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La circulación de la información, personas y culturas en la Antigüedad entre el mundo grecorromano, indio y chino

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La circulación de la información, personas y culturas en la Antigüedad entre el mundo grecorromano, indio y chino

Fernando Wulff
(Malagako Unibertsitateko Antzinako historiako katedraduna)

¿Sorprende el título de esta conferencia?

Probablemente la asociación más inmediata y más antigua entre Europa y China que tengamos presente sea la imagen de Marco Polo visitando la China a finales del siglo XIII. Recordar al comerciante y viajero veneciano es recordar la Ruta de la Seda y los encuentros con el emperador Kublai Kan que Italo Calvino hizo pura poesía en sus Ciudades Invisibles.

Otros dos viajeros por esos siglos mostraban un mundo comunicado y a muchas bandas: el tangerino Ibn Battuta en el s. XIV y el chino Zheng He a comienzos del XV. Pocas cosas como los mapas para definir ese momento, de nuevo a tres bandas: el de Al Idrisi en el XII, el chino Da Ming Hun Yi Tu en el XIV y el de Fra Mauro en el XV. Hablamos de representaciones que muestran una conciencia clara de la unidad del mundo.

Tres mapas y tres viajeros podrían servir para corporeizar en toda su plenitud una esfera compartida que canta a muchas voces, tan variadas como las de los inventos que marcan la época: el astrolabio, la brújula, la pólvora, la imprenta o el papel. De uno de ellos, el mundo islámico, viene precisamente la obra de Ibn Jaldún, norteafricano de origen andalusí, culminada a comienzos del XV, que ofrece una perspectiva de análisis universal y que se considera la primera gran obra que presenta una reflexión general sobre el mundo y todo un precedente de la historia global del presente.

Cuando a finales del XV y comienzos del XVI ese mundo euroasiático y africano se encuentre con América y dé la vuelta al globo generando la primera globalización planetaria, tendrá detrás todos estos procesos de encuentros, desencuentros y curiosidades, de esa compleja y coral globalización llena de consecuencias.  Es la que hace, también, que vayan de una vez a América los gérmenes que las gentes del mundo euroafroasiático habían sufrido y digerido durante siglos y de las que la terrible Peste Negra del s. XIV fue solo uno de sus más dramáticos ejemplos. 

Esta globalización de los siglos, digamos, XIII al XV, nos es fácil de recordar, entonces, asociada como está con gentes como Marco Polo o Ibn Jaldún, o con la Peste Negra, sin embargo, hay otra que es casi desconocida, entre otras cosas porque ha sido mucho menos estudiada, y sin la cual no hubiera tenido lugar.

Y es que hace dos mil años, más de mil años antes de todo esto, había habido una globalización del Continente Euroasiático y África que había unido por primera vez el extremo occidental del continente euroasiático, la Europa bajo poder romano, con el Subcontinente Indio y con la China Han, que llegaba hasta el norte de la actual Corea y se extendió también hacia el Oeste en dirección a la cuenca del Tarim. Fue la base de todo lo que aconteció después y, además, en gran medida sentó las bases de lo que hoy somos en muchos aspectos.

No solo es que aquel mundo estuviera comunicado por mar y por tierra como el medieval, es que fue entonces cuando se abrieron esas rutas, dando lugar a un movimiento inusitado de personas, al creciente uso y desarrollo de medios de transporte –barcos, carros, animales de carga, porteadores...-, a la multiplicación de mercancías, a la transmisión de  obras de arte, de ideas, de modelos religiosos y  de tecnología, así como  a todo tipo de cambios e intercambios, incluyendo los más sutiles, los que dan lugar a la creación de códigos comunes, de objetos y comportamientos participados que posibilitan nuevos encuentros.

El fenómeno universal, humano, de los encuentros, va unido al no menos universal y humano de las adaptaciones, de las relecturas y de cambios que acaban finalmente produciendo cosas cualitativamente distintas. Las culturas se crean, se destruyen y también se transforman para recrearse o para cambiar para siempre.

Hace apenas unos meses se publicó la noticia de que en la ribera africana del Mar Rojo, en el Egipto romano, en la ciudad de Berenice, había aparecido una estatua de Buda de alrededor del siglo II, vinculada evidentemente al mundo indio. Para muchos fue una sorpresa. Muy pocas semanas después en una conferencia en el Museo de Irún les preguntaba a los participantes si también a ellos les sorprendía. Y si les sorprendía más la existencia de un relieve más o menos contemporáneo procedente de Gandhara en el extremo noroeste del Subcontinente indio en la que el griego Heracles protegía la revelación de Budha, hecha en un estilo que se puede muy bien llamar greco-romano y budista. O una preciosa pieza de cristal con una representación de gladiador romano hallada en Begram, no lejos de allí. O quizás una estatuilla india en marfil encontrada bajo las cenizas de Pompeya y, por tanto, anterior al año 79. O cerca de doscientas inscripciones de navegantes indios en una cueva de la isla de Socotra, situada un poco más allá de la punta de tierra que se proyecta desde África en el golfo de Adén en dirección a la península arábiga.

Para entender ese encuentro hay que seguir sus momentos fundacionales.  Cuando el emperador Wu de la dinastía Han envió un emisario, Zhang Qian, alrededor del año 138 a.e.c. hacia el noroeste para buscar aliados en sus luchas contra los nómadas xiongnu (el mismo nombre por cierto de nuestros “hunos”) no podía saber que éste iba a llegar hasta el punto donde Alejandro Magno había arribado en su conquista del imperio persa dos siglos antes y donde había instalado comunidades griegas e iranias, la Bactria, en el Asia Central Occidental. La Persia aqueménida había unido el mundo del Mediterráneo y Egipto con el Asia Central desde el siglo VI a.e.c. y Alejandro Magno se había apoderado de él en el último tercio del IV a.e.c. continuándolo y reestructurándolo. 

Ese viaje de Zhang Qian enviado por Wu conectaba a través de esos dos siglos a dos conquistadores irredentos, pero, sobre todo, habría una ruta que sería la columna vertebral de los encuentros del Continente. Para entonces todo un rosario de ciudades conectaba la Bactria y el conjunto del Asia central occidental con el Mediterráneo en dirección oeste y con las rutas hacia el sur que llevaban a la India y al Índico. Wu había abierto la puerta que unía China con el resto del Continente Euroasiático.

Cuando cien años después de esto, cerca ya del cambio de era, Augusto conquistaba Egipto, hacía de Roma el eje occidental de las rutas del Índico. Entre ambas fechas se había descubierto que los monzones permitían ir y volver de la India en el mismo año y el erario romano supo potenciarlo y beneficiarse de la frontera más rentable de un mundo que suponía también el mercado más unificado y poderoso del planeta.

El mundo euroasiático y africano se había conectado beneficiándose de los grandes procesos de unificación militar que suponían los imperios y sus actividades, pero desbordándolos. Todos los objetos que he comentado nacen de esos encuentros que van más allá del marco de los poderes imperiales y no imperiales. Y también van más allá en otro sentido: tampoco aquí, como en la siguiente globalización tardomedieval de la que hablábamos, hay una hegemonía, un Estado que controle el proceso.

Terminaba mi intervención en Irún señalando que por encima de los objetos están las palabras. No es que los objetos no tengan mucho que contarnos, pero palidecen ante ellas. Este tiempo extraordinario nos regala muchas. De hecho, nosotros los humanos nunca habíamos escrito tanto. Es ahora entre, digamos, los siglos II antes y después de la era común, cuando se constituyen tres mundos culturales y tres lenguas “clásicas”: el chino de la época Han, el indio del sánscrito literario y el romano-latino del occidente del imperio romano. Podríamos añadir a estos también sin temor a equivocarnos la radical reinterpretación del mundo y de la lengua griegas en su lado oriental, un mundo que bebe del clasicismo de Atenas y de tantas otras cosas, pero que ya es inevitablemente diferente. La constitución de lenguas normativas y de cánones de tradición cultural hacía más fácil la circulación de ideas, informaciones, modelos religiosos y muchas más cosas.

Y en estos mundos que se constituyen ahora la conciencia de los otros espacios es un hecho. En China se hablaba de Roma como otra China en el extremo del mundo.

He propuesto  pensar todo esto y esa enorme circulación de gentes y de informaciones desde tres miradas que se cruzan en el mar que nos transmiten esos  textos que marcan la época: la de un emperador romano, Trajano, que lamenta desde el golfo Pérsico no poder ir a la India y seguir más allá de Alejandro, la del enviado de un general chino, Ban Chao,  que debería haber llegado a Roma desde la cuenca del Tarim en Asia Central, pero que al llegar al Índico, temeroso, no se atreve a embarcarse, y la de un personaje de una épica india, el Mahabharata, que habría enviado con éxito emisarios a Roma para que se sometiera al emperador de la India.

Son ejemplos del papel de los textos y su transmisión, y de textos distintos, dos historias y una creación literaria, una épica que, como la Eneida de Virgilio, marca una época y articula una visión del mundo y de una forma que no puede hacer la historiografía, pero, sobre todo, las tres nos revelan un conocimiento creciente del mundo y de la circulación de informaciones sobre él.

En medio de tantos textos y autores elegiría uno que podría ejemplificar mucho de lo hablado: el Periplo del Mar Rojo, un texto escrito en griego que guiaba a los navegantes y aun nos guía a nosotros desde el Mar Rojo por Arabia, las costas iranias y las costas indias hasta la desembocadura del Ganges y que habla de corrientes, piratas, ciudades y mercancías, que da consejos sobre ventas y compras, y que en ocasiones también nombra reyes y rutas interiores.

Nuestro anónimo navegante bebe de la información de otros muchos y las informaciones de todos ellos circulan ruta arriba y ruta abajo o, como dicen los textos chinos, traduciendo su lengua una y otra vez.

Muchos de ellos van a parar, por ejemplo, al más brillante de los geógrafos de la antigüedad dedicados a medir la tierra, Ptolomeo, que sabe por comerciantes de las rutas terrestres y marítimas que llegan a la India y China, y que conoce el nombre de centenares de sus ciudades y hasta busca situarlas en su mapa del mundo. Con todo ello mide, calcula y aventura cifras y posiciones.

Se sabe mucho y circula mucha información entre estos mundos. Y ese saber no comienza ahora.  Mucho antes de esto, a mediados del siglo III a.e.c. un emperador de la India, Ashoka, se había convertido al budismo y para hacerlo saber y expandir la doctrina hizo inventar la escritura y la epigrafía en la India. Gracias a sus epígrafes sabemos, por ejemplo, que envía a los diversos reyes helenísticos griegos que habían sucedido a Alejandro mensajes para que se conviertan y no solo eso, sino que conoce perfectamente sus nombres, que nos transmite. Sus emisarios tenían mucho que aprender, que enseñar y que decir.

Y por todas partes sus epígrafes hablarán durante siglos a quienes los lean de su historia, de las medidas que toma para hacer el mundo menos sujeto al dolor y de la esperanza del budismo. Fue él el que puso las bases para que el Subcontinente indio un par de siglos después empezara a multiplicar textos, incluyendo los literarios, y creara una lengua común para escribirlos, el sánscrito clásico, en un proceso que ya hemos recordado que tienen su paralelo en lo que ocurre en Roma y en la propia China.  

El paso de los siglos lo acrecienta todo, no lo disminuye. Por ese mundo múltiple, rico y sin hegemonías circulan la seda, la pimienta, el incienso o el vino, como decía, y quienes los llevan.  Y también curiosos y gentes que buscan el conocimiento y la sabiduría. Más allá de lo individual –y hay mucho individual- hay organismos enteros que buscan extenderse y, algunos, saber.  Los más esperables quizás sean los Estados –he hablado varias veces de emisarios, incluyendo dos chinos- que alimentan así sus contactos y sus informaciones, incluyendo sus propios manuales de gestión y sus debates sobre cómo afrontar los gastos y generar cuentas públicas saneadas para, entre otras cosas, mantener sus ingentes ejércitos y estructuras de poder.

Son estos también tiempos de grandes cambios espirituales, yo hablaría incluso de toda una internacional de sabios buscando la sabiduría en exploraciones muy distintas, incluyendo el rigor ascético. Y dentro de esto tiene un lugar muy específico un tipo de organismo que desplaza componentes y busca su expansión, especialmente en el caso de incluir entre sus principios el proselitismo: las nuevas religiones.

El Heracles que se cuida de que no haya perturbaciones en la iluminación de Buda es un buen ejemplo que nos transmite mucho más que doctrina. Esa imagen destinada a la veneración, fruto del arte grecorromano, nos habla de los fieles que también aparecen representados, y con los que se identifican los devotos que la ven. Nos permite recordar cómo precisamente ese arte seguirá ruta de la seda adelante acompañando a monjes y fieles que transmitirán el mensaje de Buda hasta China y más allá. La historia del viaje de Santo Tomas a la India, por muy inventada que fuera, remite a un mundo similar. La estatua de Buda se encuentra en un templo de la diosa Isis, cuyos templos y fieles se extienden por todo el mundo romano.

Ningún sitio como la India puede representar todo esto. La idea de una India aislada y sin influencias externas destacables ha sido y es la base de muchas equivocaciones. Ninguna cultura humana ha vivido a espaldas de las demás. En su caso esta idea se alimenta de presupuestos nada inocuos, empezando por reducir su historia a sus religiones o, lo que es peor, a un modelo religioso único. Hay griegos en el noroeste desde el siglo IV a.e.c. y, después, un poco por todas partes. Persia estuvo presente antes en el Indo durante doscientos años. El flujo comercial y los comerciantes y residentes extranjeros no llegan a un espacio sin abonar. Y ese flujo va en todas direcciones.

Alrededor de finales del siglo I un autor griego y romano, Dión Crisóstomo, pide en un discurso que pronuncia en el eje marítimo occidental de la Ruta, Alejandría, a sus habitantes que se moderen, porque tienden a las algaradas tras las carreras de carros e incluso, a veces, tras los conciertos. Él les recrimina diciendo que no serán los ricos monumentos y la magnificencia de la ciudad lo que comenten todos los oyentes extranjeros que le escuchan junto a los alejandrinos al volver a sus países, sino lo chusco de sus habitantes. Los llama a la calma y al autocontrol.

¿Y quiénes son esos extranjeros? Él menciona a griegos, itálicos, y gentes de Libia, Siria y Cilicia, además de a etíopes y árabes, bactrianos, escitas y persas, y hasta a algunos indios. Una variedad fascinante.

De todos ellos podríamos preguntarnos también qué más se llevaban a sus países, además del recuerdo de la bella ciudad y de sus no tan bellos alborotos callejeros. La ciudad de la Biblioteca por excelencia contaba con maestros y con un gran mercado de libros. Es difícil pensar que gentes capaces de seguir su discurso en griego no se llevaran libros y enseñanzas. No hay razones para excluir de esto a los indios que menciona, como tampoco para pensar que los indios que dedicaron la estatua de Buda en el templo de Isis de Berenice no procuraron saber nada de esa diosa que ofrecía salvación eterna a sus fieles.

Tras hablar de muchas cosas, y entre ellas de objetos y de palabras, Dión nos invita a seguir profundizando en lo más importante, en quienes pronuncian las palabras y hacen los objetos, nosotros los humanos, esos seres extraños que somos y que definía Sófocles en su Antígona (332 ss., trad. de Julio Pallí Bonet, Sófocles, Tragedias Completas, Barcelona 1988):

Muchos portentos hay, pero ninguno es más portentoso que el hombre. Él avanza más allá del espumoso mar empujado por el noto tempestuoso, surcándolo bajo las hinchadas olas que en torno a suyo braman…. Y el lenguaje y los pensamientos, raudos como el viento, y las costumbres civiles aprendió, y también a esquivar los dardos de las perjudiciales lluvias y las inclementes heladas en la intemperie, con recursos para todo. Sin recursos a nada del futuro se aventura. Solo escape de la muerte no habrá de encontrar…

En medio del período que nos interesa  hay un personaje que es tan contemporáneo de la dama india de Pompeya que muere también  allí y  justo cuando ella es sepultada por las cenizas del Vesubio, el entonces almirante romano Plinio el Viejo, el cultísimo autor de un libro, su Historia Natural, que es imposible entender fuera de este contexto global, en gran medida planetario, un autor que sería el objeto perfecto para un estudio en profundidad de lo que hoy llamaríamos ecohistoria o historia ambiental.

Inicia uno de sus libros, el 12º, dedicado a los árboles, en ese mismo espíritu de fascinación ante el ser humano. En sus orígenes nos dice que los seres humanos vivían en los bosques, y se vestían y alimentaban de los árboles, tal como ocurre con determinados grupos contemporáneos. Tanto es de admirar, entonces, continúa, que de un principio tan sencillo se haya llegado a hendir las montañas para extraer sus mármoles, a viajar hasta los chinos (seres) por ropa, a buscar perlas en las profundidades del Mar Rojo o esmeraldas en las mismas entrañas de la tierra. Y que para adornarnos con esas piedras preciosas se hayan pergeñado esas heridas que nos hacemos en las orejas, porque no se había tenido por suficiente llevarlas en las manos, el cuello y el pelo, había que insertarlas también en nuestra propia carne.

Las gentes procedentes de tantos lugares de los que nos habla Dión habían surcado el mar espumoso y las erizadas olas, y su lenguaje y sus pensamientos recogían y trasmitían mucho más que la belleza de los lugares, la condición de sus habitantes o sus aficiones deportivas. Gentes como Plinio podían maravillarse de todo ese trasiego aquí y en otros muchos de sus textos y de la extraña condición humana y describir mucho más que aquello con lo que se comerciaba, entre otras cosas, con ayuda de las informaciones de comerciantes y viajeros.

Su mundo desborda el de Sófocles, cinco siglos anterior, y no sólo en el alcance de esa mirada que permite llevar ahora el asombro sobre el ser humano hasta los lejanos Seres y sus sedas gracias, como ya sabemos, entre otras cosas al emperador Wu, o maravillarse ante las heridas que nos infringimos en el cuerpo para clavar allí piedras brillantes. La mirada es planetaria.

También lo desborda en cómo llega la información en todos esos mundos de los que hablamos y las maneras en las que se multiplican las formas de comunicación escrita. Él, un obseso radical de la lectura y de la escritura, habla del material esencial con el que se escribe en su tiempo, el papiro, y da informaciones riquísimas sobre él. Se hubiera fascinado sin duda de que en China unos años después de su muerte el Director de los Talleres Reales, Cai Lun, presentara ante la corte un nuevo invento, el papel, El Hou Hanshu nos da la fecha exacta, 105. Y Plinio fue testigo de que en su época en Roma el rollo estaba dando lugar al libro tal como lo entendemos hoy, que hace más fácil todo. No es solo que se facilite la circulación del saber y la información o la acumulación de información por Estados e individuos. Tienen sentido en un mundo donde los Estados acumulan documentos, muchos leen y muchos escriben, y no solo textos sesudos, que también.

Plinio el Viejo sabía sin duda algo que nosotros también hemos descubierto en papiros egipcios: los intercambios de cartas de los marineros de la flota de la que es almirante con sus familias. Y cabe añadir a esto los escritos que mandan otros militares, como los legionarios en Vindolanda, en la muralla de Adriano en la Isla de Gran Bretaña. Al otro lado del mundo que nos interesa, no nos sorprenderá encontrar también escritos y documentos de soldados chinos conservados en el árido mundo del Tarim.

Fue también. Como he apuntado antes, un tiempo de acumulación y profundización en muchos saberes gracias a esa cultura escrita. No debería sorprendernos que sea una mujer china, Ban Zhao, hermana del general Ban Chao, la primera mujer del mundo de la que conservamos un texto que reclama para las niñas el acceso a ese conocimiento, a poder generar la mirada al mundo que nos abre una habitación hacia dentro, ni debería sorprendernos que hubiera reivindicaciones similares, de hombres y mujeres, en el mundo romano.

Decía Antonio Gramsci que todo ser humano es un intelectual. Dotados de la palabra y del pensamiento cada uno de nosotros somos pura circulación de informaciones y de reflexiones. Nosotros somos el medio y el mensaje. Podríamos decir: un extraño medio en el que se mezclan rejas, esmeraldas y heridas, escritos, cartas y saberes, curiosidad, esperanza y miedo, crueldad, compasión e indiferencia. 

Hace dos mil años Afroeurasia se comunicó de parte a parte y se transmitieron mucho más que virus y mercancías. Se puso, entre otras cosas las bases de dos milenios de encuentros y de esta última globalización de la que muchos soñamos que salga un mundo que se le parezca al menos en una cosa: que sea a muchas voces y no solo a una, que haga despertar la conciencia de la fragilidad nuestra, la de los seres sintientes que nos han acompañado y nos acompañan y de una naturaleza que no hemos aprendido a sentir suficientemente nuestra en esta extraña y frágil  nave planetaria en la que nos desplazamos por esos  espacios que suponemos infinitos.

 

Bibliografía

 

El texto y la conferencia reflejan componentes de la publicación en prensa del autor A orillas del Tiempo. Historias entre mundos dos mil años atrás. Madrid, Editorial Siruela. 2024. Otras publicaciones en la Web de la Universidad de Málaga: https://www.uma.es/ciencias-historicas/info/56488/fernando-wulff-alonso/

 

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