Una de las tareas más apasionantes, y probablemente también una de las más gratificantes, es tratar de entender los complejos caminos seguidos por la humanidad a lo largo de los siglos para llegar hasta hoy y analizar qué tipo de recursos ha utilizado en su laberíntico itinerario, Comunicar, luego, la particular e intransferible composición de lugar a que hayamos llegado constituye una segunda fase del placer que esta tarde me van a procurar, gracias a la amable invitación del centro Koldo Mitxelena para participar en este ciclo de conferencias sobre la retórica en el mundo antiguo.
No deja de ser sintomático que en los momentos históricos que alumbran grandes cambios, incluso auténticas revoluciones, se produzcan no sólo angustiosas vueltas hacia el pasado, teñidas a menudo de un rechazo inconsciente hacia lo nuevo, con el confesado, o no, deseo de afianzarse en las viejas, conocidas y queridas certezas, sino también unas conscientes ansias por revisar otros momentos semejantes y tratar de aprender, mutatis mutandis, cómo enfocaron entonces la situación y qué enseñanzas podemos extraer del pasado para obtener los mayores beneficios del movedizo presente y prepararnos para el futuro.
Soy consciente del esfuerzo que voy a pedirles, pero vamos a retroceder veinticinco siglos, para situarnos en la Grecia clásica, en la Atenas de Pericles y de Fidias, del Partenón y de las tragedias, de Tucídides y de Hipócrates, de los sofistas, de Sócrates y de Platón. Y esta Atenas mitificada, no sin buenas razones, era una ciudad con unos pocos miles de habitantes, en proceso de afianzamiento después de haber vencido a los persas en los primeros años del siglo V a.C., deseosa de ampliar sus dominios y garantizarse el aprovisionamiento de trigo y de ejercer un liderazgo sobre las otras ciudades griegas que acabaría por generar la hostilidad de Esparta y, con ella, una nueva guerra, la del Peloponeso, que se extendió durante los últimos treinta años del mismo siglo. Atenas perdió la guerra, se quedó sin imperio y sin hegemonía, incluso, por pocos años, sin instituciones democráticas y la nueva oleada expansiva de los griegos ya no sería capitaneada por ella sino por Filipo de Macedonia y por su hijo Alejandro Magno, en la segunda mitad del siglo IV a.C.
Pero volvamos a Atenas donde, además de las batallas por el poder, se estaba iniciando una primera revolución: el paso de la oralidad a la escritura, revolución comparable a la de la imprenta y a la contemporánea de las computadoras y la digitalización.
La escritura ya existía, dirán, y es cierto, desde el segundo milenio. Tenemos atestiguadas las tablillas escritas en lineal A y en lineal B y hemos podido fechar el alfabeto fenicio en los albores del siglo VIII a.C., pero estaremos de acuerdo en que su uso era ornamental y administrativo y en que las creaciones literarias, la épica homérica y hesiódica o la lírica en sus diversas variantes, respondía exclusivamente a una técnica de composición oral, destinada a la recitación con o sin acompañamiento musical. La escritura no existía ni en el proceso de creación literaria ni en el de su difusión. Existía la palabra, las palabras aladas de los rapsodas que a lo largo de los siglos constituyeron la esencia de la educación griega, basada en la memorización de los poemas atribuidos a Homero y probablemente recopilados por escrito, por vez primera, en época del tirano ateniense Pisístrato, muy avanzado el siglo VI a.C. Ésta y otras recopilaciones, pues cada ciudad tenía su "Homero", no estaban destinadas a la lectura, como tampoco lo estuvieron las tragedias ni las comedias o las historias de Heródoto y Tucídides o los tratados médicos de Hipócrates o los discursos de los oradores.
La "publicación" de cualquier texto literario no consistía en la edición y venta de los ejemplares para la lectura en silencio de las personas cultivadas, sino en su representación o audición pública. Es obligado, por tanto, forzar nuestra percepción de la literatura griega, percepción acostumbrada a la lectura solitaria y muda, o a la representación en traducciones diversas, para tratar de captar el valor, la función, de la palabra oral, de los sonidos, de los ritmos, de las repeticiones, de las anáforas, de las rimas, de las aliteraciones, etc., etc., auténticas llaves de paso para la comprensión y valoración de los contenidos y de la forma de cualquier obra. El texto oral desaparece inmediatamente después de ser pronunciado, vuela literalmente, no hay vuelta atrás como en las páginas de un libro. Y de ahí derivan no pocas de las circunstancias relativas no sólo a la forma de composición sino también a la de difusión, en las que ahora no podemos entretenernos.
La filosofía de los presocráticos, jónicos o pitagóricos, estaba también escrita en verso y destinada a la recitación. No será hasta la frontera entre los siglos VI y V a.C. con Hecateo de Mileto cuando aparecerán los primeros textos literarios en prosa, las descripciones e historias - de la raíz indoeuropea que significa "ver" y en perfecto "saber por haber visto"-, sobre la naturaleza, la geografía, la etnología o el origen del mundo, y que responden, en buena medida, al mismo espíritu curioso e investigador de los primeros filósofos o fisiólogos, como también se les ha llamado. Probablemente si conserváramos algo más que los nombres y algunos fragmentos de sus tratados podríamos comprobar que transcribieron leyendas y mitos sobre el origen del mundo propios de la poesía así como relatos de pueblos lejanos con los que la colonización les había puesto en contacto. Un paso más lo constituirán las historias locales, de ciudades o regiones griegas, entre las que se nos han conservado fragmentos de las Historias de Atenas, que abarcan desde los mitos fundacionales y los méritos del fundador, hasta variados detalles geográficos, rituales e innumerables anécdotas.
El preludio de la historia en prosa, género cuyo padre es Heródoto de Halicarnaso, estaba resonando en toda la geografía helena para culminar pocos años después en la figura de Tucídides, nacido ya en Atenas. Pero entre la historia de las guerras médicas y la historia de las guerras del Peloponeso han transcurrido cincuenta años cruciales no sólo para Grecia y para Atenas, sino para la formulación, asentamiento y difusión de la palabra, ahora ya convertida en logos, del logos poético de Heráclito al diálogo platónico, en prosa.
Y de la dispersión geográfica, de las colonias jonias en la Magna Grecia y Sicilia, a la concentración en Atenas, como fenómeno ligado no sólo a la habilidad demostrada por los atenienses para capitalizar en provecho propio su contribución naval a la victoria contra los persas sino también a sus singulares y destacados esfuerzos por articular, desde antes de las guerras médicas con las reformas de Clístenes, un sistema de gobierno más democrático en el que la participación directa de los ciudadanos en la toma de decisiones políticas o en la administración de justicia iba a condicionar y revalorizar el arte de la palabra hasta límites insospechados.
En efecto, cualquier ciudadano libre podía pedir la palabra en la Asamblea y cualquiera de ellos podía ser sorteado para formar parte de las magistraturas políticas y judiciales, estas últimas especialmente numerosas. Si a ello añadimos que no existían ni abogados defensores ni fiscales y que, como buenos mediterráneos, los griegos eran muy amantes de los pleitos, la necesidad de saber hablar y convencer a un auditorio o a un tribunal se convirtió en un requisito imprescindible para triunfar.
Tenemos, pues, el lugar, el contexto político y cultural adecuado para el fermento y la eclosión de uno de los movimientos intelectuales más interesantes y más controvertidos de la historia del pensamiento occidental: la sofística, víctima en su propia época de algunos de los ataques más corrosivos que pensarse puedan, como el del comediógrafo Aristófanes en su obra las Nubes.
Para cualquier persona medianamente culta el adjetivo sofista implica una carga negativa, peyorativa y asociada a engaño, falsificación, exageración malévola, argucia o trampa. El diccionario etimológico de Casares no deja lugar a dudas: "sofista" es el "que se vale de sofismas". Y sofisma es "argucia o argumento aparente con que se quiere defender lo que es falso". Casares también dice del sofista "en la Grecia antigua, filósofo", pero la acepción privilegiada y pervulgada es evidentemente la primera.
Como algunos estudiosos contemporáneos no han dejado de señalar, la filología aún no ha sido capaz de poner en su sitio al movimiento sofístico sacudiéndose la omnipresente losa que supone la animadversión de Platón hacia los sofistas. De hecho, y como muy bien dice Kerferd , dos son las barreras que debe franquear quien desee llegar a un conocimiento propio del movimiento sofístico en la Atenas del siglo V a.C. La primera, el hecho de que no nos hayan llegado escritos completos y de que dependemos de unos pocos fragmentos, a menudo oscuros, citados por otros autores o de deslavazados resúmenes de sus doctrinas. La segunda, aún peor, nuestra dependencia de Platón para saber de ellos, un Platón que les trata con profunda hostilidad, a la vez que los presenta con toda su genialidad literaria manipulada en su propio favor. ¿Qué sabrían de Marx las próximas generaciones, dentro de dos mil años, si sólo pudieran leer algunas frases originales de sus textos, algún pasaje en las historias de la filosofía y, para colmo, las obras completas, o casi, de sus principales antagonistas? Ateneo, siglo II p.C., nos permite un acercamiento a esta paradójica realidad cuando nos cuenta la percepción del propio Gorgias en relación con la imagen que de él daba Platón : "Se dice que Gorgias, después de haber leído él mismo a sus amigos el Diálogo que lleva su nombre, exclamó: ¡Con qué arte sabe Platón caricaturizar!" .
Es evidente que no vamos a resolver hoy esta ardua y prolija cuestión. Me limitaré a presentarles los personajes más famosos que la crítica de todos los tiempos ha identificado como representantes de la sofística y a comentar sus principales aportaciones, con especial atención a la retórica.
Definamos, para comenzar, qué significaba sofista para un griego del siglo V a.C. La raíz está claramente emparentada con sophós y sophía, es decir "sabio" y "sabiduría" y, de acuerdo con la visión aristotélica de la historia del pensamiento que procede de lo particular a lo universal, el concepto de sabio evolucionaría desde la habilidad en algún arte particular, especialmente en un arte manual, hasta la prudencia o sabiduría en asuntos generales, especialmente la sabiduría práctica y política, para llegar a la sabiduría científica, teórica o filosófica.
Desde los inicios, la sabiduría se asoció al poeta, al profeta y al sabio, cuyo conocimiento no era debido a ninguna técnica sino a un privilegiado acceso al conocimiento de los dioses, del hombre o de la sociedad. Por ello, a comienzos del siglo V a.C. y más adelante, se llamará sophistés a la mayoría de estos "hombres sabios" primitivos como los poetas, rapsodas, músicos, adivinos, profetas, los Siete Sabios y los filósofos presocráticos. A esta tradición se refiere Protágoras, en el diálogo platónico que lleva su nombre (316 c 5-e 5): "Porque a un extranjero que va a grandes ciudades y, en ellas, persuade a los mejores jóvenes a dejar las reuniones de los demás, tanto familiares como extraños, más jóvenes o más viejos, y a reunirse con él para hacerse mejores a través de su trato, le es preciso, al obrar así, tomar sus precauciones. Pues no son pequeñas las envidias, además de los rencores y asechanzas, que se suscitan por eso mismo. Yo, desde luego, afirmo que el arte de la sofística es antiguo, si bien los que la manejaron entre los varones de antaño, temerosos de los rencores que suscita, se fabricaron un disfraz, y lo ocultaron, los unos en la poesía, como Homero, Hesíodo y Simónides, y otros, en cambio, con ritos religiosos y oráculos, como los discípulos de Orfeo y Museo. Algunos otros, a lo que creo, incluso con la gimnástica, como Icco el Tarentino y el que ahora es un sofista no inferior a ninguno, Heródico de Selimbria, en otro tiempo ciudadano de Mégara. Y con la música hizo su disfraz vuestro Agatocles, que era un gran sofista, y, asimismo, Pitoclides de Ceos, y otros muchos" .
Y si seguimos leyendo a Platón, descubriremos que los otros sofistas pueden enseñar ciencias técnicas, cálculos, astronomía, geometría y música, mientras que Protágoras reconoce que: "Mi enseñanza es la buena administración de los bienes familiares, de modo que pueda él (Hipócrates, el presunto alumno) dirigir óptimamente su casa, y acerca de los asuntos políticos, para que pueda ser él el más capaz de la ciudad, tanto en el obrar como en el decir" . Su programa, pues, era la ciencia política y la virtud ciudadana, tanto en el obrar como en el decir. Esta es la formulación clave, obtener la máxima capacidad para hablar de asuntos políticos en el ámbito de la ciudad, y de ahí la necesidad de un arte específico, la retórica, palabra que aparece por vez primera en el Gorgias platónico, escrito en el año 385 a.C., pero que se usaba en los círculos socráticos para indicar el arte cívico de la oratoria pública, desarrollado en las Asambleas deliberativas, los tribunales de justicia y en otras ocasiones protocolarias bajo los gobiernos constitucionales de las ciudades griegas, muy particularmente en la Atenas democrática .
Desde el primer momento, pues, los sofistas aparecen vinculados a la oratoria, al arte de la persuasión mediante la palabra, al conocimiento de diversas artes o técnicas -algunos, como Hipias, con carácter enciclopédico- y a la enseñanza. Son los primeros maestros o profesores itinerantes, recordemos el texto citado, que cobraban por sus lecciones impartidas en casas particulares, al aire libre o, ya en el siglo IV a.C., con Isócrates, en las escuelas de retórica.
Los sofistas no compartían el criterio de Jenofonte, para quien la sabiduría y la virtud no podían ser objeto de comercio y su mejor retribución era la amistad y el agradecimiento: "Y se maravillaba de que alguien para dedicarse a profesar virtud viniera a recibir dinero y no considerara que sacaría la mayor ganancia con lograr un buen amigo o que temiera que el que así llegara a ser hombre de bien no le había de guardar el mayor agradecimiento a quien le había hecho el mayor de los favores. Sócrates, por su parte, ante nadie hizo nunca profesión de nada de eso; mas confiaba en que aquéllos de entre los que con él andaban que hubieran recibido los principios a que él daba aprobación para toda la vida habrían de ser amigos buenos para él, y los unos para con los otros" .
La actividad de los sofistas, como la de los médicos, los poetas, los artistas o los científicos, merecía una retribución y no se avergonzaban por ello, a pesar de que tanto Platón como Jenofonte se lo criticaron reiteradamente, con pretextos diversos y poco verosímiles. Probablemente acierta Kerferd cuando afirma, después de comentar los diversos pasajes y motivos aducidos por los dos discípulos de Sócrates, que la auténtica crítica no formulada residía en el hecho de que cualquier ciudadano, previo pago a un sofista, podía convertirse en una persona experta en temas de estado y, como tal, con poder real sobre los asuntos de la ciudad, bien en calidad de orador, bien calidad de hombre de acción. Dicho con otras palabras, en un político eficaz y de éxito. Es verosímil, también, que esta capacidad de invertir la situación social congénita fuera uno de los atractivos de los sofistas y, a la vez, una de las razones que explica los ataques de la comedia, bastión conservador, y las persecuciones políticas de las que fueron objeto.
Poco y contradictorio es lo que sabemos sobre el pago de los sofistas, sea por una lectura o clase, sea por un curso completo y si el precio variaba en función del número de estudiantes. No parece que los sofistas se hicieran millonarios, si bien tampoco vivieron en la miseria los más reconocidos.
Un sofista es, por lo tanto, un profesional, un profesor si prefieren, itinerante, experto -sabio- en diversas artes, téchnai, con capacidad y voluntad de enseñar sus conocimientos a uno o a varios discípulos a cambio de una remuneración. El campo de sus enseñanzas era muy vasto, como hemos dicho, per con un eje insustituible y común: el dominio de la palabra, del discurso oral, tanto en los aspectos de contenido, como en los de estilo y dicción, a los que cabe sumar el concepto de oportunidad, kairós, tan caro a la mentalidad helénica.
Conviene, además, poner de relieve otro trazo distintivo y generalizado del movimiento sofístico: el hombre se convierte en el centro de su observación y reflexión. En efecto, si la primera filosofía, conocida también con el nombre de fisiología, hizo de la naturaleza, phýsis, el objeto de sus indagaciones, y a ella se referían una y otra vez cuando se formulaban la eterna pregunta de qué es o qué era la esencia de la misma -y lo relevante no era el acierto en la respuesta: el agua, el aire, el fuego, el infinito, sino la genialidad de plantearse la cuestión por oposición a la aceptación acrítica de las fabulaciones mitológicas-, los sofistas, herederos y conocedores de las aportaciones presocráticas y, a la vez, conscientes de la presencia de pueblos diversos con tradiciones propias y diferentes de las suyas y entre ellas, optaron por focalizar su interés en el hombre y en su forma de organización más evolucionada, la ciudad, la pólis. Los cambios políticos, sociales y culturales de Grecia en el siglo V a.C. fueron de un enorme calado, y tal vez hoy estemos en buenas condiciones para tratar de comprenderlos, ya que la nuestra es, sin lugar a dudas, una época de drásticas mutaciones. Entonces, como ahora, las creencias y los valores de las generaciones precedentes eran puestas bajo sospecha y fueron los sofistas quienes se hicieron eco, estimularon y estructuraron el necesario debate. Es difícil encontrar algún tema relevante que ellos dejaran de lado, si bien, como en el caso de los filósofos, lo relevante sigue siendo el empeño por preguntar y por preguntarse, por formular la cuestión correcta, por utilizar la palabra adecuada y no únicamente la pertinencia de la respuesta. Respuesta, bien lo sabemos, que aún hoy seguimos buscando y reformulando.
Y así, recojo de nuevo la síntesis introductoria de Kerferd , se interesaron por: los problemas filosóficos de la teoría del conocimiento y de la percepción, el grado en que las percepciones sensitivas deben ser consideradas como infalibles e incorregibles, y los problemas que se derivan si esto es así; la naturaleza de la verdad y por encima de todo la relación entre lo que aparece y lo que es real o verdadero; la sociología del conocimiento, que exige investigación, porque mucho de lo que suponemos conocer aparece como socialmente, es decir étnicamente, condicionado. Este apartado abre por vez primera la posibilidad de una aproximación histórica genuina a la comprensión de la cultura humana, ya que a través del concepto llamado "antiprimitivismo", es decir el rechazo al punto de vista de que las cosas eran mucho mejores en el distante pasado se apuesta por la creencia en el progreso y por la idea de un desarrollo que se va desplegando a lo largo de la historia de los seres humanos; el problema de un conocimiento definitivo sobre los dioses, y la posibilidad de que sólo existan en nuestras mentes o incluso de que sean invenciones humanas necesarias para servir a necesidades sociales; los problemas teóricos y prácticos de vivir en sociedad, en especial las democracias, con la doctrina implícita de que al menos en algunos aspectos todos los hombres son o debieran de ser iguales; ¿qué es la justicia?; cuál debe ser la actitud de un individuo frente a los valores impuestos por los otros, en especial en una sociedad organizada que requiere obediencia a las leyes y al estado; el problema del castigo; la naturaleza y objetivo de la educación y el papel del profesor en la sociedad; las rompedoras implicaciones de la doctrina que afirma que la virtud puede ser enseñada, equivalente a la posición social contemporánea sobre la posibilidad de cambiar la situación social de nacimiento gracias a la educación; de ahí surge, claro está, el interrogante sobre qué debe enseñarse y por quién y a quiénes enseñarlo, o cómo afecta todo esto a las generaciones jóvenes en su relación con las viejas.
Y atravesando todos estos grandes debates, dos motivos dominantes: la necesidad de aceptar el relativismo en los valores y en cualquier otra cuestión sin reducirlo todo a puro subjetivismo y la creencia de que no existe área de la vida humana o del mundo en su conjunto que pueda quedar al margen de una comprensión accesible mediante una argumentación razonada.
Añadamos, pues, a las características esbozadas de los sofistas algunas más: humanistas, relativistas, racionalistas, en síntesis, y a riesgo de pecar con Hegel de anacronía, los primeros ilustrados. Y estos hombres, nacidos en diversas ciudades e islas de la geografía griega, pero que acabaron recalando en Atenas, sólo podían servirse de la palabra, del discurso, para enseñar, para convencer, para hacer progresar sus conocimientos y generar aceptación a sus ideas.
No debe, pues, sorprendernos que sean también ellos los primeros en convertir la palabra y el discurso en objeto de estudio y de análisis, más allá de la discusión filosófica de si los nombres de las cosas son arbitrarios y responden a una mera convención o, por el contrario, en la denominación reside la esencia de la cosa nombrada, tema que, por supuesto, también trataron.
A los sofistas debemos el origen de la gramática, la preocupación por la corrección lingüística, la reflexión sobre el estilo y las figuras del lenguaje, la retórica, en suma, o arte de describir los componentes de un discurso efectivo y de enseñar a otra persona cómo estructurarlo y pronunciarlo. Recientemente se da el nombre de metarretórica a la teoría sobre el arte de la retórica por contraposición a su práctica o a la aplicación de la misma a un discurso en particular, pero ésta es ya otra perspectiva .
Desde la Retórica aristotélica hasta los estudiosos contemporáneos, pasando por los grandes filólogos del siglo pasado como Pohlenz, Rostagni, Untersteiner o Nestle, hemos ido enriqueciendo y depurando nuestro conocimiento sobre la historia de la retórica, hasta el punto que hoy, liberados de la constricción aristotélica, podemos precisar mejor la originalidad de la sofística y sus innegables deudas con las corrientes pitagóricas, el pensamiento de Empédocles y los retores sicilianos Córax y Tisias. Estos personajes, o tal vez una sola persona, pasan por ser los inventores del arte, con la redacción de un primer tratado y de unos preceptos. Por Cicerón, en Brutus 46-48, sabemos que vivieron en Sicilia, a mediados del siglo V a.C., coincidiendo con la caída de la tiranía y el establecimiento de la democracia en Siracusa. Tampoco es rechazable la idea de que, con anterioridad a la existencia de manuales de retórica, se desarrollaran conceptos de carácter general que luego se fueron plasmando en los libros denominados con el título común de "Arte de los discursos", téchne logón, con toda la carga semántica de la palabra lógos en la que ahora no vamos a entrar .
En una cita literal de su obra Helena Gorgias nos dice: "La palabra es un gran potentado que, con muy pequeño e imperceptible cuerpo, lleva a cabo obras divinas, ya que puede tanto calmar el miedo como quitar la pena y engendrar el gozo y acrecentar la misericordia" . Y si esto es así, ¿qué no harían los griegos para dominar estas fabulosas facultades?
Al parecer, la retórica siciliana destacó por su teoría de la "verosimilitud", tá eikóta, preferible a la verdad y que debía basarse en argumentos probativos que induzcan a la persuasión, mientras que el discurso pitagórico prefería y practicaba una retórica psicagógica, de atracción, basada en el impacto que la palabra, sabiamente usada, ejerce en el alma, psyché, de los oyentes. En este tipo de discursos se variaba el estilo y la argumentación en función del público, politropía, y se utilizaba de manera constante la antítesis, recursos ambos bien relacionados con la teoría filosófica de los contrarios, propia de la escuela pitagórica. La distinción de Parménides entre el mundo real y verdadero y el mundo de la opinión, dóxa, víctima ésta de la capacidad de engaño que entraña la palabra, o la orientación mágica e irracional que Empédocles dio a la retórica, o los paralelismos con otras dos téchnai, la medicina y la música, ambas sicilianas en su origen, adaptable a cada enfermo la primera, capaz de atraer y fascinar la segunda, son, junto con la teoría del kairós, la oportunidad, elementos teóricos y prácticos clave en la formulación y elaboración de los primeros rétores sicilianos.
Con estos precedentes filosóficos y retóricos, sin olvidar los poéticos que podríamos rastrear desde Homero a Esquilo pasando por Píndaro, donde alternan los elogios y las críticas a ciertas formas del discurso y de la persuasión, es hora de presentar la primera generación de sofistas y sus principales aportaciones.
Protágoras de Abdera, ciudad de la región de Tracia, nació hacia el año 490 a.C. y murió después del 421. Viajó a Sicilia, donde es probable que conociera a Córax y Tisias y a Atenas, con estancias presumiblemente largas que le permitieron gozar de la amistad de Pericles, quien le encargó la redacción de la constitución de la colonia de Turio el año 444. La fama y el prestigio de sus enseñanzas, atestiguadas por el diálogo platónico que lleva su nombre, no impidieron, según cuenta una tradición documentada en el siglo III a.C., que fuera condenado en un proceso de impiedad y que muriera ahogado en el mar cuando abandonó Atenas.
De la lista de títulos de sus obras que nos ha legado Diógenes Laercio no es posible dilucidar si responden a escritos técnicos diversos, a partes de obras más amplias o, como defiende Untersteiner , a simples encabezamientos de las Antilogías.
Más difícil aún es juzgar su contenido dado que nos han llegado escasos y breves fragmentos. Uno de ellos: "De los dioses no me es dado saber si existen o no existen, ni tampoco como están formados. Pues hay muchas cosas que impiden saberlo: su invisibilidad y la brevedad de la vida del hombre", perteneciente al tratado Sobre los dioses le ha ganado una merecida fama de agnóstico, e incluso de ateo; y otro: "El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las que no son en cuanto no son", perteneciente a La Verdad o los Discursos demoledores, la famosa homo-mensura, le sitúa en el terreno individualista y relativista, sin por ello sacrificar la autoridad del Estado y la necesidad de educar a los hombres para administrarlo.
Desde nuestro angular, Diógenes Laercio explica que "Protágoras fue el primero en distinguir los tiempos del verbo y en exponer la potencia del kairós, la oportunidad", entendida por Platón como la capacidad de alargar o recortar el discurso, quien también nos informa, en el Fedro (267e) de otra cualidad de Protágoras, la orthoépeia, con una doble significación, por un lado, la capacidad de encontrar las palabras adecuadas a la expresión, por otro, se refiere a la propia potencia del razonamiento, el logos orthótatos. Pero la divisa de su retórica nos ha llegado bajo la fórmula aristotélica "hacer más fuerte (mejor) el discurso más débil (peor)" con la evidente revalorización del mundo de la opinión, la dóxa, ámbito natural para el desarrollo de la retórica. A Protágoras se debería también la distinción de los géneros masculino, femenino y neutro.
Y, siempre de la mano de Diógenes Laercio, adivinamos que Protágoras "sostenía que en relación a cualquier argumento hay dos discursos recíprocamente opuestos", doctrina ampliamente difundida y practicada, sea en la tragedia euripídea sea en la Historia de la Guerra del Peloponeso. Otro fragmento, de Eudoxo, nos indica que el sofista enseñaba a sus alumnos "a criticar y a elogiar al mismo hombre ". De estos discursos dobles, surge la técnica de la contradicción y no por casualidad su obra más famosa lleva el título de Antilogías, que ha sido considerado su manual de retórica (Nestle) o el libro donde desarrollaba cuatro problemas: 1) sobre los dioses; 2) sobre el ser; 3) sobre las leyes y los problemas de la ciudad; 4) sobre las artes. Al margen de que fuera una u otra cosa, sí resultó ser un género fundamental de la retórica antigua como atestigua un escrito anónimo de finales del siglo V a.C. y como lo demuestra la identificación de la sofística con esta capacidad argumentativa en uno y otro sentido más que con el preciosismo estilístico de Gorgias.
Antes de hablar de Gorgias, debemos mencionar a otros dos protagonistas del movimiento: Pródico de Ceos e Hipias de Élide. Pródico, nacido en territorio jónico entre los años 470-460 a.C., visitó Atenas para representar intereses de su patria y vivió allí largas temporadas hasta su muerte a finales de siglo. Hombre rico y erudito, con poca voz, se dedicó básicamente a pronunciar conferencias sobre análisis lingüístico y, en especial, sobre la sinonimia. La "diéresis", separación, división o distinción entre palabras y conceptos era su obsesión, pero nada se nos ha conservado y los títulos de otros escritos, como Sobre la naturaleza del hombre, incluido en el Corpus Hipocrático es de atribución más que dudosa, o las Horas inciden más en cuestiones filosóficas que en las retóricas propiamente dichas.
Hipias de Élide, en el Peloponeso occidental, es contemporáneo de los anteriores y murió al iniciarse el siglo IV. Viajó por Grecia, estuvo en Atenas como embajador de su ciudad y es el representante más conspicuo de la polymathía sofística. Sabía de todo, un enciclopedista avant la lettre, e incluso se hacía la ropa y las joyas que llevaba. Tampoco la tradición filológica ha sido generosa con Hipias, ni en títulos ni en fragmentos. Se le atribuye la redacción de todo tipo de obras literarias en verso y en prosa, interpretaciones críticas de los poetas y la primera lista de los vencedores en los Juegos Olímpicos, dando así sólido fundamento a la cronología griega. Destacó, de manera singular, por su memoria y los recursos mnemotécnicos que le permitían hacer alardes como recordar, con sólo oírlos una vez, cincuenta nombres. En sus enseñanzas, las técnicas para mejorar la capacidad retentiva jugaron un importante papel, así como la función de las letras, de las sílabas, ritmos y escalas musicales, por ceñirnos a las materias más relacionadas con la retórica. Frente a la consideración de un erudito superficial, que remonta a Platón, Snell, en los años cuarenta, demostró la talla de Hipias como el doxógrafo más temprano y sistemático gracias al cual empieza, por ejemplo, la historia de la filosofía . A él remonta igualmente la antítesis entre naturaleza, phýsis, y ley, nómos.
Gorgias de Leontinos, en Sicilia, nació hacia el año 485 y vivió hasta entrado el siglo IV. Defendió en Atenas como embajador de su ciudad, en 427, la alianza de ambas ciudades frente a Siracusa. Habló en Olimpia, Delfos, Tesalia, Beocia y Argos, además de Atenas, y sus discursos epidícticos y sus enseñanzas le reportaron notables ingresos.
Si bien se le ha relacionado, en calidad de discípulo, con Empédocles y con Parménides, nada podemos afirmar de su evolución teórica, de la física a la filosofía para acabar en la retórica. Él, según Platón, se define como "maestro de palabras" y su maestría no es ajena a la substitución de la poesía por la prosa en los discursos solemnes o de aparato, las epídeixis, en ocasión de las grandes fiestas patrióticas.
Mientras Protágoras es conocido por su idea del homo-mensura, del que ya hemos hablado, Gorgias se ha hecho famoso por un fragmento de su tratado Sobre el no ser o sobre la naturaleza que nos ha transmitido Sexto Empírico: "Dispone en orden tres cosas capitales: una y primera, que nada existe; segunda, que aunque exista, es incomprensible para el hombre, y tercera, que aunque sea comprensible, ciertamente es incomunicable e inexplicable al vecino" . Es un paso más del relativismo al nihilismo, aunque hay coincidencia en señalar que el sofista siciliano no era ni quería ser un filósofo, más bien un sólido argumentador que, como afirma Lesky , "de una serie de posibilidades, todas menos una quedan eliminadas por absurdas".
El meollo de la retórica gorgiana reside en el concepto de persuasión, bien conocido por los griegos desde Homero, y que combina con acierto dos teorías, la del engaño, ilusión o seducción de la poesía, apáte, y la de la elocuencia como persuasión, peithó. La poesía, el arte, la palabra, en suma, para los pitagóricos debía servir para la curación de las enfermedades físicas o espirituales, en cambio para Gorgias puede, además de curar, generar una cierta alteración anímica, una transposición que es preferible a una sosa normalidad. Así ocurre con la tragedia como nos lo cuenta Plutarco citando expresamente a Gorgias: "Floreció y fue celebrada la tragedia, maravillosa audición y espectáculo de los hombres de entonces, porque creaba y ofrecía, con mitos y pasiones, un engaño, en el cual, como Gorgias dice, el que engaña es más justo que el que no engaña, y el engañado más sabio que el no engañado. El que engaña es más justo porque, habiendo prometido tal cosa, la cumple, y el engañado es más sabio: en efecto, lo no insensible es fácil de ser invadido por el placer de las palabras" . El poder de la palabra se asimila al de los fármacos administrados por la medicina: "la misma razón tiene tanto la fuerza de la palabra ante la disposición del espíritu, como la disposición de los remedios ante la naturaleza de los cuerpos; pues así como unos de los remedios expulsan del cuerpo a unos humores y otros a otros, y unos calman la enfermedad y otros la vida, así también, de las palabras, unas afligieron, otras alegraron, otras espantaron, otras transportaron a los oyentes hacia el valor y otras, con cierta mala persuasión remediaron y encantaron al espíritu" .
Engaño y persuasión, pues, constituyen la fuerza del logos, su capacidad psicagógica, de atraer el alma hacia la acción, siguiendo las intenciones del sofista. Y afortunadamente, en el caso de Gorgias, algunos textos originales completos además de diversos fragmentos, la Helena y el Palamedes, dos ejercicios o juegos retóricos, nos permiten no sólo conocer algunas de sus ideas teóricas sino también cómo las llevaba a la práctica.
En el primer ejemplo, tomando como pretexto la mujer más famosa en la antigüedad ya que por su traición conyugal ocasionó la guerra de Troya, fuente de inspiración de poetas épicos, líricos y de no pocas tragedias, elabora una serie de argumentos probatorios de su inocencia. En el segundo, adopta el papel de la defensa de quien recibió la injusta acusación, por parte de Ulises, de haber traicionado a Grecia y fue condenado a muerte. Ambos casos, nos consta, eran objeto de ejercicios retóricos, ya que, considerados culpables por toda la tradición, su defensa requería una gran habilidad y el aporte de nuevos argumentos.
Pero, más allá del contenido y de los hechos históricos a los que hacen referencia, estos dos textos nos ilustran sobre varias cuestiones esenciales de la retórica gorgiana. En el párrafo trece de la Helena hay una clasificación de los discursos, previa a la que Aristóteles haría canónica en su Retórica: 1) los discursos de los meteorólogos o filósofos naturalistas; 2) los discursos públicos ante los tribunales en las asambleas populares; 3) los discursos filosóficos. Si prescindimos de los primeros por su escasa relación con la retórica, es evidente que ahí quedan enunciados los dos grandes géneros de la retórica antigua: la oratoria pública, tanto la judicial como la epidíctica o de aparato, y la dialéctica filosófica.
Hecha la distinción de géneros, Gorgias fija las formas fundamentales a través de las cuales la elocución, léxis, debe alcanzar sus objetivos, la persuasión, dejando de lado el contenido. La tradición se ha hecho eco de las diversas figuras de estilo que acuñó: antítesis, isocolon, parisosis, homoioteleuton, y otras más en las que fue realmente genial e innovador, a riesgo, a veces, de una cierta oscuridad en el sentido. La contraposición de períodos y de palabras dentro de un período, la igualdad métrica y rítmica o la correspondencia entre palabras y frases, los finales iguales de palabra - lo que nosotros llamaríamos rima- llegan a extremos impensables de perfección y armonía, facilitando, qué duda cabe, la atención, la comprensión y la retención de los argumentos al público oyente, a quien, insisto una vez más, iban dedicados.
La retórica gorgiana, pues, es el arte sobre los discursos cuya fuerza radica en la capacidad de persuasión aplicada a cualquier tema, en el hecho de crear convencimiento y no enseñanza y cuyos argumentos propios se refieren al bien y al mal, a la belleza y a la fealdad. Retórica asimilada a persuasión y a atracción, no a enseñanza científica de contenidos. A estos dos conceptos debe añadirse la idea de oportunidad y la de conveniencia, sea o no cierta la atribución a Gorgias de un discurso Sobre la oportunidad, que remontan también a los primeros rétores sicilianos y que serán ampliamente desarrolladas por Isócrates, nacido el año 436 a.C. y activo hasta más allá de la primera mitad del siglo IV a.C.
El elenco de sofistas no se limita a estos cuatro hombres, en realidad entre 460 y 380 a.C. conocemos el nombre de treinta y seis, de los cuales probablemente ocho o nueve fueron los más famosos. Añadimos, pues, Antifonte, Trasímaco, Calicles, Critias, Eutidemo, Dionisiodoro y los autores anónimos de los Discursos dobles y de unas diez páginas del Protréptico de Yámblico.
Antifonte, de quien sigue discutiéndose si se trata de una sola persona o de dos, el orador y político procedente de Ramnunte y el sofista. Diferencias de estilo, en parte, y de contenidos, fundamentalmente, apoyarían esta separación hoy rechazada, ya que las mismas reglas del juego antilógico permiten, obligan más bien, la defensa de argumentos contradictorios. Merece la pena destacar su gran calidad oratoria, su teorización retórica y sus ejemplos de buena téchne, con la introducción de lugares comunes para los proemios y los epílogos de los discursos. Digna de mención resulta también, en el terreno de las ideas, su posición en defensa de la igualdad de todos los seres humanos o sus intuiciones en el campo de la psicología basada en la interpretación de los sueños.
Trasímaco de Calcedonia, en Bitinia, conocido por el libro I de la República platónica, donde se le hace reivindicar el derecho del más fuerte, aportó en su manual de retórica un valor especial a la configuración y estructura de los períodos en detrimento de la musicalidad gorgiana.
Calicles, de un demo del Atica, sólo nos es conocido por Platón en el Gorgias, también como adalid de la doctrina del más fuerte. De Critias, tío de Platón, y oligarca activo en la Atenas posterior a la derrota en las Guerras del Peloponeso como miembro de los treinta tiranos, se ha objetado su inclusión entre los sofistas. De hecho los textos conservados en forma de elegías, tragedias y obras en prosa no nos aportan especiales innovaciones en el terreno formal, aunque sí resulte evidente su posición ideológica.
Por último, Eutidemo y Dionisiodoro, ambos de la isla de Quíos, aparecen citados por Platón, Jenofonte y Aristóteles, pero poco podemos afirmar respecto a sus auténticas aportaciones, sea a la sofística en general, sea a la retórica en particular.
Este apretado recorrido por algunas de las personalidades del movimiento sofístico y sus aportaciones a la retórica como arte singular y especializada a lo largo del siglo V nos ha permitido, espero, percibir la importancia, mejor aún, la consciencia que tanto los oradores como el público oyente tuvieron de hasta qué punto la palabra, el logos, era trascendente. En la retórica se distinguen tres niveles, la invención o argumentos, la disposición o estructura y el estilo o formas de dicción. Y de esta época datan cuatro indicios claros de la consciencia a la que antes aludía. El primero se refiere al creciente interés por las formas de las pruebas y del argumento, incluida la estrecha relación entre argumento y probabilidad, basada ésta en la asunción de las características universales de la naturaleza humana. El segundo reside en el conocimiento de las posibilidades de la unidad artística de los discursos y en la ventaja de dividirlos en partes lógicas. El tercero atañe a la experiencia del estilo retórico, aplicable, ahora, a la prosa, como lo había sido a la poesía, así como al inicio de los intentos por describir diferentes estilos; recordemos a Gorgias, pero también a Trasímaco con su ritmo del peán (tres sílabas breves y una larga) aplicado a la prosa o la descripción de los estilos trágicos que hace Aristófanes en Ranas 830-1431, donde, además de la descripción, se revela la consciencia de las diferencias entre Esquilo y Eurípides. El cuarto y último, pero no por ello menos importante, es el comienzo de la ciencia filológica, de la gramática y de la crítica literaria.
La escritura estaba ganándole la partida a la palabra, se declamaba y se seguiría declamando durante varios siglos, pero la revolución escrita de los siglos V y IV a.C. va a facilitar el pensamiento complejo y abstracto, la creación de vocabulario técnico, la corrección y revisión de los escritos como forma habitual de composición y el desarrollo de frases largas. Buena muestra de ello es el ataque que Platón dedica a la escritura, poniendo en boca de Sócrates la afirmación de que destruye la memoria y de que un texto escrito es inadecuado ya que permanece mudo por muchas preguntas que se le dirijan .
A los sofistas remonta, por supuesto, el mérito de haber desbrozado este camino. Hombres a medio camino entre la oratoria y la filosofía, maestros, psicólogos, fisiólogos, creadores de la publicidad y el marketing, taumaturgos o como quiera llamárseles, representan con derecho propio algunas de las cualidades más valiosas del espíritu humano: humanismo, racionalismo, capacidad crítica y sentido del progreso. Platón no hizo otra cosa que replicarles y manipularles, pero ¿lo habría hecho si no hubiesen sido un referente para los jóvenes de su época? Permítanme que, para concluir, les invite a leer el comienzo del Protágoras, donde se escenifica magistral e irónicamente, también, un encuentro de sofistas en la casa del rico Calias (314d-316a), así podrán imaginarse cómo vivían y debatían los hombres libres y cultos de la Atenas democrática.
Muchas gracias.