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Viernes, 29 de marzo de 2024
Jornadas sobre la antiguedad
Atenas Esparta y... Utopia
Esparta, ciudad de la virtud y de la guerra

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“En otro tiempo advertí que, siendo Esparta una de las ciudades estado menos pobladas (de ciudadanos), era evidentemente la más poderosa y célebre de Grecia, y me pregunté cómo pudo ocurrir eso. Pero después de reparar en las costumbres de los espartiatas, ya no me sorprendí por más tiempo” (trad. O. Guntiñas).

Este pasaje con el que inicia Jenofonte su Constitución de los lacedemonios,  nos da las claves de lo que era Esparta a los ojos de otros griegos. De un lado, una ciudad apenas urbanizada, sin murallas, sin magníficas construcciones públicas, en definitiva, urbanística y arquitectónicamente mediocre, que no se correspondía con la grandeza de su historia y con el lugar que ocupaba en la ecúmene, en el mundo conocido; de otro, la excelencia de su minoritaria clase dirigente, los hómoioi, cuyo modo de vida despertaba admiración entre los estratos sociales acomodados de otras ciudades estado.
Por extraño que parezca y a diferencia de la gran mayoría de las póleis griegas, la construcción de un recinto amurallado no fue sentida como primordial en la configuración política y territorial del estado lacedemonio. Las murallas no fueron erigidas hasta finales del siglo III-comienzos del II, en pleno época helenística, cuando Esparta se encontraba en un profundo declive político y militar. Hasta ese momento “los hombres de Esparta son sus murallas”, como señala con orgullo el rey Agesilao II a comienzos del siglo IV.
Esparta tampoco contó con un genuino y definido centro urbano, ni siquiera en época clásica, sino que mantuvo la primitiva organización en las cinco aldeas previa al sinecismo que vio el nacimiento político y cívico de la ciudad en el siglo VIII. Así lo testimonia Tucídides en el último tercio del siglo V, quien de paso comenta la ausencia de templos y edificios majestuosos como los que podían encontrarse en Atenas:

“Si fuera asolada la ciudad de los lacedemonios y sólo quedaran los templos y los cimientos de los edificios, pienso que los hombres del mañana tendrían muchas dudas respecto a que la fuerza de los lacedemonios correspondiera a su fama... Pues la ciudad no tiene templos ni edificios suntuosos y no está construida de forma conjunta, sino que está formada por aldeas dispersas, a la manera antigua de Grecia” (trad. de J. J. Torres Esbarranch)

El historiador ateniense la compara con Micenas, cuyos exiguos vestigios hacen difícil imaginar la magnitud de la guerra de Troya. Para Tucídides, como para Jenofonte, el poder de Esparta, lejos de cimentarse en bases materiales, lo hacía en las relaciones entre los hombres.
Recientes excavaciones arqueológicas han confirmado que hasta el período imperial romano Esparta adoleció de un ordenamiento urbanístico regular. Cabe recordar no obstante que el ágora, auténtico nervio político, religioso y económico de la ciudad griega antigua, no ha sido sacada a la luz, como tampoco ninguna necrópolis, en gran medida porque la Esparta antigua descansa bajo la moderna, refundada en el mismo lugar en 1843. En realidad los trabajos arqueológicos se han visto restringidos a determinados y muy concretos yacimientos dentro del perímetro que comprendía la ciudad antigua: la acrópolis (sobre todo del período romano, incluido el teatro, que data de finales del siglo I a.C.), algunos túmulos de personajes destacados (las denominadas “tumbas de calidad”) y poco más, unos resultados un tanto decepcionantes. Hoy, como hace más de cien años, la imaginación es un ingrediente necesario a la hora de interpretar la topografía y el urbanismo de Esparta.
Los edificios mejor conocidos de Esparta, gracias a las excavaciones conducidas a comienzos del siglo XX por Escuela Británica de Atenas, son el templo de Atenea Calcíeco (“la de la morada de bronce”, pues la paredes estaban recubiertas de placas de bronce historiadas), que se erigió en la acrópolis en la segunda del siglo VI; el Meneleo o santuario de culto heroico dedicado al legendario rey Menelao, a su esposa Helena y a los hermanos de ésta, los Dioscuros (Cástor y Pólux); en tercer lugar, el santuario de Ortia, deidad prehelénica sincretizada con Ártemis (ambas son deidades vinculadas a la fertilidad y a los animales salvajes), situado a orillas del Eurotas. Un cuarto santuario políada, el de Apolo Jacintio (ésta era otra divinidad prehelénica asimilada con Apolo), se hallaba en Amiclas (razón por la que fue también conocido como Amicleo) y era el lugar de celebración de las Jacintias, la fiesta más importante de Esparta. Todos ellos están construidos con arcilla y piedra de conglomerado, materiales locales y pobres; incluso el templo de Atenea Calcíeco, tenía adobe bajo las placas de bronce, lo que acentuaba el contraste con el excelente mármol usado en su homólogo de Atenas, el Partenón.
La arquitectura doméstica era también sencilla. Una pequeña rétra o ley de Licurgo, dirigida contra el lujo exagerado, prescribía que todas las viviendas tuvieran el techo trabajado con hacha y las puertas con sierra, sin ninguna otra herramienta, lo cual implica obviamente que se construían en madera. Plutarco continúa diciendo que no hay nadie con tan poco gusto ni tan estúpido como para, en casa humilde y vulgar, meter camas con patas de plata, mantas de púrpura, copas de oro, etc.
Pues bien, las carencias urbanísticas y arquitectónicas, voluntarias por otra parte, no han impedido que Esparta fuera el estado griego que, por encima incluso de Atenas, ha dejado mayor impronta, mayores secuelas en el pensamiento occidental, ya sea como fascinación, ya como abominación, y casi siempre como ejemplo militar, político, social, educativo, etc., siendo superada únicamente por Roma como modelo de inspiración para la posteridad. En otras palabras: desde la Antigüedad misma nació y creció imparable una “leyenda de Esparta”.
Huelga decir que esa leyenda mantiene hoy un vigor inusitado: en el cine, en el cómic, en la novela histórica, en publicaciones divulgativas. Sin duda el episodio del que más se han nutrido es el de las Termópilas, por aquello de consagrar el heroísmo y el sentido del honor y del deber hasta la muerte de los trescientos espartiatas que defendieron ese desfiladero -vía de entrada hacia el corazón de Grecia- ante unas fuerzas persas infinitamente superiores en número. No ha habido en la historia de Occidente derrota mejor explotada e instrumentalizada en la literatura, convertida en un símbolo de la lucha por la libertad. El sacrificio de Leónidas y los suyos quedó inmortalizado en el epitafio que, por mandato de la liga sagrada de Delfos, rezaba en sus estelas, obra del poeta contemporáneo Simónides de Ceos: “Caminante, ve y di a los lacedemonios que aquí yacemos en obediencia de sus decretos”; un león de piedra señalaba muy apropiadamente el lugar donde había caído Leónidas, cuyo nombre, parlante, significa “descendiente de León”. Su cadáver había sido ultrajado por el bárbaro, decapitado y empalado por orden de Jerjes, con lo que Heródoto realza el modo cruel y salvaje, extraño a los griegos, con el que los persas se emplean en la guerra. En el año 440 los restos de Leónidas (reales o virtuales) fueron repatriados a Esparta y enterrados solemnemente en el ágora, donde más tarde se erigió un santuario (herôon) conocido como Leonideo, en torno al cual se instituyeron fiestas y certámenes anuales, las Leonideas, que aún seguían celebrándose con cierto empaque en época de los emperadores Antoninos, como testimonia Pausanias.
La irradiación del mito no deja de ser curiosa, porque, con la posible excepción de Tirteo, del que conservamos algunos poemas, no disponemos de fuentes de origen espartano: no se ha preservado la obra de ningún historiador (si es que lo hubo), ni de ningún filósofo, orador, biógrafo, o cualquier otra clase de autor literario. A Tirteo precisamente podemos remontar la génesis de la leyenda de la competencia, el ardor y la disciplina de los espartanos en el campo de batalla. A mediados del siglo VII, durante la segunda guerra mesenia, el poeta lírico exhorta en sus elegías a la batalla con enardecidos versos que son la expresión del espíritu de lucha y de la cohesión cívica que la clase dominante espartiata. Tirteo acuña el ideal de la kalòs thánatos, la “bella muerte”, la que se produce en la contienda y que permite seguir viviendo en el recuerdo de los conciudadanos, sacrificio sublimado que dará cuño al célebre aforismo puesto en boca de las mujeres espartanas en el acto de la despedida de los maridos e hijos que marchan al combate: “Regresa con el escudo o sobre el escudo” (en alusión a la manera en que los cuerpos de los caídos eran llevados de vuelta a la patria).
Con el paso del tiempo Esparta forjará el ejército hoplítico más poderoso de toda Grecia, sobresaliente por sus cualidades de eficacia, coraje, maniobrabilidad, entrenamiento y disciplina, un ejército de ciudadanos soldados que, haciendo de la guerra su profesión, impuso su hegemonía militar en el exterior mientras actuaba como instrumento represor en el interior. “Esparta no es una ciudad fortificada por palabras o discursos, sino un lugar donde, cuando la guerra llega, la mano secunda el consejo de la mente”, dice el poeta trágico Ión de Quíos ya en el siglo V.
Otro de los pilares sobre los que se construye la leyenda es el ordenamiento político (politeía) de Esparta, lo que hay llamaríamos la Constitución. El “padre” de esta Constitución, que los espartanos llamaron Gran Retra, fue Licurgo, probablemente una figura mítica, no histórica: “Nada absolutamente que no esté sujeto a dudas puede decirse acerca del legislador Licurgo” (con esta frase tan explícita y significativa abre Plutarco su Vida de Licurgo). De aceptarse su existencia, se le data en un arco que va del siglo XI al VII a.C. Licurgo trae del oráculo de Delfos, recibida de Apolo, la Eunomía, la “buena Ley”, que pone orden en el caos imperante hasta entonces. La pitia misma le saluda como a un dios y su nombre será perpetuado para siempre por la tradición. A Licurgo fueron atribuidas todas las medidas legislativas que fueron configurando la realidad política, social y jurídica del estado espartano, pese a que claramente estas disposiciones forman parte de un proceso largo que supera con creces la vida de un hombre. Con ello se les daba una pátina de legitimidad, de autoridad incontestable, que las hiciera incólumes a la incuria del tiempo. No en vano en las palabras del exiliado rey Damarato a Jerjes, la Ley es personificada como un amo o gobernante absoluto -aún más que el Gran Rey persa- que hace menos libres a los espartiatas, como denota el famoso epitafio de Simónides ya mencionado. Por eso Sócrates, admirador de Esparta, rehúsa escapar de la prisión y de la muerte si con ello vulnera la ley. Las leyes licurgueas presentan una singularidad más con respecto a los ordenamientos políticos emanados de otros legisladores, pero acorde con la práctica espartana: no están escritas, lo que contribuye por un lado a favorecer la asignación al mítico personaje de todo el material legislativo producido por el engranaje estatal espartano y, por otro, a su interpretación subjetiva y arbitraria. Todavía Cicerón creía que “los espartanos vivieron setecientos años con las mismas leyes y costumbres”.
            La Gran Retra constituye un instrumento legislativo fundamental que dota al estado espartano de un notable equilibrio interno, apaciguando las tensiones socioeconómicas en el seno de la clase dirigente y la amenaza de la tiranía (régimen político que Esparta nunca conoció). Esto ha llevado a su idealización y a su caracterización como una Constitución mixta, en la que se combinan armoniosamente los tres sistemas políticos básicos (monarquía, oligarquía y democracia), los cuales se controlan entre sí para alcanzar la ansiada concordia: “Cada ciudadano gobierna y a la vez es gobernado”, es la fórmula que sintetiza la práctica política lacedemonia. Así, fue tomada sucesivamente como modelo por la Roma de Polibio, Cicerón y Plutarco, la Venecia de Maquiavelo, la Francia ilustrada de Mably, Rousseau y luego la revolucionaria de Robespierre, etc. Debe recordarse que la democracia no fue un régimen bien considerado hasta bien entrado el siglo XX porque la voluntad del pueblo se asociaba a los peligros de desorden, volubilidad y excesos de la masa.
Además de la excelencia de sus leyes, Esparta se presenta como un estado modélico en cuanto hay plena identificación entre el cuerpo político y el militar, esto es, entre ciudadano y hoplita, fenómeno único posibilitado por la existencia de una gran masa dependiente (los ilotas) ligada a la tierra propiedad de sus amos. Efectivamente el cuerpo cívico del Estado estaba integrado por los hómoioi (“iguales”), así llamado en razón de su teórica uniformidad social y económica; son los espartiatas varones de más de treinta años que disfrutan de plenos derechos políticos y civiles. Los “iguales” se presentan como el grupo dominante, selecto, minoritario, cohesionado y sin fisuras aparentes, frente a unos nutridos y heterogéneos grupos dependientes sobre los que ejercen una presión física y a la vez ideológica.
El número de “iguales” fue descendiendo paulatinamente desde el siglo VIII, fenómeno de carácter endémico que se conoce con el nombre de oliganthropía, “escasez de hombres”. Se trata de un problema económico y social, no demográfico: Esparta sufría de falta de ciudadanos soldados, no de población. Para paliar esta amenazadora tendencia el Estado espartano promulgó leyes que otorgaban privilegios a los espartiatas que tuvieran al menos tres hijos -exención del servicio militar en el caso de tres, exención tributaria si eran cuatro-, que venían a complementar una cierta obligación de contraer matrimonio que pesaba sobre el espartiata, pues los solteros eran multados y objeto de burla, y cierta permisividad con las relaciones extraconyugales (las disposiciones de Licurgo permitían que la esposa de un hombre anciano fuera fecundada por otro más joven o que un ciudadano tuviera descendencia con cualquier mujer a la que viera noble y con prole, siempre y cuando el marido diera su consentimiento). Desde el siglo IV también se suavizaron las leyes que dictaban la pérdida de la ciudadanía y el repudio social para quienes no exhibieran la debida andreía, valor masculino en el combate (no sólo cobardía, sino sobrevivir a una derrota): así, tras la debacle de Leuctra en 371, donde murieron cuatrocientos de los setecientos espartiatas participantes, Agesilao propuso dejar que “la ley durmiera ese día”. La exención se repetiría en 331 con los supervivientes de la batalla de Megalópolis, en la que el ejército macedonio de Antípatro causó auténticos estragos en las filas lacedemonias. Para calibrar mejor la coerción aplicada sobre estas personas recordaremos que, de los trescientos espartiatas de las Termópilas, hubo dos que escaparon a la negra Parca, Pantitas y Aristodemo, el primero porque se encontraba de misión en Tesalia, el segundo no está claro si por una dolencia ocular o por haberse retrasado en llevar un mensaje, pero el caso es que, tras pasar a la condición de trésantes o “temblorosos” (es decir, cobardes), Pantitas se ahorca y Aristodemo lava su deshonra buscando deliberadamente la muerte al año siguiente en Platea, donde rompió la unidad de la falange para abalanzarse enloquecido contra el enemigo.
En principio, cada espartiata varón que hubiera superado con éxito los distintos grados de la dura educación (agogé) y que hubiera sido admitido a las sisitías o comidas comunitarias alcanzaba la ciudadanía plena y con ella el derecho a un lote de tierra. El disfrute de esta parcela (klêros) y los ilotas adscritos al mismo, en régimen de usufructo -la tierra en Esparta pasaba por ser propiedad del Estado y como tal inalienable-, garantizaba el sustento económico de cada ciudadano, proporcionándole además el tiempo libre necesario para dedicarse a las actividades consideradas dignas, “aquéllas que hacen al hombre más libre”: los asuntos públicos y la guerra, siendo la caza y la gimnasia convenientes entrenamientos para esta última. La profesionalidad de los espartanos en la técnica de Ares es sintetizada por Plutarco en la conocida, aunque probablemente apócrifa, anécdota que relata cómo el rey Agesilao, ante la queja de los aliados por tener que enviar al combate y, por consiguiente, a la muerte muchos más hombres que Esparta, hizo sentar de un lado a los lacedemonios y de otro a sus aliados, después ordenó a través de un heraldo que se levantaran los alfareros, luego los herreros, carpinteros y así con el resto de los oficios, hasta que prácticamente todos los aliados estaban en pie y sólo los lacedemonios sentados. El rey entonces sentenció: “¿Veis cómo no enviáis más soldados que nosotros a la campaña?”.
Precisamente la díaita o modo de vida prescrito por la legislación de Licurgo negaba expresamente a los espartiatas la posibilidad de practicar o participar de cualquier forma en tareas degradantes -en general todas las manuales más el comercio- bajo la pena de atimía, es decir, la pérdida de derechos. La misma finalidad de evitar el ánimo de lucro estaría en la raíz de la prohibición de acuñar moneda, sustituida por grandes trozos de hierro que funcionaban a modo de rudimentarios patrones de cambio, pero que era imposible atesorar.
La homogeneización e igualdad promovidas por las leyes de Licurgo tenían también su vertiente visual, la que atañe a la forma de vestir y de llevar el cabello. Los espartiatas debían vestir con sobriedad y modestia, sin adornos o signos externos de distinción (“se adornaban con el perfecto estado físico de su cuerpo”, dice Jenofonte), de forma que no fuera posible diferenciar a los más ricos del resto de sus conciudadanos. Asimismo, los espartiatas se caracterizaban por su larga cabellera: Licurgo creía que así parecerían “más altos, más libres y más fieros”. En Esparta sólo los hómoioi podían llevar el pelo largo, un signo más de su ciudadanía plena frente al pelo muy corto de las mujeres y de los muchachos, privados en ambos casos de derechos políticos.
En el campo de batalla los espartiatas se distinguían nítidamente por su capa púrpura, que infundía miedo a los enemigos apenas eran divisadas. En el ritual previo al combate, el cabello ocupa una vez más un lugar nuclear, pues, además de untarse el cuerpo con aceite y de lustrar sus armas, los espartiatas peinaban y embellecían cuidadosamente su cabellera, una costumbre que no deja de asombrar al rey Jerjes, que los imaginaba aterrorizados en las Termópilas ante la inminencia de la muerte.
            La voluntad de suprimir cualquier asomo de individualismo transpira también en la costumbre de no grabar nombres ni depositar ajuares en las tumbas, dado que éstas hablan al visitante del linaje y la riqueza del enterrado (de la prohibición quedaban exentos los ciudadanos caídos en combate y las mujeres fallecidas durante el parto, su particular acto de servicio).
Las costumbres espartanas, y muy particularmente la sobriedad en el vestir, en la alimentación y en todos los órdenes de la vida, forman parte de lo que se conoce como “dieta” (no sólo alimenticia, sino que se refiere en general al “modo de vida”), cuya proyección alcanza hasta nuestros días, en que aplicamos el calificativo de espartano a quien rechaza las comodidades. La dieta es considerada fuente de las virtudes y valores que parecían encarnar los espartanos, por lo que despertó enseguida la admiración entre las clases acomodadas griegas.
Es objeto de emulación igualmente el modo de hablar “lacónico”, que también hoy empleamos para quien se expresa de manera concisa, prescindiendo de ornato pero no de ingenio. Plutarco encuentra que “la frase lacónica, en apariencia breve, consigue perfectamente su propósito y se agarra al pensamiento de los oyentes”, como cuando el espartiata Dineces oye exclamar a un aliado que eran tantos los persas que con sus flechas taparían el sol y se jacta de que así combatirían a la sombra, o cuando, ante la exigencia de Jerjes de entregar las armas, el rey Leónidas responde “ven y cógelas”, o cuando, tras la decisiva victoria de Filipo II en Queronea, que le convertía en dueño de Grecia, los espartanos (que no participaron en la batalla) le recomiendan que mida su sombra, para comprobar que no es más grande que antes.
A pesar de esta representación idealizada de la clase privilegiada espartiata, definida a menudo por la crítica especializada con el moderno vocablo de “comunismo”, la realidad histórica impone que sólo fue una fachada tras la que se ocultaban las diferencias sociales y económicas entre los “iguales”. Hoy nadie sostiene que los espartanos desconocieran la propiedad privada de la tierra, la compraventa de la misma, la herencia, la donación, pero sí es cierto que el Estado tuvo cierto éxito en minimizar su efecto a través de un tejido coercitivo de leyes y costumbres encargadas de disfrazar en público las notorias desigualdades en riqueza privada de los hómoioi y de abonar, por tanto, la máxima de que Esparta es el único lugar en el que Pluto (personificación de la Riqueza) es auténticamente ciego. Finalmente, la victoria sobre Atenas en la guerra del Peloponeso hizo que grandes cantidades de metales preciosos fluyeran a Esparta, con lo que se aceleraron los cambios y se agudizaron las diferencias económicas; según Jenofonte, los espartiatas no ocultaban ya sus deseos de servir fuera de Esparta, en los territorios del imperio, como vía instrumental de adquisición de riqueza y prestigio. A mediados del siglo IV Aristóteles testimonia que mientras algunos espartiatas poseían vastas haciendas, las de otros eran tan pequeñas que apenas permitían la subsistencia. Apenas quedaban por entonces un millar de espartiatas, ciudadanos de pleno derecho, de los nueve mil que había en las guerras médicas, siglo y medio antes. Es natural que los autores antiguos, y a partir de ellos la tradición occidental, racionalizaran el fracaso militar de Esparta por la vía moralizante: había sido la corrupción de las costumbres y de las virtudes de antaño lo que había derrotado a Esparta.
También se ha sublimado el papel de la mujer espartiata. Ciertamente la posesión de un patrimonio inmueble propio, una instrucción elemental combinada con la práctica deportiva, un confinamiento sólo parcial en el hogar materno primero y marital después, junto a la desinhibición en juegos y procesiones religiosas, donde aparecían completamente desnudas, eran las principales razones sobre las que descansaba la reputación de “excesiva libertad” y de “vida licenciosa” de las mujeres espartanas en comparación con las de otros lugares de Grecia y, en particular, Atenas. En el plano intelectual, Platón asegura que las mujeres espartanas tenían una excelente formación filosófica y Yámblico cuenta que había algunas entre las seguidoras de Pitágoras. Se sabe también de al menos dos poetisas espartanas de renombre, Megalóstrata y Clitágora. Algunos historiadores modernos se han dejado llevar en exceso por esta imagen estereotipada y, siguiendo los pasos de Simone de Beavoir en El segundo sexo (1948), han visto en la espartana una mujer plenamente emancipada, económica y sexualmente; es preferible ser más ponderados y menos arriesgados en los juicios críticos y limitarnos a reconocer la poco habitual parcela de libertad de las mujeres lacedemonias. Privada, como en el resto del mundo griego, de la ciudadanía, de la participación en la Asamblea, del desempeño de magistraturas y cargos públicos, de la participación activa en la defensa de la ciudad ¿cuál podía ser la principal contribución de la mujer esparta a la polis, la forma en que podían demostrar su areté? Naturalmente engendrando varones sanos y fuertes, futuros ciudadanos-guerreros. Esto no es precisamente emancipación.

Una vez hemos acabado con los ciudadanos, pasamos a ver los grupos dependientes. Los periecos, como indica la propia palabra, son los “habitantes de alrededor” de Esparta, distribuidos en aldeas y pequeñas ciudades tanto en Laconia como en Mesenia. Las comunidades periecas contaban con su propia organización interna e instituciones locales, pero tenían su política exterior sujeta a la voluntad de Esparta (estaban obligados por ejemplo a enviar contingentes a todas las campañas militares). Los periecos poseen derechos civiles, pero no políticos, no son ciudadanos (polítai) lacedemonios. No hay evidencia sólida de que pagaran a los espartiatas algún tipo de tributo o impuesto. En general poseen y trabajan tierras menos fértiles y productivas que las de los espartiatas, pero se ocupan asimismo de labores denigradas y prohibidas a los hómoioi por la legislación licurguea como son las manufacturas, principalmente la fabricación y reparación de armas, y el comercio, de dinamismo y alcance bastante limitados. Dentro de los periecos había grandes diferencias económicas. Tenemos constancia incluso de una élite que podía pagarse su panoplia hoplítica, muy dócil ideológicamente en virtud de los vínculos anudados con la clase de los hómoioi. A diferencia de los ilotas, los periecos no suponían un peligro para la estabilidad del Estado y sólo tenemos noticia de una única y restringida participación en una revuelta contra la clase dirigente espartiata, la que siguió al gran terremoto de 464.

La tercera categoría social está integrada por los famosos ilotas. Los ilotas constituían el tipo más conocido de esclavitud comunitaria o colectiva, atributos ambos que aluden a su homogeneidad étnica, no a la relación de propiedad, ya que el ilotismo no deja de enmarcarse en un sistema de propiedad privada como era el existente en Esparta. En cuanto al primer aspecto, la mayoría de los ilotas tenía un origen mesenio -y, por lo tanto, eran de etnia doria al igual que los espartanos-, consecuencia de la conquista espartana “por la lanza” (dorýktetos) de su territorio, aunque también existían ilotas laconios, que carecían de la conciencia nacional de los primeros y, en consecuencia, no planteaban la misma amenaza de revuelta. Bajo esta luz la llamada amenaza ilota no era sino una desesperada lucha por recobrar la libertad perdida que culminaría cuando el desastre militar espartano en Leuctra permitió que en 369 el beotarca tebano Epaminondas refundara la polis de Mesene, en la falda occidental del monte Itome, adonde acudieron mesenios exiliados de todos los lugares de Grecia en busca de ciudadanía y tierras.
En lo relativo al régimen de propiedad, el ilota aparece ligado a la tierra que trabaja, la de su amo espartiata, quien lo vigila, castiga e incluso puede venderlo. Se sabe, no obstante, de algunas mujeres ilotas destinadas al servicio doméstico y personal, concubinato incluido. Pero a diferencia de lo que sucede con la esclavitud mercancía o de compraventa, en la que el esclavo tiene un contravalor monetario, el Estado coartaba este derecho de propiedad individual sobre los ilotas mediante disposiciones como las que prohibían su venta fuera de las fronteras laconias o su liberación a título individual, o la que obligaba a prestar temporalmente los ilotas propios, como los perros y los caballos, a otros ciudadanos que precisaran de ellos, de suerte que la noción de colectivismo arropaba un sistema de propiedad que era esencialmente privado.
De acuerdo con la estética y la propaganda visual espartana, la degradación de los ilotas debía percibirse en su cabeza afeitada y en su vestimenta, compuesta por una tosca prenda de cuero con que se cubrían, que remite al mundo animal y a un estadio anterior a la civilización -por oposición al tejido, elaborado por el hombre-, y por el elemento más distintivo, la kynê o gorro de piel de perro, una indumentaria que habían de conservar si no querían ser condenados a muerte y sus dueños multados por ello.
El trato que recibían también tenía que ser humillante. Ateneo precisa que los ilotas debían recibir cada año un cierto número de azotes, hubieran cometido o no alguna falta, para que no olvidaran su condición de esclavos. El oligarca ateniense Critias, tío carnal de Platón y cabeza visible del régimen de los Treinta Tiranos impuesto por Lisandro a la derrotada Atenas en 404/3, afirmaba que en Lacedemonia podían encontrarse “los más libres de los griegos, pero también los más esclavos”.
            Lo cierto es que para la minoritaria clase dominante espartiata era una prioridad de su política interna el controlar a la enorme masa de población ilota como forma de garantizar la continuidad y la eficacia de su modo de producción socioeconómico. Tucídides expresa en diversas ocasiones ese temor a una revuelta generalizada que cualquier derrota militar o catástrofe natural podía animar o reavivar. La más grave fue sin duda la de 464, propiciada por un gran seísmo, que durante varios años puso en jaque el orden establecido por la clase dominante espartiata. Este temor constante explica la represión, a menudo encubierta y silenciosa, a que era sometida esta vasta masa de población servil.
Entre estas tres principales categorías sociales se movían otros grupos con un estatuto jurídico ambiguo e indeterminado, a los que se suele aplicar etiquetas como “ciudadanos de segunda”, “ciudadanos parciales” o “ciudadanos incompletos”, ya que, aunque carecen de la plena ciudadanía, disfrutan de la condición de libres y de ciertos derechos, dentro de una situación general de dependencia.
            Para completar esta visión del singular kósmos o universo espartano, examinaremos una serie de instituciones que, extrañas en ciertos aspectos a las prácticas de otros griegos, encajaban perfectamente en el modo de vida de los espartiatas: la agogé, la krypteía y la sisitía.
            La agogé es el sistema educacional espartiata, notablemente diferente del modelo convencional de paideía griega, a través del cual las nuevas generaciones de espartiatas se convertían en soldados aguerridos y disciplinados, así como en ciudadanos virtuosos y acatadores de las leyes inmutables del Estado. Por esta razón Plutarco la llama “escuela de obediencia” y Simónides “domadora de hombres”.
De acuerdo con estos presupuestos, el entrenamiento militar y los deportes eran privilegiados por encima de cualquier otro tipo de aprendizaje, si bien las letras y la música no eran totalmente desdeñadas. Su significación política es reforzada por el hecho de que sin haber pasado con éxito los diferentes estadios de la agogé era imposible alcanzar la ciudadanía plena. Únicamente los futuros reyes estaban exentos de realizarla, según Plutarco porque su destino era mandar, no obedecer. Hasta entonces los jóvenes permanecen excluidos del cuerpo cívico, es decir, sufren una marginación de carácter temporal.
Era misión de la agogé inculcar en los jóvenes espartiatas la idea de que el bienestar de la comunidad se sitúa por encima de todo, a él debe encomendarse todo esfuerzo y no al beneficio y la gloria personal (“ser como las abejas, siempre juntas y alrededor de sus jefes”, según la metáfora de Plutarco). Debía fomentarse asimismo una conducta austera en todos los ámbitos de la vida cotidiana, la mencionada dieta, desterrando cualquier atisbo de arrogancia (pleonexía) o demostración pública de opulencia (tryphé).
Pero ¿en qué consistía la agogé? Cuando se producía el nacimiento de un varón dentro de la clase espartiata, su padre lo presentaba a los ancianos de la tribu, quienes procedían a un examen para comprobar que el recién nacido estuviera sano y bien formado -que incluía la tan discutida inmersión en vino-, un requisito indispensable para su aceptación en el seno de la comunidad, así como para la futura concesión de una parcela de tierra y los consiguientes derechos de ciudadanía. Si era rechazado, el neonato sería arrojado por la sima conocida por el eufemismo de “depósitos”, una práctica que, por cruel que parezca, no era infrecuente en el resto de Grecia, donde muchos recién nacidos, sobre todo niñas, eran “expuestos”, es decir, abandonados a su suerte. Si superaba la prueba, el niño permanecería con su madre hasta los siete años en una fase conocida como “crianza” (anatrophé) en la que las mujeres lacedemonias demostraban una gran competencia, a juzgar por el crédito que merecían las nodrizas de dicho origen.
Tal eugenesia, cercana a la selección natural, era la culminación de una educación de la mujer espartiata que, aunque totalmente al margen de la regulada agogé que seguían los varones, consistía también en una enseñanza elemental recibida en su casa y un aprendizaje de los valores cívicos en el marco de los coros de muchachas, con sus correspondientes iniciaciones rituales en fiestas cívicas, complementado todo ello con numerosos ejercicios físicos realizados al aire libre -carreras, lanzamiento de disco y jabalina, lucha (en Andrómaca Eurípides las muestra combatiendo desnudas con los chicos)- que tenían como finalidad robustecer el cuerpo femenino (en Lisístrata, de Aristófanes, la espartana Lampito es capaz de estrangular un toro), prepararle para que el semen del hombre enraizara bien, el parto fuese menos doloroso y engendrara hijos sanos y fuertes. Pero la fuerza no está reñida con la belleza y las mujeres espartanas eran reputadas también en este sentido, empezando por la homérica Helena, esposa del rey espartano Menelao, que, raptada por el troyano Paris, se encuentra en el origen legendario de la guerra de Troya.
Desde los siete años el Estado se hacía cargo de la educación del niño y aparentemente se rompía todo vínculo con la familia natural. Los niños eran entonces distribuidos en agélai, literalmente “rebaños”, bajo el cuidado de aquellos a los que se consideraba más capacitados en cuanto a inteligencia y fuerza física para imponer respeto. En una primera etapa, que duraba hasta los doce años, los niños (paîdes) endurecían su cuerpo y su carácter con diferentes juegos y pruebas que realizaban desnudos y descalzos; pero también aprendían a leer, escribir, aritmética elemental, expresión oral y algo de música, danza y poesía, básicamente lo mismo que los escolares atenienses. A lo largo de todo el proceso formativo será función de los éforos (los magistrados supremos) comprobar periódicamente, cada diez días, la buena forma física de los jóvenes, cubriendo de oprobio a los obesos y afeminados.
A los doce años comenzaba el segundo estadio de la agogé, durante el cual los paîdes, dentro de las agélai, eran divididos en ílai o “compañías” conforme a clases de edad; cada clase tenía su propio nombre y el paso a la siguiente siempre aparece marcado por una prueba ritual que el iniciando debía superar con éxito. Los muchachos permanecían siempre en grupos, tanto durante los ejercicios del día como durante el descanso de la noche, cuando las cañas que crecen en las riberas del Eurotas les servían para confeccionar con sus propias manos unos rudimentarios lechos (stibádes). Vestían únicamente un manto para todo el año -el llamado tríbon, confeccionado con tejido áspero- y las raciones de comida eran frugales, animándoles al hurto, un hábito que se suponía aguzaba el ingenio. El temor al castigo en caso de ser descubiertos nos ha dejado la famosa anécdota apócrifa, narrada en las máximas laconias de Plutarco, del niño que, habiendo robado un pequeño zorro, lo escondió bajo su ropa cuando aparecieron los dueños y allí lo mantuvo sin decir nada hasta que las heridas que el animal le causaba en el vientre le provocaron la muerte. A estas alturas, el entrenamiento paramilitar había desplazado por completo a la enseñanza de las letras, aunque no a la música y la danza, beneficiosas por sus aplicaciones religiosas y militares.
            En el tercer ciclo de la agogé, cuando entre los catorce y los dieciséis años el paîs deja de serlo y pasa a paidískos, “adolescente”, se establece un vínculo entre los adultos con plena capacidad política y los jóvenes destinados a aprender los mecanismos de poder, que cristalizaba en la mayoría de los casos en una relación de tipo homosexual. Las asociaciones exclusiva­mente masculinas que ensalzaban las virtudes viriles fomenta­ban que el joven (erómenos) buscara entre sus integrantes un modelo digno de imitación, mientras el amante adulto (erastés) -elegido o encomendado, pues no sabemos si había libertad de elección en la configuración de parejas-, asumía la potestad moral de guía y conductor. En cierto modo el adulto se hace responsable de la conducta de su joven amante, como se desprende de una anécdota recordada por Plutarco, según la cual en una ocasión en que un adolescente profirió una palabra soez durante un combate, los magistrados no le castigaron a él, sino a su erastés. Por tanto, el Estado auspicia y alimenta esta clase de relación en la idea de que era un elemento fundamental en la formación del buen ciudadano y más en concreto de la elite dirigente, de tal forma que se ha hablado de una auténtica “política pederástica” o de una “pederastia ritualizada”.
            Poco antes de acabar su etapa de paidískos el joven pasaba el ritual de flagelación en el altar de Ártemis Ortia, que en época romana se convertiría en un espectáculo para turistas -eso sí sangriento y a veces mortal-, que acudían en masa para ver lo que consideraban un vestigio de la poderosa Esparta clásica. Aunque la significación precisa de la diamastígosis se nos escapa, parece claro que se enmarca dentro de todo un ceremonial de iniciación a la edad adulta bajo la protección de la diosa durante el cual se mostraba a los jóvenes las famosas máscaras, sin paralelos en el mundo griego, y tenía lugar una prueba más de alteridad o inversión, las danzas licenciosas, que Platón considera indignas de los ciudadanos. De la muerte ritual, simbólica, los jóvenes renacían con un nuevo estatus, el de ciudadano integrado por completo en la comunidad cívica.
Este modelo educacional, sustentado en la profunda separación de sexos y en la permanente convivencia masculina desde la infancia, propició la ausencia de relaciones afectivas con las mujeres hasta el momento de contraer matrimonio. Incluso entonces, en lo que constituye un rito de inversión de sabor arcaizante, la esposa, que previamente había sido “raptada” por su cónyuge -trasunto de ancestrales prácticas tribales, pero que en realidad no es incompatible con un acuerdo previo entre las familias interesadas-, era vestida y calzada como un varón y su cabello cortado para que en la oscuridad el marido no sufriese un impacto psicológico ante un acto para el que la agogé no le había acostumbrado, abandonando enseguida el lecho conyugal para ir en busca de sus compañeros de banquete. Se explica así que varones y mujeres se desposen a una edad más tardía, quizá sobre los veinte años la mujer -frente a los catorce de media en Grecia- y sobre los treinta el hombre -en lugar de sobre los veinte-, una vez completado su ciclo formativo.
            Como corolario de la agogé propiamente dicha, los jóvenes de veinte años comenzaban su instrucción militar en el ejército lacedemonio en calidad de irénes. Igualmente podían acceder al syssítion o comedor para unirse a las mesas comunes que diariamente reunían a todos los “iguales”. Pero la ciudadanía plena no se alcanza hasta los treinta años, cuando se permite al nuevo hómoios participar en la Asamblea de ciudadanos, incorporarse definitivamente en las filas hoplíticas del ejército -permaneciendo activo hasta los sesenta años- y concurrir a las distintas magistraturas del Estado: eforía, estrategia, navarquía... En el ámbito privado puede ya casarse, formar una familia y explotar el lote de tierra que le corresponde.
            En cuanto a la krypteía o criptia, pronto cautivó la atención de los investigadores por sus detalles pintorescos, que la convertían en una reliquia del pasado a la que era posible acercarse a través de la Etnología comparada, estudiosa de los ritos iniciáticos que todavía practicaban sociedades primitivas de África, Indonesia y Australia, donde los jóvenes traspasan la barrera que les separa de la edad adulta dando muerte a un hombre. Hoy día, más coherentemente, se tiende a relativizar su carácter de “caza humana” y a cuestionar su singularidad intentando analizar sus elementos en relación con, y no al margen de, otras costumbres y prácticas sociales del mundo griego antiguo.
            El término krypteía alude al principal mandato al que debían someterse los criptos, los participantes en la prueba, permanecer ocultos y no ser vistos, ya que en tal caso se les impone un castigo. En primer lugar, la criptia entraña una serie de prohibiciones. Los jóvenes, vestidos con sólo una túnica, a pesar de que la prueba parece desarrollarse en invierno, y privados de todo equipamiento -calzado, litera, esclavos que les ayuden- a excepción de un puñal, tienen que vagar por las montañas escondiéndose durante el día para no ser descubiertos y castigados. El comentarista a Platón introduce además el robo, pues los criptos se ven obligados a robar para alimentarse, pero Aristóteles, en cambio, dice que se les permitía llevar las provisiones imprescindibles. Al llegar la noche es cuando los criptos dejan de ser presas y pasan a ser cazadores, descienden de las montañas y matan a los ilotas. Desconocemos si el ataque se ejecutaba en solitario o en grupo, pues aunque los textos emplean el singular, no se puede excluir que éste tenga un valor colectivo. Tampoco resulta claro si tiene un carácter indiscriminado, esto es, si se mata a todo ilota que se encuentra en los caminos o campos, o bien existía algún tipo de estrategia previa para suprimir metódicamente a los ilotas más peligrosos, como parece implicar Plutarco.
            Podríamos decir que la criptia se nos presenta por encima de todo como una dura prueba cargada de rasgos rituales e iniciáticos que debía ser superada por un grupo limitado de jóvenes espartiatas, tal vez como parte de una educación que, prolongando la agogé, buscara fomentar la astucia, la fuerza y la inteligencia de una elite de ciudadanos destinada a dirigir la nave del Estado. Esta finalidad primaria no estaría reñida con otra complementaria, la de controlar numérica e ideológicamente a la masa de población ilota, que tendría un origen más tardío, probablemente en época clásica, obedeciendo a las circunstancias sociopolíticas del momento.
En lo que respecta ala syssitía, era la comida comunitaria que diariamente, siempre al anochecer, reunía a los hómoioi o espartiatas de pleno derecho con la finalidad de estrechar y reforzar los vínculos de unión que hacían posible su predominio sociopolítico. En otras palabras, en estos banquetes se daban cita los mismos ciudadanos que participaban en la Asamblea espartana -más los efebos, en el estadio final de la agogé- y que, por consiguiente, tomaban las decisiones políticas. Hemos de concebir, pues, la sisitía como una especie de logia -si bien, lejos de ser ajena, inserta en las coordenadas políticas estatales- que hermanaba e identificaba a sus integrantes en unos mismos intereses y objetivos e incluso requería la aceptación de los nuevos miembros por parte de los antiguos y el secreto acerca de las conversacio­nes desarrolladas durante las sesiones.
            Como la mayor parte de las instituciones espartanas, la tradición remontaba la instauración de la sisitía al mítico Licurgo, con la misma finalidad de inspirar el respeto y la obediencia a las leyes dictadas por el Estado al tiempo que reducir al mínimo la indisciplina reinante en la ciudad. Aristóteles recoge también un deseo del legislador de introducir la comunidad de bienes en Esparta. La dieta alimenticia prescrita para estos banquetes se caracterizaba, según Polibio, por su frugalidad, con la intención de hacer moderados a los hombres en sus vidas privadas y evitar manifestaciones de soberbia (hýbris), pues la cena privada se tenía como ejemplo de molicie, relajación moral y deterioro físico. Jenofonte, empero, afirma que estas comidas eran suficientes para calmar el apetito sin caer en excesos. La explicación reside en que la moderación se plasmaba ante todo en la falta de consumo de productos exóticos y no en la escasez de alimentos.
            A diferencia de los aristocráticos sympósia griegos herederos del mundo homérico, en las sisitías los comensales no acababan ebrios, haciendo honor a la fama de moderados bebedores que tenían los espartanos, característica que se extendía a todo tipo de fiestas y celebracio­nes. En cambio sí ingerían vino en abundancia los ilotas, hasta el punto de cantar y bailar de forma grotesca, lo que sin duda constituía un refuerzo psicológico de su inferioridad ante los espartiatas y un ejemplo moralizante para que los más jóvenes conocieran los efectos de la ebriedad en el ser humano. Quienes estaban totalmente ausentes de la sisitía eran las mujeres, incluidas las hetairas, habituales animadoras de los banquetes griegos, en opinión de Platón por la propia naturaleza “biológica” de las mujeres, indisciplinadas y anárquicas, incapaces de someterse a las normas cívicas, de las que las comidas comunitarias eran símbolo y expresión.
            La sisitía cumplía otra importante función sociopolítica, determinaba la pertenencia a la clase dirigente en la medida en que si un hómoios no aportaba los productos en las cantidades estipuladas, perdía sus derechos políticos y se le despojaba de su condición de “igual”, siendo relegado a la de hypomeíon, “inferior”. Desde el siglo IV, cuando se agrandan las diferencias económicas entre los ciudadanos, el número de hypomeíones aumentó, con lo que se asestaba el golpe de gracia a la supervivencia de un cuerpo cívico cada vez mermado. No es extraño que, a diferencia de Atenas, que tuvo varios momentos de esplendor político y militar, Esparta nunca se recuperara de la derrota ante los tebanos: la batalla de Leuctra (371) la convirtió en un poder de segundo orden en el tablero geopolítico heleno; la de Megalópolis (331), ante los macedonios, en uno de tercera. En apenas cuatro décadas Esparta pasó de la hegemonía a la humillación.

 

Bibliografía

Las fuentes antiguas y la cuantiosa bibliografía científica moderna sobre Esparta (fundamentalmente en inglés) aparecen recogidas y actualizadas en: http://www.csun.edu/~hcfll004/spartbib.html

Además, en castellano:

- P. Cartledge, Los espartanos. Una historia épica, Barcelona, Ariel, 2009.
- J. M. Casillas, La antigua Esparta, Madrid, Arco Libros, 1997.
- C. Fornis, Esparta. Historia, sociedad y cultura de un mito historiográfico, Barcelona, Crítica, 2003.
- P. Oliva, Esparta y sus problemas sociales, Madrid, Akal, 1973.

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