Los objetivos de Aristóteles en su retórica: II. La retórica psicológico-ético-pólitica
Una vez garantizado el carácter de “arte”, de tékhne, de la retórica, gracias a que su cuerpo está constituido por el entimema y el ejemplo (parádeigma) (1356a 34), controlables por la dialéctica, se trata ahora de recordar que en el proceso del discurso retórico, que es un proceso ético-político, existen tres factores, pues aparte del discurso retórico argumentativo y persuasivo propiamente dicho, están presentes en la actividad retórica empíricamente considerada el alma del orador y las almas de los oyentes y sus respectivos caracteres y pasiones (1356a1).
El discurso retórico (en forma de entimema o ejemplo )“prueba o parece probar” (1356a4), pero el carácter del orador y la emotividad del oyente son también estrategias persuasivas, písteis (1356a1).
El discurso retórico, que es un discurso persuasivo, no se puede quedar plasmado en el papiro o grabado en la mente del orador, sino que se ejecuta en un proceso en el que entran en juego las almas del orador que habla y las de sus conciudadanos que le escuchan.
La retórica, a partir de este momento, siguiéndole la pista al discurso retórico, se reviste de las galas de la política, es decir, de la sociabilidad humana y, por tanto, de la ética y de la ciencia de las almas (lo que más tarde será la psicología) para penetrar en el estudio complejo de la comunicación retórica.
Creo que la metáfora clave para entender el giro que experimenta la Retórica de nuestro filósofo en este determinado momento es la que dice que “la retórica se reviste con el atuendo de la política” (1356a 27). Y de este mismo atuendo –añade– se apropian también unos por falta de formación, otros de fanfarronería u otras causas poco confesables, pero, en realidad –insiste–, la retórica posee un núcleo similar al de la dialéctica, o bien, sencillamente, es una parte de ella (1356a28).
La retórica desnuda que se apoya en la dialéctica sirve para justificarse como “arte”, como conjunto sistemático de conocimientos teórico-prácticos, pero luego se reviste con el atuendo de la política.
Esto es así porque el hombre es un animal político y hace retórica en sociedad y, al ser político, es necesariamente ético (la ética y la política son inseparables una de otra, pues la primera se subordina a la segunda) (Aristóteles, Ética a Nicómaco 1094a27), y, por consiguiente, la retórica se presenta normalmente revestida de las galas de la política y de la ética, y, por ende, de la ciencia de las almas, esa ciencia que Platón reclamaba como indispensable auxiliar de un “arte retórica” (Fedro 271b).
¡Qué duda cabe de que en la actividad retórica el empírico Aristóteles reconocía la existencia de la tensión de almas entre el orador y su auditorio, de la misma manera que su maestro Platón y él mismo reconocían la fuerza “arrastradora de las almas”, psicagógica, de la obra poética! (Platón, Minos 321a; Aristóteles, Poética 1450b17).
¿Cómo dejar fuera del arte de la retórica las almas y los caracteres del orador y de los oyentes? ¿Cómo olvidarse de los factores emocionales de todo discurso que pretenda ser persuasivo?
Lo justo –dice Aristóteles– sería usar la retórica para competir con los hechos mismos, “demostrar que el hecho es tal o que no lo es, que sucedió o que no sucedió”(1354a27), de modo que todo lo que quedara fuera de la demostración resultara superfluo, pero por la depravación del oyente (1404a5) hay que acogerse a todas las estrategias persuasivas del acto de habla retórico propio del hombre como animal político y no dejar ninguna a su aire, a la improvisación. Y éstas son fundamentalmente el atractivo y fiable carácter del orador (êthos) y la emotividad del oyente (páthos).
Por eso el Estagirita, sin conciencia de estar incurriendo en una contradicción, nos amplía la definición de la retórica.
Ya no es la mera disciplina teórico-práctica correlativa de la dialéctica, o sea, “la facultad de contemplar la capacidad de persuasión de cada caso” (1355b25), que era la que la justificaba como arte gracias a su fundamentación correlativa o “antistrófica” sobre la dialéctica, ni el arte de “ver los medios de persuadir que hay en cada caso particular” (1355b10), definición que asimismo apoyaba la dimensión dialéctica de la retórica, sino “una ramificación de la dialéctica y de la ética política” o, mejor dicho, de la política que engloba a la ética o ciencia de los caracteres (1356a25).
Ésta es la definición de la retórica revestida ya con el necesario atuendo de la política (1356a 27). Esta retórica responde al requisito platónico de atender a las almas de los oyentes para adaptar a ellas el tipo de discurso que más les convenga (Fedro 271b).
No hay, pues, contradicción ninguna entre ambas definiciones, porque la retórica es una cosa y otra. La retórica es dialéctica aplicada a la confección de un argumento persuasivo y es también y a la vez ética política aplicada a la persuasión propia del discurso retórico.
El cuerpo de la persuasión y, por tanto, el cuerpo de la retórica, que está constituido por la argumentación del entimema y del ejemplo (parádeigma), configura su dimensión de “arte” correlativa a la dialéctica, y así es la causa de que no sea indiferente defender la verdad, la justicia y el bien o sus contrarios, porque la verdad, la justicia y el bien son siempre más fáciles de argumentar y más capaces de generar persuasión que sus contrarios (1354a15 y 1355a21).
Pero este cuerpo de la retórica, cuerpo o fundamento de la persuasión (1354a15), que es esencialmente el entimema, se reviste, en cuanto actividad político-social que es, del ropaje que le proporcionan la ética y la política, pues ambas disciplinas son el ámbito en el que la retórica debe moverse (pues la retórica sirve para actuar entre conciudadanos que deliberan sobre asuntos comunes, cuestiones ético-políticas que “pueden ser también de otra manera” (1357a24), cuestiones que se suelen tratar en la ciudad (1357a1) y porque, justamente por esa precisa razón, ética y política suministran a la retórica la mayor parte de los temas sobre los que versa).
La retórica en acción es, por consiguiente, un núcleo de actividad correlativa a la dialéctica y un ropaje o atuendo ético-político, dado que en el discurso retórico alguien –un ciudadano– dirige un discurso persuasivo a alguien –un conciudadano– o a todo un colectivo de conciudadanos.
La diferencia entre el modelo retórico del Fedro y la reelaboración aristotélica de la Retórica es que en el diálogo platónico el discurso retórico se lo dirige a sus oyentes el irreprochable filósofo-rey, mientras que el empírico Aristóteles cuenta con un orador al que le exige un carácter atractivo y fiable para generar la persuasión de su auditorio.
En efecto, establecido el hecho de que la retórica se ocupa de un proceso de comunicación ético-político, el Estagirita no tiene el menor inconveniente en reconocer que en el discurso retórico las estrategias persuasivas no sólo surgen merced a un argumento demostrativo, sino también –como había señalado Platón– como resultado de la aplicación de estrategias psicológicas, de las cuales una es ética, basada en el carácter del orador, pues concedemos credibilidad al orador que parezca ser bueno, benévolo o ambas cosas a la vez (1366a9), y otra psicológica, la enraizada en la emotividad del oyente.
Es más, el carácter del orador, aunque algunos tratadistas de retórica lo desdeñaran como si no contribuyese para nada a la persuasión, es para Aristóteles una estrategia de enorme poder persuasivo (1356a12).
También los oyentes son importantísimos en el proceso de la ejecución del discurso retórico por dos razones principales.
La primera es que son jueces y la segunda es que con frecuencia son arrastrados a una pasión por el discurso y nadie (ni nosotros mismos –dice el maestro–) concede el mismo veredicto cuando está embargado por la pena y cuando está alegre, o cuando es presa del amor y cuando está dominado por el odio. Las decisiones de los jueces son muy diferentes según estén en una situación anímica o en la otra (1356a14).
Otra vez estamos ante el Aristóteles platónico-empírico, que percibe que en el proceso de la persuasión del discurso retórico la última palabra la tiene el oyente, que pasa a ser por tanto el “oyente-juez” (aquí está el filósofo empírico), y que por eso considera importantísima la recomendación platónica de estudiar las almas de los oyentes (aquí nos topamos también con el filósofo platónico).
Aristóteles introduce sorprendentemente, de manera realmente moderna, su genial idea de la perspectiva del “oyente-juez” como la dominante de todas las demás posibles en el proceso retórico.
Ya no se trata de contemplar (Retórica 1355b10) o, sencillamente, ver, en el objeto o la cuestión misma sometida a debate las posibilidades de persuasión con las que cuenta (Retórica 1355b10), sino de poner en el punto de mira al oyente, que es o bien espectador-juez al que el orador de discursos epidícticos o de exhibición debe deleitar y mostrar al mismo tiempo su capacidad de elocuencia, o bien juez pura y simplemente de los acontecimientos pasados (en la oratoria judicial) o de los acontecimientos venideros (en la oratoria deliberativa), a los que el orador se refiera en su discurso (Retórica1358a37).
Uno de los rasgos importantes de esta definición es que en ella se establece con meridiana claridad que la finalidad del –como hoy diríamos– acto de habla persuasivo que viene a ser el discurso retórico es el oyente, el “oyente-juez”, a cuya persuasión va dirigido.
Y así como la causa final suele coincidir con la formal (Metafísica1044a36), en el acto de habla generador de persuasión que es el discurso retórico, las expectativas del oyente determinan la forma del discurso, por lo que existen tres géneros de oratoria, la judicial, la deliberativa y la epidíctica.
Aristóteles divide, en efecto, la oratoria en tres especies, judicial, deliberativa y epidíctica o de exhibición, porque en un discurso judicial el oyente juzga sobre hechos del pasado (si alguien cometió o no un asesinato), en un discurso deliberativo o político el oyente juzga sobre una propuesta que un político hace con vistas al futuro, y, finalmente, en un discurso epidíctico o de exhibición y lucimiento el oyente es espectador que se recrea con el elaborado discurso y, al mismo tiempo, actúa como juez valorando la capacidad para la oratoria del discurseador.
Por obra de Aristóteles, la figura del “oyente-juez”es fundamental en retórica . Lo es tanto que es muy considerable el número de páginas que en su Retórica dedica el Estagirita al análisis de las emociones o estados de ánimo pasajeros que el orador, para su provecho, puede hacer surgir en sus oyentes a lo largo de su discurso y el de las que asigna al estudio de los caracteres de los miembros de su auditorio atendiendo a su edad, su clase social, su riqueza y su poder. Dieciséis capítulos del libro segundo (II, 2-17) tratan de los caracteres (12-17) y las pasiones (2-11) como estrategias persuasivas.
Me encanta leer, por poner un ejemplo, la descripción del carácter de los jóvenes (1389a3). Jamás la olvido cuando tengo que hablar a un auditorio en el que predomina la juventud. Con ese fin precisamente compuso el Estagirita ese capítulo de su Retórica.
Los jóvenes –dice nuestro maestro– son concupiscentes de carácter y les encanta hacer siempre lo que desean. Son muy seguidores de las pasiones venéreas (1389a3).
Son variables y se hartan con facilidad, son fuertemente concupiscentes, pero sus deseos son agudos pero no prolongados, pues se les pasa la pasión deprisa, como la sed y el hambre de los enfermos (1389a6). (Esta última comparación me parece genial).
Son apasionados, de cólera pronta, y se dejan llevar con facilidad por los impulsos. Se dejan llevar por la ira, no soportan ser tenidos en poca consideración y se irritan sobremanera si se consideran víctimas de la injusticia (1389a9).
Les gusta el honor, la victoria, el sobresalir. En cambio, no son codiciosos, porque nunca han pasado necesidades (1389a11).
No son malvados de carácter, sino más bien cándidos, porque les falta la experiencia, el no haber visto muchas maldades (1389a16).
Son confiados por no haber sido engañados muchas veces. Y son bienesperanzados como los borrachos, porque a ellos también los caldea, si no el vino como a los beodos, sí su propia naturaleza (1389a17). (Otra comparación que me parece genial).
Y viven por la mayor parte llenos de esperanza, porque la esperanza es lo propio del futuro como el recuerdo es lo propio del pasado, y resulta que los jóvenes tienen ante sí un largo futuro y tras de sí un muy breve pasado (1389a20). (Acertadísimo juicio, en mi opinión).
Son fáciles de engañar porque esperan con facilidad, y son sobremanera valerosos porque están llenos de esperanza (1389a24).
Son más bien valientes, porque son animosos y esperanzados (1389a25).
Son vergonzosos, pues todavía no conciben otros bienes sino los de su convencional educación (1389a 28).
Son magnánimos porque la vida todavía no los ha humillado suficientemente y porque por eso mismo están aún llenos de esperanza (1389a29).
Se lanzan a hacer el bien con más facilidad que a llevar a cabo lo que les conviene, pues viven más de acuerdo con su carácter que con su reflexiva razón, ya que prefieren la virtud de lo bueno al cálculo de lo conveniente (1389a32).
Son más amigos de sus amigos y compañeros de sus compañeros que los que tienen edad más avanzada, porque les complace y hasta embelesa la convivencia y para nada piensan nunca en la utilidad ni, por tanto, tampoco cuando escogen a los amigos (1389a35).
Se pasan en todo, todo lo hacen exageradamente, lo suyo es por doquier la demasía, pecan por exceso, aman con exceso, odian por exceso, no tienen término medio (1389b2).
Se creen que lo saben todo y hacen siempre afirmaciones contundentes, de lo que deriva su conducta exorbitante y descomedida (1389b5).
Son compasivos por creer que todos los demás son buenos y aun mejores que ellos mismos, dado que miden al prójimo con la carencia de maldad que a ellos mismos les es propia (1389b8).
Les encanta la risa y la chanza, pues la chanza no es sino la insolencia educada (1389b10).
Toda esta serie de reflexiones sobre el carácter de los jóvenes ayuda -y mucho- a los oradores que se ven en la necesidad de dirigir su discurso retórico a un auditorio compuesto por jóvenes.
En la serie de capítulos dedicados a las pasiones, me llaman especialmente la atención los dedicados al terror y la conmiseración, por cuanto la tragedia, tal como lo explica Aristóteles en la Poética (1449b24), suscitando en la representación dramática estas emociones, produce placer a través de la expurgación o kátharsis en las almas de los espectadores precisamente de las mencionadas pasiones.
El terror –nos dice el filósofo– es la pena o turbación resultante de la representación de un mal inminente. Para sentir terror es menester que quede alguna esperanza de salvación en las circunstancias angustiosas en que el atribulado se encuentre (1383a5).
La conmiseración es la pena o pesar por un mal destructor y penoso que agobia a quien no lo merece (1385b13). Son capaces de pensar que puede ocurrirles un mal los instruidos, porque ellos son duchos en calcular (1385b 27).
El placer que proporciona la tragedia –lo estamos viendo- es básicamente de índole intelectual, pues exige del espectador la intelección de la mímesis o imitación que contempla representada en escena, y hasta las mismas pasiones que contagia (las mismas de las que purifica) presuponen asimismo una operación intelectual. Pero es, al mismo tiempo, “psicagógico”, es decir, “arrastrador del alma”, (Poética 1450b17), toda vez que la poesía representa “caracteres, pasiones y acciones humanas” (Poética 1447a28) y la tragedia purifica de las determinadas emociones a sus espectadores (Poética 1449b27).
Pero además, al placer intelectual-emocional de la tragedia hay que añadir –tal como nos lo muestra la Poética de Aristóteles– el placer estético de la obra poética, que se nos presenta en el lenguaje poético, ese “lenguaje sazonado” con ritmo, armonía y estilo (Poética 1449b25) .
El estilo para el maestro Platón (Gorgias 502C y República 1404A24) y para su fiel discípulo Aristóteles (Poética1449b25) es un aderezamiento, condimento o adorno del lenguaje.
Hemos llegado al estilo, un componente del discurso retórico sobre el que también se había expresado Platón en el Fedro (Fedro 264c).