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Viernes, 29 de marzo de 2024
Jornadas sobre la antiguedad
MUJER, SEXO Y RELACIÓN DE GÉNERO EN EL EGIPTO FARAÓNICO

Itzuli

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INTRODUCCIÓN

 

El sexo como materia de estudio y de investigación por parte de los historiadores solo se ha incorporado en un tiempo relativamente reciente al panorama de la Historia de la Antigüedad, dentro del marco general de los estudios históricos entendidos como constituyentes de una disciplina científica propia. No cabe duda de que ha habido un cierto tabú con este tema, en contraste con otros afines o relacionados, como el amor y la pasión amorosa fruto de un enamoramiento y las consecuencias que ello puede conllevar, que como sabemos constituye sin duda uno de los tópicos universales más recurrentes que existen.

 

Las razones por las que los historiadores han tratado de una forma tan poco explícita el sexo son varias y complejas. Por un lado, la moral cristiana ha ejercido sin duda (y ejerce aún) un papel censor considerable, condicionando los estudios y presentaciones desde una perspectiva confesional, y con proyección pública. Pero por otro lado las normas sociales, las costumbres y formas de comportamiento de los países occidentales en los que surgió el moderno concepto de historia y donde se constituyeron los diferentes movimientos intelectuales y escuelas de estudios históricos aportaron también su grano de arena. Así no cabe duda de que la moral burguesa, las rígidas normas sociales victorianas por ejemplo, alejaban a los historiadores (a los egiptólogos) a priori de un interés hacia el tema del sexo y sus manifestaciones artísticas o culturales.

 

Y sin embargo, muchos pueblos y civilizaciones de la Antigüedad sustentaron actitudes y puntos de vistas francamente diferentes, aceptando el sexo y su reflejo social no solo como algo natural, sino también más libre, algo ante lo cual no había básicamente que avergonzarse. Algo que entraba en el orden de las cosas, compartido por hombres y dioses, algo que formaba parte de la vida (de los placeres de la vida), de lo que disfrutar, siempre y cuando se respetaran unas cuantas normas de respeto y decoro social. Para la mayoría de los pueblos de la Antigüedad, el concepto de sexo estaba lejos de la noción de pecado, y los mecanismos de control, que obviamente los había, se regían fundamentalmente por una base moral natural, unas normas sociales de respeto mutuo y, en definitiva, de sentido común.

 

Por otra parte, el descubrimiento de las antiguas civilizaciones de Mesopotamia y Egipto, a partir de finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX, coincidió con el boom del Romanticismo, y, por lo tanto, con el triunfo del Orientalismo como fenómeno ideológico. Lo mitos en torno al Oriente eterno de afianzan y se divulgan. Entre ellos, el de la sensualidad de estos pueblos y culturas extraños y exóticos, al margen de las formas occidentales, a los que se contemplaba con una mezcla de admiración, pero también de temor y aversión, y por los que se siente en fin una atracción irracional. Pueblos orientales cuyas recreaciones occidentales se llenan de harenes, odaliscas, espacios y ocasiones para una sensualidad que, por supuesto, era en principio incompatible con la rígida etiqueta y moral de las potencias coloniales europeas.

 

De todo esto hemos de ser conscientes si nos acercamos al Antiguo Egipto y a la civilización Faraónica con la voluntad de indagar en este campo. Los egipcios –quede claro desde un principio- entienden el sexo como una faceta plenamente natural de la vida y de la condición humana. No solo lo aceptan, sino que en muchas ocasiones apelan a él como una forma de entender el mundo que les rodea, los misterios de la creación, la muerte y la resurrección. Se inspiran en él, en la sensualidad manifiesta de formas y de actitudes, para su arte y su literatura. Además, ninguna criatura existente está ajena al sexo, a sus reclamos y estímulos, empezando por los seres más grandes e importantes que existen, los dioses que pueblan su panteón…

 

LOS DIOSES EGIPCIOS Y EL SEXO

 

Todos sabemos que los dioses egipcios, desde un momento muy temprano, presentan unos rasgos antropomórficos evidentes. Pese a la conservación normalmente parcial de la forma animal primitiva, los dioses egipcios son aspectualmente idénticos a los hombres. Y no sólo en forma, en cuerpo, sino también en sentimientos y actitudes, y también en sus mecanismos fisiológicos básicos, como comer, beber, dormir, y por supuesto la actividad sexual. Los dioses casi siempre tienen un sexo nítidamente marcado, y son varones o hembras. Se emparejan entre ellos, tienen hijos, se enamoran (y se desenamoran), y son en ocasiones también juguetes y víctimas -como los hombres- de las pasiones y sentimientos desencadenados por el amor y el sexo. Obviamente, todo ello cuenta con los especiales condicionantes y añadidos que derivan de su condición divina, fundamentalmente sus poderes extraordinarios, y la incidencia que sus historias personales pueden tener en el orden del mundo y en la marcha de la rueda de la creación. Y por supuesto, también cuenta su inmortalidad.

 

El sexo está en el origen y la multiplicación de la vida. Los egipcios lo saben, y lo proyectan de manera especialmente elocuente en los grandes mitos del origen del mundo y de los dioses, en la concepción en definitiva que tienen del génesis y creación. Según la versión más aceptada y conocida, la creación fue iniciada por un único dios, Atum, que emergiendo de las aguas del caos primordial se transmutó en el que será siempre entendido como dios supremo, padre y rey del panteón: Re, el dios del sol. Cuando Atum-Re se manifestó así estaba sólo, lo que acarreaba un importante problema lógico en la mente egipcia tocante a la posibilidad de que generara -sin una contrapartida femenina- a nuevos dioses. Para salvar este obstáculo, los sacerdotes egipcios imaginaron dos soluciones. La primera se refería al “estornudo primordial”: Re estornudó y de su nariz salió la primera pareja de dioses, Shu, masculino (el aire emitido, dios de la atmosfera y de los espacios) y su pareja, Tefnut (hembra ella y encarnación de la humedad básica del aire, que se supone también emergió del el divino estornudo. La segunda solución, la más aceptada (todo hay que decirlo) se resuelve con la masturbación del dios: sólo en la isla primordial, Re buscó su autocomplacencia (“hizo el amor con su mano”, dicen los textos), y de ahí emergió la primera pareja de dioses, que dan principio a toda la genealogía divina. El mantenimiento y la vigencia de este mito se hace especialmente patente en la figura del faraón y de su esposa. El soberano en Egipto es el representante en la tierra de Re; ha salido de él y comparte su naturaleza, dentro de la tradicional solarización de la figura del faraón. Así se explica que la reina, que desempeña un importantísimo papel en la corte, en la política y en la religión oficial (como veremos más abajo) cuente entre sus títulos principales el de “Esposa del dios” y “Mano del dios”.

 

Esta no es la única actuación peculiar relacionada con el sexo de los dioses egipcios. Por ejemplo, la pareja formada por Geb, dios de la tierra, y Nut, diosa del cielo, hijos a su vez de los ya mencionados Shu y Tefnut, también tienen problemas de pareja, por decirlo de alguna manera. Según la concepción egipcia del universo, que haya un espacio para la creación y un marco para que la vida se desarrolle y fructifique, el cielo y la tierra han de estar separados. De ahí estas expresivas imágenes, al mismo tiempo míticas y cósmicas, que presentan a Geb, tumbado, en horizontal, y sobre él, pero separada, la diosa celestial Nut, cuyo cuerpo desnudo aparece tachonado de estrellas. Los textos egipcios dejan claro que hay que evitar que cielo y tierra se unan, so pena de cataclismo universal, consistente en la extinción de toda vida, por falta de una tierra y un espacio donde vivir y crear civilización. Y como pareja que son, ello acarrea una necesaria y penosa separación para ambos dioses. Nut quedará triste, tocando apenas con las puntas de las manos y los pies a la tierra, su esposo, en tanto que este se contorsiona desesperado, y busca también consuelo en gimnásticas autocomplacencias…

 

Los egipcios tenían muy claro que sexo y fertilidad están íntimamente unidos. Para ellos todo lo que significa reproducción, ya sea en el reino vegetal, o animal, o entre los hombres y los dioses, todo ello depende de una misma dinámica mágica y maravillosa que sólo pueden alcanzar a entender colocándola bajo la férula de alguna de las divinidades más poderosas y célebres del panteón egipcio. Además, un pueblo esencialmente agrícola como el egipcio era en especial sensible a todo lo relacionado con el milagro de la vida, encarnado en el grano que se siembra y que se transforma en brillantes espigas cargadas de fruto, alimento del hombre y garantía de su subsistencia. Y el ciclo del grano que muere (es enterrado) y renace un tiempo después verde y vigoroso se convertirá en la parábola de la muerte del hombre, y la posibilidad de resucitar ulteriormente a una vida mejor. Aquí encaja la compleja y fundamental personalidad divina de Osiris y de los dioses que se le asocian en el ciclo mitológico osiriano, el más famoso y difundido de todos los mitos egipcios. Osiris es la encarnación de la vegetación que reverdece cada año, pero también es la tierra negra, fértil y fecunda, que cubre y crea Egipto cuando el Nilo se retira. De ahí el negro y verde con que a veces aparece coloreada su piel. Y asimismo, Osiris es un dios de la crecida del río, o, mejor, de la fuerza fertilizadora del agua del Nilo. La leyenda y el mito presentan a Osiris ahogado en el río, donde se descompone su cuerpo, pasando la fuerza vital del dios (hoy día diríamos sus nutrientes) a las aguas bienhechoras. El falo de Osiris (encarnación por excelencia de la capacidad del dios de producir vida) se perderá en el Nilo, habiendo sido engullido por un pez, el oxyrrinco, que quedará para los egipcios marcado con el tabú que impide su pesca y su consumo.

 

Los dioses que acompañan a Osiris en su ciclo mitológico recibirán obviamente también un papel en todo lo que tenga que ver con la fecundidad y la reproducción. Isis es la esposa y madre por excelencia. Amante abnegada, recorrerá Egipto a la busca de los despojos de Osiris. Maga y hechicera sin par, lograra recomponer el maltrecho cuerpo del esposo asesinado. Incapaz de recuperar su falo, sin embargo se las arreglará para revivir al dios y concebir de Osiris un hijo, Horus, arquetipo del heredero (heredero al trono y a la soberanía universal), y monarca de Egipto. No en vano ella es, como dijimos, la experta por excelencia en magia y encantamientos. Hay otras menciones al sexo en el mito osiriano, pero sin duda una de las sorprendentes (y escandalosas según las perspectivas de algún que otro egiptólogo de raíces decimonónicas) es el episodio homosexual que protagonizan Horus y Set. Se trata de una escena o episodio que recoge un cuento de tono desenfadado cuyos héroes son los dioses, conservado en el Papiro Chester Beatty nº 1. En un determinado momento Set y Horus –que figuran como hermanos- tienen un encuentro sexual relatado con todo lujo de detalles, y de resultas del cual, tras un serie de peripecias de un tono escabroso elevado, Set quedará embarazado. De una manera que recuerda poderosamente el mito griego del nacimiento de Atenea, Set alumbrará un disco dorado por su frente. Este disco, con la forma de la luna, el astro que compaña al sol en el cielo, quedará bajo la protección de Thot.

 

No son estos los únicos dioses que tienen que ver con el sexo, la fecundidad y la reproducción. Merece la pena que citemos, entre otras diosas protectoras de la genitalidad femenina, a Tueris (literalmente “La Grande”), diosa con forma de hipopótamo hembra preñada, o a Meshkenet, encarnación al mismo tiempo del útero y de los “ladrillos de nacimiento”, que usaban las egipcias para ayudarse en el parto. El deforme y grotesco Bes, enano patizambo que saca la lengua y porta un falo enorme, era sin duda uno de los dioses en quien más confiaban los egipcios (especialmente las mujeres), sobre todo cuando debían afrontar los problemas del embarazo y del parto. Y, regresando a lo que podemos llamar dioses mayores, no podemos dejar de citar a Hathor, otra deidad de múltiples facetas y poderes. Diosa que tiene que ver con lo funerario, y con el destino del difunto bienaventurado, es también la encarnación de la mujer apasionada y bella, es capaz tanto de seducir a un pobre boyero (como acontece en “La Historia del Pastor”) como de alegrar a su padre Re en un momento de tristeza mostrándole los encantos de su cuerpo desnudo (cf. Papiro Chester Beatty nº 1). Y entre los dioses itifálicos, destaca Min, uno de los más antiguos dioses atestiguados en la religión egipcia, un dios especialmente relacionado también con la fecundidad de los campos, del cereal, el toro fecundador, el macho siempre activo y dispuesto a sembrar la vida… De ahí la iconografía de este dios, siempre agarrado a su miembro erecto, y asociado por ejemplo con la lechuga, planta a la que los egipcios daban poderosas cualidades afrodisíacas.

 

AMOR Y SEXO EN LA TIERRA: EL CASO DEL FARAÓN Y LA FAMILIA REAL

 

Es bien conocido el papel central que desempeña el faraón no solo en la administración y el estado egipcios, sino también en las concepciones religiosas, y como referente y modelo de los valores sociales. El soberano egipcio, divinizado en su relación con Horus y (una vez muerto) como Osiris, necesariamente ha de estar acompañado de una esposa, la reina. Según la concepción egipcia, es ella la que puede en realidad transmitir la realeza, dando a luz un heredero legítimo que es a un tiempo hijo del faraón precedente pero sobre todo hijo de Re (o de Amón-Re). Y se insiste mucho en la realidad carnal de esta filiación, al margen de interpretaciones simbólicas o religiosas: el heredero al trono se proclamará “hijo de Re, de su cuerpo”, y habrá sido engendrado por el rey de los dioses en el vientre de la reina con el destino asignado de ser soberano de Egipto “desde el huevo”. Así se explican historias como la que se incluye en la colección de Cuentos del Papiro Westcar. Aquí se relata detalladamente como los tres primeros faraones de la dinastía Vª fueron fruto de los amores de Re y de la esposa de un sacerdote del culto solar. Ya en un plano más oficial -y de propaganda- hay algunos faraones, como Hatshepsut o Amenhotep III, que encargan decorar las paredes de sus templos con la historia su origen y filiación divina; y se relata expresamente, en texto e imagen, cómo el propio Amon-Re, bajo el aspecto del faraón, penetró en la alcoba de la reina-madre para engendrar al futuro rey. Era una forma inequívoca de insistir en la divinidad esencial del fruto de esa unión.

Al margen de estas historias míticas, el faraón muestra frecuentemente su faceta humana en su trato y relación con la reina y las mujeres de su harén. Por ejemplo, a Snefru parecía excitarle especialmente contemplar a sus mujeres vestidas con una simple malla, remando en la barca real en el lago de palacio (cf. en los Cuentos del papiro Westcar). Ramsés III es representado jugando al senet (una especia de ajedrez o juego de damero) con las damitas del gineceo real. Y conocemos hermosas historia de amor entre el rey y su reina, como por ejemplo la de Amenhotep III, que colmó a la reina Tyi de favores y regalos, entre otros una lujosa barca o un lago de recreo. O la del hijo de ambos, el famoso Akhenaton, que se representa unido a la bella Nefertiti en actitudes inequívocamente expresivas de afecto y pasión. Aquí también debemos incluir las atenciones del todopoderoso Ramsés II hacia la reina Nefertary, a quién, pese a tener docenas de esposas, ofreció toda clase de atenciones o deferencias, como una de las tumbas más perfectas y hermosas que ha quedado del antiguo Egipto, o el segundo templo de Abu Simbel, que aunque más pequeño, no le va a la zaga en calidad artística y perfección formal respecto al del gran rey.

 

AMOR Y SEXO EN LA TIERRA: AMOR Y SEXO EN LA FORMACIÓN DE LA PAREJA

 

Para los egipcios, tener hijos no era una cuestión de opciones, era una necesidad vital, la garantía de pervivencia, el seguro de una vejez siempre incierta, y, quizás por encima de todo, la forma de asegurarte un heredero que se encargue de rendirte los honores fúnebres y el mantenimiento de su culto funerario, imprescindible para la felicidad eterna. Por lo tanto, la finalidad fundamental del sexo, del encuentro de hombre y mujer, del establecimiento de una pareja y la formalización del matrimonio, era esencialmente tener hijos. Por supuesto que se conocen formulas anticonceptivas, y que se practicaba la interrupción voluntaria del embarazo, o incluso el abandono de neonatos, pero mucha más documentación hay relacionada con la preocupación de le fecundidad de la mujer (casada), de asegurar un embarazo feliz y un nacimiento venturoso de los hijos. Es curioso que el primer test de embarazo atestiguado en la historia de la humanidad se recoge en un papiro médico egipcio: hay que sembrar dos tiestos con cereal, uno con cebada y otro con avena; luego hay que hacer que se rieguen con la orina de una mujer. Si no germina ninguno de los dos, no hay embarazo; si germinan, es que la mujer está encinta (incluso según el cereal que mas crezca se definirá si el hijo venidero será varón o hembra). Dicho sea de paso, se trata de un test basado en la orina de la mujer (como se hace en la actualidad), test que se ha reproducido recientemente y que, curiosamente, ha funcionado (menos en la premonición del sexo, obviamente…).

 

Parece que los jóvenes egipcios tienen una relativa libertad previa al matrimonio. Se les ve juntos, tienen ocasiones de conocerse y de buscarse. No parece que haya un hábito sancionado por la tradición de buscar esposo o esposa al margen de la voluntad de los interesados. De hecho, en Egipto el matrimonio no tiene en principio ninguna formalidad o tramite institucional, ni por supuesto es necesario pasar por sanción religiosa alguna. Se trata de algo que emana de la pura voluntad de los jóvenes, que viviendo juntos en una misma casa y formando así un hogar proclaman a la sociedad su condición de pareja formal, de matrimonio. Con unos hábitos así, no serían raros los encuentros prematrimoniales y una cierta tolerancia en cuanto al sexo. No obstante, esto hay que entenderlo bien, una vez formalizado el matrimonio, la fidelidad entre los cónyuges era una exigencia innegociable, entre otras cosas porque no se puede jugar con la legitimidad de los hijos que vengan.

 

Hay un par de cuestiones que conviene dejar claras. Por un lado, que los matrimonios en Egipto eran normalmente exogámicos, y que el tópico del matrimonio entre hermanos no soporta la crítica ni el cotejo con las fuentes de que disponemos (dejando de lado el especial -y nada extrapolable- caso de los soberanos). Por otra parte, tampoco era frecuente, de nuevo con la excepción de la familia real, el caso de un hombre con varias esposas. Cuando encontramos en una tumba al difunto acompañado de dos o tres esposas -en los casos en los que se ha podido indagar- se trata de matrimonios sucesivos, como consecuencia a menudo de la muerte de una esposa anterior. El divorcio, por supuesto, existe, y también se formalizaba con extrema facilidad, normalmente por el repudio de uno de los dos cónyuges, y aquí la mujer parece que disfrutaba de unas capacidades o derechos similares a los de los hombres. Pero no estaba bien que, sobre todo a partir de una cierta edad o disfrutando de una situación social consolidada, el hombre (y la mujer también) permanecieran solteros.

 

LOS LÍMITES TRASPASADOS: VICIOS Y PASIONES

 

Como hemos dicho antes, entender el sexo como algo natural, y tener una cierta flexibilidad o tolerancia hacia su práctica en un determinado contexto social o incluso religioso, no quiere decir no hubiera unos límites. Como hemos dicho antes, la infidelidad, al menos la femenina, era inaceptable, quizás por aquello de la legitimidad del hijo y heredero. Es más, se castigaba duramente. El marido engañado podía repudiar a la esposa o incluso, si atendemos a los escenarios de determinados cuentos o relatos, matarla y condenarla eternamente. Al hilo de una actitud misógina que se detecta fácilmente en los textos egipcios, se advierte del peligro de las mujeres casadas en busca de una aventura, o de la extranjera, la mujer de la que no sabes nada, un peligro temible.

 

La homosexualidad es por supuesto reconocida, al menos la masculina, y ha dejado interesantes huellas en las fuentes. No se considera una falta o pecado, pero si algo socialmente inconveniente, ya que conduce a una relación sexual estéril que no conlleva a la procreación. Es particularmente criticada en el caso de personas con alta posición social y responsabilidad de gobierno, como el faraón. Pero hay interesantes casos que parecen suponer la aceptación popular, como la célebre tumba llamada de Los Dos Hermanos en Sakkarah, en realidad de una pareja de amantes. En cambio, no hay datos sobre la homosexualidad femenina, la gran desconocida y marginada en los estudios sobre sexo en la Antigüedad (hasta Safo por lo menos). Sin embargo, hay algunas representaciones artísticas en las que, como si de una cámara instantánea se tratara, se han captado determinados gestos o acercamientos entre dos o más mujeres que quizás estén haciendo alusión a algo más que camaradería o una simple amistad…

 

Y siempre quedaba la prostitución. Se trata en una cuestión que, para la historia de los pueblos del Antiguo Oriente, tampoco está exenta de determinados tópicos, como la insistencia en la prostitución sagrada, o de rituales religiosos que conllevaban necesariamente la práctica del sexo, la licencia y el desorden momentáneo de las costumbres, como pasa en la ceremonia sumeria del Matrimonio Sagrado o en el festival babilónico del Año Nuevo. En Egipto no hay, aparentemente, nada de esto, pero fuera del marco religioso o ritual por supuesto que se conocen bien las casas de prostitutas (significativamente llamadas “casas de la cerveza”) y la existencia de mujeres profesionales del sexo. Intuimos la profesión de algunas figuras femeninas representadas como bailarinas o músicas en los banquetes, más explícitamente aun si ostentan algún tipo de tatuaje alusivo (por ejemplo, una figura de Bes). Se trataría, en todo caso, de mujeres que se sitúan al borde de la marginalidad, salvo las más ricas y poderosas de las cortesanas. Y por supuesto pueden llegar a perder al hombre, un tema que aparece en algunas obras literarias, como el Cuento del Setne Khanwaset. Hay un documento excepcional y francamente obsceno, el llamado Papiro Erótico de Turín, que seguramente recoge escenas de burdel. En ellas se representan sucesivas formas de coito, posiblemente protagonizados por una misma pareja. Es curioso que la figura femenina, la cortesana, representada estilizada y de acuerdo con el modelo standard de belleza, aparece de forma recurrente tomando la iniciativa frente a un cliente pintado con rasgos grotescos (y un falo descomunal) que parece que apenas puede seguir el ritmo de la mujer…

En conclusión, este breve repaso por la documentación faraónica nos ha mostrado una rica y variada imagen del amor y el sexo entre los egipcios: el sexo como resolución de pasiones y necesidades irrefrenables, la pareja como marco del amor y de la reproducción, la manifestación de estos elementos en todos los estratos de la sociedad, empezando por el faraón y la familia real, y dejando su reflejo, con todo lujo de detalles en ocasiones, en el mundo de los dioses… Hay muchos elementos que no pueden perderse de vista para obtener una imagen adecuada y real de la sociedad egipcia, sus hábitos, y sus valores. Y la relación entre hombre y mujer, el sexo en todas sus manifestaciones, es sin duda una de ellas, que se integra perfectamente en todos los demás aspectos de la civilización faraónica.

 

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