Una cuestión de requisitos: falsificación/impostura/pseudepígrafe/apócrifo/espurio/plagio/pseudoapógrafos y falsarios de ficción
a) falsificación/falso (forgery)
¿Cuáles deben ser los requisitos inherentes a un documento que debamos calificar como falso? Debe tratarse de un documento que ha sido deliberadamente producido con la intención de engañar, cuyo autor ha tenido como móvil buscar un cierto beneficio oventaja (esencialmente económico) y que ha pretendido hacerlo pasar por lo que no es.
Y si me permiten, les contaré una anécdota de D. Julio Caro Baroja a propósito de un cuadro de su tío Ricardo Baroja: ‘En una flamante exposición madrileña había un cuadrito atribuido a mi tío... Fui a verlo. Estaba en la sala una encargada de las posibles ventas y en el tono más amable que pude le dije, después de haber sonreído al contemplarlo: ‘Le advierto que ese cuadro no es de Ricardo Baroja’. La encargada, de modo muy hostil, me replicó: ‘¡Qué dice Vd! Ha salido de su misma casa’. Entonces, ya menos amable, le contesté: ‘Eso no lo dudo: pero el caso es que ese cuadro no es de mi tío. Por una razón sencilla: porque lo he pintado yo!.
En ocasiones es el propio autor que ha sido objeto de la falsificación tiene la amarga experiencia de detectarlo. Es lo que sucedió al propio Galeno, quien, en sus Scripta Minora nos hace muy precisas observaciones sobre los conceptos de autenticidad y de falsificación a propósito de una anécdota vivida en el mercado de Roma:
‘Hallándome en el Sandalario, donde se localizan la mayoría de las tiendas de libros de Roma, me llamó la atención ver a algunos hombres discutiendo si el libro que habían adquirido era una obra mía o no. En dicho libro se podía leer lo siguiente: “Galeno, médico”. Al haber adquirido un libro que pasaba por ser obra mía, uno de esas personas que se llaman filólogos quiso conocer su contenido, extrañado ante la rareza del título. Tan pronto como leyó sus dos primeras líneas tiró el libro diciendo lo siguiente: ‘Este no es el estilo de Galeno, de modo que se trata de un libro falsificado”.
b) impostura (imposture)
Son falsificaciones promovidas por una intención más inocente, en las que no se da el requisito de pretender o buscar un beneficio material inmediato. De fraudes piadosos podemos calificar una práctica muy frecuente durante buena parte de la Edad Media. En el transcurso de los siglos XII y XIII se instaura una nueva mentalidad en muchas cancillerías, ante la necesidad de disponer de documentos escritos que den mejor fe de un acto jurídico que la pura validez del testimonio oral (Clanchy: 1979). En este tipo de fraudes, como decimos, no prima el afán de lucro o beneficio. Sus autores son a veces ingenuos monjes o escribas, en ocasiones sinceros, y muy frecuentemente personas honestas y hasta bien intencionadas; manipuladores que por lo general buscan ‘reinstaurar’ o restablecer unas creencias, unas prácticas o unos usos que ellos pensaban que “debían ser los auténticos y verdaderos”. No pocos fraudes medievales se deben a una intención piadosa. Por eso, en el fondo, merecerían incluso una cierta indulgencia por nuestra parte, pues su última motivación era en ocasiones incluso altruista. En este grupo se insertan probablemente buena parte de las hagiografías o vidas de santos medievales, cuyos autores no eran sino transmisores de unos textos que debían resultar en todo caso edificantes y amenos a fin de estimular la práctica de las virtudes cristianas.
Un ejemplo claro de impostura deberíamos considerar el caso de los diversos autores que intentaron hacer pasar por obra de Anacreonte y de Hipócrates la mayor parte de los textos recogidos en sus correspondientes corpora, en tanto que ni en el primer caso ni en el segundo debamos suponer que deliberadamente pretendieran engañar a nadie, dada la plena conciencia que tenían de estar escribiendo ‘no siendo Anacreonte ni Hipócrates’. De hecho, algunos poemas catalogados como ‘anacreónticos’ por la posterioridad no se reclaman a sí mismos obra de Anacreonte, ni su autor lo ha pretendido, como comprobamos en las palabras literales del poema 60 ‘imito a Anacreonte’
También puede presentarse como ejemplo el caso de la ya citada Donación de Constantino, documento que hoy se considera una de las mayores manipulaciones medievales originadas por cuestiones religiosas. Desde el siglo XV tanto Nicolás de Cusa como Lorenzo Valla hicieron ver que se trataba de una superchería, y desde hace décadas nadie duda de que constituye un texto redactado para sustentar el poder de la Iglesia y en especial del Papado. Una impostura de carácter religioso no exenta de graves secuelas políticas, en el que a nuestro juicio se ha mezclado una concepción hagiográfica con otra de naturaleza política.
Estas dos categorías comparten, aunque sea en distinto grado, la intención deliberada de engañar en el primer caso (estricta falsificación), y en el segundo (que llamamos impostura) la conciencia de estar adulterando o manipulando un texto original. Si seguimos descendiendo en esta escala de ‘falta de conciencia moral’ llegamos al caso de los documentos pseudepígrafos.
c) los pseudepígrafos se distinguen de los documentos propiamente llamados falsos por una circunstancia importante. Se trata de textos que ‘alguien ha atribuido erróneamente a un autor’ independientemente de la voluntad del autor del escrito, mientras que en el caso del falsario es éste mismo quien pretende hacer pasar un documento por verdadero. Podemos afirmar que ‘no son obra de aquellos autores a los que la tradición los ha asociado’. Se trata de un término que encontramos ya en Dionisio de Halicarnaso, pseudoepigrafoi, bajo el que se ha dado cabida a diversos tipos de textos inauténticos. Ahora, por tanto, más que de engaño debemos hablar de alguno de los diversos tipos de errores que Speyer considera en su trabajo: a) error por homonimia entre autores (como el caso que nos testimonia Diógenes Laercio en VII, 164, a propósito nada menos que de seis personajes antiguos que se llamaban Aristón, o el caso de los diversos Filóstratos, o los dos Apolonios), b) errores de anonimato, que es el que se produce cuando desconocemos el nombre del autor de un documento (que es la situación con que nos encontramos en los casos del Reso de Eurípides, de los Himnos Homéricos, etc.), c) error del copista o del filólogo, que equivocadamente atribuye o clasifica una determinada obra bajo una autoría incorrecta, como ocurrió con la pseudojenofontea, etc.
Además de los Himnos homéricos y otra serie de poemas escritos en formato épico que fueron atribuidos a Homero, pertenecen igualmente a esta categoría aquellos escritos filosóficos que algunos seguidores de una determinada escuela incorporaban a la doctrina del propio maestro, o incluso el caso frecuente de ciertos autores de retórica, en los que algún ejercitante imitaba el estilo de una figura como Demóstenes, etc. Otro tanto podríamos decir de la denominada Carta de Fálaris,cuyo autor no parece que haya tenido la intención de hacerla pasar por documento auténtico. Aún más llamativo es el caso de numerosos tratados llamados ‘Neopitagóricos’ que conocemos gracias al testimonio de Estobeo y atribuidos nada menos que a Pitágoras, a pesar de que la tradición nos atestigua repetidas veces que este sabio y filósofo tuvo a bien no dejar nada por escrito. Por tanto, muchos de los textos antiguos que hasta ahora se han considerado pseudoepígrafos podrían pasar a una categoría nueva y más inocua: la de los anónimos.
Luego tenemos el caso de los apócrifos. Nos solemos referir habitualmente a un texto supuesto o fingido, pero que se presenta con pretensiones de ser verdadero. Se aplica en especial en nuestro contexto cultural al caso de textos religiosos y en particular a los pertenecientes al cristianismo. A pesar de que el término goza de una sólida tradición, nosotros seríamos partidarios de considerar esta categoría de textos como una mezcla de falsificador e impostor. Hablamos de pseudoapócrifos, en cambio, para referirnos a ciertos textos de filiación errónea, pero no voluntariamente engañosos (Grafton: 33 y nota 54, y Troncarelli: 381).
d) el término espurio, por otra parte, se utiliza sobre todo para fragmentos o pasajes de mayor o menor extensión de un determinado texto. De hecho, raro es el escritor famoso de la antigüedad cuya obra no haya sido motivo de manipulación a lo largo de los siglos. Desde interpolaciones parciales y adherencias interesadas, a simples manipulaciones bien intencionadas por criterios estéticos, de estilo, o de buen gusto. Cabe a la filología y al editor de textos la tarea de desparasitar de pasajes o palabras advenedizas y sobrevenidas la tradición textual.
Me detendré ahora un momento, a modo de puro ejemplo, en el caso del Orestes de Eurípides, según tuve ocasión de manifestarme en mi edición de la colección Alma Mater (Madrid: 2001). Transcribo una breve cita de dicho estudio: ‘Los versos candidatos a ser interpretados como interpolados en Orestes suman al menos un total de 130 (...), lo que representa el 7,72 % del total de la obra. Muchos de ellos parecen corresponder todavía a cualquiera de los cinco tipos categorizados por West [...], de manera que hay que admitir que su recorte ha sido severo. Pero aún me quedan dudas sobre los especiales méritos que parece haber reservado para sus 25 seleccionados... Nuestra propuesta va a ser más categórica. A la vista de la complejidad y de las limitaciones con que se nos han transmitido nuestros textos prefiero considerar como auténtico verso cualquiera que nos haya sido legado por la tradición, asumiendo incluso el riesgo de que pueda no ser original de Eurípides, antes que contribuir a que pueda quedar relegado al aparato crítico un verso que pudiera ser auténtico de nuestro autor.’
Corresponde como sabemos a la disciplina de la Crítica textual discernir entre lo auténtico y lo falso mediante el análisis de anacronismos, argumentos de tipo literario, características lingüísticas y de estilo, la métrica, consideraciones dialectales, etc. , aunque se trata de una metodología que puede deslizarse hacia el terreno de la interpretación subjetiva, donde podemos encontrar casi a partes iguales innegables méritos e inoportunos excesos.
e) plagio, en cambio, es un término más moderno, que debemos entender como ‘apropiación indebida de una obra (o parte de una obra) de un autor’; no obstante, resulta bien conocida la antigua acusación de plagio entre Aristófanes y Eúpolis. En todo caso hemos de recordar que el concepto con que operaban los antiguos para designar lo que conocemos hoy como ‘plagio’ difiere algo de la acepción de este término en tiempos modernos. Por lo menos hasta el Romanticismo, el plagio se entendía como imitación deliberada de los modelos antiguos en tanto que modelos dignos de imitación. No hay, por tanto, en dicho concepto la carga negativa que nosotros modernamente solemos reconocerle. Así, consideramos perverso e inmoralmente aceptable oír que Lucía Echevarría aparece denunciada en Internet por plagiar a Antonio Colinas, o que Javier Marías se queje de que Prada le ha plagiado; Vizcaíno Casas lamenta haber sido plagiado por Vázquez Montalbán... Racionero plagia historias griegas; De Cuenca plagia historias de piratas que antes plagió Borges, etc. (R. Conte, Elogio y refutación del plagio, El País, 14 octubre 2001).
En cambio, entre nuestros lejanos antepasados, imitar a los grandes autores de un canon consagrado era la principal y casi única manera de garantizar una calidad literaria. Si acaso, una cierta dosis de aemulatio, ‘emulación’ permitía al autor una cierta originalidad con la que enriquecer los modelos originales.
Pero un caso verdaderamente singular de plagio antiguo fue la recíproca acusación que al respecto se hicieron Eúpolis y Aristófanes. Lo conocemos por los versos 553 y s. de Nubes, en donde Aristófanes reprocha de plagiario a su colega, acusándole de que en su obra Maricás había plagiado algunos versos de Caballeros.
‘En primerísimo lugar Éupolis llevó a rastras su Maricás, haciendo un refrito de nuestros Caballeros, tan mediocre como mediocre es él, añadiéndole además, por culpa del córdax, una vieja borracha, personaje que ha creado Frínico tiempo atrás, aquella a la que trataba de engullir el monstruo marino’.
f) a los falsarios de ficción debemos reservar capítulo aparte por su singularidad. A diferencia de otros casos anteriormente vistos, el falsario de ficción es un autor que no trata de engañar ni de disimular su carácter ficticio, sino que incluso alardea de él, con plena conciencia de que se trata de un juego literario. Aquí no sólo no hay engaño sino hasta una cierta connivencia. El autor de la falsificación certifica la inautenticidad del documento, y de otra parte el lector lo recibe como un truco o expediente literario que le permite dar libre pábulo a todo un mundo de imaginación o fantasía. El caso de Luciano constituye el ejemplo quizá más evidente
Y cómo no traer ahora a colación a aquel gran lucianesco- satírico y juguetón- J. Swift, de quien se cuenta la anécdota de que estando como capellán al servicio de Lord Berkeley, se veía obligado a leer las más profundas reflexiones del autor preferido de la señora de la casa, Robert Boyle. Un día, sin cambiar lo más mínimo el tono, sustituyó algunas páginas del texto de Boyle y procedió a leer en pleno sermón este alegato titulado Reflexión en torno a una escoba. Y entre nosotros cabe mencionar la afición por los apócrifos de Max Aub, quien, por puro placer literario, crea personajes, acumula sobre ellos una ingente documentación, provoca la aparición de artículos de críticos y logra que participen de la superchería gran cantidad de eruditos, profesores y lectores. Cf. Joan Oleza, Obras Completas de Max Aub.