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Sábado, 5 de octubre de 2024
Jornadas sobre la antiguedad
ALGUNOS VIAJES ÉPICOS Y MÍTICOS DE LA ANTIGÜEDAD
Poema de Gilgamesh: Un viaje fallido a la inmortalidad

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VII

Todos los personajes que aparecen en el Poema se mueven en tres planos ambientales distintos: el divino, el heroico-mítico y el humano, con el común denominador de que la acción general -y esto era usual en los textos mesopotámicos- se desarrolla en la tierra, en un espacio geográfico concreto. En nuestro caso, en la rica llanura de Uruk y en la estepa que la rodeaba. Esto de por sí ya habla de una civilización, es decir, de un clima, de una vegetación, de distintas especies de animales, de unos hombres, de una mentalidad concreta. Y también habla de una barbarie, simbolizada por la estepa, lugar donde para sus habitantes su única compañía era el arma (es decir, allí reinaba la ley del más fuerte, se carecía de una sociedad organizada); lugar donde el hombre no sabe doblar la rodilla (esto es, no se reconocía la autoridad o se era refractario al trabajo agrícola); lugar donde se comía la carne cruda y se desconocía el pan y la cerveza (lo que quiere decir que se carecía de los refinamientos de la vida urbana) y lugar donde después de muerto no se enterraba a ningún hombre, indicación de que tras la muerte no se recibirían cuidados funerarios ni recuerdo de nadie.
No podemos ocuparnos del plano ambiental divino que aparece en el Poema, demostración también de una manera específica de entender la Religión, uno de los componentes más significativos de la civilización mesopotámica, y uno de los utillajes mentales -adoptando el término de Lucien Febvre- del psiquismo de un pueblo. En cualquier caso, sí hay que citar a las dos grandes tríadas mesopotámicas formadas por Anu, Enlil y Ea, la primera, y por Sin, el dios luna, Shamash, el dios de la justicia, y, sobre todo, Ishtar, la diosa del amor.
En el plano heorico-mítico debería hablarse de la propia figura de Gilgamesh, de la de Utanapishtim, el salvado de las aguas diluviales, del Guardián del Bosque de los Cedros, Humbaba, y del Toro Celeste. Todo ello nos haría alargarnos en exceso por la complejidad mítica y simbológica que encierra.
De Gilgamesh podríamos decir que es un héroe cuya vida no es meramente una combinación fortuita de hechos y experiencias maravillosas, sino la expresión de una idea determinada que va desde su hechos puramente materiales y humanos a una clara espiritualización.
De Utanapishtim, el salvado del Diluvio, debemos indicar que su figura obedecía a un antiquísimo mito, verdadera reliquia de tiempos prehistóricos y que aquel trágico acontecimiento muy bien pudo obedecer a una o a varias catástrofes, que luego la memoria colectiva de la Humanidad forjaría por escrito, atribuyéndosele significado religioso, motivado por los pecados de los hombres y el envejecimiento del mundo, al decir del rumano Mircea  Elíade.
Con Humbaba nos hallamos ante la figura simbólica y universal del dragón, animal fabuloso que se encuentra en la mayoría de los mitos y leyendas del mundo. Tal ser, Humbaba, es en el Poema la tipificación animal por excelencia, la más pura idea del adversario, en el mismo concepto que luego atribuiría  la civilización cristiana al diablo. En el Poema, Humbaba aparece casi deificado, encargado por los dioses de guardar la morada sagrada de los mismos, idea que cuadra con una de las funciones simbólicas de los dragones: la vigilancia. Gilgamesh y Enkidu, al igual que tiempo después Apolo, Cadmo, Perseo y Sigfrido, sin olvidar a San Jorge y a San Miguel, vencen al dragón, logran domeñar a una fuerza del mal.
Respecto al Toro Celeste, su figura está cargada, asimismo, de simbolismo, reflejo en el Poema de un ser monstruoso, cuyos cuernos, tras ser matado el animal por los dos héroes, fueron capaces de contener 1500 litros de aceite. Dicho Toro puede ser asimilado perfectamente al cielo inferior, esto es, según los estudiosos, a la Muerte, función para la cual fue creado por Anu, a instancias de la diosa Ishtar.
Sí, en cambio, debe destacarse en el plano humano el papel jugado por la hieródula Shamkhat, a la cual Gilgamesh confía la labor de elevar a Enkidu desde el estado salvaje al de la civilización.
Leyendo el Poema observamos que, en consonancia con el ambiente primitivo que rodea a Enkidu, su nivel de vida apenas superaba al de los animales, que constituían su compañía habitual. Supuesto que no conoce gentes ni países -así lo dice el texto-, ¿con qué recursos contaba para afrontar el hambre y la intemperie? Como más adelante señala el Poema, la hieródula deberá iniciarlo en el uso del pan y de la bebida fermentada, cuando a resultas de su “hominización” Enkidu sienta despuntar dentro de sí nuevas necesidades y exigencias absolutamente distintas a todo lo anterior. Hasta entonces, hasta el encuentro con Shamkhat, no contaba con otra base de subsistencia que la facilitada por su ambiente desértico, ya que como dice el Poema “como las gacelas se alimenta de hierba, con las manadas abreva en las aguadas, con las bestias se deleita bebiendo”.
Una persuasión profundamente enraizada en la mentalidad mesopotámica daba por supuesto que así como el uso del pan era índice infalible de la verdadera categoría humana, la desnudez o carencia de vestidos y la imposibilidad de procurárselos denotaban animalidad o un  nivel humano que confinaba con aquélla. El Poema dice acerca del vestido de Enkidu que su cuerpo estaba cubierto totalmente de pelo, que estaba dotado de cabellera como una mujer. Enkidu era, pues, un habitante de la estepa, y las gentes de Mesopotamia sabían de sobra que en aquel medio ambiente se había de carecer de todo aquello que hacía la vida humana digna de ser vivida.
Otro aspecto interesante a considerar es el de la transformación psicológica del propio Enkidu, cuya vida se desarrolla en dos fases diametralmente opuestas, a saber, la barbarie y la civilización. Rodeado de animales del campo, que consideraba su compañía connatural, los míseros productos de la estepa le servían como sustento, mientras su propia pelambrera lo resguardaba, como a las fieras, de los rigores de la intemperie. Aunque su contextura hace de él una criatura humana, ya que desde su origen había sido pergeñado como un “doble” de Gilgamesh, Enkidu es un ser irracional, incapaz de identificar dentro de sí la voz de la especie que lo apartara de los animales.
Al no conocer gentes ni países la figura de Enkidu se ofrece como el último residuo de un pasado tenebroso y remoto, en que los hombres pacían la hierba con su boca, bebían el agua de las charcas y hasta caminaban a cuatro patas.
Sin embargo, un episodio, casual para él, pero minuciosamente premeditado por quienes lo habían urdido, abre en su alma horizontes insospechados hasta entonces, obligándole a dar un viraje totalmente nuevo a su existencia. Será el trato sexual con la hieródula el que le haga tomar conciencia de su condición humana. De aquí arranca en el Poema una verdadera reacción en cadena de fenómenos humanos que finalizan con la incorporación de Enkidu a la vida civilizada de Uruk y en la amistad con Gilgamesh.
A la larga, sin embargo, se producirá una inversión de papeles: Gilgamesh, ante la muerte de Enkidu, se trasladará al mundo de la naturaleza, a la estepa, rechazando por entero, y en principio, la civilización.
Gracias a los encantos de la hieródula, Enkidu olvidó dónde había nacido; asimismo, experimentó cambios físicos, pues su cuerpo se fue entumeciendo y sus rodillas se agarrotaron. En suma, ya no era como antes, según dice el texto. Su pasado animalesco va desapareciendo y nacen en él otras potencias, entre ellas, el despertar de su inteligencia. Una de las frases más importantes de todo el pasaje es la que le dirige la hieródula a Enkidu tras mantener trato sexual con él: “Tú, Enkidu, eres sabio, eres como un dios”. ¿Qué quiere decir esto? ¿De qué ciencia se habla? ¿Por qué esa divinización a causa de unas relaciones fisicas? Sin lugar a dudas, esa ciencia, esa sabiduría de Enkidu era prolongación y secuela de las relaciones de ambos personajes, que en lenguaje figurado, presente en otros muchos textos orientales, equivalían a “conocimiento”. Para la psicología oriental antigua la experiencia sexual era reputada como un verdadero saber.
Respecto a su divinización, a ese “eres como un dios”, debe entenderse como resultado de unas relaciones peculiares, que los mesopotámicos conectaron con la idea de fertilidad y con la diosa Ishtar.
El texto del Poema nos sitúa en un mundo en donde las actividades relacionadas con el sexo, por el hecho de ser posibles creadoras de vida, eran valoradas como factores de estricta categoría divina. En aquel mundo mesopotámico, tan alejado del nuestro en el tiempo y en la mentalidad, era natural, según señaló W. Von Soden, que se honrase y venerase el incomprensible misterio que hacía derivar una nueva vida de la unión de dos seres.
Un modo práctico de honrarlo por parte de la mujer sería sacrificar su propia pureza como obsequio de carácter cultual a ese principio divino que gobierna la naturaleza. Esa prostitución, inspirada en motivos religiosos, se veía invadida por influencias de índole utilitaria, preocupadas por asegurar la fertilidad de todos los seres vivientes, y se encargaba a mujeres profesionales, que pasaban así al servicio de los templos. La virtualidad que tenían las relaciones sexuales de estimular la fertilidad hicieron que se las valorara como fuerzas divinas. En consecuencia, el ser humano que lograse utilizarlas, al aproximarse a la fuente divina, de donde dimanaban, se elevaba a la categoría de un dios. Este sería el nexo existente entre el trato sexual de Enkidu con la hieródula Shamkhat y su divinización. Ese era también el nexo de la hierogamia, en cuyo transcurso se deificaba al rey, rito del que tenemos abundante documentación.

VIII

Volviendo a nuestro relato, la hieródula tras su relación de varios días con Enkidu, consideró que ya era el momento adecuado para inculcarle en su ánimo la nostalgia de otro género de vida más acorde con su nueva conciencia humana. Se imponía el traslado de Enkidu a un medio ambiente habitado por seres humanos, donde los problemas de la vida eran resueltos al modo de los hombres.
Ante las palabras de Shmakhat,  Enkidu decidió marchar a Uruk, donde habitaba Gilgamesh. No hay que decir que para una mentalidad mesopotámica no existía una vida más digna de un hombre que la civilizada, y ésta sólo podía surgir sobre una base económica agropecuaria y un contenido social artesano-urbano. En esto consistía, principalmente, el orgullo de aquellos sumerios y acadios. Y su rica vida urbana era una provocación constante para la envidia de sus codiciosos vecinos, los nómadas semisalvajes.
Vemos, pues, que Enkidu ha sido promocionado de una vida bárbara a una vida civilizada, que ha ido dejando paulatinamente su irracionalidad animalesca por todo aquello que a los ojos de los mesopotámicos constituía el decoro de la vida humana, en suma, de la civilización: pan, vestidos, bebida fermentada, relaciones sexuales, convivencia con otras personas,  cultos religiosos, aceptación de un orden social.
Tenemos ya a Enkidu en Uruk. Y es en aquel medio urbano donde la relación Enkidu-Gilgamesh llegará a su identificación más cabal. En un momento determinado Gilgamesh concibe una serie de proyectos destinados a ganar inmensa gloria y hacer inmortal su nombre y el de su amigo. Logra convencer a Enkidu y así ambos héroes se aprestan a efectuar un largo y peligroso viaje, que contendrá -como todos los viajes heroicos- el sentido de la derrota del Mal, encarnado en el monstruo Humbaba, terrible dragón, según se dijo, al que sólo se le podría hacer frente gracias a poderes mágicos o a la protección de los dioses.
 Todos estos requisitos se dan en el episodio del Bosque de los Cedros, verdadera pieza maestra de “violencia sagrada”. Dicha aventura equivalía explícitamente al intento de apoderarse de la inmortalidad. El Bosque era el País de la Vida, la tierra de los dioses inmortales, su escondida morada, plena de símbolos riquísimos para la mentalidad primitiva.
Este episodio es causa más o menos directa de otro: el del Toro Celeste, figura divina que al ser derrotada por Gilgamesh y Enkidu, acarreará la muerte de éste último, muerte decretada por los dioses. Sueños nada halagüeños, enfermedad, angustia se abatirán sobre Enkidu, habida cuenta su naturaleza humana. Gilgamesh llega a considerar también la eventualidad de que él desaparezca igualmente.
Pero, ¿cómo podía temer a la muerte un ser prácticamente semidivino como Gilgamesh? ¿No era la inmortalidad una característica esencial de la divinidad? Si y no, según los mitos que han llegado. Se conocen asesinatos de dioses (We, Tiamat, Qingu, Lil) e incluso deidades “habitando” a la fuerza en el Infierno, lugar entendido en Mesopotamia bajo el sentido latino de infernum, esto es, el inframundo o morada de los muertos (sus espíritus eran llamados gidim en sumerio y etemmu en acadio), sin especial connotación de castigo. En aquella morada (Kur), bien es verdad que sombría, polvorienta y silenciosa, se hallaban, entre otros dioses, Nergal, el esposo de Ereshkigal,  Dumuzi y Geshtinanna, dioses para quienes la muerte era algo terrible, temiéndola también como si ellos fueran un ser humano más. Gilgamesh había experimentado una verdadera obsesión por la muerte,  no acababa de explicarse por qué iba a convertirse en barro, al igual que le había ocurrido a su amigo Enkidu.
De hecho, ambos amigos habían cometido tres delitos capitales: haber matado a Humbaba,  talado árboles del Bosque sagrado y haber dado muerte al Toro Celeste. Los dioses exigían reparación. Por eso castigan al más débil de los amigos, a Enkidu.
Gilgamesh se niega a aceptar la realidad de la muerte de su amigo de la que es asombrado espectador. Después de los ritos funerarios tributados a su amigo y de la erección de una estatua en su memoria, el rey de Uruk comienza a comportarse fuera de todo lo normal. Él, Gilgamesh, personificación por así decirlo, de la vida civilizada, rechaza ahora su mundo -impresionado por la muerte de Enkidu- y se dedica a vagar como un animal por desiertos y montañas, yendo vestido con pieles de animales.
No es fácil averiguar por qué Gilgamesh recurrió a la estepa, al desierto. Al parecer no podemos ver en su actuación una forma de duelo exagerado, sentida por su amigo Enkidu. Quizá fuese la propia preocupación por su muerte -sabía que tenía en su ser un tercio de humano- lo que le llevó a rechazar su mundo y cuanto pertenecía a su cultura por haber visto en ella la muerte misma. Así como Enkidu culpaba a su culturización como la causa inevitable de su desgracia -que le expone dolidamente al dios de la justicia Shamash- así Gilgamesh rechaza la realidad de la muerte,  buscando en el mundo de la naturaleza la libertad, la ausencia de trabas, la ausencia de la corrupción de la materia.
El poeta se atrevió a describir, si bien parco en palabras, una alucinante escenografía recorrida por Gilgamesh en busca de la inmortalidad, cuyo secreto conocía, sin embargo, uno de sus antepasados. El héroe, hambriento, soportando fríos y calores, vestido con harapos de pieles, cazando fieras, evitando peligros, viajará hacia el oeste en búsqueda de su antepasado, Utanapishtim, atravesando una geografía fantástica a la que todo lo humano le es ajeno. Su odisea terrestre lo lleva hasta el Océano, junto a las Aguas de la Muerte, detrás de las cuales espera hallar la luz que ahuyente de modo definitivo las tinieblas, y sobre todo su angustia, que siente clavada en su estómago.
Una mitología de pesadilla reemplaza a toda la realidad conocida. De acuerdo con ella, el rey sumerio debe trasponer el límite geográfico que ningún mortal alcanzó jamás, las montañas gemelas del sol, esto es, las montañas Mashu, principio y fin del mundo, lugar custodiado por los monstruosos aqrabu-amelu u hombres-escorpión, hijos del Caos. Gilgamesh llega, por fin, con la ayuda de un barquero -con quien se había peleado previamente- a Dilmún, mítico Paraíso en donde habitaba Utanapishtim, disfrutando de una Vida sin fin, concedida como recompensa de haber sobrevivido al Diluvio Universal y así haber salvado a la especie humana. De su boca oye el viajero el relato de aquella gran catástrofe que aniquiló la vida sobre el planeta y de tal personaje aprende la exacta dimensión del hombre civilizado y el significado definitivo de su existencia, existencia que ha sido incapaz de superar unas pruebas iniciáticas -no dormir durante siete días y siete noches- que le evidencian su pequeñez.
De las pruebas que debe efectuar se extraen conclusiones interesantes de tipo psicológico y moral. El héroe, al fracasar, está dejando entrever que las posibilidades del hombre con respecto a temas vitales tienen siempre límites. Que la condición humana es siempre dramática, pues está definida por la inexorabilidad de la muerte. Sin embargo, un resquicio de esperanza quedaba abierto para los lectores mesopotámicos del Poema. Si hay unas pruebas iniciáticas para lograr alcanzar la inmortalidad ¿se debería concluir que determinados seres la podrían alcanzar sin ayuda divina? El ejemplo de Utanapishtim, aunque con la ayuda de los dioses, era un posible punto de referencia y tal vez de esperanza.
Por otro lado, la secuencia de la Planta de la eterna juventud y de la serpiente eran antiquísimos mitos que el poeta engarzó como hermosas joyas al final de la obra,  evocando así la última posibilidad que había tenido Gilgamesh de disfrutar de la inmortalidad
Cuando ya al final del Poema, el rey de Uruk pregunta al fantasma de su difunto amigo las leyes que rigen en el Más Allá, Enkidu se niega a responderle la tristísima realidad de la Ultratumba para evitarle así el llanto. Lo único cierto -viene a concluir el relato- es que todo lo roen los gusanos y que el polvo gobierna sobre la totalidad del Infierno.
Perdida la esperanza de la inmortalidad, pues la amarga verdad era que la muerte era algo inevitable y de que la totalidad de los hombres debían morir, se había redactado un nuevo Poema  centrado en la muerte física de Gilgamesh, (conocido usualmente como La Muerte de Gilgamesh), cuyas redacciones se conocen  por los textos, lamentablemente muy fragmentados,  hallados en Nippur y en Me-Turan (hoy Tell Haddad). Dichos textos comienzan con los lamentos de las gentes por la muerte de Gilgamesh. Ya en el Más Allá, a Gilgamesh -a quien le deniegan el derecho a ser inmortal- se le ha hecho Juez supremo. Tras diferentes sueños, en uno de los cuales el dios Enlil le comunica la muerte (¡Gilgamesh, tu destino ha sido reinar, pero no vivir para siempre!), el texto alude a la construcción de una tumba colectiva, erigida en el lecho desecado del río Éufrates, cuyas aguas han sido desviadas, tumba destinada  para Gilgamesh, sus esposas, sus concubinas y sus hijos predilectos, aparte de sus sirvientes y sus enseres más queridos. Finalizada la misma, y ya en ella introducidos el rey y su comitiva, se procedió al sellado de la misma, tras lo cual las aguas del río la inundaron. La población de Uruk lloró amargamente aquella muerte.
Con aquel suicidio se testimoniaba una de las costumbres del tercer milenio antes de Cristo más crueles de Mesopotamia, cual era la de los asesinatos rituales sufridos por los acompañantes y servidores de los monarcas, cuyo ejemplo puede verse en las tumbas reales de Ur y sus famosos “pozos de la muerte”.

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