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Viernes, 27 de diciembre de 2024
Jornadas sobre la antiguedad
ROMA: LA INVENCIÓN DEL ESTADO
Virgilio y la Eneida

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Para nosotros la leyenda de Eneas está definitivamente ligada a una epopeya más duradera que el bronce, un poema cuya huella en la tradición literaria europea ha dejado en sombra todo lo anterior. Del mismo modo que Edipo es el inolvidable héroe trágico del Edipo rey de Sófocles, Eneas es -desde la aparición del gran texto virgiliano- el protagonista de la Eneida de Virgilio. Y es desde ese texto clásico como debemos rememorar su figura de héroe piadoso y político. La genial reelaboración de la materia mítica en esa epopeya, que es el mejor ejemplo de una épica culta y no popular, una obra refinada y construida de encargo, muestra bien cómo un mito puede cobrar una nueva dimensión en la literatura.

La Eneida cobra sus perfiles más definidos al ser situada en su contexto histórico. No sólo porque, como en otros poemas épicos latinos, contenga referencias ocasionales a un pasado histórico próximo, sino porque Virgilio ha adaptado el mito a un presente moldeado por la política de Augusto. Su poema proyecta la intenciones imperiales de éste sobre un escenario mítico, para dar a la empresa imperial un halo fatídico. Intenta justificar el destino de Roma como cumplimiento de un plan divino que comienza con la actuación de Eneas, el piadoso héroe fundador y cumplidor del Fatum, y que culmina bajo la égida de Augusto. El poema lo comenzó Virgilio el año 29 a.C. - cuando se proclamaba el triunfo de Octavio y se acepta como príncipe de Roma al vencedor de Accio, al tiempo que este restaurador manifiesta su celo conservador y religioso y hace consagrar el gran templo de Apolo en el Palatino. El fundador del nuevo orden, que toma el título de Augusto, de reso-nancias religiosas fuertes, instó entonces a su poeta predilecto a consagrar a la mítica fundación de Roma un poema épico, que celebrara la fundación de la ciudad por designio divino.

Desviando la atención del mito de Rómulo y Remo (que no convenía evocar, ya que el asesinato de un hermano por el otro podía suscitar el recuerdo de la guerra fratricida reciente en la que Octavio había acabado sangrientamente con su cuñado y camarada Marco Antonio), Augusto había elegido como un héroe emblemático y providencial a Eneas, el fundador de la familia Julia, con la que entroncaba su propio linaje. La epopeya de Virgilio no arraiga en un mito romano o itálico arcaico, como otros poemas del género, ni presupone una tradición oral popular. Surge intencionadamente como un relato docto, con una estructura formal muy cuidada y sobre la estela de los poemas de Homero. De sus doce Cantos, los seis primeros forman una réplica de la Odisea -con la huida de Troya, arrasada por los aqueos y las aventuras del errante príncipe exiliado hasta su arribada al Lacio-, mientras que los seis últimos -batallas y asedios en Italia hasta el duelo final en que Eneas da muerte a Turno- son un correlato latino de la Ilíada. Las reminiscencias homéricas son ecos buscados por el poeta, que no quiere rivalizar con el patriarca Homero, sino caminar a su sombra por la senda prestigiosa de sus hexámetros. En los cantos II y III cuenta Eneas en la corte de Dido en Cartago sus aventuras, tal y como lo había hecho Ulises en la corte de Feacia (en Odisea, cantos IX-XII). En el canto VI Eneas desciende -con la rama dorada y aconsejado por la sibila de Cumas- al mundo de los muertos, como hiciera Ulises en el canto XI de la Odisea. La imitación y el reflejo del poema homérico sirve también para destacar en sus contrastes lo que Virgilio quiere resaltar como propio de su héroe.

Ese doble rostro de la Eneida, su atención a los modelos homéricos como paradigmas del realto, y su concepción profética y simbólica de la trama mítica, se advierte sobre todo en esa visita de Eneas al Hades. Es un tema tradicional que Virgilio ha colocado en el centro del poema. Pero mientras que Ulises va al Hades a consultar a Tiresias sobre el camino de regreso a Itaca, aprovechando la breve estancia para charlar con sus antiguos compañeros en ese sombrío y nostálgico ámbito, Eneas tiene un propósito mucho más trascendente y más "nacional".

Todo el episodio está muy bien escenificado. La entrada de Eneas en ese mundo de ultratumba es mucho más solemne que la travesía de Ulises. El paisaje que rodea la entrada a la caverna de la sibila de Cumas es impresionante y lúgubre. Penetra Eneas con el ramo dorado en la mano como un áureo salvoconducto, como los iniciados en los misterios órficos con sus áureas laminillas fúnebres. En ese fantasmagórico ámbito se va a encontrar no sólo con figuras de su propio pasado -los héroes troyanos y la amante Dido, ahora desdeñosa- sino también, cuando avanza con su padre por los campos Elíseos, con las grandes figuras de la historia de la futura Roma, hasta Augusto. La visita al mundo de los muertos abarca no sólo el pasado, sino atisbos futuros del glorioso destino de Roma, en un cuadro profético. Eneas se siente comprometido en ese plan nacional que dará al pueblo romano y sus jefes el dominio del mundo. Así sabe que su destino personal se trasciende en esa misión de caudillaje de todo un pueblo y sale como transfigurado de la visita al Hades. Algo que no tiene precedente ni paralelo en la Odisea. Ahora el héroe ve claro su destino, y acata piadosamente ese destino como un deber. El héroe "piadoso", pius Aeneas, asume, con una lúcida sumisión, su papel, con un amor fati estoico y ejemplar. Encarar la construcción de Imperio como una necesidad histórica, en el que los caudillos sucesivos se vieran como instrumentos de la voluntad divina, era lo que Augusto quería. Eneas era un instrumento divino, como él mismo, héroe piadoso, pius, en cuanto cumplía con su deber familiar, dux fatalis en cuanto encarnaba la decisión de la divinidad.

Esa concepción del héroe determina el desenlace del episodio amoroso más famoso de la Eneida: el encuentro con la reina de Cartago, la apasionada Dido. La figura de Dido, que pudo acaso tomar Virgilio de algún escritor anterior (Timeo, Nevio o Varrón), es la de la bella princesa que acoge al héroe peregrino con amor. Cuenta con precedentes homéricos, como Circe y Calipso. Y míticos, como Ariadna o Medea. Dido es una reina seductora, una tentación erótica a la que el héroe debe hacer frente. Desde el punto de vista de la tradición literaria la figura más cercana es la de Medea, tal como la pinta el helenístico Apolonio Rodio en el libro III de sus Argonáuticas Virgilio conocía bien a este poeta y Dido guarda algunos reflejos de la enamoradiza Medea, pero Dido podía evocar también a los contemporáneos la silueta de la peligrosa Cleopatra, que desvió a Marco Antonio. El talante de Eneas como elegido para una misión política trascendente le lleva a abandonar a Dido sin muchos remordimientos. (también Teseo abandonó a Ariadna de modo furtivo). Dido se suicida mientras Eneas navega rumbo a Italia. Y es su maldición la causa mítica de la secular enemistad de Roma y de Cartago (que se saldará con la destrucción de esta ciudad). Es justamente su sentido de la piedad lo que hace a Eneas tan despiadado con el amor de la bella cartaginesa.

El protagonista de la Eneida da un ejemplo moral. Es piadoso y justo, como no lo fueron Aquiles ni Ulises. "No hubo otro más justo que él por su piedad ni más grande por sus hazañas guerreras" escribe Virgilio (I, 544).

Ese aspecto moral del héroe sirve bien a la propaganda augústea. Piedad familiar evidente es la de quien salió de Troya con su mujer, su padre y su hijo. Por el camino sufrió la pérdida de los dos primeros. (La pérdida de su mujer es muy oportuna para el matrimonio posterior de Eneas con Lavinia, que le asegura el trono del Lacio). Su padre, ya muerto, le acompaña en la visita a los campos Elíseos, y es sinto-mática esa piedad filial. Recordemos cómo es normal que la figura del padre del héroe se quede ensombrecida en los mitos (Como Peleo, padre de Aquiles, o Laertes, padre de Ulises, por ejemplo. Ya O. Rank lo explicó bien en El nacimiento del héroe). En cambio las madres divinas, como Tetis o Afrodita, suelen acudir en auxilio de sus hijos en momentos de apuro. Ulises encuentra en el Hades a su vieja y afec-tuosa madre (que no era diosa, desde luego). Eneas reencuentra a su padre, y Anquises le sirve de guía en el paseo del Más Allá.

La continuidad familiar de la gens Julia vinculaba a Julio César y a su heredero Augusto con Eneas, a través de su hijo Julo; y, a través de Eneas llegaba a la misma diosa Venus Afrodita. En el templo romano de Marte Vengador, erigido en memoria del asesinado Julio César, estaban representados todos los antepasados de la familia imperial, destacando a Eneas. Su imagen desfilaría entre las de los ante-pasados ilustres de la familia en el apoteósico cortejo fúnebre del Emperador Augusto años más tarde. Gracias a Virgilio el mito de Eneas se configuró como un gran mito político sin perder su atractivo poético. Pero no deja de ser una paradoja que un poeta tan delicado, lírico, sensible y melancólico contribuyera con esta epopeya a la propaganda nacional y a la próxima deificación del taimado y maquiavélico Augusto.

¿Por qué quiso Virgilio, en sus últimos días, quemar el manuscrito de su Eneida, en cuya composición llevaba trabajando más de diez años? La explicación más habitual, aunque no la más verosímil, dice que estaba insatisfecho de su realización y prefería aniquilar el texto que dejarlo con algunas pequeñas imperfecciones. Pero es raro que sólo por eso quisiera destruir la obra ya construida para pervivir aere perennius. Pensemos en otras hipótesis. Imaginemos que Virgilio -en esa noche que H. Broch novelará con espléndido y trágico lirismo en La muerte de Virgilio (1946)- comprendió que la literatura, para la que había vivido, no justificaba una vida y que la gloria post mortem no valía la pena. Y que el sacrificio de su laborioso poema, en los umbrales del misterio que iba a traspasar, podía ser una valiente muestra de magnanimidad.

No es probable que Virgilio, de suave talante y ánimo epicúreo, se sintiera atormentado por temores religiosos y tratara de borrar su obra por escrúpulos místicos, como hizo N. Gogol cuando quemó el manuscrito de la segunda parte de Las almas muertas. Pero tal vez pensó que la sumisión al plan de Augusto había sido excesiva. Quizás en la soledad de su lecho de agonía pensó que la sumisión de Eneas a un destino imperial, con la renuncia a un amor libre y a una ventura personal, todos esos trazos morales que perfilaban su trayectoria ejemplar no debían ser predicados. Acaso pensaría entonces que Eneas no debió de renunciar a su amor con Dido y que el programa heroico envolvía una falsificación. Tal vez quiso negarse a seguir el juego a la propaganda oficial en esos últimos momentos.

Así que tal vez entonces trató de destruir su manuscrito. Pero fue tarde. Sus amigos rehusaron cumplir sus deseos. El taimado Augusto velaba por la conser-vación del poema, y en difundirlo para exaltación de Roma y de sí mismo.

El caso es que nunca sabremos cuántas dudas y recelos asaltaron a Virgilio en sus últimos momentos. Sabemos que fue tímido, celoso de su intimidad, ambiguo en sus pasiones, de salud delicada y humor melancólico. Su sensibilidad y su sentido musical del verso le predisponían a ser un gran lírico. Su temperamento le alejaba de los ejercicios de las armas y de la política activa. Es extraño que este gran poeta, tan sensitivo, tan refinado en sus lecturas y sus palabras, tan delicado en la composición de sus versos, acabara celebrado como un poeta épico, por un largo relato de heroicos furores y de propaganda imperial, como un émulo romano de Homero.

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