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SER ROMANO: PODER Y QUERER

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SER ROMANO: PODER Y QUERER
Elena Torregaray Pagola Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea

No resulta fácil tratar de explicar en qué consistía ”ser romano”, o dicho de otro modo, cómo se definía la identidad romana, puesto que no hubo una única forma de serlo ni en el tiempo ni en el espacio. Lo que resulta innegable es que la idea de “romanidad” se articuló estrechamente ligada a una determinada concepción política, como es el imperio. El conocido como Imperio romano se concibe como una realidad política que se va a prolongar durante más de ocho siglos, con lo cual resulta lógico pensar que la identidad romana es una realidad cambiante y en continua evolución. No es lo mismo ser romano en el siglo VI a.C. que en el IV d.C. porque las claves de identidad, tanto políticas, como sociales o religiosas han ido cambiando. Pero no sólo son estos condicionantes los que marcarán la evolución del “ser romano”. También en el caso del Imperio hay un componente geográfico importante, ya que la gran extensión territorial adquirida por el dominio de Roma conllevó un elemento dinamizador de la identidad romana, en la medida en que la incorporación de un gran número de pueblos, comunidades cívicas y reinos supuso un gran esfuerzo de integración que, necesariamente, afectó y condicionó las diferentes formas de convertirse en romano. En este contexto, y a lo largo de las siguientes páginas vamos a examinar algunas de las principales maneras de “ser romano” tanto en diferentes períodos de la historia de Roma como en distintas ubicaciones geográficas, que incluyen desde la propia ciudad de Roma hasta lugares más alejados de su imperio como Britania, Judea o Egipto.

1. Ser romano en Roma

El ser romano va a estar ligado, por lo menos desde época republicana, a una situación de privilegio, como es la condición de ciudadano. No se trata de una cuestión puramente étnica o de vecindad administrativa, sino que ser romano significará formar parte de una comunidad, pero una comunidad política como es la civitas. Son quienes forman parte de esa comunidad quienes se reconocen como romanos, a través de su principal marca de identidad que es la ciudadanía. Los intereses de esa comunidad, que la definen como tal en el siglo II a.C., aparecen perfectamente descritos en una de las comedias de Plauto que, aunque ambientadas en un escenario griego, recogen muchos aspectos de la mentalidad romana, algo completamente necesario teniendo en cuenta el público al que se dirigen. En el año 186 a.C., poco después de la derrota de Antíoco III y de la paz de Apamea, el comediógrafo latino escribió Persa, una obra en la que aparecen los siguientes versos clarificadores:

“Ahora que han sido vencidos los enemigos, están a salvo los ciudadanos, está en calma la ciudad, ha sido firmada la paz, terminada la guerra, conseguida la victoria, sin bajas en nuestro ejército y nuestras guarniciones, a ti, Júpiter y a todos los dioses que reinan en el cielo, por la valiosa ayuda que nos habéis prestado os expreso mi gratitud y os doy las gracias por haberme permitido tomar cumplida venganza de mi enemigo.”

Las palabras de Plauto ponen de manifiesto que una de las preocupaciones principales de esa comunidad de ciudadanos es la guerra, tanto como instrumento de defensa, como método de obtención de botín y riqueza para la Ciudad. En cualquier caso, el autor subraya la necesidad de mantener íntegro el cuerpo cívico –sin bajas en nuestro ejército…-, para lo que se pone bajo la protección del dios de referencia de Roma, Júpiter Óptimo Máximo, cuyo templo, en la cima de la colina del Capitolio, a la vista de todos, debía representar para propios y extraños el poder de Roma.

La composición de ese cuerpo es un asunto no menor que está en relación directa con la identidad romana. Desde los orígenes de la Ciudad, la ciudadanía en tanto que situación privilegiada constituye la marca principal de pertenencia a la comunidad y, desde este punto de vista, se convierte en el filtro principal por el que pasa el concepto de “romanidad”. La ciudadanía romana, a diferencia de lo que sucede en la actualidad, es un bien que se obtiene y que no está al alcance de todos los habitantes del imperio. Las condiciones para acceder a la ciudadanía eran especialmente duras, tal y como lo señalaba J.M. David (2000, 19-20), quien afirmaba que “ser romano” suponía formar parte de una comunidad de hombres romanos unidos en un sistema político del cual aceptaban globalmente sus reglas y su lógica. Sólo de esta manera era posible estructurar una identidad colectiva que determinaba las representaciones y las conductas.

En estas condiciones resulta evidente que el control de acceso a la ciudadanía debía ser muy estricto. Este se regulaba a través del filtro del censo, una operación que se realizaba cada cinco años a través de dos magistrados, los censores, que eran los encargados de recomponer la comunidad cívica. Su función era la de distribuir a los ciudadanos en dos grandes grupos, las 193 centurias a las que se pertenecían según criterios de fortuna y las 35 tribus, que aseguraban la condición de ciudadano. A partir de esta clasificación se obtenían la participación en las asambleas políticas y el rango social. Todos los hombres adultos libres desfilaban ante los censores que les sometían a un interrogatorio que permitía evaluar tanto su riqueza como su virtud y que servía para clasificarlos de forma tanto simbólica como efectiva en el seno de la comunidad.

Existían, obviamente, condiciones que regulaban el acceso a la ciudadanía y que eran de dos tipos, las económicas y las morales. Por lo que se refiere a las primeras, la fortuna servía para fijar la capacidad contributiva y militar de los ciudadanos. Una vez que se conocía el potencial económico de los ciudadanos estos eran posteriormente agrupados en las 193 centurias antes mencionadas, a su vez jerarquizadas en cinco clases. De esta forma se recogía el impuesto y, al mismo tiempo, se organizaba el reclutamiento para el ejército. La fiscalidad se aplicaba de forma proporcional a la riqueza ya que siempre se pedía el mismo dinero y el mismo número de hombres a cada una de las centurias. Se trata, en definitiva de un sistema de igualdad relativo, ya que los más ricos tienen siempre mayor peso que los ciudadanos más pobres. Su riqueza les facilita el acceso a los puestos militares que proporcionan mayores oportunidades de gloria y de acceso al botín. A su vez, el prestigio conseguido en la guerra servía para la obtención de cargos políticos en la Ciudad, con lo que, de hecho, las principales magistraturas recaían casi siempre en manos de los más adinerados que constituían la aristocracia romana.

Pero, tal y como el propio J.M. David señala, el criterio de selección de los ciudadanos no era estrictamente económico, estaba también la virtud que era, de hecho, el segundo criterio que definía al ciudadano. Los censores debían verificar las conductas tanto públicas como privadas de los individuos que desfilaban ante ellos y del resultado final dependía su lugar político y social en la Ciudad. De este modo, las cualidades que los censores apreciaban eran aquellas que permitían crear un cuerpo social sólido de ciudadanos con cuyos recursos, tanto económicos como morales, Roma pudiera contar. Pero, sobre todo, les interesaban las cualidades personales, en particular, la fides, es decir, la fiabilidad de un individuo, que se demostraba, en primero instancia, en el respeto que mostraba hacia los compromisos, tanto públicos como privados, en el ámbito de las relaciones familiares. En definitiva, se buscaba en el futuro ciudadano la integridad y la honestidad.

El objetivo final no era otro que el de contar con una conjunto de ciudadanos con cuyos recursos la Ciudad podía contar y que servirían para recomponer la comunidad cívica cada cinco años, descartando, de este modo, a los individuos peligrosos o inútiles para los propósitos de la ciudad. El censo finalizaba con una gran ceremonia religiosa, digamos que de ratificación, denominada suovetaurilia, en la que se sacrificaban tres animales, un toro, un carnero y un verraco que eran conducidos ante el pueblo clasificado y jerarquizado por los censores y, posteriormente, sacrificados con lo que se buscaba el consentimiento de los dioses para este recompuesto cuerpo cívico. De este modo, como J.M. David (2000, 21-23) afirmaba, la ciudad se refundaba cada cinco años, admitiendo en su seno a nuevos ciudadanos cuidadosamente seleccionados en función de su valor para la Ciudad desde el punto de visto económico y moral. De ahí que el privilegio de la ciudadanía constituyera un elemento esencial de la identidad romana, ya que se trataba, en realidad, de un instrumento tanto de inclusión como de exclusión de la comunidad.

2. Ser romano fuera de Roma
2.1. Poder ser romano

La expansión romana que comenzó a finales del siglo III a.C. y la conquista militar de un extenso territorio en torno al Mediterráneo conllevaron nuevas necesidades de gestión y administración que pusieron en cuestión este selectivo modelo de acceso a la ciudadanía y provocaron la renovación efectiva de la forma de “ser romano” que se había consolidado durante todo el periodo republicano. A partir del siglo I d.C., la selección de ciudadanos va a estar condicionada por la necesidad de implicar en cierto grado a los pueblos sometidos en el gobierno del imperio. La evolución de la identidad romana va a impulsarse a través del proceso que conocemos con mayor o menor acierto como “romanización” y que Paolo Desideri, colaborador en anteriores ediciones de estas jornadas de Antiqua (1997) y destacado historiador italiano, definió como “como un fenómeno de reducción a una unidad política y a la homogeneidad cultural de una variedad de pueblos y estados vencidos por la fuerza de las armas, pero asociados después de alguna manera a las funciones de gobierno hasta el punto de hacer desaparecer la distinción originaria entre vencedores y vencidos, sustituida gradualmente por una distinción en clases sociales, más allá de la referencia étnica o geográfica original” (1999, 577).

La definición, aunque impecable, contiene, una cierta idealización de la capacidad de integración del imperio romano que, en general, suele aplicarse a los imperios occidentales de la época clásica, por ejemplo, al de Alejandro Magno, para el que también se ha buscado en la historiografía tradicional una improbable vocación integradora (F.J. Gómez Espelosín, 2005). A pesar de ello, la explicación continúa siendo válida y refleja bastante bien el período de la historia romana que iría entre los siglos I y III d.C., durante los cuales el Principado estuvo centrado básicamente en reforzarse como institución y en lograr una estabilidad del imperio basándose en la búsqueda de una perpetua cohesión a través de lo que hoy en día conocemos como integración. En el paréntesis que supuso el período entre la expansión mediterránea de época republicana y la defensa y la lucha religiosa que dominan la Antigüedad Tardía, los siglos alto-imperiales constituyen la época más floreciente de la expansión de una determinada identidad romana basada en la extensión del privilegio de la ciudadanía. Por eso, la política de la época va a estimular, más que en ningún otro período, el deseo de obtener la ciudadanía por parte de los habitantes de las provincias, los provinciales, que van a dar un nuevo sentido a la forma de “ser romano” en forma de “ser ciudadano”.

El problema que se planteaba a partir de ese momento era el de saber cuántos ciudadanos romanos eran necesarios para la gestión del imperio y si el privilegio de ciudadanía podría plantearse como una cuestión universal, algo que llegará inevitablemente en el siglo III d.C., con la famosa Constitutio Antoniniana, también llamado Edicto de Caracalla en el 212, aunque su puesta en marcha se debió sobre todo a las urgentes necesidades fiscales del momento. Las tensiones que se produjeron en Roma, una sociedad altamente conservadora, entre la fuerte resistencia a la ampliación de la identidad romana en forma de acceso a la ciudadanía frente a las evidentes necesidades de gestión del imperio y el premio que ello debía conllevar, aparecen extraordinariamente bien reflejadas en la obra de Tácito (55-120 d.C.), historiador romano que escribió entre el siglo I y II d.C., quien pone en boca del emperador Claudio un elocuente discurso que explica de forma clara cuáles son los retos a los que debe hacer frente el entramado imperial una vez que el período de conquista se ha estabilizado:

Tácito, Annales XI, 23, 25: Discurso del emperador Claudio (48 d.C.):

“ciudadanía romana y entre las familias patricias, me exhortan a proceder con parejos criterios en el gobierno del estado, trayendo aquí a lo que de sobresaliente haya habido en cualquier lugar. En efecto, tampoco ignoro que a los Julios se los hizo venir de Alba, a los Coruncanios de Camerio, a los Porcios de Túsculo ni, por no entrar en detalles de la antigüedad, que se hizo entrar en el senado a gentes de Etruria, de Lucania y de toda Italia; que al fin se extendió ésta hasta los Alpes, para que no sólo algunos individualmente, sino también tierras y pueblos se unieran a nuestro nombre. Tuvimos entonces sólida paz interior; también gozamos de prosperidad en el extranjero cuando fueron recibidas en nuestra ciudadanía las gentes de más allá del Po, cuando, con el pretexto de nuestras legiones repartidas por el orbe de la tierra, incorporando a los provinciales más valerosos, se socorrió a nuestro fatigado imperio. ¿Acaso nos pesa que los Balbos desde Hispania y varones no menos insignes desde la Galia Narbonense hayan pasado a nosotros? Aún quedan descendientes suyos, y no nos ceden en amor a esta patria. ¿Cuál otra fue la causa de la perdición de lacedemonios y atenienses, a pesar de que estaban en la plenitud de su poder guerrero, si no el que a los vencidos los apartaban como a extranjeros? En cambio, nuestro fundador Rómulo fue tan sabio que a muchos pueblos en un mismo día los tuvo como enemigos y luego como conciudadanos. Sobre nosotros han reinado. hombres venidos de fuera; el que se encomienden magistraturas a hijos de libertos no es, como piensan muchos sin razón, algo nuevo, sino que fue práctica de nuestro viejo pueblo. Se objetará que hemos guerreado con los senones: ¡como si los volscos y los ecuos nunca hubieran desplegado sus ejércitos contra nosotros! Fuimos cautivos de los galos, pero también hubimos de entregar rehenes a los etruscos y de tolerar el yugo de los samnitas. Y con todo, si se pasa revista a todas las guerras, ninguna se terminó en tiempo más breve que la que hicimos contra los galos, y desde entonces hemos tenido una paz continua y segura. Unidos ya a nuestras costumbres, artes y parentescos, que nos traigan su oro y riquezas en lugar de disfrutarlas separados. Todas las cosas, senadores, que ahora se consideran muy antiguas fueron nuevas: los magistrados plebeyos tras los patricios, los latinos tras los plebeyos, los de los restantes pueblos de Italia tras los latinos. También esto se hará viejo, y lo que hoy apoyamos en precedentes, entre los precedentes estará algún día”.

Las palabras de Claudio ante el Senado en el 48 d.C, recogidas o remodeladas por Tácito, en las que el Princeps aboga por un necesario cambio de rumbo en la política de concesión de ciudadanía mantenida hasta el momento por la res publica, indican claramente que el camino a seguir para la futura estabilidad y desarrollo del entramado imperial pasaba por incorporar a las funciones del gobierno a las elites mejor dispuestas de los territorios conquistados. La política de atracción de elites que había comenzado durante el período de conquista como una cuestión referencial al objeto de evitar rebeliones y facilitar el control del territorio terminará convirtiéndose en un ofrecimiento de asociación en las tareas de gobierno (Desideri, 1999, 593-595). El paso era hasta cierto punto lógico teniendo en cuenta las dimensiones alcanzadas por el imperio romano y la necesidad perentoria de implicación en su gobierno por parte de las comunidades locales. Esta “asociación” al poder por parte de los provinciales conllevará una nueva forma de percibir la identidad romana en la que los nuevos valores no serán exclusivamente la sumisión de los tiempos de la conquista, sino la demostración de lealtad que se desarrollará bajo la forma de un “nuevo patriotismo” basado en el respeto a la figura del emperador y la exaltación de los orígenes locales, convenientemente enmarcados en los parámetros de una típica comunidad romana, bajo la forma de una civitas, o ciudad, en el sentido político del término.

2.2. Querer ser romano

A partir de mediados del siglo I d.C. y después de la clara demostración de intenciones por parte de los emperadores de la dinastía julio-claudia, el proceso de incorporación de provinciales al gobierno del imperio, así como el incremento del número de ciudadanos ligados a la red de ciudades que constituía su entramado administrativo fue incesante. Y con ello, se van generando nuevas actitudes desde el ámbito provincial hacia el dominio romano que pueden clasificarse en dos grandes tendencias, en primer lugar, la manifiestamente favorable, con la variante de la que simplemente se adapta a la nueva situación de poder encarnada por Roma y que supone una aceptación de una nueva identidad política configurada en torno a la idea de romanitas. Y, la segunda, la que aglutina a aquellos que se oponen abiertamente a Roma, incluso, utilizando las armas, o que critican por otros medios la imposición de una determinada forma política que implica un proceso de fuerte aculturación en el seno de las comunidades existentes antes de la llegada de los romanos, ya sean orientales u occidentales.

En la primera tendencia, podríamos decir que el deseo de ser romano es claramente dominante o, por lo menos, así lo muestran una parte de las fuentes literarias que conservamos como es el caso de Elio Aristides (129-189 d.C.), orador originario de Asia Menor, y uno de los ejemplos más representativos de un intelectual entregado a la causa de Roma. De hecho, este destacado miembro del movimiento conocido como Segunda Sofística, dedicó su Elogio de Roma escrito en el año 143 d.C. a hacer un encendido elogio del consenso, la paz social y la “casa común”, que no es otra que el imperio romano:

26 “Vosotros solos (romanos) sois gobernadores por naturaleza. Todos los que han ejercido un dominio antes que vosotros han sido alternativamente patrones y esclavos los unos de los otros…; vosotros en cambio sois conocidos como dominadores hasta cuando lo deseéis. Y como sois libres desde los inicios y por así decirlo, como habéis nacido para gobernar habéis puesto a punto los instrumentos adaptados para la realización de vuestro objetivo, creando, por una parte una estructura política que nadie había conocido, y, por otra, imponiendo a todos ordenamientos y disposiciones rigurosas”.

92 “Quizás no peque de inoportuno si expongo en este momento una idea que desde hace mucho me viene rondando la cabeza y que con frecuencia me ha desconcertado, una idea que, aunque la tenía en la punta de la lengua, siempre la mantuve fuera del discurso hasta ahora. Pues en cuánto aventajáis a todos por la grandeza de todo el Imperio, por vuestra fortaleza, y por la concepción de vuestra constitución, figura entre lo ya dicho. Pero ahora me parece que nadie se equivocaría si dijese que todos los hombres del pasado que gobernaron, incluso quienes lo hicieron sobre una gran parte de la tierra, gobernaron a sus pueblos como si lo hicieran sobre sus mismos cuerpos desnudos. Pues ¿cuánto ha habido tantas ciudades en el interior del continente a orillas del mar? O ¿cuándo han estado tan bellamente adornadas en todos los aspectos? ¿Quién de los que vivieron en aquellos tiempos pasados realizó un viaje de esta manera, contando las ciudades por días, y en el mismo día atravesando por dos o tres ciudades como si lo hiciera por barrios de una misma? De tal manera que los antiguos no sólo eran tan inferiores en los aspectos principales del imperio, sino que también donde gobernaron los mismos pueblos que vosotros, no gobernaron sobre cada uno ellos como si fueran todos equivalentes e iguales, sino que es posible contraponer la organización tribal que entonces allí existía a la ciudad que existe hoy ahora. Y además se podría decir que aquellos llegaron a ser como reyes de desiertos y lugares fortificados, pero vosotros sois los únicos que gobernáis entre ciudades”.

Elio Aristides, en este discurso, pone en escena una exaltación del imperio romano en la que resalta todas las peculiaridades de su gobierno que son las que han dado la superioridad a los romanos frente a todas las experiencias imperiales anteriores. En realidad, sus palabras eran una loa al consenso que los romanos habían conseguido articular, que, en otras palabras, no quería decir más que Roma había logrado concitar el deseo de obtener la ciudadanía, participar en las tareas de gobierno, y en última instancia, obtener una identidad romana con pleno consentimiento. En realidad, Elio Aristides valora, sobre todo, la capacidad homogeneizadora y unificadora del Imperio, que proporcionaba una identidad que se manifestaba plenamente a través de la red de ciudades que constituían su entramado.

Esta aceptación entusiasta del ser romano no era, sin embargo, unánime en todo el territorio imperial. Una actitud positiva, pero resignada, es la que refleja la obra de Flavio Josefo (37-101 d.C.), historiador judío, que vivió la dicotomía entre sus orígenes y la proximidad al poder imperial, que le permitió gozar de una posición de privilegio a la que no renunció. En su obra, puede apreciarse una actitud fatalista ante el poder de Roma, que se distingue de la posición adoptada por Elio Aristides en el punto en que la admiración ha sido sustituida por la resignación, ya que en último extremo, para Josefo, el dominio romano no es más que una manifestación de la voluntad divina a la que los judíos deben plegarse. Flavio Josefo escribió una obra sobre la guerra judía en la que se recuerda la revuelta de los años 60 del s. I d.C. Según él, la causa de la revuelta es la negación sistemática por parte de los judíos a la imposición del culto imperial, una de las marcas distintivas de la nueva identidad política romana que une estrechamente la ciudadanía romana con la demostración de la lealtad al princeps, que es quien encarna el Estado romano (Desideri, 1999, 590-592)). En este contexto, el historiador judío, que había participado en la revuelta, pero que, con posterioridad, había adquirido la ciudadanía romana (hecho controvertido que lo convirtió para algunos en traidor a la causa judía) y se había acercado a la dinastía Flavia, recoge un discurso del rey Agripa que, contiene, en realidad, parte del pensamiento del historiador judío, lo cual como también hemos visto con Tácito y Claudio era una práctica habitual de la historiografía antigua (Grant, 2003). El discurso del rey Agripa se habría pronunciado en el año 66 a.C. y es representativo de una tentativa, fracasada, de evitar la revuelta posterior. En él se afirma lo siguiente:

Historia judaica 2, 345-401: Discurso del rey Agripa (66 d.C.):

“Nuestros antepasados y sus reyes, siendo en dineros, cuerpos y ánimos, mucho más poderosos y valerosos que vosotros, no pudieron resistir a una pequeña parte del poder y fuerza de los romanos; y vosotros, que habéis recibido esta obediencia y sujeción, casi como herencia, y sois en todas las cosas menores y para menos que fueron los que primero les obedecieron, ¿pensáis poder resistir contra todo el imperio romano?

‘Los atenienses, que por la libertad de la gente griega dieron en otro tiempo fuego a su propia patria, y persiguieron muy gloriosamente, cerca de Salamina la pequeña, a Jerjes, rey soberbísimo, huyendo con una nao, el cual por las tierras navegaba, y caminaba por los mares, cuya flota y armada a gran pena cabía en la anchura de la mar, y tenía un ejército mayor que toda Europa; los atenienses, que resistieron a tantas riquezas de Asia, ahora sirven a los romanos y les son sujetos, y aquella real ciudad de Grecia es ahora administrada por regidores romanos. Los lacedemonios también, después de tantas victorias habidas en Termópilas y Platea, y después de haber Agesilao descubierto y señoreado toda el Asia, honran y reconocen a los romanos por señores. Los macedonios, que aun les parece tener delante a Filipo y a Alejandro, prometiéndoles el imperio de todo el mundo, sufren la gran mudanza de las cosas y adoran ahora aquéllos, a los cuales la fortuna se pasó y tanto favorece.

"Otras muchas gentes hay que, siendo mucho mayores y confiadas en mayor fuerza para conservar su libertad, las vemos todavía ahora reconocer y se sujetan en todo a los romanos; ¿y vosotros solos os afrentáis y no queréis estar sujetos a los romanos, cuya potencia veis cuánto domina? ¿En qué ejércitos o en qué armas os confiáis? ¿A dónde tenéis la flota y armada que pueda discurrir por el mar de los romanos? ¿A dónde están los tesoros que puedan bastar para tan grandes gastos? ¿Por ventura pensáis que movéis guerras contra los árabes o egipcios? ¿No consideráis la potencia del imperio romano? ¿No miráis para cuán poco basta vuestra fuerza? ¿No sabéis que muchas veces vuestros propios vecinos os han vencido y preso en vuestra ciudad?

"Mas la virtud y poder invencible de los romanos pasa por todo el mundo, y aun algo más han buscado de lo contenido en este mundo, porque no les basta a la parte de l Oriente tener todo el Eufrates, ni a la de Septentrión el Istro o Danubio, ni les faltan por escudriñar los desiertos de Libia hacia el Mediodía, ni Gades al Occidente; mas aun además del océano buscaron otro mundo y vinieron hasta las Bretañas, que es Inglaterra, tierras antes no descubiertas ni conocidas, y allá pasaron su ejército. Pues qué, ¿sois vosotros más ricos que los galos, más fuertes que los germanos y más prudentes y sabios que los griegos? ¿Sois por ventura más que todos los del mundo? ¿Pues qué confianza os levanta contra los romanos? "Mas la virtud y poder invencible de los romanos pasa por todo el mundo, y aun algo más han buscado de lo contenido en este mundo, porque no les basta a la parte de l Oriente tener todo el Eufrates, ni a la de Septentrión el Istro o Danubio, ni les faltan por escudriñar los desiertos de Libia hacia el Mediodía, ni Gades al Occidente; mas aun además del océano buscaron otro mundo y vinieron hasta las Bretañas, que es Inglaterra, tierras antes no descubiertas ni conocidas, y allá pasaron su ejército. Pues qué, ¿sois vosotros más ricos que los galos, más fuertes que los germanos y más prudentes y sabios que los griegos? ¿Sois por ventura más que todos los del mundo? ¿Pues qué confianza os levanta contra los romanos?” Este discurso contiene una notable valoración sobre el imperio de Roma, en el que se introduce una idea interesante como es la carga que supone sujetar a una serie de pueblos con los que Roma puede tener potenciales enfrentamientos. Según Agripa, o Flavio Josefo, según se mire, el imperio es una estructura de poder, y como tal, no admite en su seno veleidades de libertad de los pueblos a los que somete”.

Este discurso de Josefo, largamente denostado por el nacionalismo judío, no trataba más que de adaptarse a una situación en la que el Imperio romano es la realidad política dominante a la que resulta imposible resistirse. Si acaso, la disculpa de Josefo, en su aceptación del sometimiento a Roma vendría de la idea, expresada a lo largo de su Guerra judaica de que los romanos, en última instancia, no desean cambiar las costumbres de los pueblos que subyugan, sino únicamente imponerles un tributo. Desde este punto de vista, la identidad romana que propone Flavio Josefo es hasta cierto punto instrumental e interesada, puesto que invita a aceptar una forma de ser romano a la que es imposible escapar y de la cual hay que aceptar lo inevitable, la fiscalidad, conservando los usos tradicionales de su comunidad, en este caso la judía. Se trataría, por lo tanto, de una identidad romana meramente política, que no afectaría ni impondría ningún parámetro étnico, lo cual, desde el punto de vista de Flavio Josefo facilitaría su adopción por parte de los habitantes del Imperio.

2.3. No querer ser romano

La historia y la literatura romanas, sobre todo la de época imperial, han tendido a recoger y conservar ejemplos de integración exitosa de los pueblos conquistados y de participación satisfactoria de los pueblos en el gobierno del imperio. Sin embargo, y como parte de su estrategia de autoafirmación como entidad política con vocación de perpetuarse, las fuentes clásicas recogen algunos testimonios puntuales de enfrentamiento con Roma, que tienen como objeto, por un lado, poner en valor las propias victorias romanas exaltando la calidad del adversario y, por otro, afirmar el poder romano que es capaz de imponerse, incluso a los más sobrecogedores enemigos. La presencia de la oposición sirve, además, para ilustrar el debate que se produjo en el seno de la sociedad romana sobre el modo en que debía gestionarse el inmenso imperio que, no tenía tanto una vocación territorial, ni una preocupación específica por controlar un territorio concreto, como de someter a los pueblos que en él habitaban. El imperio de Roma es, sobre todo, un ejemplo de sujeción de pueblos, más que de control de territorios, de ahí la importancia de la cuestión de la identidad romana como elemento de integración y cohesión. Es en este contexto en el que debe entenderse el célebre discurso -“..a la desolación la llaman paz…”- que Tácito pone en boca del jefe britón Calgaco en su biografía de Agrícola. El líder britano enfatiza con sus palabras el amor a la patria y a la libertad y, al mismo tiempo, ofrece una interpretación sobre el carácter del imperialismo romano, en particular, sobre la forma de su sistema de gobierno (Desideri, 1999, 592-593).

Agrícola 30-31: Discurso de Calgaco (84 d.C.):

“Cada vez que contemplo las causas de esta guerra y nuestra necesidad, tengo el convencimiento de que hoy es el día en el que vuestra unión será el inicio de la libertad para toda Britania: pues todos nosotros desconocemos la esclavitud pero sabemos que ninguna tierra, ni siquiera el mar, nos resulta seguro frente a la flota romana que nos acecha. Así pues, las armas y la guerra, que al fuerte le dan honor, incluso al débil le darán seguridad: nuestros anteriores combates, en los que hemos luchado contra los romanos con diversa fortuna, todavía dejan en nuestras manos la esperanza y la salvación, dado que nosotros, los más nobles de toda Britania que vivimos en su corazón, ni hemos visto las costas esclavizadas ni tenemos nuestros ojos contaminados con la dominación extranjera. Lo apartado de estas tierras y la protección de nuestra fama han protegido hasta hoy a nuestras tribus, a nosotros que vivimos en las tierras más alejadas y más libres: ahora los confines de Britania están abiertos y lo desconocido suele considerarse maravilloso, pero ya no hay más pueblos detrás nuestro, nada a excepción de rocas y mareas y hostiles romanos, de cuya soberbia no se podría escapar con halagos y modestia. Son los saqueadores del mundo; ahora que ya han devastado todas las tierras, miran al mar: si el enemigo es rico, son avaros; si es pobre, ambiciosos, porque no los han saciado ni sus conquistas a Oriente ni a Occidente.

Son los únicos que desean las tierras ricas y pobres por igual: robar, asesinar, saquear es su definición para ese falso imperio; donde lo arrasan todo, dicen que hacen la paz.

La naturaleza ha querido que, para cada uno de nosotros, sus hijos y sus allegados sean los más queridos: ellos con sus levas nos los roban para hacerles servir en cualquier otro lugar; nuestras mujeres y hermanas, aunque escapen a la lujuria de los enemigos, son mancilladas bajo el nombre de la amistad y la hospitalidad; nuestros bienes y nuestras fortunas se los lleva el tributo, nuestros campos y cosechas, las provisiones de las tropas y nuestros cuerpos y nuestras manos se ajan mientras les servimos talando bosques y desecando marismas entre sus azotes e insultos. Los que nacen esclavos únicamente son vendidos una vez y, además, su amo los alimenta; Britania compra cada día su esclavitud y cada día la alimenta. Y al igual que en una casa el esclavo más nuevo es el objeto de las burlas de los demás esclavos, así nosotros, los nuevos y más prescindibles, estamos condenados a nuestra destrucción en un mundo acostumbrado a la esclavitud. No tenemos ni campos ni metales ni puertos en los que podamos sobrevivir trabajando. Además, la valentía y la fiereza de los conquistados no es del gusto de los conquistadores y nuestras tierras apartadas y alejadas, que nos han mantenido seguros, ahora nos convierten en sospechosos. Así, cobrad ánimos en nuestra situación desesperada: tan querida les es a algunos la gloria como la salvación. Los brigantes, con una mujer al mando, quemaron una colonia, tomaron los campamentos y, si su buena fortuna no los hubiera vuelto estúpidos, habrían podido librarnos del yugo romano: nosotros vamos a la guerra indómitos y enteros, libres y no arrepentidos: demostremos desde el principio del combate qué hombres guardaba Caledonia”.

La idea que, según Desideri, domina el discurso es que los romanos no toleran, en ningún caso, la idea de la existencia de pueblos libres, aunque estén muy lejos de Roma: no importa que estos pueblos sean pobres o ricos, porque si son ricos, les mueve la codicia y si son pobres, el afán de gloria. La paz y la administración romanas no serían así más que el aprovechamiento sistemático de los recursos económicos del pueblo sometido, la destrucción de sus vínculos sociales y de sus recursos humanos. Tácito prefigura con Calgaco el lento proceso de anulación de la identidad étnica con la colaboración aparente de las víctimas. Pero Tácito transmite también la idea de que esta forma de proceder es una necesidad vital del imperio, ya que únicamente la difusión e imposición del propio modelo les garantiza la supervivencia ante la energía de los bárbaros. Y más aún, si todas estas estrategias político-dialécticas llegaban a fallar, quedaba el recurso a una argumentación que ha hecho fortuna en toda clase de sistemas políticos hasta la época contemporánea, como es que si no se conseguía la asimilación, se justificaba la conquista por un afán de proteger a estos pueblos, tanto de sus permanentes luchas intestinas como de la crueldad que demostraban hacia sus vecinos.

El rechazo que Roma encontró durante la larga y costosa conquista de Britania, también lo encontró al Sur del imperio, en concreto en Egipto, una zona que al contrario que la isla del Norte de Europa había sido pacificada relativamente pronto tras la derrota infligida por Augusto a las fuerzas romano-egipcias de Marco Antonio y Cleopatra en la batalla de Accio (31 a.C.). El especial estatuto de Egipto, convertida en una propiedad personal del princeps, suscitó un desarrollo particular de la administración romana, convirtiendo el valle del Nilo en un lugar de romanización relativa cuya intensidad iba decreciendo conforme el territorio avanzaba hacia el Sur. Además, la propia cultura egipcia clásica, sobre la que había incidido un proceso de helenización a partir del siglo IV a.C., confería al país unas características específicas en el orden social, económico y religioso que chocaban con la fuerte tendencia a la uniformización que imponía la romanización. Aunque este rechazo no se manifestó de forma unánime ni tuvo expresiones violentas de gran alcance, con la excepción de la revuelta campesina de los boukouloi, siempre permanecieron actitudes o posiciones críticas contra el poder de Roma, puestas de manifiesto, en muchos casos, en el ámbito de la literatura y la religión.

Este es el escenario en el que, durante largo tiempo, fueron compuestos en el seno de la literatura egipcia textos apocalípticos que anunciaban el fin de la dominación romana y la llegada de una nueva Edad de oro. Uno de los textos más completos es el oráculo del ceramista, que es denominado de este modo porque el héroe del mismo es el dios Khunum, el creador que hizo al hombre con un torno de alfarero. No es un texto original de época romana, sino del período faraónico, remozado durante la época helenística y adaptado a su vez durante la dominación romana. Anuncia que Egipto será liberado del yugo extranjero por un rey venido del sur enviado por la gran diosa Isis: en ese momento, los peores tormentos se abatirán sobre los griegos, luego, romanos y la ciudad de Alejandría se arruinará convirtiéndose en un pueblo de pescadores; en el mismo oráculo se profetiza la restauración de los dioses de Egipto.

El oráculo del ceramista (F. Dunand, “L'Oracle du Potier”, L'Apocalyptique, Paris, 1977, 36-67):

“….los portadores de cinturón (griegos/romanos) se destruirán a si mismos porque son seguidores de Typhon.

Entonces Agathodemon abandonará la ciudad que se está construyendo (Alejandría) y emigrará y quedará desierta la ciudad de extranjeros que se está construyendo entre nosotros.

Estas cosas se producirán cuando todos los males se acaben, cuando los extranjeros que están en Egipto desaparezcan como las hojas de un árbol en otoño y la ciudad de los portadores de cinturón quedará desierta en castigo de todos las impiedades cometidas. Y las estatuas de Egipto que han sido llevadas más allá volverán y la ciudad cerca del mar se transformará en un lugar donde los pescadores secarán el pescado…”

El oráculo retomaba un tema clásico que nos muestra una forma de resistencia pasiva, a la helenización primero y después a la romanización, lo cual es claramente percibido por los romanos. A pesar de la imagen idílica transmitida sobre los egipcios desde la época clásica, gracias a la obra de Heródoto fundamentalmente, (Gómez Espelosín, Pérez Largacha 2003), los romanos fabricaron su propio estereotipo sobre el valle del Nilo, al cual consideraban útil como despensa del trigo básico para alimentar a la gran población del imperio y, sobre todo, a sus contingentes militares, pero siendo siempre conscientes de que el nivel de imposición de la administración romana era, hasta cierto punto, débil. Esta idea estaría corroborada de nuevo por las palabras de Tácito, quien en sus Historias 1, 11 afirma sobre la zona: “una provincia de difícil acceso, gran productora de trigo, agitada e inestable a causa de la superstición y de sus licencias, ignorante de las leyes, ausente de magistrados…”. Desde este punto de vista, a diferencia de la resistencia activa realizada por Britania, Egipto mostró un rechazo basado en la no colaboración, para lo que se ayudó, sobre todo, del fuerte arraigo de una identidad propia forjada desde siglos atrás en torno al imperio faraónico.

Conclusiones

En definitiva, la identidad romana se nos muestra como un largo proceso de identificación de los habitantes del imperio con los objetivos del proyecto imperial de Roma que necesitaba, primero de la sumisión y, más tarde, del consenso de todos ellos para su mantenimiento en el tiempo. La colaboración, no fue uniforme, pues las realidades, políticas, sociales, lingüísticas, económicas y religiosas de las naciones sometidas eran muy diversas, lo que produjo una variedad de comprensión de la forma de ser romano y, consecuentemente, diferentes formas de serlo, de querer serlo o, incluso, de rechazarlo.



BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA

1. Textos clásicos:
ELIO ARISTIDES, Discurso a Roma, Introd., trad y notas J.M. Cortés Copete, Editorial Gredos, Madrid 1997.
FLAVIO JOSEFO, La guerra de los judíos I-III, Introd., trad. y notas J. M. ª Nieto Ibáñez. Revisada por F. J. Gómez Espelosín, Editorial Gredos, Madrid 1997.
PLAUTO, Comedias II, Edición de J.R. Bravo, Editorial Cátedra, Madrid 1995.
TÁCITO, Vida de Julio Agrícola, Introd., trad y notas J.M. Requejo, Editorial Gredos, Madrid 1981.
- Historias I-II, Introd., trad y notas A. Ramírez de Verger, Editorial Gredos, Madrid 2012.

2. Obras de referencia:
DAVID, J.M., La République romaine de la deuxième guerre punique à la bataille d’Actium 218-31, Éditions du Seuil, Paris 2000.
DESIDERI, P., “La romanizzazione dell’impero”, Storia di Roma 2. L’impero mediterraneo, Einaudi, Torino 1999, 577-626.
GARNSEY, P., SALLER, R., El Imperio Romano: economía, sociedad y cultura, Editorial Crítica, Madrid 2000.
GÓMEZ ESPELOSIN, F.J., Alejandro Magno, Alianza editorial, Madrid 2005.
GÓMEZ ESPELOSIN, F.J., PÉREZ LARGACHA, A., Egiptomanía. el mito de Egipto de los griegos a nosotros, Alianza editorial, Madrid 2003.
GRANT, M., Historiadores de Grecia y Roma, Alianza editorial, Madrid 2003.
JERPHAGON, L., Historia de la Roma antigua, Barcelona 2007.
LE ROUX, P., “La romanisation en question”, Annales. Histoire, sciences sociales 2004/2, 287-311.
SÁNCHEZ LEÓN, M.L., El Alto imperio romano (14-235), Editorial Síntesis, Madrid 1998.
SARTRE, M., El Oriente romano. Provincias y sociedades provinciales del Mediterráneo oriental, de Augusto a los Severos (31 a.C. - 235 d.C.), Editorial Akal, Madrid 1994.

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