1
Las personas tenemos algo que nos distingue radicalmente de todos los demás seres vivos, y es nuestra capacidad de comunicarnos mediante el lenguaje oral, el conformado mediante palabras, el discurso. Mediante el discurso oral expresamos nuestros pensamientos ante los demás; de hecho, ambas realidades, pensamiento y discurso que lo expresa, están tan relacionadas que los griegos tenían una sola palabra para designar las dos, lógos. Mediante el lógos, el pensamiento traducido en palabras, podemos influir en el modo de pensar de los demás y como consecuencia también en su forma de actuar. La palabra es, por tanto, una fuerza poderosa y ha sido y es objeto de interés de todo aquel que aspire a incidir de algún modo en el comportamiento de las demás personas, en la sociedad de su época.
Los antiguos griegos eran muy conscientes de este poder de la palabra y su interés por el arte de los discursos aparece ya en los primeros textos que conservamos, la Ilíada y la Odisea. En estos poemas se describe la historia de la toma de la ciudad Troya, situada en Asia Menor, por parte de un grupo de reyes y nobles que, acompañados de sus tropas, procedían de diversas ciudades de la Grecia continental; nos encontramos, por tanto, en un ambiente bélico, poblado de héroes esencialmente guerreros; sin embargo, estos héroes eran hábiles no sólo en la lucha, sino también en el arte del discurso. La educación es este aspecto era, sin duda, paralela a la instrucción en el manejo de las armas. Hay de ello un testimonio en la Ilíada. La educación de Aquiles fue confiada por su padre, Peleo, al sabio centauro Quirón y a Fénix, y éste último lo acompañó a la guerra de Troya en calidad de consejero. Cuando Aquiles se enemistó con el jefe del ejército, Agamenón, y se retiró del combate, los troyanos obtuvieron diversas victorias de manera que hasta las naves en las que habían llegado hasta Troya, que estaban ancladas en la playa, corríeron el riesgo de ser quemadas por ellos. Fénix se entrevistó, entonces, con Aquiles y le dirigió estas palabras (Ilíada 9.430):
“Si ya el regreso, sin duda, en tus mientes,
ilustre Aquiles, te estás proponiendo,
y no quieres, en cambio, en absoluto
de nuestras raudas naves alejar
el fuego destructor, pues ha invadido
la cólera tu alma,
¿cómo luego, hijo mío, yo podría
lejos de ti aquí quedarme solo?
pues para acompañarte me enviaba
Peleo el viejo conductor de carros
aquel día en que a ti desde Ftía
a Agamenón te enviaba,
cuando aún eras un niño
y aún no sabías
ni de la guerra que a todos iguala
ni de las asambleas,
donde conspicuos los hombres resultan.
Por eso me mandó para enseñarte
a realizar estas acciones todas:
a ser de los discursos orador
cumplido, y ejecutor de hazañas.”
Queda claro en estas palabras que los héroes que dibuja Homero debían ser capaces no sólo de realizar hazañas bélicas, sino también de tomar la palabra en las asambleas en que se decidía la estrategia a seguir en la guerra. De hecho, en tales asambleas del ejército sólo solían hablar los nobles, y cuando Tersites, que acudió a la guerra de Troya en calidad de soldado, osó tomar la palabra para criticar a Agamenón, Ulises lo ridiculizó con sus palabras:
“Tersites, parlanchín falto de juicio,
aun cuando seas orador sonoro,
contente y no te atrevas
en solitario a contender con reyes.” (Ilíada 2.246):
Y además de ridiculizarlo, lo golpeó a la vista de todos. Que la palabra era considerada un instrumento poderoso, y que, como tal, sólo podía ser utilizado por quienes ostentaban el poder, queda claro en este ejemplo.
Y, en relación con el discurso, se encuentra siempre el concepto de verdad o falsedad. Los héroes homéricos pueden decir palabras que refieran la verdad, o pueden referir hechos no sucedidos, componiendo, entonces, un discurso falso. Así, en la carrera de carros que se celebró en los funerales de Patroclo, el amigo de Aquiles, Fénix desempeña el papel de árbitro, de manera que debe estar atento a las carreras y “referir la verdad de ellas” (Ilíada, 23.361). Por el contrario, Ulises, el más brillante orador del ciclo homérico, cuyas palabras fluían, según la bella imagen homérica, cual copos de nieve en invierno (Ilíada, 3.221), cuando llega a su propio palacio como un desconocido después de veinte años de ausencia, y esposa Penélope, que no le reconoce, le pregunta, como huésped que es, por su linaje, se inventa falsas historias para no darse a conocer todavía. Homero se refiere a estas historias diciendo:
“(Ulises) amañaba muchas mentiras al hablar, semejantes a verdades” (Odisea, 19.203).
La misma idea sobre el discurso y la verdad que se refleja en los poemas homéricos, que se compusieron en Jonia (Asia Menor), la encontramos también en Hesíodo (circa 800 a. C.), el otro gran poeta de la época arcaica, que elaboró su poesía en la Beocia continental. Para que pudiera componer su relato sobre la creación del mundo, contó con la inspiración delas Musas, hijas de Zeus, el rey de los dioses, y de Mnemósine, la Memoria, divinidad indispensable en esta etapa en que toda actividad relacionada con la palabra era oral. Estas diosas del canto, y, en general, de todas las manifestaciones del pensamiento por medio de la palabra (elocuencia, persuasión, sabiduría, historia, matemáticas, astronomía …) se dirigieron a él diciéndole:
“Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades; y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad” (Teogonía, 27-28).
Sirvan estos dos ejemplos, el de Homero y el de Hesíodo para ilustrar la relación que se daba en la época arcaica (siglos VIII-VI a. C.) entre realidad y discurso: se creía que la realidad, lo que existe, el ser, podía ser descrito o expresado por medio de la palabra; si se optaba por describirlo como realmente era, se obtenía un discurso verdadero; si se optaba por no hacerlo, se componía un discurso falso, aunque éste, por ser muy semejante a la verdad, fuera perfectamente creíble y creído por los demás.