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Mujeres míticas: la Medea infanticida

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En una ocasión, el filósofo griego Tales de Mileto explicó con las siguientes palabras los motivos por los que estaba agradecido a la Fortuna:

En primer lugar, por haber nacido humano, y no animal; después, por haber nacido hombre, y no mujer; en tercer lugar, por ser griego, y no bárbaro.

(Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos, 1.33)

Con estas palabras, Tales resumió con insuperable nitidez lo que constituía el ideal existencial para la sociedad patriarcal helena: ser humano, griego y de sexo masculino. Pero del mismo modo señalaba con idéntica claridad el reflejo de su inversión negativa: lo femenino, animal y bárbaro. Las espléndidas metopas del Partenón proporcionan el equivalente iconográfico de esta polarización de conceptos: la Centauromaquia muestra el combate de los lápitas contra lo animal y salvaje; la Amazonomaquia representa la batalla del hombre griego contra el principio femenino en rebeldía; y, en tercer lugar, la representación del saqueo de Troya muestra la primera gran victoria sobre la barbarie asiática. En todos estos casos, el orden impuesto por los tres principios que califican al ideal termina por imponerse definitivamente, y así el Partenón, construido tras el triunfo sobre los Persas, se lo anuncia orgullosamente al mundo.

En contrapartida, de entre todos los personajes de la tragedia griega que conocemos, ninguno engloba simultáneamente las tres características definitorias de lo execrable -lo femenino, animal y bárbaro- como lo hace la infanticida Medea. Con el agravante de que, en clara diferencia a las proclamas propagandísticas del Partenón, en la tragedia es ella la que sale victoriosa: subida al carro tirado por dragones alados de su abuelo Helios, abandona triunfalmente la escena dejando tras de sí un rastro de dolor y de venganza. El caos que encarna termina rompiendo el orden natural del parentesco y el ideal patriarcal de lo griego y masculino que representa Jasón.

Y es este final brutal e insólito el que nos ha permitido retener durante siglos el personaje de Medea en la memoria y el que nos permite definirlo por encima de todas sus restantes características: Medea es y será siempre para nosotros la infanticida mítica por excelencia. Pero este mismo acto brutal que la define constituye al mismo tiempo un enigma aparentemente irresoluble. Aún hoy, más de dos mil años después, nos resulta incomprensible un infanticidio realizado fríamente y por venganza en el cuerpo de los propios hijos.

Si bien el personaje de Medea es extraordinariamente complejo y abarca múltiples facetas, vamos a centrarnos aquí en el trazado de algunas hipótesis que permitan dilucidar el sentido último y más profundo de esta venganza, en la esperanza de que, una vez comprendido el enigmático infanticidio, habremos conseguido adentrarnos también en la comprensión del complejo mito de Medea.

No fue hasta la Guerra del Peloponeso, al producirse el resquebrajamiento histórico del ideal griego, cuando se iniciaría tímidamente un replanteamiento no sólo de la definición del ideal griego, sino también de los prejuicios que, de él derivados, acompañaban a la idea de barbarie. Resulta significativo que también entonces hicieran acto de presencia en la vida intelectual griega ciertos argumentos que se plantean el orden que regulaba la función del hombre y de la mujer en las sociedades del Ática y que Aristófanes, en el ámbito de la comedia, jugara con la posibilidad de su inversión.

Y la fecha en que se inició la Guerra del Peloponeso, el 431 a. C., fue también la fecha en que fue representada la tragedia Medea de Eurípides. Y, en sintonía con esa nueva orientación intelectual más crítica con la sociedad de su tiempo que empieza a desarrollarse por entonces en el Ática, Eurípides dio entrada en la tradición occidental con su Medea al personaje que con mayor rotundidad iba a simbolizar los peligros de la intrusión de lo marginal en el mundo civilizado, al tiempo que se atrevió a poner en entredicho algunas de las supuestas virtudes del ideal griego teóricamente encarnado en la figura del héroe Jasón.

A nuestro juicio, es sobre todo en el enfrentamiento de esta dimensión caótica y marginal encarnada en el imaginario griego por lo animal, lo femenino y lo bárbaro contra el ideal del hombre griego donde radica el conflicto trágico de esta tragedia. Medea, bárbara entre griegos, es una indeseable sumida en un entorno que le es hostil por naturaleza. La expulsión de esta gran intrusa no puede llevarse a cabo sin derramamiento de sangre.

Con todo, la brutal desmesura del desenlace de la Medea de Eurípides no ha cesado de dar pie a toda clase de especulaciones y explicaciones justificativas por parte de los estudiosos. Para aquéllos deslumbrados por la caracterización psicológica de los personajes euripídeos, la evolución de los sentimientos hostiles de Medea hacia una decisión comúnmente considerada antinatural para cualquier alma femenina parece psicológicamente incoherente. Por el contrario, para quienes insisten en la contemplación unilateral de Eurípides como «racionalista», el sacrificio y superación del amor maternal por parte de Medea con el fin único de la venganza resulta irracional y carente de toda lógica dramática. No hay duda de que la espectacular salida de escena de una Medea victoriosa subida en el carro tirado por dragones alados de su abuelo Helios no contribuye en absoluto a justificar ni a aclarar las intenciones de Eurípides. Por otra parte, actualmente hay consenso en aceptar el filicidiode Medea como una invención libre de Eurípides, por lo que no es procedente considerar el episodio final como parte integrante de una tradición mitológica anterior. La relevancia de este episodio final y, con ella, el desconcierto que provoca su aparente incoherencia aumenta al saberlo fruto de una osada invención del trágico.

Ni siquiera la eficacia del filicidio como venganza contra Jasón resulta, en apariencia, evidente: ¿Qué valor pueden tener para él unos hijos que no lamenta saber desterrados? Tendrá que ser la propia Medea quien le sugiera interceder por ellos ante su nueva esposa y evitar así su destierro, ya que Jasón ni siquiera había ponderado por sí mismo esta posibilidad. Por otra parte, es obvio que a nadie pueden convencer los argumentos con los que justifica ante Medea su nuevo matrimonio:

[...] para poder dar a mis hijos una educación digna de mi casa y, al procurar hermanos a los hijos nacidos de ti, colocarlos en situación de igualdad y conseguir mi felicidad con la unión de mi linaje, pues, ¿qué necesidad tienes tú de hijos?

(562-565)

Los comentarios que realizan otros personajes de la tragedia, más imparciales que sus protagonistas, confirman la evidencia del desdén que con su actitud ha demostrado Jasón para con su prole. Así pues, ¿por qué no vengarse terminando directamente con la vida de Jasón y de la rival, tal y como sería de esperar en una mujer celosa dentro del ámbito de la tragedia? ¿Qué sentido tiene preservar al padre y, en cambio, asesinar a unos hijos a los que éste apenas ama?

Puede encontrarse un indicio interesante para responder a esta cuestión en la pregunta que Jasón plantea a Medea en su autodefensa al final de la cita reproducida más arriba («¿qué necesidad [dei] tienes tú de hijos?») que, como pregunta formulada a una madre, resulta sin duda tan desconcertante como todo lo expuesto hasta el momento. Sin embargo, demuestra hasta qué punto no resulta válido aplicar a esta cuestión un enfoque únicamente psicologista: lo determinante en este caso no es el amor paternal (por otra parte tradicionalmente considerado inferior al maternal), sino, en un ámbito mucho más general, el papel de la descendencia en la colectividad griega. Como bien ha indicado el mismo Jasón, no se trata aquí de afectos, sino de una necesidad.

En una sociedad patriarcal como la helénica y que por añadidura no apuesta, como las sociedades monoteístas, por una vida «verdadera» después de la muerte, los hijos varones Äy éste es el caso de los hijos de MedeaÄ constituyen el único eslabón capaz de vincular a un hombre con la inmortalidad. Por eso el Orestes esquíleo afirma «no dejes que se pierda enteramente la semilla de Pélope; que así, aunque estés bajo tierra, no habrás muerto del todo» (Coéf., 503-504). De este modo se explica que no sea Medea quien «necesita» a sus hijos, sino Jasón, ya que en la Grecia del s. V la ascendencia materna carece de importancia, hasta el punto de que identificar a un hombre por relación a su madre equivalía a juzgarlo «hijo de padre desconocido» y, por tanto, bastardo. De ahí que la Electra de Sófocles impreque airadamente a su hermana Crisótemis con las siguientes palabras:

Pero ahora, cuando te era posible ser llamada hija de un padre el más eximio de todos, sé llamada hija de madre (Elec., 366-367).

Estos argumentos no restan peso de ningún modo a la obviedad de que, aún así, el matrimonio del advenedizo Jasón con la hija del rey Creonte le iba a proporcionar, en principio, unos beneficios económicos, políticos y de prestigio que ya nunca podría darle una bárbara apátrida y despreciada por su nuevo entorno como Medea. Por otra parte, era de esperar que, a su muerte, el poder real de Creonte pasara a manos del esposo de su hija, a falta de heredero varón. En el momento en que Medea cumple una parte de su venganza en el asesinato de Glauce, no sólo deja truncados los ambiciosos proyectos de su consorte, sino que impide la posibilidad de que la princesa le proporcione una nueva descendencia. Así pues, con el asesinato de sus propios hijos Medea pone un fin definitivo a la estirpe de su esposo. «Nunca más verá vivos a los hijos nacidos de mí, ni engendrará un hijo de su esposa recién uncida» (vv. 803-805), afirma desafiante. Ya no quedará quien, según la tradición aristocrática, pueda reivindicarlo como antepasado heroico, por lo que todas las destacadas hazañas que llevó a cabo al mando de la Argo, objeto de su orgullo, carecerán por completo de sentido, víctimas del olvido de los hombres. Jasón, consciente de ello, increpa a Medea:

¡Tú que sobre tus propios hijos te atreviste a lanzar la espada, a pesar de haberlos engendrado [tekusa], y, al dejarme sin ellos, me destruiste!

(1325-1326)

También Medea, bárbara inteligente, sabe muy bien hasta qué punto esta cruel venganza puede poner el dedo en la llaga de un hombre griego y cuáles serán las consecuencias para él:

Ahora, sin embargo, cambio mis palabras y rompo en sollozos ante la acción que he de llevar a cabo a continuación, pues pienso matar a mis hijos; nadie me los podrá arrebatar y, después de haber hundido toda la casa de Jasón, me iré de esta tierra. (790-795)

CORIFEO.Ä ¿Te atreverías a matar a tu simiente, mujer?

MEDEA.Ä Así quedará desgarrado con más fuerza mi esposo. (816-817)

Cabría objetar a esta explicación que, tras la muerte de Glauce y la partida de Medea, Jasón todavía podría concertar un nuevo y definitivo matrimonio y tener descendencia. Sin embargo, los espectadores de la tragedia sabrían que ningún griego osaría dar a su hija en matrimonio a alguien que hasta tal punto ha caído en desgracia ante los dioses. Medea, revestida de todo su poder y protegida por el carro de un dios, lo da por hecho cuando proféticamente le anuncia:

Tú, como es natural, morirás de mala manera, golpeado en la cabeza por un despojo de la Argo. (1386-1387)

y cuando más adelante replica:

JASÓN.Ä Entro, privado de mis dos hijos.

MEDEA.Ä Aún no es nada tu llanto; aguarda a la vejez.

(1395-1396)

Se ha estimado con frecuencia que la decisión final del filicidio surge ante el espectador de una forma abrupta e inesperada. No obstante, ya vayan referidas al caso concreto de Medea y Jasón o sean de índole más general, las alusiones a la maternidad y a la descendencia que recorren todo el texto son de sorprendente abundancia, hasta el punto de poderse considerar la cuestión de la descendencia como un Leitmotiv teórico de significación equiparable al tan conocido y discutido de la situación de la mujer (que, por otra parte, está, obviamente, vinculado a aquél de forma indisoluble) y que encuentra su máximo exponente en el discurso a las mujeres corintias (vv. 215-266).

Ya en los primeros versos encontramos el sombrío presentimiento de la nodriza que, colquídea como su ama, es capaz de intuir los peligros de un alma bárbara con pericia considerablemente mayor a la que demuestra Jasón; presentimiento que, como es habitual en los presagios trágicos, se verá cumplido con creces en el final de la obra:

La infortunada aprende, bajo su desgracia, el valor de no estar lejos de la tierra patria. Ella odia a sus hijos y no se alegra al verlos, y temo que vaya a tramar algo inesperado, [pues su alma es violenta y no soportará el ultraje.] (34-38)

Si en el caso concreto de la prole de los protagonistas el presentimiento de la nodriza hace menos inesperado su fatal desenlace, a lo largo de la tragedia no faltan tampoco consideraciones sobre la maternidad de índole universal y que enfrentan dos visiones contrarias del tema. Por una parte, la de Jasón, referida a todos los hombres:

Los hombres deberían engendrar hijos de alguna otra manera y no tendría que existir la raza femenina: así no habría mal alguno para los hombres.

(573-575)

de enfoque claramente contrapuesto a la siguiente consideración de Medea:

Dicen que vivimos en la casa una vida exenta de peligros, mientras ellos luchan con la lanza. ¡Necios! Preferiría tres veces estar a pie firme con un escudo, que dar a luz una sola vez. (248-250)

Si en estas dos observaciones genéricas se oponen una vez más el universo femenino y el masculino por boca de sus «portavoces» trágicos Medea y Jasón en torno a la cuestión de la descendencia, el Corifeo, ubicado en este caso en una posición ideológica intermedia, también se hace eco del tema en un discurso de considerable longitud:

Ya en muchas ocasiones me he adentrado en el camino de los razonamientos sutiles y me he enfrentado con disputas mayores de las que debe abordar el género femenino. [...]

Y afirmo que aquellos de los mortales que no conocen en absoluto la procreación de hijos superan en felicidad a los que los han engendrado. Los que no poseen hijos, por desconocer si ellos proporcionan alegría o tristeza a los mortales, al no haber llegado a tenerlos se libran de muchos pesares.

Pero aquellos que tienen en su casa un dulce plantel de hijos, los veo todo el tiempo atormentados por su cuidado, pensando primero de qué modo los educarán mejor y de dónde les dejarán a ellos un modo de vida y, además de esto, si se están esforzando por hijos malos o por buenos, lo cual es una cosa incierta.

Y ahora voy a decir el peor de todos los males para los mortales: supongamos que ya han encontrado suficientes recursos, que han llegado a la flor de la juventud y que han resultado ser buenos; si, a pesar de ello, el destino así lo impone, la muerte les encamina hacia el Hades llevándose sus cuerpos. ¿Qué utilidad proporciona a los mortales que los dioses, por el ansia de tener hijos, añadan a los que ya poseen este dolor, el más cruel de todos?

(1081-1115)

Estas tres intervenciones, con sus radicales diferencias, permiten vislumbrar algo muy próximo a un debate ideológico sobre la maternidad entretejido en el discurrir dramático de la tragedia. Enfrentan la opinión de un hombre griego, por una parte, la de una mujer bárbara, por otra, y, por último, la versión coral, más neutra, del colectivo de las mujeres corintias.

Jasón, con su deseo de eliminar a la mujer del proceso de procreación, da voz a un viejo ideal ateniense que encuentra múltiples reflejos culturales y mitológicos. Cabe recordar, por ejemplo, que la diosa virgen Atenea, la gran patrona de Atenas, dio cumplimiento a este deseo al nacer sin parto de la cabeza de su padre Zeus, el gran patriarca olímpico, lo que le permite estar «en todo, salvo en tomar esposo, al lado del varón» (Eum., 737). También Erictonio, uno de los primeros reyes míticos de Atenas, nació directamente de la tierra y fue alimentado por la diosa.

Estos dos mitos están íntimamente emparentados con una peculiar concepción de la ciudadanía ateniense de amplias consecuencias ideológicas: la autoctonía. Según esta idea especialmente puesta de manifiesto en la oratoria fúnebre, los primeros habitantes de Atenas habrían nacido directamente de la tierra. Al ser habitantes del territorio del que originariamente brotaron, en ningún momento de su historia habrían arrebatado la tierra a otro pueblo, por lo que los atenienses serían justos por naturaleza. «Nacidos de la Tierra misma, poseyeron la misma tierra como madre y como patria» (Lisias, 2.17). De este modo, «no sólo es posible hacerles remontar su linaje, a ellos y a cada uno de sus remotos progenitores, hasta la generación de un padre, sino hasta la de la patria en su totalidad, que en común les pertenece, de la cual se admite que son originarios» (Demóstenes, 60.4). No resulta difícil deducir que esta idea prestó además un gran servicio para minimizar la importancia social e histórica del papel de la mujer.

Esta creencia de los hombres griegos tiene también indudables consecuencias políticas y militares muy beneficiosas para la supervivencia de la polis. Entre ellas, la confirmación del deber de todo ciudadano de defender su patria, el afianzamiento definitivo de la estructura patriarcal y la justificación mítica del odio a los bárbaros y, por tanto, del imperialismo ateniense. Platón expresa esta idea con gran claridad:

Así es en verdad segura y sana la generosidad y la independencia de nuestra ciudad, hostil por naturaleza al bárbaro, porque somos griegos puros y sin mezcla de bárbaros. (Menéx, 245c)

Jasón, en cuanto representante de esta concepción ideológica y vital, lamenta la dependencia que el hombre tiene de la mujer para su procreación, que no hace sino poner de manifiesto la «degeneración» del hombre griego con respecto al ideal de su origen autóctono.

A los griegos les resultó difícil conjugar la concepción de la autoctonía con la realidad natural de la procreación. El Ion de Eurípides es una manifestación de este esfuerzo por conjugar lo mítico con lo obvio y darle un puesto a la mujer en la generación de descendencia. No obstante, acude en ayuda del mito una concepción de índole «científica» que puede constituir su complemento lógico: la teoría embriológica. Según ésta, la mujer es un mero receptáculo que acoge provisionalmente la semilla del hombre, verdadero y único engendrador. Por lo tanto, en su origen, la semilla del hombre ateniense surgiría de la tierra para después resignarse a ir pasando sucesivamente de mujer a mujer (es decir, de recipiente en recipiente) a lo largo de las generaciones.

Así se entiende la naturalidad con la que Jasón estima que su descendencia, la ame o no, le pertenece. Medea no es sino un albergue provisional, tanto en lo que respecta a la semilla como a la crianza de su fruto. Y así se entiende también la ligereza con la que Jasón es capaz de asumir éticamente la sustitución de una esposa por otra.

Fue preciso que el imaginario griego justificara de algún modo el motivo que induce a las mujeres a aceptar su ingrato papel de «molde» o «recipiente» temporal de la semilla del varón: Por una parte, la intervención divina en la mujer por medio de un «hechizo de amor que impulsa a sufrirlo todo por los hijos» (Eur. If. Aul., 917), incluso a pesar de que éstos no le pertenezcan a ella, sino al esposo. Por otra, un deseo sexual desmesurado y temible, que según el prejuicio griego superaba con creces el que sentía el hombre por la mujer:

¿Quién podría hablar del alma más audaz que la del macho, y del amor sin freno Äcompañero de azotes para el hombreÄ que anida en las entrañas de temeraria hembra? (Esq. Coéf., 595-598)

Y así lo particularizan también las siguientes palabras ya citadas de Medea, exponiendo al mismo tiempo el que sería el motivo fundamental de la ira sentida hacia Jasón:

Una mujer suele estar llena de temor y es cobarde para contemplar la lucha y el hierro, pero cuando ve lesionados los derechos de su lecho, no hay otra mente más asesina. (263-266)

El amor de la mujer griega por los hijos (per se incomprensible según la teoría embriológica y únicamente explicable gracias a la intervención sobrenatural del «hechizo») compensa y neutraliza su natural y temible deseo sexual por el varón. En el imaginario griego, la pasión sexual -como todas las pasiones- es una manifestación característica de la naturaleza femenina y resulta básicamente amenazante para el orden social establecido, tal y como pone de manifiesto el corpus trágico en la figura de Deyanira, Clitemnestra y tantas otras esposas celosas «de su lecho». En la mujer ideal, esta pasión queda neutralizada mediante el amor por los hijos, expresado en su crianza, y que constituye nuevamente un medio para mantenerla relegada al espacio doméstico. Una vez más, la mujer perfecta es la que anula sus pasiones naturales sin llegar a hacer suyas las características propias del varón. No obstante, la descompensación entre las dos clases de afectos Äentre el deseo sexual y el amor maternalÄ es frecuente. Lo temible Äla pasiónÄ puede llegar a superar fácilmente lo deseable Äel «hechizo»Ä, dando así origen a un conflicto trágico. «Las mujeres aman a sus hombres, no a sus hijos» (265), declara con amargura la Electra euripídea. En todos los casos, lo que verdaderamente forma parte de la «naturaleza» femenina y es inherente a ella es el deseo sexual, elemento negativo y habitual desencadenante del desastre. El elemento positivo del amor maternal, en cambio, no forma parte de ella, sino que le es «dado» y constituye una característica ideal. Así se comprende el ruego que Alcestis hace a su esposo antes de descender al Hades, rogándole que no dé una madrastra a sus hijos:

La madrastra es odiosa para los hijos del matrimonio anterior, en nada más dulce que una víbora.

(Alc., 310-312)

Una madrastra, carente del «hechizo de amor» para con unos hijos ajenos a ella, les mostraría sin duda a éstos su «verdadera» naturaleza de mujer. Así pues, lo intrínsecamente femenino sigue siendo, necesariamente, peligroso.

Por tanto, en el imaginario griego tanto el deseo sexual como el amor maternal son afectos esencialmente femeninos, en gran medida indignos del hombre. Sin embargo, la «semilla» a la que el hombre debe su supervivencia es introducida en la mujer y salvaguardada por ésta gracias precisamente a ese deseo y a ese amor maternal, sin que ello implique en ningún momento que la descendencia haya dejado de pertenecer al padre. Jasón no necesita amar a sus hijos para desear que sigan vivos y para verse afectado en lo más hondo por la venganza de Medea.

A la luz de este enfoque propio del imaginario griego cuyo portavoz es Jasón, cabría recordar y considerar a continuación las palabras de Medea dentro del «debate» sobre la maternidad al que ya se hecho referencia:

Dicen que vivimos en la casa una vida exenta de peligros, mientras ellos luchan con la lanza. ¡Necios! Preferiría tres veces estar a pie firme con un escudo, que dar a luz una sola vez. (248-250)

Una vez más, Medea demuestra su diferenciación con respecto al común de las mujeres griegas. En la cita anterior, la colquídea afirmaba que «una mujer suele estar llena de temor y es cobarde para contemplar la lucha y el hierro» (263-264). Es evidente que con tal generalización no hacía referencia a su persona, ya que ha declarado preferir la guerra a un parto, manifestando así su carácter amazónico y su reticencia con respecto al papel que sociedad y naturaleza le han impuesto como mujer. Es precisamente esta actitud viril la que, según un primitivo sistema de argumentación basado en la inversión polarizada de lo propio, la caracteriza como mujer bárbara, del mismo modo que el afeminamiento es un signo inequívoco de barbarie en el hombre.

Siempre desde el punto de vista de la mentalidad helénica, la naturaleza de la mujer es propicia a las pasiones y la del hombre, en cambio, al frío ejercicio del logos: en una mujer bárbara como Medea se dan fatalmente ambas propiedades. El mismo esquema se cumple en el caso del ejercicio, militar o no, de la violencia. Medea se distingue de las mujeres griegas en que, a pesar de sentir tanto un deseo sexual posesivo por su esposo como un amor sincero, aunque endeble, por sus hijos, es perfectamente capaz de desenvainar una espada y matar con ella, usurpando así un viejo privilegio de la naturaleza masculina. Que Medea demuestre su carácter de mujer anti-natura, amazónica, empleando la espada contra sus propios hijos al final de la tragedia es uno de los más audaces logros dramáticos de Eurípides y sin duda el que mejor la define como bárbara. Lo que en un hombre son virtudes (inteligencia y capacidad para la violencia), en una mujer no hace sino añadir dos defectos importantísimos a su natural ya de por sí pasional y peligroso, convirtiéndola en un ser monstruoso y en un radical contraejemplo a ojos griegos. Matando a sus hijos, Medea ha destruido el ámbito doméstico que le es propio como mujer, sustituyéndolo por un espacio a priori impreciso mediante su huída por los aires en el carro de Helios. Sin patria, sin ciudad y sin hogar, Medea abandona por un momento el suelo y se desvanece en un espacio aéreo e irreal, poniendo así de relevancia la aparente sobrenaturalidad de su desmesura.

Con el comentario de las citadas y, aunque breves, relevantes consideraciones genéricas de Jasón y de Medea sobre la cuestión de la maternidad se obtienen como resultado dos posturas extremas: la queja de Jasón ante la dependencia que el hombre tiene de la mujer para su procreación, y la preferencia de Medea por la guerra frente al parto. Así pues, se opone la postura del hombre civilizado a la de la mujer bárbara, pero queda todavía por analizar la postura intermedia y más realista de la mujer «civilizada», especialmente dado que con sus palabras Medea ha hecho alusión a un aspecto interesante y que afecta de igual manera a la mujer bárbara como a la griega: el dolor del alumbramiento. «La dura y desafortunada impotencia ante los dolores del parto y el delirio suele armonizar con la difícil condición de las mujeres» (vv. 162-165), dice también a este respecto el coro del Hipólito. ¿Basta el prejuicio helénico del deseo sexual femenino y el mito del «hechizo» del amor maternal para que una mujer griega acepte de buen grado su maternidad?

Mediante la larga intervención generalizadora del corifeo de las mujeres corintias sobre los problemas que conlleva tener descendencia, el ambiguo Eurípides cierra el debate teórico que subyace al respecto en la tragedia, proporcionando la tercera postura ideológica, la propia de la mujer griega, e introduciendo por boca de ésta un progresista atisbo de relativización de la visión patriarcal. Ciertamente, no sin antes hacer notar que el discurso del corifeo es fruto de un razonamiento femenino poco frecuente y, como tal, quizá cuestionable, ya que, según rezan las primeras palabras de dicha intervención, «en muchas ocasiones me he adentrado en el camino de los razonamientos sutiles y me he enfrentado con disputas mayores de las que debe abordar el género femenino» (1081-1084). La opinión de las mujeres corintias que sigue a esta salvedad puede resumirse en tres ideas: es más feliz el mortal que no tiene hijos, ya que no sabe si le aportarán alegría o tristeza; quienes los tienen han de preocuparse por su crianza, aun sin saber si son «buenos» o «malos»; e incluso en el caso de que sean «buenos», la muerte puede llevárselos antes de tiempo.

Estas reflexiones por parte de las mujeres griegas hacen pensar que el esquema patriarcal imperante y propagado por sus esposos es aceptado por ellas más por fuerza que por convicción. La suposición de que un mortal sin hijos es más feliz que quien los tiene es diametralmente opuesta a la visión masculina, según la cual la vida del varón únicamente tiene sentido si disfruta de una descendencia, y la de la mujer si es capaz de acoger en su seno su semilla. Gracias a Eurípides, las mujeres corintias expresan preocupaciones más alejadas de la visión mítica y más próximas a la cotidianeidad de quien sufre en sus carnes un papel impuesto.

Hasta el momento se ha tratado de avanzar una explicación del sentido del filicidio susceptible de ser comprendida y aceptada por un ateniense del s. V, independientemente de las posibles reticencias femeninas, y que facilita en gran medida la comprensión de lo que a ojos de un lector actual son paradojas aparentemente irresolubles, como el sentido del filicidio como venganza y la posibilidad de su realización justificada por la barbarie de Medea. Sin embargo, una vez admitida la comprensión del sentido de la venganza desde un punto de vista patriarcal y/o «civilizado», ¿cabe considerar un segundo punto de vista opuesto a éste en la tragedia de Eurípides, aunque de transcurso paralelo? ¿Existe una explicación «barbárica» del asesinato de los hijos de Medea?

Se ha visto que la tragedia ha tratado siempre de dar forma a la definición de lo bárbaro en función de lo que es opuesto a lo griego. Para responder a los interrogantes planteados, sería preciso considerar la posibilidad de una comprensión del fenómeno de la maternidad desde un punto de vista radicalmente opuesto al helénico y que tal vez pudiera consistir en una aportación personal euripídea surgida en parte de la tradición trágica anterior.

Puede empezar a trazarse esta hipótesis a partir de otra gran incógnita que, al igual que la paradoja de la «bárbara inteligente» y el cuestionamiento del sentido del filicidio como venganza, ha dado lugar a las más diversas especulaciones: el episodio de Egeo. Se trata de una escena de considerable longitud (un número redondo de cien versos) y que está situada, significativamente, en pleno centro de la tragedia (vv. 663-763), datos que no pueden ser azarosos, dada la exactitud con la que está medida, por ejemplo, la igualdad en la duración de las respectivas intervenciones de Medea y Jasón en su célebre agón. En este episodio, Medea tiene un encuentro casual con Egeo, rey de Atenas, quien le comunica que ha acudido al oráculo de Delfos para efectuar una consulta sobre su preocupante falta de hijos. Medea, tras informarle del repudio de Jasón y del destierro ordenado por Creonte, le promete acabar con su esterilidad a cambio de que él la acoja en Atenas. Inmediatamente después del encuentro, Medea decide su doble venganza.

Según Wilamowitz, la escena actúa como un jarro de agua fría sobre el lector. La estima inmotivada e inútil, ya que, gracias a la ayuda prestada por Helios con su carro tirado por dragones alados, Medea no precisaría de ningún lugar de acogida. Otros autores han querido incluso considerarla una interpolación, ya sea ajena o del propio autor. Son muchas las explicaciones que se han propuesto para tratar de proporcionar a este episodio una congruencia de la que supuestamente carece: la de que la hospitalidad del caballeroso Egeo disponga positivamente a los espectadores del Ática y la de enlazar el argumento de la tragedia con la futura estancia de Medea en Atenas que impone la tradición mitológica; la de que el diálogo mantenido con Egeo haya hecho notar a Medea la importancia que la descendencia tiene para un hombre griego y haya sido así fuente de inspiración para su venganza; la de que la calma de esta escena, inmediatamente posterior al agitado enfrentamiento entre Medea y Jasón que parece precipitar el final, constituya una especie de respiro o de Retardierung para el espectador.

Todas estas interpretaciones del episodio son perfectamente plausibles y probablemente hagan referencia a aspectos ciertamente pretendidos por Eurípides. Sin embargo, su misma multiplicidad pone de manifiesto la aparente carencia habida hasta el momento de un hallazgo interpretativo de carácter esencial capaz de justificar la considerable duración y la destacada posición de este episodio dentro de la estructura de la tragedia.

Siguiendo una vez más la tendencia básica a la polaridad en el pensamiento griego, es posible encontrarle un sentido de fundamental relevancia al episodio al comparar la situación del personaje de Egeo con las restantes figuras masculinas de la tragedia. Para ello será necesario establecer también las analogías existentes entre Jasón y Creonte, los dos principales personajes masculinos enemigos de Medea. Antes de su encuentro con Egeo (y es preciso tener en cuenta este factor), Medea ha sido expulsada tanto por Jasón como por Creonte, ya que el primero la ha repudiado del espacio doméstico que le correspondía compartir con él, y el segundo la ha desterrado del espacio colectivo (la polis) que gobierna. En cambio, Egeo le promete acogerla en su ciudad. Por otra parte, en el momento del repudio/destierro, tanto Jasón como Creonte tienen hijos que poco después serán asesinados por Medea. Egeo, en cambio, carece de hijos cuando le promete su hospitalidad, aunque en el futuro éstos le serán proporcionados por la colquídea y le son prometidos ya durante el transcurso del episodio.

Es difícil considerar casuales tantas coincidencias. Si en efecto forman parte de las intenciones euripídeas, será acertado contemplar a los tres principales personajes masculinos de la tragedia en función de un desdoblamiento o polarización en dos grupos contrarios según el siguente esquema:

¡Error!No se encuentra el origen de la referencia.JASÓN CREONTE

Espacio Espacio individual colectivo
EGEO

En el futuro, espacio individual y colectivo
enemigo amigo
inhóspito hospitalario
con hijos sin hijos
futura destrucción de su simiente por Medea futura concesión de su simiente por Medea

 

Jasón y Creonte permanecerían vinculados entre sí por analogía, si bien con la salvedad de que el primero representa el ámbito doméstico o individual y el segundo el ámbito político o colectivo. En el caso de Egeo no es preciso este desdoblamiento, ya que, como el público ateniense sabría sin duda, en el futuro reunirá para Medea tanto el ámbito individual como el colectivo, al ser al mismo tiempo su esposo y el rey de la ciudad. Desde esta óptica se aprecia a las claras que el personaje de Egeo es fundamental para la cohesión de la estructura dramática.

Partiendo de la aceptación de esta hipótesis, se constata la crucial importancia que tiene, una vez más, la cuestión de la descendencia para la comprensión del episodio y del personaje. Medea promete a Egeo justo lo contrario de lo que llevará a cabo con Jasón/Creonte: al ateniense le ofrece el engendramiento de una descendencia, mientras que a los otros dos les castiga con su destrucción.

Con su actitud ante la descendencia, dando nacimiento y muerte a los hijos de los hombres según su propia elección, Medea parece situarse en una posición particular con respecto a la maternidad. Si las mujeres griegas aceptaban la posible muerte de sus hijos con dolor, aunque con resignación, se sentían por completo incapaces de rebelarse ante la imposición de éstos por parte del esposo y, por supuesto, de infligirles ningún daño una vez nacidos. Como se ha visto, la mujer helénica ideal se caracteriza por el silencio, la neutralización de las pasiones y la pasividad. En cambio, la bárbara Medea se diferencia a las claras de la mujer griega: al igual que haría una diosa omnipotente, decide activamente y por sí misma el destino de la descendencia de los hombres que la rodean en la tragedia.

La prepotencia medeica sobre su propia descendencia queda puesta de manifiesto en una extraña observación expresada por ella y que repite en términos idénticos un poco más adelante:

Es de todo punto necesario que mueran y, puesto que lo es, los mataré yo que les he dado el ser.

(1062-1063 y 1240-1241)

Esta frase se opone por completo a la expresada por Jasón al constatar la terrible acción cometida por su esposa:

¡Tú que sobre tus propios hijos te atreviste a lanzar la espada, a pesar de haberlos engendrado, y, al dejarme sin ellos, me destruiste! (1325-1326)

Según estas palabras, lo que Jasón considera un motivo fundamental que, en circunstancias normales, debería haber hecho desistir a Medea de cometer el filicidio, no es para ella sino un argumento que justifica o explica su realización. No mata a sus hijos «a pesar de haberlos engendrado», sino precisamente por haberlos engendrado. Semejante disparidad de criterios no sólo confirma el abismo ideológico existente entre la concepción griega y patriarcal de la maternidad frente a la «bárbara» y femenina, sino que, desde el punto de vista de esta última, desmiente por completo la concepción de la madre como mero molde o vasija receptora de una semilla exclusivamente masculina, ya que la convierte en dueña y poseedora absoluta del fruto de su maternidad, hasta el punto de permitirle disponer libremente de la vida y de la muerte de su prole.

Ilumina un poco esta cuestión la siguiente imprecación de la laconia Hermíone a la asiática Andrómaca:

Me hago odiosa a mi marido a causa de tus drogas, y mi vientre no preñado se pierde por culpa tuya. Pues hábil es el ingenio de las mujeres del continente [Asia] para tales asuntos. (Andr., 157-159)

Como se ve, la bella Hermíone acusa a Andrómaca de ser la causante de su esterilidad. En este caso la acusación es falsa, pero describe un prejuicio helénico respecto a los bárbaros de Asia (quizá no del todo infundado esta vez) que se sitúa muy en la línea del tipo de actitud en el que cabe englobar a la también asiática Medea: el control sobre la esterilidad y/o fecundidad ajenas. El medio para llevar a cabo dicho control constituye uno de los aspectos más característicos de Medea y contribuye en muy gran medida a definirla como bárbara: el conocimiento de la magia.

Medea fue la bruja más celebre de toda la antigüedad grecolatina y una de las más nombradas durante la Edad Media. En la versión de Eurípides, sus cualidades de hechicera quedan relegadas a un segundo plano, a pesar de ser harto conocidas por el espectador. Aún así, en la tragedia euripídea Medea unta con un ungüento mágico el velo y la diadema que terminarán con la vida de su rival Glauce. También cabe esperar que el rey Egeo partiera de la suposición de que Medea hacía referencia a sus habilidades mágicas en el momento en que ésta le prometió acabar con su esterilidad mediante los «remedios» [phármaca] que conoce (v. 718), por mucho que el espectador de entonces supiera que el sistema finalmente escogido por Medea, sin duda no menos infalible, iba a ser el matrimonio con el ateniense.

Sófocles, más explícito, le dedica a la bruja Medea una tragedia entera, Las cortadoras de raíces, datada en su primera época y de la que sólo quedan unos exiguos fragmentos. Macrobio la recuerda así:

En esta obra [Sófocles] describe a Medea cortando maléficas hierbas, pero vuelta de espaldas, para no perecer ella misma por la fuerza del nocivo olor, y recogiendo, por cierto, el jugo de las hierbas en jarros de bronce y cortando las propias hierbas con broncíneas hoces. (Saturnales, V 19, 8)

El ejercicio de la magia sirviéndose de plantas recolectadas Äy, significativamente, de raíces, tal y como indica el títuloÄ vincula a Medea con los primitivos ritos ctónicos de culto a la Tierra. Esta clase de cultos, reprimidos y «ordenados» en el mundo griego patriarcal por la institución lenta y paulatina del panteón de dioses olímpicos y de los cultos mistéricos, ofrece una ambivalencia bien conocida: la tierra es simultáneamente dadora de vida y de muerte. No en vano el Hades se encuentra en sus profundidades más inhóspitas.

La tierra como receptora de las semillas es asimilada desde tiempos inmemoriales a la mujer como receptora Äo «recipiente» según la teoría embriológicaÄ de la semilla del hombre. Al mismo tiempo, la vinculación de la tierra con la morada de Hades, así como tal vez la relación de la oscuridad con las entrañas de la mujer, la han identificado con lo femenino y lo nocturno.

Sin duda es en la Orestíada de Esquilo (en especial en Las Euménides) donde más claramente se pone de manifiesto el enfrentamiento habido en el imaginario griego entre las fuerzas ctónicas, femeninas y oscuras representadas por las Erinias, y el poder patriarcal representado por Apolo. «De la Noche las tristes hijas somos. Nuestro nombre en la morada nuestra, bajo tierra, es el de Maldición» (416-17), anuncian las Erinias antes de aceptar su reconversión en Euménides bienhechoras, todavía ávidas de la sangre del matricida Orestes.

Partiendo de estos elementos, no resulta novedoso proponer una vinculación de Medea, al menos en sus orígenes mitológicos, con la Diosa-Madre o con una divinidad ctónica o agraria, a pesar de no haberse encontrado pruebas materiales en este sentido. Muchos estudiosos han apuntado ya esta probabilidad, estimando que entes de metamorfosearse en una bárbara, bruja e infanticida, Medea fue una diosa madre próxima a Rea, Cibeles o Gea.

Como ha demostrado a las claras el fragmento de Sófocles citado anteriormente, en tiempos de este trágico se ha producido ya en la figura mitológica de Medea la degradación de divinidad a bruja a la que alude Moreau, si bien las cualidades mágicas, vinculadas a lo nocturno, no son en absoluto incompatibles con los aspectos ctónicos relacionados con la tierra. Ambas son características y manifestaciones claramente femeninas.

En Eurípides, todos estos elementos constitutivos del personaje parecen permanecer ocultos, al acecho bajo el desarrollo de la acción dramática. Siguiendo la tendencia a la humanización de los personajes tan característica en su obra, tanto la Medea-diosa primitiva como la Medea-bruja sofoclea desalojan prácticamente la escena en aras de una Medea que es, en su esencia, mujer y bárbara.

Sin embargo, los elementos principales persisten. Así, por ejemplo, Medea deja muy clara su adoración a la diosa nocturna Hécate:

No, por la soberana a la que yo venero por encima de todas y a la que he elegido como cómplice, por Hécate, que habita en las profundidades de mi hogar, ninguno de ellos se reirá de causar dolor a mi corazón.

(395-398)

Sobre Hécate cabe observar que se trata de una diosa extranjera, procedente de Caria (Asia Menor). En sus orígenes fue una diosa benefactora, descendiente de los Titanes e independiente de las divinidades olímpicas, que con el tiempo ha pasado a convertirse en diosa de la magia y de los hechizos y a estar ligada al mundo de las sombras. De su etapa benefactora destaca que, a los pescadores, «fácilmente la ilustre diosa les concede abundante pesca y fácilmente se la quita cuando parece segura si así lo desea en su corazón» (Hes., Teog., 440). De igual modo parece actuar Medea con la descendencia de los hombres.

Por otra parte, la Medea-diosa parece surgir ante los ojos del espectador en el momento final del triunfo, cuando abandona el escenario subida en el carro de su abuelo Helios, tirado por serpientes aladas. También el coro incide en la ascendencia divina de la colquídea por parte de su abuelo al decir, en referencia a los hijos de Medea, «causa terror que la sangre de un dios sea vertida por hombres» (1256-1257), terror que no parece compartir el propio dios Helios en el momento en que la ayuda enviándole su carro divino. Por otra parte, Helios es hermano de la luna, Selene, y padre de la célebre bruja Circe, parentesco que lo vincula estrechamente, por paradójico que pueda resultar, con las fuerzas nocturnas y que, obviamente, convierte a Medea en sobrina de Circe. Al igual que Hécate, Helios es anterior a los dioses olímpicos.

A pesar de todo, Eurípides prefiere humanizar a Medea y centrar la caracterización del personaje en su condición de bárbara. Sin embargo, ¿no se trata de una condición asímismo vinculada indisolublemente a lo ctónico y a lo mágico? No sólo se ha visto anteriormente que el prejuicio helénico atribuía a las bárbaras asiáticas sorprendentes poderes, sin duda de índole mágica, para provocar la infertilidad de las griegas. También es de procedencia asiática el culto popular a la diosa madre Cíbele, introducido en el Ática entre el s. VI y el V, cuyo conocimiento por parte de Eurípides quedará claramente atestiguado años más tarde en el coro de Las Bacantes:

¡Oh, feliz aquel que, dichoso conocedor de los misterios de los dioses, [...] celebrando los ritos de la Gran Madre Cíbele, [...] sirve a Dioniso! (74-82)

al igual que en el coro de Hipólito, esta vez bajo la denominación de «Madre de los montes»:

¿Acaso tú, muchacha, poseída ya por Pan, ya por Hécate, o por los venerables Coribantes estás extraviada, o acaso por la madre de los montes?

(142-144)

Por otra parte, queda sugerida una dimensión ritual o religiosa del asesinato de los hijos en las palabras de la propia Medea:

A quien la ley divina [themis] impida asistir a mi sacrificio, que actúe como quiera. Mi mano no vacilará. (1053-1055)

Según esto, Medea cree llevar a cabo un sacrificio con el acto del filicidio, y así lo anuncia fríamente antes de ejecutarlo. Esta intencionalidad demuestra claramente que su acto de violencia no se limita a la mera intención vengativa. Medea aparece como misteriosa sacerdotisa oficiante, si bien, claro está, se trata de un sacrificio al que no le es propicia la ley divina [themis] del panteón olímpico griego.

Es bien conocido que en el mundo griego el culto a los dioses olímpicos, de corte patriarcal, no había logrado desplazar por completo el culto anterior, más popular y primitivo, a las divinidades ctónicas y femeninas. Únicamente se produjo un equilibrio mediante la paulatina asimilación de estas divinidades a otras diosas equivalentes sometidas a la supremacía de Zeus. El más claro ejemplo de este proceso, como se ha dicho ya, puede encontrarse desarrollado en la Orestíada, con el perdón del matricida y con la aceptación por parte de las Erinias de las condiciones impuestas por la diosa Atenea, «defensora del varón». Esta peculiar convivencia de tendencias religiosas en cierto modo opuestas, así como el exitoso resurgir del culto asiático a Cíbele y la supuesta condición inicial de diosa agraria de la misma Medea pudieron fácilmente inducir a Eurípides a emplear este antagonismo religioso para acentuar la diferenciación existente entre la concepción del mundo del civilizado Jasón y de la bárbara filicida asiática, utilizando para el elemento unificador de la descendencia, sin duda el más relevante para explicitar esta polarización.

Si para el griego Jasón los hijos pertenecen necesariamente al padre, verdadero generador de la simiente, para la bárbara Medea pertenecen a la madre, «que les ha dado el ser» (1062-1063 y 1240-1241) y que, por lo tanto, tiene derecho a destruirlos. Así, Medea ejerce como oficiante sacrificial o mágica de un don que, en cuanto mujer, cree inherente a ella, dando hijos a Egeo y quitándoselos a Jasón en función de su voluntad. Nada más lejos del concepto griego de la mujer como mero recipiente provisional de la semilla masculina. Hacia este sentido apuntarían también los conocimientos mágicos de Medea y su parentesco con las divinidades preolímpicas.

Según esta interpretación, lo patriarcal y lo lógico establecería una polarización más o menos implícita con lo «matriarcal» y lo mágico, tomando como bisagra o nexo provisional de unión la descendencia común del civilizado y de la bárbara. Dado que se trata de una unión ideológicamente imposible, los hijos frutos de la misma se ven necesariamente abocados a un final funesto, presagiado por la nodriza desde el mismo principio de la tragedia. Desde este punto de vista, los aspectos temáticos tradicionalmente contemplados en ella (consistentes básicamente en la explicitación de la situación de la mujer, en la idea de venganza y, también, en el enfrentamiento entre lo griego y lo bárbaro) estarían mucho más imbricados entre sí de lo que pudiera parecer en un primer momento. Cabría añadir a los temas «tradicionales» el Leitmotiv temático de la descendencia que, tanto en el discurso teórico entretejido en la tragedia como en su manifestación particularizada en los hijos del griego y de la colquídea, constituiría el elemento clave en torno al cual se articularían todos los demás.

Así, los hijos de Jasón y de Medea, en cuanto corporeización de una unión utópica entre lo masculino y lo femenino y entre lo griego y lo bárbaro, han de enfrentarse necesariamente a la muerte para, con su desaparición, reconstituir un perdido equilibrio entre extremos antagónicos y poner así de manifiesto la cualidad anti-natura de una reconciliación conceptualmente imposible.

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