IX
Hablando
desde planteamientos mesopotámicos, el hombre no podía alcanzar
la inmortalidad, pero sí podía alcanzar la gloria, si sabía
acordar sus posibilidades a hechos lógicos, a obras totalmente
perfectas, bien realizadas, tomando la escala humana como módulo
orientativo. Aquel fue el único mérito de Gilgamesh, héroe
que al final del relato se halla totalmente resignado: el haber sabido
construir las soberbias murallas de Uruk, que, orgulloso y en calidad
de rey de la ciudad, le había mostrado al barquero Urshanabi a
su regreso a su patria, tras haber fracasado en su empeño de convivir
eternamente con los dioses. Gilgamesh así, con aquella construcción
de perfecto acabado, había alcanzado la “inmortalidad” de
un nombre eterno y de sobrevivirse consecuentemente a sí mismo,
y no la posibilidad de ser un hombre eterno. La buena fama del nombre
era la única inmortalidad, el único resquicio de pervivencia
reservado a los hombres. Y ese fue, creemos, el mensaje último
del Poema de Gilgamesh.
Esa inmortalidad
fallida, ¿cómo puede verse hoy? Desde luego, las palabras de
Utanapishtim al indicar que el hombre era mortal por decreto divino se basaban
en el planteamiento filosófico-teológico que hubo de vivirse
en la época de la Edad del Bronce, tiempo en el que se desarrolla la
narración. Con el devenir de los tiempos el planteamiento pesimista
de Gilgamesh y su consiguiente fracaso se ha ido modificando y las tres grandes
religiones, también ya milenarias -Cristianismo, Islam y Judaísmo- han
sido capaces de prometer a sus creyentes una vida post-mortem totalmente
feliz, resolviendo así al angustioso problema de la Inmortalidad, planteado
por primera vez en la Historia en el Poema de Gilgamesh. Con sus mensajes
los dirigentes de tales religiones abrían “una ventana de esperanza
a la intrascendencia humana”, según las acertadas palabras del
estudioso J. Silva Castillo. Para los escépticos racionalistas y los
ateos, por sus propios planteamientos, muchos aspectos de la condición
humana se agotan en la no preocupación de los mismos. Con ello la Inmortalidad,
al igual que la Muerte, pasan desapercibidas para el común de los humanos,
preocupados en sus menesteres mundanos.
H. Blixen, El Cantar de Gilgamesh, Montevideo, 1980.
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