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Domingo, 22 de diciembre de 2024
Jornadas sobre la antiguedad
ROMA: LA INVENCIÓN DEL ESTADO
Cicerón, la historia y la política

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El De legibus y la nostalgia de lo contemporáneo

El De legibus se coloca, en lo referente a la manera de ver la historia de la ciudad, en la misma línea del De re publica aunque, dada la diversidad del tema tratado, es muy limitada la atención prestada a los viri con respecto a la dedicada a las mores. En este escrito Cicerón quiso reconstruir los fundamentos de las instituciones jurídicas presentando explícitamente este compromiso como complemento del De re publica donde se trataron las instituciones políticas (1.15; cfr. 20; 27; 2.23; 3.4; 12). A decir verdad, mientras que en el De re publica las instituciones de las que se habla son seguramente las de Roma, en el De legibus existe la pretensión (en el I libro) de fijar unos principios universalmente válidos; sin embargo, ya desde la primera relación de leyes (el II y III libro presentaban su formulación y comentario) es evidente que el referente esencial de Cicerón fue la experiencia jurídica romana concreta, formalizada en una lengua que quiso ser un latín arcaico "para que adquiera mayor autoridad" (vide 2.18), con referencias explícitas a leyes romanas y en particular a las de las XII tablas (por ejemplo, 2.58-64; 3.44). En efecto -como el mismo Atico observó a propósito de esta primera serie relativa a la religión- "esta constitución religiosa no difiere mucho de la de Numa y de nuestras costumbres". La reacción de Cicerón, a esto que no parece haber pretendido ser una objeción, sino una simple constatación, no fue desprovista de cierta soberbia. Si es cierto -contestó- que, como decía Escipión el Africano, el Estado romano antiguo fue el óptimo entre todos los estados, por necesidad la consecuencia es que tuvo las mejores leyes y por lo tanto -concluyó-: "Esperad unas leyes que gobiernen ese tipo óptimo de Estado, y si acaso yo hoy promulgara unas leyes que no existen ni existieron en nuestro Estado, se dieron sin embargo en las costumbres de nuestros padres (mos maiorum) que entonces tenían rango de ley" (2.23-24). Atico hizo una observación análoga a propósito de la serie de leyes relativas a los magistrados (3.12-13), recibiendo una respuesta más suave. En base a este esquema de pensamiento, de todas formas, Cicerón se encontró comprometido por ejemplo en la defensa (contra las protestas de Atico y no sin cierta reticencia personal) también de la institución del tribuno de la plebe (3.9; 15-17; 19-26). Sin embargo, quedó fijado el principio de que el derecho romano es lo más cercano que hay y que haya habido nunca, tanto a la naturaleza como a los principios jurídicos, tal como los elaboraron los filósofos.

Aunque en algunos casos las leyes o costumbres griegas (especialmente las atribuidas a Solón) estuvieran a la altura o incluso en el origen de las romanas (2.26; 36; 39; 59; 64-68), está claro que el De legibus, como perfeccionamiento del De re publica, entra plenamente en el marco ideológico que ya estaba en la base de la obra anterior: un marco que se podría definir de "interpretación idealizante de la historia" de la experiencia política y jurídica romana. Sin embargo, el De legibus merece ser considerado en este foro también por otro aspecto, es decir por las implicaciones de uno de los temas objeto del complejo debate con el que se abre la obra: la relación entre la historia de lo contemporáneo, o del pasado cercano, y la historia del pasado remoto. Es entonces este tema al que dedicaremos ahora nuestra atención, no sin antes recordar brevemente que el mismo se plantea en el contexto del debate que se desarrolló entre Cicerón, su hermano Quinto y su amigo Atico (los protagonistas del diálogo) acerca de la oportunidad de que el propio Cicerón se dedicara a la redacción de una obra histórica (1.5-7), para lo cual Quinto y Atico presionaban al orador. Existe, en efecto, un primer punto de contraste entre Cicerón y su hermano: justamente el relativo a la época desde la cual hubiera tenido que empezar la narración: "Yo -afirma Quinto- creo que desde la más antigua, dado que sobre ella se ha escrito de una forma que no invita ni siquiera a leer, él en cambio insiste en el recuerdo de su época contemporánea, para abarcar esos acontecimientos en los que participó él mismo" (1.8). Atico declaró estar de parte de Cicerón, porque "en esta nuestra época y memoria hay temas muy importantes y él podrá ilustrar las glorias de Gneo Pompeyo, su amigo íntimo, y encontrarse también en aquel <divino> y memorable año suyo; y a mí me agradaría más que él celebrara estos acontecimientos más que a Rómulo y Remo". El propio Cicerón, interviniendo en este punto, declaró que la preparación y redacción de una obra histórica hubiera sido de todas maneras un encargo excesivo para él, así que se abandona la propuesta y el debate se desplaza acerca de lo que será el auténtico contenido del De legibus (por inciso, hay que observar que justamente la elección de este contenido parece implicar una opción, por parte de Cicerón, en favor de la "historia antigua" de la ciudad).

Sin embargo, las declaraciones de Atico en favor de la historia contemporánea recuerdan evidentemente el tema sobre el cual nos hemos extendido al inicio de esta reflexión: la conservación de la memoria histórica de los viri, tal como por ejemplo se solían recordar tradicionalmente en el elogio fúnebre: es decir, se plantea el problema de la oportunidad de una propuesta de modelos por así decirlo animados, en los que se puedan ver encarnadas las mores de Ennio. Si se puede considerar que Cicerón (gracias a la obra de Varo, Atico y su propio De re publica -y eventualmente también el De legibus, donde nos encontramos) estimó por fin cumplida la tarea de la reconstitución de una identidad civil del pueblo romano, debió de parecerle realmente urgente proponer a los ciudadanos romanos -a través de una escritura de los acontecimientos más recientes de la historia de la ciudad- unos modelos de comportamiento actuales, es decir de personajes del presente en los que se mostraran operantes los valores del pasado: la base para una recreación de esa especie de simbiosis entre mores y viri que quizás constituyó realmente una de las principales razones de fuerza de la sociedad romana. El hecho es que probablemente, al contrario de la que según parece era la opinión corriente, Cicerón consideraba que él mismo no era la persona más adecuada para esta tarea. No pensaba (precisamente él que en el mismo prólogo del De legibus facilitó la célebre definición del trabajo historiográfico como opus […] unum hoc oratorium maxime [1.5]) que no estaba a la altura desde un punto de vista estilístico-literario o de la capacidad de comprensión de los fenómenos históricos, sino verosímilmente temía que la posición central que hubiera tenido que reservarse al contar los acontecimientos contemporáneos hubiera resultado poco creíble, justamente por el hecho de que él -uno de los protagonistas- era el autor de la narración. Para convencerse de que esta fue la manera en que trató el asunto, será útil dar un paso hacia atrás y volver al 12 de abril del 55 a. C., fecha de la famosa (o tristemente famosa) carta a Luceyo (Fam. 5.12) con la que Cicerón solicitaba insistentemente a su amigo que interrumpiera la redacción de la narración histórica perpetua que estaba realizando y que ya le había llevado más allá del bellum Italicum et civile (2; 6), para dedicarse a una monografía (2.6; 4.3; 6.3) sobre la obra política del propio Cicerón, desde la conjuración de Catilina hasta su vuelta del exilio (57 a. C.), es decir lo que para ambos amigos es propiamente historia contemporánea. Cicerón afirmó que, si Luceyo no aceptaba su solicitud: "Me veré quizás obligado a hacer lo que algunos a menudo critican: escribiré yo mismo acerca de mí, siguiendo en todo caso el ejemplo de muchos y famosos hombres" (8.3 y siguiente); sin embargo, añadió que hubiera preferido no hacerlo porque se vería obligado a disminuir sus alabanzas, pasar por alto sus errores y en todo caso aparecería escasamente creíble (8.4 y siguientes).

No interesa en este foro pararse en los elementos de perplejidad que esta carta suscita, por lo que se configura como una auténtica exhibición de vanidad por parte de Cicerón; una exhibición con respecto a la cual es difícil decir si el descaro ("una carta no se sonroja": 1; "una vez superados los confines del pudor, hay que saber ser absolutamente impúdico": 3) debe considerarse una agravante o una atenuante. En cambio hay que preguntarse si, en contra de cualquier apariencia, a la base de esta carta no pueda buscarse una intención de promover -más que la descarada exaltación de sí mismo- la construcción de un modelo de comportamiento político: el que obviamente Cicerón consideraba que encarnaba, en particular con su actuación al tiempo de la conjuración de Catilina, pero más en general con toda su actividad al servicio del Estado. Hay que admitir que para sostener esta hipótesis sería necesaria una lectura de esta carta en clave irónica y alusiva, mucho más allá de la que desarrolló recientemente Rudd, atento a percibir los aspectos de elegante convención literaria que suavizan las burdas exageraciones. En realidad, todo el discurso sobre el ansia de gloria debería interpretarse como una amplificación jocosa (y, por así decirlo, una provocatoria y docta autodeslegitimación) de un deseo real de Cicerón de ser propuesto como modelo a sus conciudadanos. A la espera de ello, se puede recordar que en la historiografía romana del senado (probablemente a partir de Fabio Pictor) fue muy fuerte la tendencia a privilegiar lo contemporáneo y en particular subrayar el papel desempeñado por el propio autor en los acontecimientos narrados; por otro lado (como se ha visto), lo recordó precisamente el propio Cicerón y Tácito lo evocará un siglo más tarde, al mencionar como signo de la libertas del pasado el derecho-obligación de los grandes hombres a la autobiografía como instrumento de educación cívica.

Concluyendo, la sociedad romana -según Cicerón- era una gran consumidora de historia y sus políticos tenían la obligación de asegurarle el recuerdo de las hazañas, los valores y los hombres, tanto del pasado como del presente que empieza a convertirse en pasado. Hacer que falte este aprovisionamiento ideal (como de hecho Cicerón consideraba que ocurrió en las últimas décadas) significa correr el riesgo de perder, junto con las memorias ciudadanas e imperiales el propio sentido del Estado. El político debe saber que no es suficiente obrar en el interés de la patria, sino que es igualmente necesario presentarse a los ciudadanos como modelo de las virtudes cívicas tradicionales.

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