Se me ha pedido que hable del dao, algo de lo que, precisamente,
no se puede hablar –como dicen los pensadores de la antigüedad china–,
ya que es inabarcable por el pensamiento y por el lenguaje.
La noción de dao, contrariamente a lo que se suele creer, no
es exclusivamente propia del taoísmo, sino que parece consubstancial
a la civilización china (por lo menos desde el s. XI a.n.e.), a la manera
china de concebir el mundo.
Se pierde en la noche de los tiempos, y hasta allí es adonde vamos a
ir hoy para tratar de ver cuáles son las distintas facetas de la visión
del mundo imperante en la China arcaica que fueron conformando lo que, de forma
tardía, y también bastante simplista y reductora, se llamó taoísmo.
Para empezar, vamos a situarnos en el contexto histórico: el de la dinastía
Zhou 周, que va del siglo XI al siglo III a. n. e. y que vemos aquí con
sus distintos subperiodos.
Tras la edad de oro de sus principios, la dinastía inició en
el siglo VIII a. n. e. una lenta decadencia que se prolongaría seis
siglos. Seis siglos en que los señoríos van usurpando prerrogativas
reales y adquiriendo un poder creciente, mediante alianzas, guerras y anexiones.
En el periodo conocido como Reinos Combatientes, el número de señoríos
había pasado de doce a siete. Los reyes de Zhou habían perdido
su poder y habían quedado relegados y olvidados en su territorio real,
minúsculo ya en relación con los señoríos que lo
rodeaban.
Aun así, la dinastía real de Zhou, sigue teniendo un poder nominal,
oficialmente hasta el año 221 a. n. e.., en que el poderoso señor
de Qin somete a los demás señoríos y funda el primer imperio
de la historia de China.
Bajo el reinado de la dinastía Zhou, se veía el mundo natural
y la sociedad humana como los dos aspectos íntimamente unidos y profundamente
interactivos del cosmos.
Esta visión del mundo, basada en la observación de los ciclos
naturales y de cualquier indicio que pudieran proporcionar los fenómenos
celestes y terrestres, no sólo es propia de una sociedad agrícola
como es la sociedad china, sino que constituye el núcleo de todo el
pensamiento y de todas las creencias religiosas de esa civilización.
Tradicionalmente, se consideraba que el rey (wang 王), o por
lo menos el rey ideal, era depositario de la virtud (de 德) –entendida
como eficacia sutil, como influjo- del cielo (tian 天). Recibía
por ello el nombre de “hijo del cielo” (tianzi 天子),
y su poder era tanto político como religioso: el rey ideal, el rey arquetípico,
era considerado un santo (shengren 聖人). Más adelante
veremos el concepto de santo, que, por supuesto, no hay que interpretar como
santo cristiano.
El cielo, por su mera virtud, hacía que se sucedieran las cuatro estaciones;
que se alternaran los días y las noches; que el tiempo fluyera; que
los seres nacieran, crecieran y murieran; y que todo en el universo siguiera
su curso en concierto, equilibrio y armonía. Del mismo modo, su hijo,
el rey, transmitía esa eficacia celeste y ordenadora –esa virtud–a
cuanto había “bajo el cielo” (tianxia 天下),
que era como se llamaba al mundo según se concebía entonces:
el mundo civilizado, el mundo que se hallaba bajo la influencia del rey. Esa
idea de funcionamiento de un modo ordenado y constantemente equilibrado del
universo que el hombre corriente sólo percibe en el devenir natural
de todos los seres, en las alternancias cíclicas de la vida y la muerte,
del día y la noche, en la sucesión de las estaciones, es lo que
en chino se llamó dao (道).
El término dao es una palabra corriente en chino que significa –como
sustantivo– “camino”, “vía”, “canal”, “curso” o “lecho” de
un río; como verbo: “caminar”, “discurrir”, “guiar”;
o con sentido figurado: “enseñanza”, “explicación”, “método”, “comunicar”, “decir”,
etc. Pero como término específico del pensamiento chino antiguo
se refiere, como hemos visto, a ese funcionamiento o proceso constante e inagotable
del universo y a los procesos que constituyen el devenir de las cosas y los
seres del mundo; estando íntimamente ligados, no lo olvidemos, el proceso
universal y los procesos particulares de los seres. El proceso universal es
ordenado y equilibrado. De ahí que, idealmente, en el mundo humano tuviera
que reinar el mismo orden y el mismo equilibrio. De ahí también
que la palabra dao tenga además el sentido figurado de “buen
gobierno”. En su acepción filosófica, se suele traducir
como “vía” o “camino”; yo lo he traducido también
como “curso”, ya veremos por qué.
Todo lo observable se clasificaba según dos principios elementales,
a la vez opuestos y complementarios: Yin 陰 y Yang 陽. Yin 陰es
el principio de la sombra, del frío, de la humedad, de lo femenino,
de lo tierno, de lo opaco, del recogimiento, de la receptividad, de lo oculto,
etc. Yang 陽es el principio de la luz, del calor, de la sequedad, de
lo masculino, de lo rígido, de lo diáfano, del despliegue, de
la actividad, de lo manifiesto, etc.
Yin 陰 y Yang 陽 significan etimológicamente “umbría”,
o vertiente norte de una montaña, y “solana”, o vertiente
sur de una montaña. Del mismo modo que la umbría y la solana
de un monte son inseparables, Yin y Yang nunca se encuentran en estado puro,
aislado, ya que todos los fenómenos, los seres y las cosas poseen elementos
Yin y Yang en proporciones variables e interactúan constantemente; lo
más Yang es el cielo, y lo más Yin es la tierra. Y la combinación
de estos dos elementos, “Cielo y Tierra” (tiandi 天地),
es el nombre que se daba al universo.
El mundo, según se concebía en la antigüedad china,
lo constituían el Cielo, la Tierra y el Hombre. El Hombre se consideraba
como el principal de todos los seres y era el intermediario entre el Cielo
y la Tierra. Mejor dicho, el intermediario era ese rey ideal, que era el hombre
por excelencia.
La virtud del dao 道, su eficacia sutil, su influjo, se denomina de 德.
Esa eficacia sutil del funcionamiento cósmico, que todo lo ordena, armoniza
y equilibra, era lo que el rey ideal transmitía al mundo humano, ateniéndose
en todo su modo de actuar al “modo de actuar” del dao;
un modo de actuar “sin acción” (無為 wu
wei), o mejor dicho “sin coacción”, dejando que su
ascendiente, su influencia, hiciera efecto, sin imponer su voluntad de forma
violenta. Si así lo hacía, si gobernaba mediante el wuwei,
su eficacia sería la misma que la del dao, y el mundo que el
rey tenía bajo su influencia evolucionaría siguiendo el mismo
orden perfectamente equilibrado del universo.
El rey era además el responsable de los ritos religiosos que daban la
pauta de cualquier actividad humana, que acompasaban los acontecimientos del
mundo con los del universo (no en vano, su principal responsabilidad como soberano
era establecer el calendario, que ajustaba el ritmo de la vida con el funcionamiento
celeste). Por lo tanto, de todo el comportamiento del rey, Hijo del Cielo,
dimanaba el buen funcionamiento del mundo humano.
Pero en los periodos que nos interesan, entre los siglos VI y III a. n. e.,
ese mundo ideal, suponiendo que hubiera existido en algún momento fuera
de la leyenda, había dejado de existir hacía ya mucho tiempo:
se consideraba que, debido a la falta de virtud de reyes y señores,
el dao –o curso- universal y el dao del hombre estaban
completamente desfasados, desacompasados, y en el mundo desquiciado se sucedían
los abusos, las guerras y las calamidades de todo tipo. Se estaba desmoronando
todo el sistema de valores de la sociedad feudal de Zhou, valores que, según
las creencias de entonces procedían de los reyes santos de una antigüedad
ya entonces muy remota.
En este contexto es en el que hay que situar a los grandes pensadores de la
antigüedad china, como Confucio (孔子), del que hoy no hablaremos,
y en particular a los que son considerados como fundadores de lo que llamamos
taoísmo (Laozi 老子 y Zhuangzi莊子).
Basándose en la primitiva convicción de que el orden humano y
el orden natural estaban íntimamente unidos y debían funcionar
en perfecta compenetración, se trataba de salir de esa era de desequilibrio,
de violencia y de hundimiento de los valores, encontrando el modo de reajustar
el dao del mundo humano con el dao del universo; de
ver qué vía tenía que seguir el soberano, y el hombre
en general, para que volvieran a reinar el orden y la armonía bajo el
cielo.
Lao zi fue considerado mucho tiempo como el padre del taoísmo,
pese a que nada se sabe con certeza de su existencia. Según la tradición,
era conocido como Lao Dan, fue historiógrafo encargado de los archivos
de la corte de la realeza de Zhou y contemporáneo de Confucio, lo cual,
de ser exacto, lo situaría en el s. VI a. n. e. La obra que se le atribuye
llevó por título su nombre, Laozi 老子,
aunque posteriormente se le dio el título de Daodejing 道德經 (aquí más
conocido como Tao-te ching y que yo traduje como Libro del Curso
y de la Virtud )
.
Con Laozi, el término dao adquiere una nueva dimensión:
pasa de ser lo que ya hemos visto antes: el proceso que da orden, coherencia
y equilibrio al universo a ser la base de toda una cosmología: a
la vez fuente y recipiente de todo lo que cobra existencia y todo lo que deja
de tenerla. Es la oscuridad primigenia de la que todo viene y a la que todo
regresa. Dado que antecede y engloba cualquier determinación, cualquier
relatividad, es absoluto y en rigor no tiene nombre ni puede ser nombrado.
Laozi le da el nombre de dao, que traduzco como “curso”,
para poder expresar su visión cosmológica.
Vamos a ir viendo los conceptos básicos del taoísmo a través
de citas del libro de Laozi.
道可道非常道
名可名非常名
El curso que se puede discurrir no es el curso permanente.
El nombre que se puede nombrar no es el nombre permanente.
Aquí Laozi juega con las diversas acepciones del término dao (“camino”, “vía”, “curso”, “caminar”, “discurrir”, “explicar”, “pensar”,
etc.). Vemos que el término aparece tres veces en la primera frase.
Cuando Laozi dice chang dao 常道 (curso permanente), se
refiere al concepto inefable que acabamos de ver, la fuente y el recipiente
de todo el universo. El primer dao de la frase se refiere a cualquier
otro dao, tanto el “camino” por el que uno puede discurrir andando,
o el lecho por el que discurren las aguas de un río, como un
concepto sobre el cual se puede discurrir verbal o mentalmente, o
sea que puede ser objeto de un conocimiento discursivo. El segundo dao es
un verbo, que traduzco como “discurrir” en todos esos sentidos.
El dao, o el curso, permanente nunca puede ser objeto de conocimiento
ni de un lenguaje discursivos porque lo abarca todo, y no hay mente humana
que lo abarque todo.
En el mismo capítulo:
無名天地之始
有名萬物之母
“Nada” es el nombre del origen del cielo y de la tierra,
“Ser” es el nombre de la madre de todas las cosas.
Para aprehender, para captar el dao permanente, que es absoluto,
el hombre tiene que recurrir a lo relativo, a la dualidad Yin/Yang: la nada
/ el ser, lo oscuro / lo claro, la muerte / la vida, lo femenino / lo masculino,
etc. Por eso Laozi lo describe en estos términos (en este capítulo
concretamente, la “nada” y el “ser”). “Nada” se
refiere a la fase previa a la primera determinación, la primera dualidad,
que es el universo (aquí llamado “cielo y tierra”). “Ser” se
refiere la fase en que, a partir de esa primera dualidad empiezan a aparecer
todas las determinaciones (“todas las cosas”): los seres animados
e inanimados, las cosas y fenómenos físicos o inmateriales. El
origen de esas dualidades (incluida la de la nada y el ser), la suma infinita
de éstas y de todas sus evoluciones posibles es el dao.
Más adelante, también en el primer capítulo:
此兩者同出而異名
同謂玄
玄之又玄
眾妙之門
Ambos brotan de lo mismo, aunque tienen distinto nombre.
Juntos significan oscuridad.
Oscuridad de oscuridades,
puerta de todos los misterios.
Aquí se nos sugiere que el máximo conocimiento al que se puede
aspirar es la intuición del curso, del dao, como algo
inmenso y confuso, algo absolutamente oscuro, totalmente indistinto e indiscernible
porque contiene en sí, fundidas, todas las distinciones posibles, todas
las manifestaciones.
Así, Laozi dice en el capítulo 25:
有物混成
先天地生
寂寞
獨立不改
周行不殆
可以為天下母
吾不知其名
字之曰道
Hay algo confuso y perfecto,
anterior al nacimiento del cielo y de la tierra.
Silencioso y solitario,
absoluto e inmutable,
evoluciona por doquier sin desfallecer.
Podemos tenerlo por madre de cuanto hay bajo el cielo.
No conociendo su nombre,
le daré el sobrenombre de “curso”.
Como hemos visto, “curso”, según mi traducción de dao,
era el término que se utilizaba desde la antigüedad para referirse
al funcionamiento del universo, y su correspondencia en el mundo humano. Laozi
le da además el sentido de “absoluto”; pero lo absoluto
es inefable, y no hay nombre que lo abarque, así que se resigna a utilizar
el término común, conocido de todos, de dao o “curso”.
Más allá, en el mismo capítulo, dice:
道大
天大
地大
王大
域中有四大
而人居其一
人法地
地法天
天法道
道法自然
Grande es el curso;
grande, el cielo;
grande, la tierra;
y grande, el rey.
Hay en el universo cuatro grandes,
y el hombre se halla entre ellos.
El hombre tiene por norma la tierra,
la tierra tiene por norma el cielo,
el cielo tiene por norma el curso,
el curso tiene por norma a sí mismo.
Esta cita pone de manifiesto la visión del mundo de la que hablábamos
antes, como algo constituido por el Cielo, la Tierra y el Hombre, pero englobados
en el dao o curso, que es igual a sí mismo, se sostiene por
sí mismo y no depende ni procede de nada.
Hemos visto que Laozi se refiere varias veces al dao como “la
madre” de todo: madre de las diez mil cosas –o sea de todos los
seres del universo–, como en el primer capítulo o en el capítulo
25 que acabamos de ver. Lo llama “la madre”, pero también
lo llama “la hembra oscura” (capítulo 6):
谷神不死
是謂玄牝
玄牝門
天地根
“El espíritu del valle no muere”
se dice de la hembra oscura.
“La puerta de la hembra oscura”
se dice de la raíz del cielo y de la tierra.
El valle, por su oquedad, es imagen misma del vacío. Por ser el lugar
adonde van a parar las aguas que bajan por las vertientes montañosas
y por donde circulan los ríos, simboliza a la vez el punto de confluencia
y de dimanación que es el curso o dao (puesto que
todo brota del dao, y todo regresa al dao), así como
su infinita capacidad.
El dao, por su aspecto receptivo y fecundo, así como por su
humildad (ya que es invisible y funciona sin que nadie note su influjo), se
relaciona a menudo con lo femenino. Es la matriz (la “puerta”)
de la que mana todo. Pero esta feminidad es sólo una imagen que, al
igual que el valle, expresa el vacío infinitamente productivo que es el dao,
no debe entenderse como algo Yin (que sería opuesto a Yang y, por lo
tanto, sería relativo).
Además, se habla de un “espíritu”; y un espíritu,
según otro clásico del que sin duda han oído hablar y
que es más antiguo que el Laozi, el Libro de las mutaciones,
es algo que está fuera de la distinción Yin / Yang y, por lo
tanto, resulta inasible al entendimiento.
En cualquier caso, hemos visto que el dao es anterior a toda
dualidad, como vamos a ver también en esta cita del capítulo
42:
道生一
一生二
二生三
三生萬物
萬物負陰而抱陽
沖氣以為和
El curso genera el uno,
el uno genera el dos,
el dos genera el tres,
el tres genera todos los seres.
Todos los seres llevan a espaldas la sombra y en brazos la luz.
Los fluidos que de ambas manan se armonizan.
Aquí tenemos la cosmogonía según Laozi, cosmogonía
que adoptarían muchas de las corrientes taoístas posteriores.
Lo absoluto, que es constante, increado e igual a sí mismo, y donde
por tanto no hay distinciones, contiene el Uno, que podríamos asimilar
al Caos original. Esa unidad de todo, a su vez, se divide en “dos”:
los principios Yin y Yang, o la Tierra y el Cielo. Ambos principios, Yin y
Yang, se unen; y esa fusión, esa compenetración, produce la energía qi,
que es la armonía, el tres, y que contiene en potencia y genera a la
multiplicidad infinita de los seres. Seres que, como hemos visto contienen
parte de Yin y parte de Yang en proporciones variables: aquí se expresa
diciendo que todas las cosas llevan a espaldas (o sea en la cara norte) la
sombra y en brazos (o sea en la cara sur) la luz.
Antes hemos visto las imágenes de la “madre”, de la “hembra
oscura” y del “valle”. Las tres están estrechamente
relacionadas con la idea de “vacío” o de la “nada”.
Se trata de una nada preñada de todo, de un vacío donde todo
es latente y que tiene capacidad para producirlo y abarcarlo todo. Así,
leemos en el capítulo 11:
三十輻共一轂
當其無有
車之用
Treinta radios convergen en el cubo [de una rueda],
mas en su nada radica
la utilidad del carro.
La imagen de la rueda sugiere que, por muchas piezas que la constituyan, toda la utilidad del carro depende de la oquedad del cubo en que se encaja el eje, igual que la utilidad de una vasija o la de una casa estriba básicamente en su espacio vacío, en su capacidad de contener y de permitir la circulación de los fluidos, de los seres, etc. Así es el dao: vacío del que todo mana y al que todo regresa una vez cumplido el ciclo; el dao o “curso” lo produce, lo recibe y lo contiene todo. Ahora vamos a ver unas citas de los capítulos 16 y 40:
夫物云云
各歸其根
Sí, los seres brotan, profusos,
y cada cual regresa a la raíz. (capítulo 16)
反者道之動
弱者道之用
天下萬物生於有
有生於無
El retorno es el movimiento del curso.
La debilidad es la eficacia del curso.
Bajo el cielo, todas las cosas surgen del ser.
El ser surge de la nada. (capítulo 40)
En estas citas vemos la importancia de la evolución cíclica, del constante tránsito de un aspecto a su contrario (de la nada al ser y del ser a la nada), a semejanza de la constante alternancia entre Yin y Yang. Aquí se dice también que “la debilidad” es la eficacia del curso. Al igual que la noción de “hembra” o de “madre”, esta debilidad no debe entenderse literalmente como falta de potencia, sino como “vacío”, como “lo sutil”. Lo infinitamente “débil” o inconsistente tiene la capacidad virtual de contener y generar todo lo sólido y lo palpable. Nada hay más “débil” e inconsistente que el vacío y, sin embargo, del vacío es de donde brota todo. En este mismo sentido, el dao o curso es frecuentemente comparado con el agua, por su fluidez sutil, que todo lo penetra, y por su flujo constante y siempre renovado:
天下莫柔弱於水
而攻堅强者
莫之能勝
No hay bajo el cielo cosa más blanda y débil que el agua.
Sin embargo, en su embate contra lo rígido y duro,
nada la supera. (capítulo 78)
道沖
而用之或不盈
淵兮
似萬物宗 [...]
湛兮
似或存
El curso es vacío que mana,
mas su uso no alcanza plenitud.
Abismal,
diríase el antepasado de todos los seres. [...]
Profundo,
diríase perpetuo. (capítulo 4)
Aquí también aparece el dao como “vacío abismal” del que mana incesantemente el flujo de la naturaleza. En el segundo carácter, chong; en el primero de la segunda línea, yuan; y en el primero de la tercera línea, zhan (沖, 淵, 湛), la clave [o sea el elemento de la izda.] es la del agua en forma de tres gotas laterales. Vemos, pues, hasta qué punto es importante la imagen del agua en la descripción del dao, de ahí que yo lo tradujera como “curso”. El dao es vacío infinito que produce infinitamente: es un abismo oscuro del que mana sin cesar todo lo que constituye el universo. Mana sin cesar, pero nunca llega a llenarse hasta el punto de desbordar y, a la vez, nunca se agota, todo sale de él, todo vuelve a él, y él lo contiene todo. Esta idea de “vacío”, de humildad, de aparente debilidad, de fluidez y adaptabilidad (como la del agua) nos lleva directamente a la de shengren 聖人 (“santo”). Se trata de un hombre en total compenetración con el dao o curso. Idealmente, sería el rey, como ya apunté antes. En cualquier caso, de todas las categorías del hombre, la de shengren es la categoría suprema. Su sutileza le permite captar las señales e indicios de las más ínfimas mutaciones del mundo, la naturaleza de todas las cosas, comprenderlas e identificarse con ellas. Posee la virtud (la eficacia sutil, el influjo)del dao y la infunde a todos los seres sin distinción, puesto que su mente es grande como el universo y, por tanto, perfectamente imparcial e indiferente. Por eso, el que no es un “santo” por naturaleza, para alcanzar ese estado, debe empezar por volverse indiferente a lo que estimula los sentidos, como vemos en el capítulo XII:
五色令人目盲
五音令人耳聾
五味令人口爽
馳騁田獵令人心發狂
難得之貨令人行妨
Los cinco colores ciegan los ojos del hombre.
Los cinco sonidos ensordecen el oído del hombre.
Los cinco sabores estragan el paladar del hombre.
Las carreras y cacerías enloquecen la mente del hombre.
Los bienes inasequibles vician la conducta del hombre.
El santo es indiferente ante todo lo que estimula los sentidos, por una parte, porque los órganos de los sentidos se consideraban “orificios” por donde podían escaparse la energía vital y la concentración de la mente. Por otra parte, porque se trata al fin y al cabo de asimilarse al dao, y el dao es invisible, inaudible e insípido y, por lo tanto no estimula los sentidos ni es estimulado por nada. También es preciso, a diferencia de lo que propugnaban Confucio y sus discípulos, abandonar la cultura (entendida como el cultivo de lo mejor del ser humano, como la sabiduría, la benevolencia, la justicia, etc.). En capítulo 5 del Laozi leemos:
天地不仁
以萬物為芻夠
聖人不仁
以百姓為芻夠
El cielo y la tierra no son humanos,
tratan a los seres como perros de paja.
El santo no es humano,
trata a los hombres como perros de paja.
El universo, o el cosmos (cielo y tierra), no posee cualidades propias del
hombre. El santo, como microcosmos que es, tampoco. Es igual de impersonal
que el dao, igual de “inhumano” (no en el sentido de “cruel”,
sino en el de ausencia de cualidades específicamente humanas). Y su
acción benéfica –su virtud- nada tiene que ver con la bondad
como lo opuesto a la maldad, ni con la intención de ser justo, etc.,
puesto que todo ello implica distinciones y relatividad. El universo trata
a los seres “como perros de paja”, unas figuras que servían
para las ofrendas a los espíritus pero que después de la ceremonia
se tiraban o se usaban para prender el fuego. El santo, a imagen y semejanza
del universo, no se comporta humanamente: es indiferente respecto a los hombres
que gobierna, en el sentido de que no prefiere a ninguno, no siente amor, ni
compasión, ni odio, ni pasión alguna, es totalmente imparcial.
Deja que cada cual cumpla su función en la vida, como parte del conjunto,
sin darle más valor.
Asimismo, es preciso abandonar el conocimiento entendido como discernimiento
y como cultivo de uno mismo mediante el estudio (capítulo XX):
絕學無憂 [...]
我愚人之心也哉
純純兮
俗人昭昭
我獨昏昏
俗人察察
我獨悶悶
淡兮若海
票無所止
Prescinde del estudio, y desaparecerán las inquietudes. [...]
Mi mente es la de un idiota,
¡tan confusa!
Las gentes son esclarecidas.
Sólo yo soy opaco.
Las gentes poseen discernimiento,
sólo yo permanezco difuso.
Ondeante como el mar;
fluctuando a la deriva, sin fin.
Laozi considera que, dado que el dao es pura oscuridad, pura indistinción, es contraproducente aprender, cultivar la capacidad de discernir, ya que con ello uno sólo consigue alejarse del dao. Se trata, por el contrario, de vaciar la mente de toda intención, de todo deseo, de toda idea preconcebida, de toda preferencia o aversión para abarcar el mundo con esa mente abierta a todo, o para que el universo entero se funda en la mente, a imagen y semejanza del dao. Vaciando la mente, borrando todas las distinciones, el hombre puede alcanzar la iluminación, reflejar en su interior el universo en su absoluta cohesión y reflejar su funcionamiento, sus evoluciones, identificándose así con el dao. Leemos en el capítulo 47:
不出戶知天下
不窺牖見天道
其出彌遠其知彌近
是以聖人
不行而知
不見而名
不為而成
Sin pasar de la puerta,
se conoce cuanto hay bajo el cielo.
Sin asomarse a la ventana,
se ve el curso del cielo.
Cuanto más lejos se va,
menos se conoce
Por eso, el santo
conoce sin viajar,
intuye sin ver,
realiza sin actuar.
O bien, en el capítulo 48:
為學日益
為道日損
損之又損
以至於無為
無為無不為
Quien se dedica al estudio crece día a día.
Quien se dedica al curso mengua día a día.
Mengua y mengua,
hasta alcanzar la inacción.
No actuando, nada hay que no haga.
Aquí vemos una vez más que, para Laozi, es importante ir desaprendiendo,
despojando la mente de los prejuicios y de los conocimientos externos, adquiridos,
de las habilidades y sofisticaciones que no hacen sino dispersar, condicionar
y alejar de lo esencial. Hay que ir, por el contrario, “menguando”:
menguando deseos, ambiciones, etc., hasta alcanzar el estado que he traducido
como “inacción”, pero que no es pura inercia, pura pasividad,
sino falta de coacción, de intencionalidad, de esfuerzo, es no tratar
de forzar las cosas. Así es como actúa el dao o curso:
no es inerte, puesto que genera y regenera de forma equilibrada y armoniosa
cuanto existe, y está en constante movimiento cíclico. Pero no
actúa de manera consciente, esforzada, menos aún violenta; tampoco
interviene en ese proceso ninguna divinidad. Y, sin embargo, la “acción
sin acción” del dao es infinitamente eficaz.
Nos encontramos ante la noción de wuwei (“inacción”, “no
coacción”), que, pese a no pertenecer exclusivamente al taoísmo
(Confucio también habla de wuwei), se convirtió en una
de sus ideas clave, la que mejor caracteriza la acción –en el
sentido de funcionamiento y efecto– o la virtud del dao y la
de su homólogo humano, que es el Santo.
Para acercarse, pues, a ese ideal, se trata de lograr una eficacia natural,
un influjo natural, se trata de no afanarse, no ejercer presión ni forzar
las situaciones, se trata de olvidar toda voluntad, todo empeño, ya
que alejan del curso y obstaculizan el devenir de las cosas. Leemos en el capítulo
37 del Laozi:
道常無為而無不為
侯王若能守
萬物將自化
El curso es constantemente inactivo,
mas nada hay que no haga.
Si señores y reyes pudieran guardarlo,
todos los seres se desarrollarían de por sí.
Como ya hemos visto, lo que traduzco como “inacción” (wuwei)
no implica inmovilidad ni inercia, simplemente ausencia de coacción,
de actividad intencionada o violenta, es la misma “inacción” que
anima al universo entero de forma totalmente “inhumana”, en el
sentido de impersonal, imparcial e indiferente. El curso no es inmóvil
en absoluto: es movimiento constante. Y nada hay que no haga: de él
mana todo y a él regresa todo con la misma profusión, el mismo
caudal y la misma regularidad inexorable. Su acción es sutilísima,
es puro influjo, y nadie la percibe; ésa es la razón de que se
llame wuwei “inacción”. Pero precisamente por eso
la acción sin acción del dao, su acción fluida
e imperceptible,es eminentemente poderosa. Y así es como debe actuar
quien quiera asimilarse al dao: con sencillez y humildad, pasando
inadvertido, “confundiéndose con el polvo”, actuando como
el agua, que no tiene forma propia, que es inconsistente, inasible y se adapta
a todo, y sin embargo no sólo es fuente de vida sino que, pese a su
inconsistencia, es capaz de erosionar las rocas más duras, de transformar
paisajes, etc.
Si los poderosos de este mundo (aquí los “señores y reyes”)
imitaran el dao, dejando de guerrear, de imponer sus propias ambiciones,
de proyectar en el mundo sus propios deseos y frustraciones; si apagaran su
vanidad y salieran de la dinámica de la acción-reacción,
que siempre es artificial y suele generar violencia y desequilibrio, si permitieran
que todo se desarrollara según su propia naturaleza, todo seguiría
su curso natural de forma espontánea y equilibrada.
Ese ideal de regreso al dao o curso, que es, como hemos visto, comparado
con la “madre” o la “hembra oscura” en su faceta de
origen de todo y fuente inagotable de vida, quedó asociado a la idea
de nutrir la energía vital, de mantenerla concentrada y no desperdiciarla.
Así se desarrollaron prácticas higiénicas (de tipo dietético,
respiratorio, medicinal, a veces también sexual), y también prácticas
meditativas y alquímicas destinadas a conservar y alimentar esa energía
vital con objeto de alargar la vida, o incluso alcanzar la inmortalidad física.
Se supone que este tipo de prácticas existía ya anteriormente,
asociadas a la medicina y la magia, pero a partir de algún momento los
adeptos tomaron los textos de Laozi y de otro gran pensador, Zhuangzi, como
referencia (con claro predominio del de Laozi, ya que el de Zhuangzi es más
filosófico). En cualquier caso, esas prácticas se desarrollaron
especialmente cuando empezaron a formarse sectas religiosas taoístas,
cuando la aparición del budismo en China a principios de nuestra era –y
en competencia directa con el taoísmo- hizo sentir la necesidad de organizarse
en comunidades monásticas y de ganar adeptos a través de la sanación,
del exorcismo, de grandes liturgias, etc.
Budismo y taoísmo se influyeron mutuamente en muchos otros aspectos.
El taoísmo, además, fue mezclándose con creencias esotéricas,
cosmológicas, medicinales y populares, algunas muy antiguas, de origen
chamánico, y acabó profundamente transformado. Al popularizarse,
fue acumulando un multitudinario panteón de divinidades, que a su vez
fue creciendo a través de la historia, y que llegó a contar con
cientos de dioses organizados según una jerarquía similar a la
de la administración imperial, en una especie de gran burocracia divina.
Asimismo, se moralizó y acabó teniendo sus paraísos –territorios
fabulosos poblados por inmortales dotados de poderes mágicos– y
sus infiernos, donde monstruosos demonios reservaban terroríficas
torturas a los condenados.
En el siglo II d. n. e., Laozi fue divinizado y pasó a ocupar un lugar
destacado en ya el superpoblado panteón taoísta. Ciertos textos
afirmaban incluso que el propio Buda no era sino uno de los muchos avatares
del “Supremo Señor Lao” (nombre que recibió Laozi
al ser divinizado). Su libro, hasta entonces titulado Laozi, recibió el
título de Daodejing, dándole la palabra jing la
categoría de texto sagrado.
Aparentemente muy lejos de los ideales de fusión total con la naturaleza,
de sencillez y de libertad que propugnaban Laozi y, particularmente,
Zhuangzi, el taoísmo religioso fue desarrollándose, con mayor
o menor fortuna, hasta nuestros días (aún hoy existen comunidades
de monjes taoístas en diversos lugares de China y, sobre todo, en Taiwan).
Pero son los libros primitivos, y sobre todo los bellísimos textos de
Laozi y de Zhuangzi, los que mejor expresan la esencia del pensamiento original
que tanto influyó en las artes chinas (particularmente en la caligrafía
y en la pintura, pero también en la poesía) y que, íntimamente
mezclado con el confucianismo, su pensamiento complementario, al igual que
el Yin y el Yang, conformó a lo largo de los siglos la idiosincrasia
china y la savia de su civilización. El pensamiento taoísta también
influyó decisivamente en la formación de lo que conocemos con
el término japonés de zen, en chino chan,
que es una rama del budismo meditativo específicamente china que más
tarde pasó a Japón.
Me he dejado muchos aspectos del taoísmo en el tintero. Apenas hemos
sobrevolado unos cuantos, y queda mucho por matizar, mucho por visitar, y muchísimo
aún por investigar. Apenas hemos visto de pasada algunos de los diminutos
cristales del calidoscopio, y sólo la falta de tiempo justifica hasta
cierto punto que no hayamos visto pasajes del libro de Zhuangzi, que, espero,
quedarán para otra ocasión.
Siruela, Madrid, 1998. Reeditado en 2003 como Tao te king. Todas las traducciones que aparecen en este documento, con alguna variante, pertenecen a esta edición.