la mitología griega, Madrid, 1996.

  • Chantraine, P., "Le divin et les dieux chez Homère", Entretiens sur l'Antiquité Classique, Vol. 1. Fondation Hardt, 1952.

  • Detienne, M. y Sissa, G., La vie quotidienne des dieux grecs, Paris, 1989. Existe traducción española.

  • Detienne, M., y Vernant, J.-P., La mètis des Grecs, Paris, 1974.

  • Iriarte, A., Las redes del enigma. Voces femeninas en el pensamiento griego, Madrid, 1990.

  • Loraux, N., "Qu'est-ce qu'une déesse?", in G. Duby y M. Perrot, Histoire des femmes. L'Antiquité, Paris, 1991. Existe traducción española.

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  • Ramnoux, Cl., Mythologie ou la famille olympienne, Paris, 1959.

  • Rudhardt, J., "De la maternité chez les déesses grecques", Revue de l'Histoire des Religions, CCVII, 4, 1990, pp. 367-388.

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