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Casandra o la «contra-identidad» ateniense.
Un mito político del siglo V a.C.

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Casandra o la «contra-identidad» ateniense.
Un mito político del siglo V a.C.

Ana Iriarte Goñi UPV/EHU)

 

Resumen: En la Atenas al tiempo exultante tras la victoria en las Guerras Médicas y todavía amenazada por el peligro persa, el poeta y soldado Esquilo da voz, durante el breve tiempo de una escena de 160 versos, al enigmático personaje de Casandra: princesa oriental cuya biografía —exótica sólo en apariencia—, conmoverá a la ciudadanía aglomerada en el Teatro de Dioniso.

En este señalado aniversario de las, ya doblemente clásicas, Jornadas dedicadas a ANTIQUA, quiero expresar mi agradecimiento sincero a Javier Mina, fiel anfitrión en este templete que es el Koldo Mitxelena, centro cultural al que tan a menudo nos acogemos. Echo de menos no haber asistido a las charlas previas a esta mía, consagradas a la temática "Ser Ciudadano", en las que, seguramente, ya se ha citado el siguiente texto de Aristóteles, ineludible a la hora de abordar el tema de la identidad cívica en la antigua Grecia:

El ciudadano que lo es absolutamente (τὸ πολίτης ἁπλῶς) por ningún otro rasgo se define mejor que por el hecho de participar en el ejercicio de la justicia y de las magistraturas (μετἐχειν κρίσεως καὶ ἀρχῆς).

Aristὀteles, Política, III, 4 (1275a, 20)

El primer movimiento del orden institucional estructurado en la Política de Aristóteles, consiste en determinar quién es ciudadano «absoluta o plenamente» (ἁπλῶς). Y el filósofo concluye afirmando: «por ningún otro rasgo se define mejor que por el hecho de participar (μετἐχειν) en el ejercicio de la justicia y de la autoridad o magistraturas (κρίσεως καὶ ἀρχῆς)».

Recordaremos aquí que, con el filósofo, nos trasladamos al escenario griego de una «Democracia Directa» en el que no hay ni jueces ni políticos profesionales, siendo los ciudadanos quienes ejercen rotativamente estas funciones.

Dicho esto, lo que me propongo subrayar es el detalle de que esta célebre definición de Aristóteles, emerge como conclusión de un listado de contra-definiciones o, si se prefiere, de exclusiones. Así, hacia el 330 a.C., el orden aristotélico establece que «no se es ciudadano en función del lugar en el que se reside» (pues metecos y esclavos comparten residencia con los ciudadanos), que «tampoco son necesariamente ciudadanos quienes disfrutan de los derechos jurídicos» (pues hay extranjeros domiciliados que pueden beneficiarse de los mismos). En cuanto a los niños que no han alcanzado la edad de ser alistados (se sobreentiende en los registros de demos y fratrías en los que se inscribe a los efebos y guerreros mayores de edad) y a los ancianos que ya se han jubilado (o sea, que ya no forman parte del ejército ni intervienen activamente en el gobierno de la ciudad) «puede decirse que son de algún modo ciudadanos, pero no de forma absoluta (oὐχ ἁπλῶς)». En otras palabras, para Aristóteles, ateniense sería, ante todo, un no-esclavo, no-meteco, no-niño, no-anciano. Es claro que la idea de una posible «ciudadanía femenina» no se contempla ni siquiera en forma de negación.

Pues bien, adoptando como telón de fondo el fértil rodeo por la negatividad que conduce a Aristóteles a plasmar el concepto de «ciudadanía plena», me gustaría que nos centráramos por un rato en la figura de «otredad plena» que, con respecto al citado modelo, encarna Casandra, la mujer, esclava, extranjera y adivina que Esquilo había presentado a los atenienses en su tragedia Agamenón, estrenada en el 458 a.C. (unos 130 años antes de que Aristóteles finalizara su Política).

Queda pues entendido que, lejos de ser un personaje histórico Casandra es una figura mítica ancestral, rediseñada por el poeta-soldado que fue Esquilo, en las décadas posteriores a las Guerras Médicas. Es decir, en un momento en el que, ufanos por su victoria frente Imperio Persa pero temerosos aún de posibles contra-ataques los griegos (en particular, los atenienses) despliegan una reflexión sobre su propia identidad, que, en muchos aspectos, ha sobrevivido hasta nuestros días. Sintetizando peligrosamente, podría decirse que el panorama cívico estaba presidido por la siguiente cuestión: «Puesto que hemos logrado resistir a tan poderoso enemigo ¿quiénes somos nosotros, los griegos?».

Pues bien, el Agamenón de Esquilo es una de las obras de la época que mejor plasma esta preocupación, ambientándola en un escenario tan ancestral como propicio: el retorno del Jefe de las huestes griegas que acaban de saquear la ciudad oriental de Troya.

Ante el palacio de los Atridas que se dibuja en el escenario teatral, la reina Clitemnestra da la bienvenida a su esposo invitándole a que descienda de su majestuoso carro para poder agasajarle convenientemente. De esta protocolaria acogida, sólo retendré el momento final, las palabras con las que Agamenón desplaza la atención de los espectadores hacia un segundo carro: el que ha trasladado hasta Grecia el botín conseguido en la campaña bélica en Oriente y en el que destaca, erguida y silenciosa, la princesa Casandra.

Justo antes de entrar en palacio, Agamenón le pide a su esposa Clitemnestra que acoja con benevolencia a la extranjera que lo acompaña, «porque nadie lleva de buena gana el yugo de la esclavitud»

Ella, como flor escogida de entre muchas riquezas —prosigue el Rey—, un presente que me ha hecho el ejército, ha venido conmigo (955-956).

Agamenón trata de integrar en su universo a la oriental Casandra dotándola de una identidad relativamente prestigiosa que la esposa oficial va a recortar inmediatamente. Dirigiéndose a Casandra desde abajo (puesto que ésta se encuentra sobre el carro), Clitemnestra trata de «mirarla por encima del hombro» en los siguientes términos:

Entra tú también. ¿No me oyes, Casandra? […] baja de ese carro y no te sobre-estimes (μηδ` ὑπερφρόνει). Cuentan que el propio Heracles fue vendido en cierta ocasión y tuvo que resignarse a vivir del pan de la esclavitud.

Tras las palabras de acogida de Clitemnestra, la identidad ya subyugada de Casandra se degrada todavía más: de prestigioso obsequio ofrecido a Agamenón por su ejército, la princesa desciende un peldaño en su condición de sometida al ser asimilada a una esclava vulgar, un bien mueble susceptible de ser objeto de compra-venta.

Evidentemente, al catalogar a la princesa como simple esclava, Clitemnestra está reforzando su propia identidad de Soberana. Identidad que consolidará pocos minutos más tarde, asesinando a su esposo en el baño de bienvenida para monopolizar el poder.

Clitemnestra y Casandra, dos mujeres (dos hombres en el escenario, de hecho, puesto que en Grecia no había actrices) dos figuras, en fin, que emergen como «enemigas complementarias» desde el preciso instante de su primer encuentro, pues (como bien saben los espectadores del Teatro de Dioniso) al aconsejar a Casandra que «no se sobre-estime» la que se está sobre-estimando es la propia Reina, destinada a perecer miserablemente a manos de su hijo, Orestes.

Pero retengamos, sobre todo, que (en la pieza de Esquilo) la autoafirmación de la desafiante reina griega, es la que da pie a los, aproximadamente, 260 versos que componen la célebre «Escena de Casandra». Encendida, y también incendiaria, Casandra se dispone a narrar su biografía en unos términos que, como veremos, derivarán en pura exaltación patriótica, pero que empiezan evocando a la figura masculina que determinó su particular destino. A saber, Apolo, el profeta que la hizo profetisa dotándola, por ello mismo, de un rasgo sobrehumano o, si se prefiere, aislándola de la comunidad de los mortales.

Casandra rompe el tenso silencio escénico con una queja desgarrada: «Otototoì, otototoì» (se quejan los griegos, en lugar de decir ¡Ay, ay!) antes de exclamar el nombre de Apolo como una acusación en sí, pues lo invoca con un juego de palabras que relaciona directamente el nombre del dios con el verbo ἀπολλύω, «aniquilar, hacer perecer, arruinar»

¡Apolo, Apolo! ¡Divinidad de los caminos, mi destructor, pues me has destruido sin piedad por segunda vez! (1080-1081).
[…]
¡Apolo, Apolo! ¡Divinidad de los caminos, mi destructor,
¿Adónde me has traído? ¿A qué clase de casa? (1080-1085).

En ese momento, Casandra se erige en el personaje protagonista que va a dialogar con el coro de ancianos ciudadanos, atentos a sus palabras:

Parece que va a vaticinar sobre sus propias desgracias —comentan éstos—. La inspiración divina permanece en su mente, aun siendo esclava.

El coro de ancianos también recibe a Casandra como «esclava», pero evocando sin tardanza su condición de adivina, o sea, el rasgo que la diferencia de las muchas orientales deportadas o «conducidas» a la floreciente Grecia de la época. La recientemente fallecida, Doris Lessing (pensadora sutil al tiempo que feroz —¿o pensadora sutil y, por tanto, feroz?— retransmite el remoto pasado de la princesa en los siguientes términos:

La leyenda dice que Apolo, en un momento de solaz, volvió la mirada hacia aquellos pequeños seres terrenales que perseguían afanosamente sus destinos, como es nuestro deber. Al ver a Casandra, joven y deliciosa, le dijo: "Y bien, ¡qué tal uno rápido? No vas a perder nada. Es más, te daré el poder de la profecía". "No me importa tenerlo", repuso ella, pero una vez supo que podía predecir el futuro no hizo honor a su palabra. Apolo se enfadó. Y además era vengativo, una cualidad admirada por aquel entonces. "Al menos déjame besarte", le dijo, y ella accedió. Con ese beso le quitó la mitad de su regalo; podía profetizar, sí, pero nadie la creería .

Esta es la versión del mito de Casandra y Apolo que Doris Lessing (una Casandra contemporánea) utiliza en su libro El viento se llevará nuestras palabras. Un trabajo firmado en 1987, para evidenciar las desatendidas señales de alerta que anunciaban la destrucción de Afganistán.

Con la libertad que, frente al análisis filológico, procura la creación literaria, Doris Lessing apunta que la célebre profeta es un ser plenamente identificado con la guerra en los siguientes términos:

Con su cabellera ondeando al viento, Casandra, hija de Príamo, rey de Troya, advirtió a su padre de la desastrosa guerra que se avecinaba, pero nadie le hizo caso.

La dimensión bélica del pasado de Casandra
En lo que a la antigüedad se refiere, la información más precisa sobre la experiencia bélica constitutiva del personaje de Casandra la obtendremos de unas pocas fuentes iconográficas griegas (siglos VI y V) y de una nueva tragedia ática, las Troyanas de Eurípides (415 a.C.). Me refiero a la dimensión de "violada de guerra" que Esquilo obvia en su presentación teatral de la figura.

En el prólogo de esta pieza, el terrible escenario del día después del saqueo de Troya es descrito por Posidón, quien se despide de la ciudad en la que ya no recibirá más sacrificios, horrorizado por los gritos de las únicas supervivientes: las cautivas que están siendo sorteadas entre los griegos.

Pero, entre los múltiples crímenes atribuidos a quienes, tras diez años de lucha, no supieron vencer con elegancia, destaca, además, una violación perpetrada, precisamente, en el templo de la protectora de la virginidad: la propia Atenea, aliada de los griegos en el campo de batalla, se une a la queja de su rival Posidón denunciando el ultraje que ella y el sagrado espacio de su templo han sufrido “cuando el griego Áyax atrajo hacia sí/arrastró (élko) a Casandra” —recordemos, ante esta forma de expresión que los griegos sólo nombran la violación mediante eufemismos como el que representa los verbos élkein o harpadzein, (raptar, conducir...).

Y los aqueos no le han castigado —continúa la diosa—, ni siquiera se lo han reprochado. Por eso, he decido que el retorno de los griegos sea amargo.

La violación de Casandra viene a situarse en el origen del infernal retorno que tuvieron los griegos, en especial Ulises, el artífice de la toma de Troya. Pues la hija predilecta de Zeus contó con la complicidad de éste y de su tío Posidón para que lluvia, truenos, oleaje y remolinos vapulearan las naves de los perversos ganadores. Así de relevante es para Eurípides, el primero de los crímenes cometidos por los griegos contra la sabia princesa Casandra.

Como ya he precisado, Esquilo elude aludir a este episodio de la mítica biografía que nos ocupa, pero la tradición iconográfica nos demuestra que dicho episodio era popularmente conocido desde el siglo VI a.C., un siglo antes de que, en versiones diferentes, los poetas trágicos convirtieran a Casandra en el paradigma de crueldad bélica y post-bélica que conocemos.

En esta ocasión vamos a recordar la más expresiva de las vasijas griegas que retratan el acto pervertido de Áyax mediante la desnudez de la profeta. Un objetivo que nos lleva a recordar la norma básica del arte griego de épocas arcaica y clásica, a saber, que en dicho arte la yuxtaposición vestido/desnudo funciona como un discriminador de primera línea en la particular construcción helena de las identidades femenina y masculina. En efecto, la imaginería griega (de forma exactamente opuesta a la nuestra) tiende a cubrir el cuerpo femenino, ya sea como muestra de pudor, en el caso de las mujeres honestas, ya sea para realzar la belleza, ocultándola al menos parcialmente, en el caso de las servidoras de Afrodita e incluso en el de la propia diosa, que no aparece totalmente desnuda hasta bien entrado el siglo IV a.C. Por el contrario, el desnudo masculino, signo de autodisciplina, era habitual en las representaciones artísticas de atletas y efebos, así como de ciudadanos .

La vasija a la que nos referimos es la bella hidria, o cántaro, del pintor de Cleofrades, fechada por los especialistas en el 480 a.C., en la que se reproducen varios episodios del saqueo de Troya. Entre ellos, la escena de la violación de la profeta de Apolo. Ésta ha caído, sobre su rodilla derecha, a los pies de Atenea. Con la mano derecha le suplica al guerrero Ájax, quien la toma por la melena amenazándole con la espada, la cual se sitúa oblicuamente a la altura del sexo de Áyax, como queriendo subrayar el acto al tiempo sexual e hiriente que el héroe va a llevar a cabo, como sugiriendo una equivalencia entre la violación de una mujer y la muerte de un guerrero en el campo de batalla.

Pero la imagen de mujer-violada parece señalar algo más que esta equivalencia. Con el brazo izquierdo, Casandra rodea la estatua de la diosa y ésta le protege con su escudo como en el primer grupo de imágenes, aunque sin llegar a esconder el rostro de la joven. Un himation anudado al cuello cae en cascada sobre la espalda de la profetisa. Es decir, en esta imagen, la vestimenta no se pliega al cuerpo de la mujer como una segunda piel, sino que enmarca una rotunda desnudez. Contrariamente a los desnudos de cortesanas, siempre de perfil, ocultando el sexo, el de Casandra se muestra frontalmente al espectador de la vasija.

Alejada de la imagen de la mujer víctima, esta Casandra puede compararse con los heroicos lapitas, guerreros tesalios que vencieron a los centauros y cuya musculatura al desnudo, enmarcada también por mantos que caen sobre los hombros, se exhibe en las metopas del Partenón. La desnudez frontal de Casandra evoca sin ambigüedad la de los guerreros griegos paradigmáticos. O, en términos de Edith Cohen: «La Casandra del pintor Cleófrades es la primera mujer heroica desnuda del arte griego» .

Así, la iconografía del s. V «indica» que el caso de una doncella violada en tiempo de guerra puede equipararse con el del guerrero coronado por la gloria que aporta la defensa (o el enriquecimiento) de la patria. ¿Podríamos percibir aquí una especie de Casandra FEMEN, una increpando «mi cuerpo desnudo es mi arma»? No nos negaríamos a sugerirlo, si no fuera por la espectacular rapidez con la que ha degenerado el movimiento mediático al que nos referimos, fugaz en la medida en que ha sido absorbido por el pensamiento convencional casi desde su propio nacimiento.

Muerte/inmortalidad de Casandra
Entre dos y cinco décadas después de que Cleófrades plasmara esta imagen heroica de Casandra, el Agamenón de Esquilo y Las Troyanas de Eurípides (o sea, las fuentes literarias de las que habíamos partido para conocer la biografía de la profeta y entre las que hay claros efectos de intertextualidad), van a ser mucho más explícitas a la hora de subrayar la dimensión bélica de la «desnuda» Casandra, aportándonos nuevas claves de interpretación. Para descifrarlas, es preciso reconocer como elemento común y central en las dos piezas, la descarnada lucidez atribuida al personaje, la consciencia que lo habita de no poder escapar a su destino de mortal.

A mi modo de ver, el éxito discreto pero trans-temporal de Casandra se explica porque constituye una encarnación altamente emotiva de ese «rasgo esencial de lo humano» consistente en ser capaz de pre-ver la propia muerte, de «imaginarla». Comentario éste que me lleva a evocar una certera reflexión sobre esta capacidad como rasgo eminentemente humano de Víctor Gómez Pin, pensador muy querido en esta ciudad de Donostia, al menos en la época en la que estaba de moda pensar:

El ser de palabra imagina su muerte, y esa muerte, que precisamente por ser imaginada nada tiene que ver con lo absoluto de la misma (imaginar la muerte propia equivale a intentar ese imposible que sería ser testigo de la propia ausencia) .

El célebre medallón de la copa de Ferrara que representa, hacia el 430 a.C., la muerte de Casandra a manos de su rival Clitemnestra, podría acercarnos a esa visión de su propia muerte que la profeta sufre y proclama. En esta pieza percibimos un despliegue de detalles que marcan la compleja identidad de nuestra figura, sintetizando con precisión su biografía.

Medio arrodillada en el peldaño de un pequeño altar, Casandra aparece acercando su mano derecha a la barbilla de Clitemnestra con el gesto propio del suplicante, gesto que reproduce también elevando su mano izquierda hacia los dioses celestes pero sin extenderla por completo, como si dudara ya de la atención que éstos podrían prestarle. En el centro izquierdo de la copa, la esposa de Agamenón está a punto de degollar a la cautiva con un hacha de doble filo, es decir, con un arma exclusivamente varonil que distingue a los ejecutores directos del degollamiento en los ritos sacrificiales. Los brazos vigorosos de la reina ocultan por completo su rostro.

En segundo plano, localizamos un árbol, que los especialistas identifican como un laurel, cuyas hojas adornan también la cabeza de Casandra. La corona de laurel coincide con el trípode sagrado —que cae a la izquierda de la imagen como denunciando la extraña relación entre la agitada e individualizada biografía de Casandra y sus responsabilidades de pitonisa—, para señalar la función profética de la hija de Príamo. Y, a mi entender, la dimensión extática asociada a dicha función, podría también localizarse en el exaltado gesto de sus brazos de suplicante, así como en la enredada melena que luce la joven.

Por otra parte, el peplo primorosamente ribeteado que deja al descubierto su pecho, podría evocar su condición de cautiva privilegiada, de deseada concubina de Agamenón. Así pues, esta copa de Ferrara reproduce los rasgos esenciales de la Casandra de Esquilo, al tiempo profetisa y trofeo de guerra.

Además, cabe preguntarse si el árbol citado como laurel, podría ser un olivo que señalara la presencia de Atenea junto a un altar en el que la profeta de Apolo va a ser agredida. En este caso, la composición iconográfica que observamos evocaría el tercer episodio clave de la leyenda, el más apreciado, precisamente, por los iconógrafos, a saber, la violación sufrida por parte del griego Áyax en el templo de la protectora de la virginidad durante el saqueo de Troya. En todo caso, lo realmente digno de observar desde la perspectiva identitaria que hoy nos ocupa, es la cantidad de información de este tipo que proporciona la imagen. Una imagen que muestra, en definitiva, cómo Clitemnestra se erige en soberana destruyendo, a puro hachazo, la polifacética identidad de la princesa, esclava, concubina, doncella apolínea y violada de guerra que es Casandra.

Como profeta visionaria, Casandra sabe cuándo y a manos de qué enemigo va a morir, lo que le permite estructurar/construir «un enigmático epitaphios logos», un «responso» en el que el destino de la casa de los Atridas —o sea, de la polis— se teje junto al suyo propio dotando a su muerte de un halo heroico, en el sentido bélico del término.

Concretamente, cuando, en el Agamenón de Esquilo, la hija de Príamo prevé que va a morir, lo anuncia a sus interlocutores relacionando la desaparición de Troya con su propia desaparición: su patria pereció y ella caerá como parte inseparable de la misma. El coro, extrañado de que la joven no intente esquivar su cruel destino le pregunta:

El corifeo a Casandra.- ¡Oh mujer tan desdichada y sabia (σοφή)…! Si de verdad conoces tu propia muerte, ¿por qué te diriges hacia el altar con tal valentía (εὐτόλμως)?[…] Para un mortal, morir gloriosamente (εὐκλεῶς) es un don divino (χάρις) (1296-1297).

Para Casandra «morir» significa «correr la misma suerte» que la ciudad de sus antepasados. Y, admirados ante su renuncia a huir del sacrificio que le espera, los ancianos de Argos le atribuyen dos prerrogativas exclusivas del hoplita: la de tener un «espíritu» —literalmente, un «diafragma» entendido como sede de la voluntad y el entendimiento: phrén— valiente y la de morir «gloriosamente» (eukleôs).

Además, en el Agamenón (1149) la dimensión heroica de Casandra queda acentuada al ser ésta asesinada con una espada, es decir, con el arma asociada a la muerte del guerrero. La princesa troyana y Agamenón son asesinados por una mujer en las mismas condiciones. Sin embargo, dicho acto adquiere un significado diferente en cada caso. Para Agamenón se trata de una muerte indigna, dado que es un guerrero que en vez de morir en el campo de batalla ha caído en las redes (1382-1383) que su propia mujer le ha tendido. Mientras que, como acabamos de ver, para Casandra se trata de un acto de valentía tanto por el carácter de contraataque al enemigo implícito en dicho acto, como por la lucidez con que lo protagoniza y padece. Mediante un claro ejercicio de intertextualidad , Eurípides re-creará, o sea, subrayará, este movimiento en el que las identidades griega y oriental, masculina y femenina, bélica y doméstica, se complementan en su extrema oposición. En Troyanas, de nuevo hiper-lúcida, bélica y desgarrada, Casandra profetiza que va a ser la causante de la muerte del destructor de su patria, al tiempo que define la suya propia como acto patriótico. Reproduciendo con fidelidad algunos elementos que son canónicos en los elogios fúnebres que los atenienses dedicaban a los soldados muertos por la patria, la profetisa termina su prolongado monólogo en los siguientes términos:

...no es corona desdeñable morir gloriosamente (καλῶς ὀλέσθαι) por la ciudad, mientras que hay deshonor en lo contrario. Así pues no debes llorar, madre, por mi patria y mi boda. Para los que tú y yo más odiamos mi matrimonio será la ruina (401-405).

Ante los espectadores atenienses, al tiempo distantes y conmovidos, la profeta oriental presenta su unión-muerte con el General del ejército griego como un último y definitivo enfrentamiento bélico y reivindica para sí misma un estatus similar al de sus valientes hermanos muertos por Troya.

En resumen, la "exógena" Casandra, haciendo suya la «visión de los valores de la polis» —indisociable del sistema emocional griego que esta figura encarna como pocas—, perturba dicha visión. Y la perturba desde el preciso instante en que hace oír, en el hemiciclo teatral, el tipo de voz radicalmente excluida de la politiké, tal y como nos aclaraba el texto de Aristóteles del que hemos partido. Durante el brevísimo tiempo de una escena teatral la bárbara subyugada mantiene a los espectadores atenienses en un linde muy complejo: entre Oriente y Occidente, entre aristocracia y democracia, libertad y esclavitud, femenino y bélico. Tal es la «misión casi imposible» de Casandra. Tal es, en definitiva, el ejercicio trágico que fortalecía el ideal ateniense de ciudadanía décadas antes de que el orden aristotélico despuntara en el pensamiento político griego.

Para terminar, una última nota. Al igual que el propio Apolo de Delfos, (según precisó con tanto éxito Heráclito), la enigmática Casandra del Teatro de Dioniso «ni dice ni oculta». El carácter polisémico de la figura que nos ha entretenido permite contemplarla desde muchos puntos de vista. El de mi lectura de hoy, ha tratado de insistir en los rasgos que convierten a la Casandra iconográfica y literaria del siglo V a.C. en una figura diseñada al mismo tiempo para cuestionar y para reforzar la noción griega de identidad cívica.



1 D. Lessing, El viento se llevará nuestras palabras. Un testimonio comprometido sobre la destrucción de Afganistán (1987). Trad. esp.: Barcelona, 2002, pp. 21-22.
2 Como tuve ocasión de mostrar en mi artículo «El ciudadano al desnudo y los seres encubiertos en la antigua Grecia», Veleia, 20, 2003, pp. 273-296.
3 B. Cohen, «The anatomy of Kassandra’Rape: Female Nudity Comes of Age in Greek Art», Source, 12, 2, 1993, p. 43
4 El Boomeran (g), «Blog de Víctor Gómez Pin», 02/02/2012.
5 Ana Iriarte, «Casandra tràgica», en M. Jufresa, ed., Saviesa i perversitat: les dones a la Grècia Antiga, Barcelona, 1994, pp. 54 ss., etc.

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