Los encuentros del viajero. La hospitalidad, virtud premiada por los dioses.
Frente a la Ilíada, epopeya de la guerra y la gloria
de los combates de armas, la Odisea nos habla de otro tipo
de aventuras y otro tipo de héroes. Habla de los riesgos y venturas
de un héroe viajero que ya no destaca por su fuerza y su furor
bélico, sino por su astucia y su inteligencia, por su paciencia
y su habilidad en el trato con los otros, y con su carácter
y sus sagaces palabras logra superar todos los obstáculos y
volver feliz a su hogar. Podemos imaginar que el público griego – en
los finales del siglo VIII a.C.- deseaban escuchar ese nuevo tipo de
aventuras, y que muchos de los oyentes que rodeaban al aedo (al que
podemos seguir llamando Homero, acaso un Homero con algunos años
más que el de autor de la Ilíada, o tal vez
un brillante discípulo de aquél) escuchaban con más
interés este tipo de relatos de viajes y peripecias marinas y
sentían más cercano a ellos a alguien como Ulises, un
héroe mucho más moderno que los fabulosos vencedores
de los grandes monstruos o los duros destructores de ciudades. En la
narración casi novelesca de la Odisea se respiran aires
nuevos, sobre un esquema de cuento tradicional (el del esposo que vuelve
tras largos años de ausencia a tiempo de impedir un nuevo matrimonio
de su mujer) con un final merecidamente feliz. Su ámbito no
es el de la guerra, sino el de los espacios marinos y las islas mediterráneas.
Claro que
en esas andanzas de Ulises cuentan los encuentros más que los paisajes.
La Odisea, como cualquier narración antigua, describe
poco los parajes y lugares vistos, y, en cambio, nos habla de los extraños
con los que ha tenido que tratar el viajero. No debemos olvidarlo: viajar significa
encontrarse con otros y en esos encuentros se juega el éxito de la aventura
personal que entraña el recorrer otras tierras y ver otros horizontes.
Tal vez el turismo actual, con sus estancias programadas y sus prisas, puede
hacer que olvidemos ese aspecto esencial del viaje auténtico:
encontrarse con los otros, arriesgarnos a depender de los otros para el hospedaje
y el transporte, ver otras gentes. Desde el comienzo de la Odisea se
define a Ulises como “el hombre muy artero que anduvo errante mucho tiempo
y vio las ciudades de los hombres y conoció su forma de pensar”.
Esa experiencia del trato con otros es lo más valioso de un buen viaje.¡Cuántos
encuentros, y qué diversos hay en la Odisea!
Pero no
voy a detenerme en describirlos uno a uno. No intento repetir el relato. Pero
quisiera subrayar que en los encuentros se demuestra no sólo la gran
humanidad de Ulises, sino también la importancia que los griegos antiguos
daban a una vieja virtud: la hospitalidad. Es muy importante ver cómo
se trata a un extraño, a alguien que llega necesitado de cobijo y comida,
a un náufrago o un peregrino, que debe convertirse en huésped,
según las normas de la hospitalidad. “Extranjero” y “huésped” se
dicen en griego con la misma palabra : xenos. Xenía es “hospitalidad”.
En la Odisea, narración de tantos y variados encuentros,
la hospitalidad tiene una relevancia esencial. El comportamiento de
anfitriones y huéspedes es un motivo de central importancia,
y lo es en los tres escenarios del poema: en la Telemaquia,
en las Aventuras Marinas, y en la parte final del retorno
a Itaca. En la Telemaquia, esto es, en los cuatro primeros cantos
del poema, es el hijo del héroe quien protagoniza el relato
al marchar al Peloponeso en busca de su padre. Telémaco visita
allí los palacios de otros reyes, compañeros de Ulises
en la guerra de Troya, y es acogido ejemplarmente por Néstor
en Pilos, y por Menelao en Esparta. En ambas cortes comprueba la generosidad
y el afecto de los nobles camaradas de armas de Ulises. Aquí recibe
evidentes muestras de la cortesía que los soberanos saben
mostrar para acoger a un príncipe. Gestos de amistad,
ceremonial aristocrático, regalos espléndidos al partir.
Todo se desarrolla en un ambiente de cordial atmósfera, teñida
de recuerdos melancólicos, cuando se evoca al ausente Odiseo.
También Telémaco sabe comportarse de modo ejemplar, en Ítaca, con
sus ocasionales huéspedes: con Mentes, con Teoclímeno
y, en fin, con el mendigo peregrino al que acosan los pretendientes
y que no es sino Ulises disfrazado.
Hay todo
un ritual que una y otra vez se pone en práctica en las mansiones señoriales.
Como señala S. Saïd: “La hospitalidad sigue unas reglas muy
precisas. Se debe ofrecer al extranjero un baño y vestidos limpios.
Se le debe sentar a la mesa, lo que es el mejor medio de indicar su integración
provisional en la comunidad, y hacerlo partícipe del banquete honrándole
con una porción selecta. Se le debe, en fin, ofrecer un “regalo
de hospitalidad” (xeínion), que a veces se confunde con
la comida y darle luego los medios para regresar a su casa” .
Ulises experimentará esa
hospitalidad magnífica del rey Alcínoo en Feacia, y luego hallará otro
personaje acogedor en su patria: el porquerizo Eumeo, que lo recibe en su humilde
choza y lo trata con ejemplar cariño y una cortesía digna de
un príncipe. Estupendo tipo es este Eumeo, que confirma que el
autor de la Odiseasiente una gran simpatía hacia los humildes,
como este esclavo, mucho más noble en su carácter que los soberbios
pretendientes que en el palacio de Ulises asedian a Penélope y se banquetean
a costa del soberano ausente. (También este retrato de gentes
humildes y nobles es una novedad en la Odisea frente a la antigua épica
aristocrática). Los jóvenes pretendientes insultarán a
Ulises, disfrazado de mendigo, en su propio palacio, y pagarán con sus
vidas sus ultrajes y su desprecio desvergonzado de las normas de la hospitalidad.
Como también paga sus crímenes el salvaje Cíclope, que
se jactaba de pisotearlas. Polifemo es el más claro ejemplo de salvajismo
y crueldad con los extraños, y sufre su justo castigo. Con ayuda del
vino, que le ofrece como un taimado regalo de hospitalidad, y una estaca ardiente
de olivo, el árbol de Atenea, Ulises , que le dijo llamarse Nadie, deja
ciego al colosal antropófago de un único ojo, y logra escapar
con sus compañeros de su cueva.
Resulta
ambigua y peligrosa la hospitalidad que ofrecen las magas escondidas en sus
idílicas islas. La hechicera Circe transforma en bestias a sus visitantes.
A los torpes camaradas de Ulises los convierte en cerdos. Menos mal que el astuto
héroe, con la ayuda de Hermes, triunfa de sus trampas . La bella Calipso,
enamorada de Ulises, lo retiene a su lado nada menos que ocho años.
Al fin intervienen los dioses y Hermes le transmite la orden divina de dejarle
partir, y el hábil Ulises se fabrica una balsa y se echa de nuevo al
mar, hacia el próximo naufragio.
En el mundo
antiguo, cuando aún no había hoteles y no circulaba el dinero,
la hospitalidad era muy importante, tanto para los nobles viajeros como para
los náufragos y los solitarios peregrinos. En las costas del Mediterráneo –el
de los mitos, pero también el de las colonizaciones y los náufragos
y los piratas – los encuentros con los desconocidos suponían
un riesgo constante, y la hospitalidad ofrecía el mejor amparo de la
desdicha . Siempre que Ulises arriba náufrago a una nueva orilla se
pregunta: “Ay de mí, ¿será ésta una tierra
de gentes hospitalarias y temerosas de los dioses, o un país de salvajes
y violentos?”.La disyuntiva refleja bien las angustias del náufrago.
La hospitalidad fue entre los griegos, como entre otros pueblos antiguos, una
preciosa virtud, amparada por Zeus, el dios protector de los viajeros
y los suplicantes. (Ahora ya no parece estar, desde luego , de moda.
Son demasiados los visitantes y los extraños suscitan ante todo
recelos y sospechas, sobre todo si son viajeros pobres y no tienen
alguna carta de crédito. Las costas del Mediterráneo
están mucho menos abiertas a los extraños y tratan mal
a los náufragos, cuando no llegan con un pasaporte en regla
y dinero fresco. En nuestra civilizada y cicatera rutina burguesa no
tenemos tiempo para escuchar historias de los viajeros. ¡Malos
tiempos para otros Ulises!)