Mejor o peor, todos sabemos leer caras. Todos inferimos un montón de datos de la apariencia facial y corporal de la persona que tenemos enfrente. Aunque no seamos conscientes de ello, aunque lo hagamos de manera intuitiva e irreflexiva. En general, todos actuamos como si el aspecto exterior (y especialmente el rostro, nuestra parte más expuesta y expresiva) delatara, revelara el ser interior de una persona. Esperamos que haya una congruencia entre lo que es y lo que parece, y cuando esa congruencia no se produce sentimos cierto desconcierto.
Cicerón ya lo dejó sentenciado: “la cara es el espejo del alma”, y todos parecemos darle hasta cierto punto la razón. En la cara observamos cómo está en ese momento: si tiene “buena cara” o tiene pinta de estar enfermo, si está atento o distraído, triste o alegre, relajado o asustado…; pero, ante una persona desconocida, no sólo observamos cómo está, sino cómo es: intuimos lo que hay de duradero en su carácter, en su forma de ser, lo que nos cabe esperar de ella y lo que no. Las ventajas evolutivas de esta habilidad son más que evidentes: siempre nos ha interesado saber de quién -y hasta qué punto- podemos fiarnos. Es claro que la información que extraemos de la fisonomía y la apariencia física del individuo que tenemos enfrente (previa o complementaria a todo su despliegue de palabras y hechos) es fundamental para nuestra supervivencia y bienestar.
Es comprensible que, a lo largo de la historia, haya habido una pretensión de convertir esa habilidad intuitiva que todos compartimos en un conocimiento exacto, certero, capaz de predecir el comportamiento de los sujetos. En eso consiste precisamente la Fisiognómica (o fisiognomía), en “el estudio del carácter a través del aspecto físico y, sobre todo, a través de la fisonomía del individuo”, según la definición de la RAE. Si atendemos a su etimología, “fisiognómica” -de fisis (naturaleza) y gnomon (conocer, comprender)- significa “reconocimiento, interpretación de la naturaleza”. A veces se ha interpretado también como “regla de la naturaleza”. Y es que, así planteada, la fisiognomía sería una más de las artes y ciencias que pretenden descifrar el orden oculto de la naturaleza; es decir, el orden del mundo.
1. Orígenes de la Fisiognómica: adivinación o ciencia
La Fisiognómica ha sido practicada en muchas de las civilizaciones que han existido: en la antigüedad grecorromana, en la que nos vamos a adentrar y que bebió probablemente de fuentes orientales, pero también en otras culturas como la árabe y la china. En la tradición occidental, su desarrollo ha sido constante en la época moderna y contemporánea, y aunque ha sido denostada como pseudociencia, en la actualidad sigue gozando de cierto predicamento en su vertiente psicológica, denominada ahora Morfopsicología.
En los textos clásicos griegos aparecen a menudo (el mismo Aristóteles los menciona) referencias a fisonomistas (fisiognomon) que dan conferencias populares y a los metoposkopos, unos adivinos que predicen el porvenir de una persona (es decir, no meramente el carácter, sino el destino) leyendo su cara, o más específicamente, las líneas de su frente (metopon). Plinio cuenta, por ejemplo, que uno de esos metoposcopos, examinando ciertos retratos que había hecho Apeles pudo predecir nada menos que la fecha de la muerte de los retratados1 . Aunque el ejemplo muestra un caso de predicción extrema, parece que ese tipo de adivinos eran relativamente frecuentes en la sociedad griega.
Como en otras sociedades, por cierto. No olvidemos que el ser humano ha buscado signos del destino en las más variadas superficies: en los astros y sus supuestas formas animales (el zodíaco), en las cartas del tarot, en toda clase de superficies líquidas o brillantes, en los posos del café y de otros líquidos, en las entrañas de pájaros y otros animales, en los sueños supuestamente premonitorios y, por supuesto, en el territorio privilegiado del cuerpo humano, especialmente en la forma y las líneas de la mano (quiromancia) y, por supuesto, en las líneas y los rasgos del rostro (fisiognómica, metoposcopia). Lo que palpita detrás de ese afán es, sin duda, la desazón causada por la incertidumbre: ese no saber, no conocer lo que nos depara el futuro, la ausencia de seguridad y confianza. Esa incertidumbre es la creadora, seguramente, de una idea que marca y vertebra en gran medida la historia humana: la idea de la legibilidad del mundo; del mundo como un gran libro cifrado en múltiples signos que, sin embargo, se pueden conocer -leer- de algún modo.
La antigua Babilonia inaugura una tradición adivinatoria y descriptiva sobre el cuerpo que se mantendrá constante durante siglos. Allí lo inspeccionaban en todas sus manifestaciones -desde los lunares hasta las vísceras más profundas- para interrogar al destino. También en la antigua Grecia son importantes las prácticas adivinatorias. Se comienza a hablar de signos y aparece el término semeîon, que indica la revelación de Dios. A través del signo oracular, Dios se comunica con el hombre, pero no le concede una revelación completa: le ofrece, mediante el semeîon, una base para inferir una explicación. Muchos de estos signos enigmáticos están escritos en el cuerpo, constituido como uno de los espacios privilegiados de la comunicación entre los dioses y los hombres. Para comprender la palabra divina se aíslan porciones del cuerpo, como la superficie del hígado. Estas zonas, así recogidas, están cargadas de un valor simbólico, pues funcionan como espejo del orden cósmico general. Lo mismo ocurre con el rostro, donde aparece “la señal de una especie de predestinación2” . La adivinación, así, queda inscrita en el interior de la vocación fisiognómica.
Y sin embargo, no es esa vertiente adivinatoria la que más peso tiene en antigüedad griega. Es bien conocido el afán de explorar e investigar la fisis que allí se impulsa en todas sus variantes. Y cómo, más allá de los indicios adivinatorios, se intenta dotar a ese conocimiento de una consistencia científica. Es el caso de la medicina. De hecho, algunos (como Galeno, el ilustre médico del s. II d. C.) han sostenido que el verdadero fundador de la fisiognomía fue Hipócrates (s. V-IV a.C.), quien veía en esta disciplina una ayuda indispensable para la medicina. La literatura médica que desarrollarán sus continuadores será, en efecto, la que proporcione algunos de los presupuestos teóricos más relevantes, como la teoría de los humores que veremos más adelante.
Otros autores apuntan, en cambio, a Pitágoras (s. VI a. C.) como el primer gran pensador en practicar la fisiognómica y en sentar algunos de sus principios básicos. De hecho, se cuenta de él que antes de acoger a alguien como amigo o discípulo lo sometía a un examen fisiognómico para conocer su verdadera naturaleza, y que no admitía a nadie en su escuela que no tuviera una cabeza y un cuerpo debidamente proporcionados.
En cualquier caso, el texto más antiguo que se conoce sobre este tema –un influyente tratado citado como una autoridad por todos los estudios posteriores– es Physiognomonia (siglo III a. C), atribuido durante siglos a Aristóteles. Desde hace tiempo se sabe que no procede de la pluma del estagirita, pero sí de algún autor anónimo muy cercano a sus postulados. En realidad, todos los fundamentos citados en la obra pueden rastrearse en la extensa obra aristotélica y concuerdan con sus investigaciones tanto en el terreno de la ética como en el de la biología. Esa línea aristotélica implica también que nos alejamos de la vertiente esotérica de la disciplina para acercarnos a la científica. No se trata aquí de adivinar el destino de una persona (adivinar cuándo morirá o si lo hará asesinado, por ejemplo), sino de inferir algo más modesto, algo que se pretende mucho mejor fundamentado: el carácter a través de sus rasgos físicos.
2. La Fisiognomía del Pseudo-Aristóteles (s.III a.C.)
La tesis de la que parte la obra se adscribe claramente al ideario aristotélico: “El alma y el cuerpo comparten entre sí sus mutuas afecciones. El cambio del estado de ánimo transforma consigo la forma del cuerpo y, a su vez, el cambio de la forma del cuerpo conlleva la transformación del estado anímico3” . Una dependencia mutua entre cuerpo y alma en la que insiste el autor:
“Que las facultades psíquicas están relacionadas con las características corporales y no existen de manera independiente, imperturbables ante los impulsos del cuerpo, es algo que se hace especialmente evidente en la borracheras y las enfermedades. Pues es manifiesto que las facultades psíquicas se transforman sobremanera a causa de los padecimientos corporales. E igual de obvio es lo contrario, que el cuerpo comparte con las afecciones anímicas los sufrimientos que comportan los amores, miedos, dolores y placeres”. “Jamás se ha dado un ser vivo tal que tenga la apariencia de un ser y el temperamento de otro diferente, sino siempre el cuerpo y el alma del mismo, de modo que a un determinado cuerpo corresponde por necesidad un temperamento específico” (pp. 39-40; la cursiva es mía).
En consecuencia, la fisiognómica estudia “las disposiciones naturales del temperamento así como las adquiridas, en tanto en cuanto su aparición comporta una transformación de los rasgos objeto del examen fisiognómico (p.45). Un examen que se lleva a cabo estudiando preferentemente la zona de los ojos, la frente, la cabeza y el rostro, pero también las demás partes del cuerpo, así como los movimientos, los colores o la voz. El texto seudo-aristotélico inaugura los tres principales métodos de interpretación fisiognómica en los que abundarán después los tratadistas, al menos hasta los siglos XVIII-XIX:
En realidad, el tratado no plantea estos métodos como fórmulas separadas, sino entrelazadas, como puede observarse en esta enumeración de rasgos generales:
“Los colores fuertes significan calidez y complexión sanguínea, y los rosáceos una buena naturaleza, siempre que este color aparezca sobre una piel lisa. Los caballos suaves significan una cualidad cobarde, mientras los hirsutos una viril. Este rasgo procede de la observación de todos los animales, pues los más cobardes son el ciervo, la liebre y el ganado, que son los que tienen el pelaje más blando, y los más valientes el león y el jabalí, cuya pelambrera es la más dura. (…) De manera similar sucede en las razas humanas, dado que aquellos que habitan en zonas septentrionales son valientes y de cabellos hirsutos, mientras que quienes viven en regiones meridionales son cobardes y lacia su cabellera. (…) Los movimientos indolentes indican un temperamento suave, los bruscos uno encrespado. En cuanto a la voz, la grave e intensa indica valentía y la aguda y débil cobardía” (pp. 46-47).
Fisiognómica zoológica
Puede parecer curiosa esta recurrente analogía con los animales. Pero es congruente con la idea aristotélica fundamental de que el alma es la que da forma (eidós) a la materia (el cuerpo) y determina las características físicas de un ser, de manera que a formas fisonómicas semejantes corresponden cualidades anímicas o caracterológicas semejantes; así, de las primeras podrán deducirse las segundas.
Partiendo del presupuesto de que la estructura corpórea de los animales es más simple y comprensible, Aristóteles percibe en las posibles semejanzas entre hombres y animales la llave para individuar las “cualidades esenciales”. En los Analíticos primeros (II, 27, 70b 6-39), sostiene que podremos juzgar correctamente la naturaleza de un individuo sobre la base de su estructura corpórea, a condición de que aceptemos algunos postulados fundamentales: a) que todas las afecciones (páthos) transforman simultáneamente el cuerpo y el alma; b) que existe un solo signo físico por cada afección singular y c) que podemos establecer la afección que es propia a cada género animal y el signo específico con la que se manifiesta4.
Así, los animales -fijados en imágenes emblemáticas- funcionan como un espejo invertido a través del cual es posible reconocer las pasiones, los vicios y las virtudes de los hombres. Un mecanismo que permite reconocer una forma compleja a través de la mediación de una forma más simple y elemental, sobre todo gracias a un común acuerdo cultural sobre el significado que se ha atribuido a esta forma.
Por ejemplo, si a los leones les caracteriza la valentía, será necesario que -dada la recíproca solidaridad existente entre alma y cuerpo- de esta afección exista un signo. En el caso de los leones, el signo visible estaría representado, según la tradición aristotélica, por las grandes extremidades. Si encontráramos este mismo signo en otras especies como, por ejemplo, en los hombres, ello significa que éstos tienen la misma afección: que son valientes. Todo ello se basa en un tipo de silogismo5 –denominado más adelante “silogismo del fisónomo”– de sencillo y sugestivo funcionamiento; por ejemplo, de la premisa “Todos los leones son valientes”, y dado el caso “Algunos hombres se parecen a los leones”, resuelve que “Estos hombres son valientes”. Encontramos en el texto pseudo-aristotélico constantemente ese tipo de inferencias:
“Los que tienen el rostro carnoso son perezosos, como los bueyes. En cambio, los que lo tienen enjuto son diligentes (…). Los que tienen la cara pequeña son mezquinos: véase el gato y el mono. Y los que la tienen grande, torpes, como los asnos y las bueyes”.
“Los que tienen los ojos pequeños son mezquinos: compruébese en el conjunto de su aspecto y en el mono. En cambio, los que tienen grandes los ojos son torpes, como los bueyes. Así pues, el preciso que quien tenga una naturaleza noble no tenga los ojos ni pequeños ni grandes”.
“Los que tienen pequeña la frente son ignorantes: recuérdese los cerdos. Pero los que la tienen excesivamente grande son lentos: así los bueyes (…). Los que son de frente cuadrangular y simétrica son magnánimos, como los leones”. “La constitución intermedia (…) es la más armoniosa”.
“Los que tienen la cabeza grande son inteligentes: piénsese en los perros. Los que la tienen pequeña no tienen capacidad de percepción: es el caso de los asnos”.
“Los que son demasiado morenos son cobardes: piénsese en los egipcios y los etíopes. También son cobardes los que son demasiado blancos: es el caso de las mujeres. El color que conforme la virilidad debe estar a mitad de camino entre estos extremos” (pp. 67-68).
La virtud está en el medio, lo mismo para el cuerpo que para el alma
Vemos por tanto que el texto pseudo-aristotélico es fiel a una de las ideas más queridas del maestro: la del mesótes o justo medio. Así, “los que son desproporcionados son viles” y “los que tienen las proporciones adecuadas serán justos y valerosos” (p. 77). En realidad, esta idea de equilibrio y proporción (mesótes, simetría, isonomía, etc.) es central en toda la cultura griega. La encontramos en la esfera ética: la virtud será el justo medio entre dos vicios, uno por exceso, otro por defecto; la encontramos en la esfera estética, en la búsqueda de una proporción corpórea ideal, ejemplificada por el Canon de Policleto; y la encontramos en el ámbito médico-científico, en la escuela hipocrática de la salud como equilibrio entre cualidades opuestas.
Siguiendo esta línea de medianía, el pseudo-Aristotéles elabora retratos-robot fisonómicos de las principales cualidades morales. Así se distingue, pongamos por caso, la fisonomía del valiente y el cobarde:
“Los rasgos del valiente son: el cabello hirsuto, el porte del cuerpo erecto, los huesos, los costados y las extremidades del cuerpo vigorosos y grandes (…); el ojo castaño claro, ni demasiado abierto ni cerrado por completo; la textura de la piel del cuerpo bastante árida, la frente prominente, recta, no grande, delgada, ni lisa ni totalmente arrugada”.
“Los rasgos del cobarde son: la cabellera lacia, el cuerpo aplanado (…), palidez en el rostro, los ojos mortecinos (…), débiles las extremidades del cuerpo, las piernas pequeñas y las manos finas y grandes (…), y la expresión del rostro mudable y abatida” (pp. 50-51).
Así los rasgos del capacitado/inteligente y del estólido/imbécil:
“Los rasgos del capacitado son: la carne bastante húmeda y tierna (…), el cuerpo rosáceo y limpio, la piel fina, el cabello no demasiado hirsuto ni demasiado negro, los ojos castaños claros y húmedos”.
“Los rasgos del estólido: la frente grande, redonda y carnosa (…), las mejillas grandes y carnosas, el costado carnoso, las piernas grandes, el cuello grueso, el rostro carnoso y bastante alargado” (p. 51).
Y así los rasgos contrapuestos del amable/afable y del cruel/ruin:
“Los rasgos del amable: la frente de tamaño considerable, carnosa y lisa, los contornos de los ojos algo hundidos (…). En sus movimientos debe ser lento y descuidado, y en su postura y en la expresión de su rostro no parecer apresurado sino noble”. “Los rasgos del afable: aspecto vigoroso, carnoso, la carne húmeda y abundante, el tamaño considerable y bien proporcionado”.
“Los rasgos del cruel: el rostro contraído por la cólera, la piel negruzca, seca, la zona facial rasgada, el rostro rugoso y enjuto, los cabellos lisos y oscuros”. “Los rasgos del ruin: miembros pequeños, menudo, consumido, ojos pequeños y cara pequeña” (pp. 52-53).
Por lo demás, el Pseudo-Aristóteles insiste en la diferencia fundamental entre los sexos, propia de todo el reino animal, y que colocaría a los ejemplares machos en una posición de superioridad, de criterio o norma respecto del que se medirán las fisonomías de las hembras. Este criterio será una constante en toda la historia de la fisiognómica (al menos hasta el s. XX), en el que son siempre los cuerpos masculinos los estudiados, y frente a los cuales los femeninos se ofrecen con un grado mayor o menor de a-normalidad:
“De cuantos animales nos disponemos a criar, las hembras son más dóciles y de ánimo más manso que los machos, pero son menos vigorosas y más entregadas a la cría y a la domesticación. De manera que siendo ésa su naturaleza serán menos apasionadas que los machos”. “Todo su aspecto físico es especialmente agradable antes que noble, pero son más flojas y muelles y de carnes más húmedas. En cambio, los machos son todo lo contrario, al ser su sexo de una naturaleza más viril y bondadosa, mientras que la de la hembra es más pusilánime y perversa” (pp. 58-59).
El autor llega a una conclusión que era, en realidad, su punto de partida: “ha quedado demostrado que el sexo masculino es más justo y valeroso que el femenino, en definitiva mejor”. Adivinen qué animal es considerado como el de mayores cualidades morales y, por tanto, espejo inmejorable para los varones de la especie humana: “De todos los animales el león es el que ha adoptado los rasgos más perfectos del tipo masculino” (p. 60). Frente a él, “la pantera tiene un aspecto bastante femenino” y, por ello mismo, “su alma es mezquina, ladina y, por decirlo en una palabra, dolosa”.
Tipología axiológica
Pues bien, en todo este despliegue fisiognómico nos encontramos con una tipología de valores, de clara ascendencia pitagórica, que encuentran también en Aristóteles uno de sus máximos exponentes. En De Partibus Animalium, el estagirita había sostenido que las partes naturales del cuerpo siguen el orden de la naturaleza de tal manera que “la parte superior está orientada hacia la parte superior del universo”, y “lo que es mejor y más noble, en relación a lo alto y bajo, tiende a encontrarse en lo alto; en relación a lo que está delante y a la derecha, delante; respecto a la derecha y a la izquierda, a la derecha6” . Aristóteles funda así toda su fisiología en esta tipología axiológica, en este sistema paradigmático de valores:
Derecha | Izquierda |
Alto | Bajo |
Delante | Detrás |
Caliente | Frios |
Fuego | Tierra |
Ligero | Pesado |
Macho | Hembra |
Obviamente, en la cultura occidental los términos pertenecientes a la columna de la izquierda están dotados en general de una connotación positiva, en contraposición a los términos de la columna derecha.
3. La teoría de los humores y los temperamentos
Los tratados fisiognómicos posteriores al del Pseudo-Aristóteles han respetado en gran medida esta taxonomía, así como los métodos expuestos en la obra. Múltiples referencias nos dan a entender que en la antigüedad hubo más estudios fisiognómicos que, sin embargo, no han llegado a nuestras manos. Sí han llegado algunos como el de Polemón de Laodicea (II d.C.), el del sofista Adamanzio (IV d.C.) o el de un anónimo latino (IV d.C.). Pero lo cierto es que la evolución más interesante de la disciplina tiene que ver con su conjunción con la medicina y la teoría de los humores y temperamentos, que priorizará el método psicológico, frente al zoológico y el etnográfico.
La teoría de los humores ofrece una primera, elaborada y duradera explicación psicosomática del carácter. Acentúa, como es de suponer, la causa orgánica, fisiológica, del carácter, es decir, la determinación del temperamento heredado. Su origen se encuentra en la correspondencia entre el macrocosmos y el microcosmos (del cuerpo): en ambas escalas dominarían los cuatro elementos, según la teoría que fue formulada por primera vez por Empédocles, y cuyas derivaciones médicas (la teoría de los humores y de los temperamentos) se debe a la tradición hipocrática y especialmente a Polibio (siglo IV a. C.), yerno del propio Hipócrates.
Para explicarlo de la manera más sintética posible: los cuatro elementos que constituyen el universo (aire, fuego, tierra y agua) tendrían su equivalente en el cuerpo humano bajo la forma de cuatro humores (sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema). Según las estaciones del año, unos humores se enfriarían o se calentarían, haciéndose más húmedos o más secos, lo que podría producir desequilibrios patológicos. La prevalencia de un humor u otro determinaría, por tanto, la constitución psicosomática de un individuo, su temperamento: sanguíneo, colérico, melancólico o flemático. La salud consistiría en cierto equilibrio de los distintos humores, mientras que la enfermedad sería precisamente fruto del desequilibro.
Es otro médico, Galeno, en el siglo II d.C., quien completa la teoría exponiendo con mayor claridad la relación causal entre la constitución física y el carácter: “las facultades del alma siguen a los temperamentos del cuerpo”, sentencia. Así, por ejemplo, la sequedad del temperamento conduce al alma a la inteligencia, mientras que la humedad conduce a la insensatez; la sangre más densa y caliente es la mejor para producir fuerza, mientras que la menos densa y más fría favorece las facultades sensibles e intelectuales. Los mejores son los animales que la tiene caliente, menos densa y pura, pues tienen a la vez coraje e inteligencia. Las características psíquicas son reconocibles por el exterior gracias a precisas características fisiognómicas. Así, los individuos de constitución sanguínea presentan un color rosáceo, mientras que los amarillentos indican que predomina la bilis amarilla; los melancólicos son oscuros y delgados; los flemáticos, pálidos, etcétera. El bene natus se aproxima al sanguíneo, pues tiene la complexión blanca y rosácea, y es de natural amable; mientras que las características del melancólico son las del hombre inconstante, caracterizado por los cabellos negros y la piel oscura7.
Un esquema psicosomático tan explicativo como éste tuvo fortuna durante siglos. La teoría de los humores y los temperamentos dominó, de hecho, la fisiología y la psicología –articulando el sistema de las pasiones– al menos hasta Descartes.
Las contradicciones: el caso Sócrates
Pero no finalicemos aquí el relato, no al menos sin preguntarnos cuánto de cierto hay en todo esto. ¿El carácter está en el temperamento? ¿Obedece fundamentalmente a una causa fisiológica, más que cultural o educacional? ¿Y esa causa fisiológica es la misma que la que determina nuestra fisonomía, nuestra apariencia física? ¿Tan predeterminados estamos en nuestra forma de ser?
Planteémonos estas mismas preguntas evocando lo que ocurrió con Sócrates, el gran Sócrates. Según toda la tradición clásica, Sócrates era feo, muy feo. Ojos saltones, ancha nariz chata, boca grande enmarcada con gruesos labios, estatura mediana, calvo y ligeramente obeso. La descripción que nos ofrece el hermoso Alcibíades hace recordar a un sileno, esa especie de feo sátiro -peludo, cornudo, con caderas y piernas de cabra- que desfilaba en el séquito de Dionisos saltando y tocando la flauta. Pero, según sostiene Alcibíades, si bien era feo, era también como esos silenos “existentes en los talleres de escultura... que cuando se abren en dos mitades, ¡aparecen con estatuas de dioses en su interior!”8. ¿Cómo cabe explicar esa aparente contradicción? ¿Cómo alguien que era tan feo y desproporcionado en su apariencia exterior, puede ser en su interior tan puro y bello “como los dioses” y tan sabio como ellos?
Todo en el personaje de Sócrates contradice la norma. Para empezar, y eso ya es raro para un rostro griego, el suyo está descrito. Platón y Jenofonte trazan el retrato físico de Sócrates, un género prácticamente ausente tanto en los textos literarios como en las artes figurativas, que nos muestran, por el contrario, la imagen anónima del ideal de hombre griego, con un cuerpo y un rostro de perfección geométrica y matemática. Sin embargo, Sócrates es feo. Y en una cultura que insiste en la estrecha conjunción de lo bello y del bien, la idea de su fealdad es provocadora. Y puesto que Sócrates es un hombre bueno y es, además, el maestro del logos portador de la verdad (al menos a los ojos de Platón, de Jenofonte y de los otros que le rodean), su rostro parece estar en oposición con lo que es. “El físico contradice la moral, es el paradigma viviente de la disociación entre el ser y el parecer, que Platón intenta hacer entender a sus contemporáneos afirmando que las cosas no son como se ven, que su verdad no está en el aparecer, sino más allá”9.
Hay una anécdota llamativa alrededor del rostro de Sócrates, que tiene como protagonista a un adivino o fisonomista tracio, Zopiro, que nos interesa especialmente. Lo relata Cicerón en la obra De fato V, 10 (44 a.C.):
“¿No conocemos el juicio que formó de Sócrates el fisonomista Zopiro, que pretendía conocer las costumbres y el carácter de los hombres por la inspección del cuerpo, de los ojos, del rostro o de la frente? Éste declaró que Sócrates era estúpido o imbécil, porque no tenía la garganta cóncava, porque todos sus órganos eran robustos y cerrados; añadió también que era aficionado a las mujeres, lo que, según dicen, hizo lanzar carcajadas a Alcibíades”.
En otra obra (Tusculanas IV, 37, 80), Cicerón vuelve a relatar este encuentro, incluyendo ahora la respuesta de Sócrates:
“En una reunión, habiéndole atribuido a Sócrates muchos vicios Zopiro, el cual se jactaba de conocer la naturaleza de cada uno por sus rasgos fisonómicos, riéronse de él los otros, que no habían observado tales vicios en Sócrates, pero fue éste mismo quien lo defendió, pues dijo que tales vicios eran innatos en él, pero que los había vencido gracias a la razón”.
Cicerón trajo a colación esta anécdota como argumento para rechazar el destino y las supersticiones ligadas a él, y para defender la tesis de que mediante la voluntad se pueden enmendar tanto los vicios adquiridos como los congénitos que Sócrates confesaba que tenía. Dicho de otro modo, por mucho que influya el temperamento heredado, existe un libre albedrío capaz de modificar y construir, al menos hasta cierto punto, el carácter.
Pues bien, prácticamente toda la tradición fisiognómica –hasta el siglo XX inclusive– se ha ocupado en algún momento del desafío de la fealdad de Sócrates; o lo que viene a ser lo mismo: de las funciones y los límites de la propia disciplina fisiognómica. Algunos, como el gran fisonomista del Renacimiento, Giovan Battista Della Porta, utilizaron la anécdota de Sócrates y Zopiro para escapar de la acusación de fatalismo que pendía sobre la disciplina y sostener que, por muy fuertes que sean nuestras inclinaciones, una firme determinación, el amor al conocimiento y la honestidad pueden conseguir lo que previamente había negado la naturaleza.
Pero la cuestión es: ¿no debería notarse en el rostro, de alguna manera, todo cambio o desarrollo de carácter? A esa pregunta se enfrentó el mayor fisonomista del siglo XVIII, J. K. Lavater, al tratar el “problema” de la fealdad o la desproporción de Sócrates. ¿Cómo puede tener el más sabio de los hombres “una fisonomía grosera, ruda, fea y repulsiva”? Para él era impensable que “la verdadera perfección, una sabiduría grave y sostenida, el coraje de la virtud… no se traicionaran en la cara”10.
Lavater comienza reconociendo que la desarmonía en el caso de Sócrates podría considerarse una excepción a la regla, aunque seguidamente se inclina por otra hipótesis: que Zopiro fuera, en realidad, un mal fisonomista. El mismo Sócrates reconoció que gracias a la reflexión y la aplicación mejoró su carácter, de modo que para Lavater esa transformación debía haber sido observable, al menos en vivo y a los ojos de un buen fisonomista: “es a menudo un pequeño rasgo, que no se puede expresar mediante el buril del grabador, y que no se muestra sobre todo más que en los movimientos, el que traiciona el vicio más enorme. Del mismo modo, hay formas feas del rostro o, como diría mejor, formas superabundantes, fuertes, como el de nuestro Sócrates, donde los caracteres más finos, los más nobles, los más animados de la sabiduría y la virtud, sólo se manifiestan indirectamente al ojo presente y penetrante, por rasgos débiles, inexpresables y sobre todo móviles”11.
El arte o la pseudociencia de la Fisiognómica reconoce así las dificultades a las que ha de enfrentarse, las piruetas que ha de ensayar para mantener su precario equilibrio.
NOTAS
Bibliografía