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Sábado, 20 de abril de 2024
Jornadas sobre la antiguedad
LA VERDAD Y LA MENTIRA EN LA ANTIGUA GRECIA
Retórica y verdad

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El año que murió Sócrates su discípulo Platón (427-347 a. C.) tenía 26 años, pero la influencia dejada por su maestro fue tal que lo convirtió en protagonista o personaje de las numerosas obras que escribió, las cuales están compuestas como diálogos entre distintos personajes relevantes de la sociedad del momento, en recuerdo del modo de enseñanza de Sócrates, que fue completamente oral.
Platón sería coetáneo de los nietos de nuestro ciudadano imaginario, si es que éstos hubieran logrado sobrevivir a la guerra del Peloponeso, y su experiencia vital habría sido completamente opuesta a la de sus abuelos: si aquéllos pudieron contemplar la ascensión de Atenas hasta convertirse en la polis más importante del mundo heleno, en la capital de un imperio, éstos nacieron en los inicios de la guerra del Peloponeso, que continuó durante toda su juventud, y sólo pudieron contemplar el progresivo deterioro de Atenas y la paulatina pérdida de su poder político y económico.
Si Sócrates no dejó nada escrito, Platón, en cambio, dejó un buen número de obras en las que se conserva la evolución de su modo de pensar. Así, su idea de la verdad en relación con el discurso no fue única, sino que se modificó a lo largo de su existencia, a medida que su pensamiento se fue desarrollando. Su idea inicial la encontramos en una de sus obras de juventud, la Apología de Sócrates, compuesta para elogiar a su maestro, unos tres años (circa 396 a. C.) después de su muerte, y que comienza con las palabras que el propio Sócrates habría dirigido a sus jueces (Apología 17.a, ss.):

“No sé, atenienses, la sensación que habéis experimentado por las palabras de mis acusadores. Ciertamente, bajo su efecto, incluso yo mismo he estado a punto de no reconocerme; tan persuasivamente hablaban. Sin embargo, por así decirlo, no han dicho nada verdadero. De las muchas mentiras que han urdido, una me causó especial extrañeza, aquella en la que decían que teníais que precaveros de ser engañados por mí porque, dicen ellos, soy hábil para hablar. En efecto, no sentir vergüenza de que inmediatamente les voy a contradecir con la realidad cuando de ningún modo me muestre hábil para hablar, eso me ha parecido en ellos lo más falto de vergüenza, si no es que acaso éstos llaman hábil para hablar al que dice la verdad. Pues, si es eso lo que dicen, yo estaría de acuerdo en que soy orador, pero no al modo de ellos. En efecto, como digo, éstos han dicho poco o nada verdadero. En cambio, vosotros vais a oír de mí toda la verdad; ciertamente, por Zeus, atenienses, no oiréis bellas frases, como las de éstos, adornadas cuidadosamente con expresiones y vocablos, sino que vais a oír frases dichas al azar con las palabras que me vengan a la boca; porque estoy seguro de que es
justo lo que digo, y ninguno de vosotros espere otra cosa. Pues, por supuesto, tampoco sería adecuado, a esta edad mía, presentarme ante vosotros como un jovenzuelo que modela sus discursos. Además y muy seriamente, atenienses, os suplico y pido que si me oís hacer mi defensa con las mismas expresiones que acostumbro a usar, bien en el ágora, …, bien en otras partes, que no os cause extrañeza, ni protestéis por ello. En efecto, la situación es ésta. Ahora, por primera vez, comparezco ante un tribunal a mis setenta años. Simplemente soy ajeno al modo de expresarse aquí. Del mismo modo que si, en realidad, fuera extranjero me consentiríais, por supuesto, que hablara con el acento y manera en los que me hubiera educado, también ahora os pido como algo justo, según me parece a mí, que me permitáis mi manera de expresarme – … – y consideréis y pongáis atención solamente a si digo cosas justas o no. Éste es el deber del juez, el del orador, decir la verdad.” 

En estas impresionantes palabras Sócrates hace un vivo retrato de la realidad oratoria de su época; sabemos por ellas que ante los tribunales se hablaba de un modo especial, con un lenguaje adornado, que convencía al auditorio no tanto por lo que se decía, como por la forma en que estaba expresado; de hecho, es el lenguaje que han usado los acusadores de Sócrates para mentir. Y entre las mentiras, la que más sorprende a Sócrates es que hayan prevenido a los asistentes al juicio sobre su capacidad oratoria, porque él no es, en el sentido en el que lo son sus acusadores, un orador hábil. A él sólo se le puede dar este nombre en tanto que va a contar la verdad con la misma forma de hablar que lo ha hecho siempre, porque consideraba que ése era su deber como orador. Platón acepta aquí, por tanto, la teoría tradicional acerca del discurso, que lo hacía depositario de la verdad.
Sin embargo, esta concepción se vio radicalmente alterada cuando reflexionó acerca de los modos de acceder a la verdad. Hacia la parte central de su vida, cuando contaba con unos cuarenta años (entre el 387-367 a. C.), Platón desligó el conocimiento verdadero, el conocimiento del ser, al cual identificaba con la verdad (República 490.b y 537.d; Fedro 247.e), de las percepciones de los sentidos y estableció que sólo se podía acceder a él, al ser verdadero, por medio de la razón, sirviéndose de la dialéctica, es decir, del arte de razonar, que era la metodología propia de la filosofía (República 532.a). De este modo, la verdad quedaba asociada a la filosofía y desligada de la retórica. Ésta es la concepción que se encuentra en el diálogo Gorgias, compuesto unos diez años más tarde(c. 387-385 a. C.) que la Apología y al que algunos sitúan en la transición entre la etapa de juventud y madurez, y otros, incluido ya plenamente en ésta última. En esta obra Sócrates dialoga con Gorgias y con un brillante discípulo de éste, de nombre Polo acerca de la retórica (452.d ss.). Ambos defienden que la retórica es el máximo bien para el hombre, porque, dado que es el arte de la persuasión, quien la domina es capaz de imponer su criterio en sus interlocutores, en cualquier tipo de reunión pública, tribunal o asamblea, o incluso si está dialogando con expertos en una materia concreta del conocimiento (aritmética, arquitectura…); Gorgias aduce como ejemplo de esto último una experiencia que había vivido con su hermano, un médico; aunque éste era poseedor de los conocimientos propios del arte de la medicina, no era capaz de convencer a los pacientes para que se sometieran al tratamiento que les convenía, cosa que, sin embargo, era factible para él. Sócrates trata de indagar, entonces, en qué consiste la persuasión. Y encuentra que hay dos tipos: las personas se persuaden cuando saben una cosa, pero también cuando creen algo. El primer tipo de persuasión se asienta sobre el conocimiento, el segundo sobre la creencia, que no requiere conocimiento alguno. Cuando Sócrates pregunta a Gorgias si la persuasión a la que él hace referencia se refiere al conocimiento o a la creencia, éste reconoce que se refiere a la creencia, a que hace creer a las masas, pero admite que nada enseña sobre, por ejemplo, la justicia o injusticia cuando habla ante las asambleas públicas y los tribunales. E igualmente, cuando afirma que un orador experto impone su opinión, por ejemplo, por encima de la de un técnico en un tema concreto, como la medicina, Gorgias reconoce que esto sólo es posible entre personas que desconocen la medicina, pero no entre médicos. Por tanto, la persuasión que Gorgias practica se basa en la creencia y sólo es posible entre las masas, entre la mayoría de la gente que no tiene conocimientos, porque entre los que saben convence más la opinión del experto.
Platón llama al uso de la retórica que Gorgias y Polo defienden “retórica adulatoria”, porque la practican quienes sólo buscan complacer a los oyentes (Gorgias 463.a, ss. y 464.e, ss.), como sucede también con los poetas, bajo cuya advocación Platón se refiere en general a la literatura (Gorgias 502.d ss.). Esta retórica adulatoria no merece, en opinión de Platón, ni siquiera un puesto en el ámbito del conocimiento, entre los saberes. Éstos se organizaban entre los griegos en dos categorías, la de las artes, que agrupaba las materias que tenían una aplicación práctico-productiva, y la de las ciencias, que acogía a las que se ocupaban de temas puramente especulativos. Tradicionalmente la retórica era considerada un arte, es decir, una disciplina que contaba con unos conocimientos teóricos que tenían una dimensión práctica, como era también, por ejemplo, la medicina, que ya hemos mencionado, o la aritmética o la arquitectura. Sin embargo, la retórica adulatoria no es para Platón un arte porque no tiene una característica que sí poseen las demás disciplinas que así se llaman, porque no tiene lógos, es decir, porque no es una actividad basada en la razón, ya que sólo aspira a producir placer, pero no tiene ninguna comprensión racional del objeto que administra (Gorgias, 465.a, ss.). La retórica no es para Platón más que una empeiría o conocimiento práctico, como la cocina, ya que su finalidad, como la de ésta, es dar placer y gusto, pero sin preocuparse de la salud, que es uno de los bienes a los que ha de aspirar el hombre; de la misma manera, la retórica busca persuadir, sin tener en cuenta la justicia, que es otro de los bienes que el ser humano debe tratar de conseguir. Platón considera, por tanto, un arte, a aquellos conocimientos prácticos que aspiran a la consecución de un bien, que conllevan un contenido ético (500.b ss.): arte es aquella actividad que busca lo mejor para los seres humanos, y, teniendo en cuenta esta definición, la retórica, al quedar fuera del ámbito de las artes, queda también fuera de los objetos dignos de estudio y no tiene cabida en la ciudad ideal que Platón dibuja en su República.
A pesar de esta exclusión que se realizaba basándose en un criterio lógico y en otro ético, Platón era perfectamente consciente de la necesidad de la palabra para el gobierno de los estados. Por ello, en otros diálogos posteriores, particularmente en el Fedro, que se compuso después del 360 a. C.,acabó por encontrar un medio de incluir la retórica entre las disciplinas cultivables, cuando estableció que en el camino del conocimiento del ser, es decir, en el camino de la verdad, porque sólo el ser es la verdad, existen dos objetos diferentes, uno es la belleza en sí, el ser bello; pero otro son las cosas bellas, que son semejantes a lo bello, algo similar a imágenes suyas. Lo bello es objeto de conocimiento o ciencia (epistéme) y sólo se llega a él por medio de la filosofía y a través de la dialéctica, es decir, de la razón; no obstante, sobre las cosas bellas, es decir, sobre las cosas que son similares a la belleza, se puede tener una opinión (dóxa; República 476.d y 478.d. ss.). De manera similar, el orador no llega a la verdad, porque ése es el ámbito del filósofo, pero puede llegar a lo que tiene parecido a la verdad, y esto es lo verosímil (eikós). Esta idea la expresa así (Fedro, 272.d):

 “... es un hecho que quien se propone ser orador cumplido no necesita en absoluto … ocuparse de la verdad en relación con las cosas justas y buenas, ni en relación con los hombres que poseen estas cualidades por naturaleza o educación. Pues en los tribunales a nadie le interesa lo más mínimo la verdad sobre estas cuestiones, y sí, en cambio, lo que induce a persuasión. Y esto es lo verosímil, y a ello debe prestar atención quien vaya a hablar con arte.”

 Y lo verosímil es para Platón la opinión común, el punto de vista que sostiene la mayoría, porque es a partir de éste que se logra persuadir y convencer a las masas; en el mismo diálogo, Platón lo formula así (Fedro,260.a):

“A quien va a ser orador no le es necesario aprender lo que es justo en realidad, sino lo que podría parecerle a la multitud, que es precisamente quien va a juzgar; … pues de estas verosimilitudes procede la persuasión y no de la verdad”.

Platón acepta, por tanto, la retórica en tanto que “productora de persuasión”, como un instrumento necesario para gobernar la ciudad, para conducir las almas (psuchagogía) de los ciudadanos en la dirección deseada (Fedro, 261.a, ss.) y a través de lo verosímil. Ahora bien,  ¿qué relación tiene lo verosímil con la verdad?  Lo verosímil, aclara Platón, no está al margen de la verdad, sino que, tal como sucede con las cosas bellas en relación con la belleza, no puede ser entendido sin hacer referencia a la verdad, ya que:

 “lo verosímil (eikós) se produce en la mente del vulgo precisamente por la semejanza con la verdad. Y las semejanzas, …, es siempre el conocedor de la verdad el que mejor las sabe encontrar” (Fedro 273.d).

Platón al final de sus días aceptaba la presencia de la retórica en su ciudad ideal, pero no como un método o camino de llegar al conocimiento, sino como un instrumento necesario para conducir al pueblo (muthología: Político 304.c-d) y siempre con una dimensión ético-política, en tanto que buscara persuadir a los ciudadanos para que en su conducta observaran los principios de la justicia (dikaiosúne), que Platón relaciona con las leyes, y la templanza o sensatez práctica (sophrosúne), en definitiva, en tanto que les condujera a lograr lo que es el objetivo final de los seres humanos, que es alcanzar la máxima perfección posible (Gorgias 503.a y 504.d-e).

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