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Domingo, 24 de noviembre de 2024
Jornadas sobre la antiguedad
LA GUERRA EN LA ANTIGUA GRECIA
Antropología de la guerra en la antigua Grecia

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Como ocurre con otros términos que se utilizan con pretensión de alcance universal, el de ‘guerra’ puede crear el espejismo de que bajo este nombre nos referimos a un mismo fenómeno con existencia en las más diversas culturas y situaciones históricas. Conviene empezar precisando que a eso a lo que nos referimos con el término ‘guerra’, si bien manifiesta pulsiones naturales o espontáneas, es no obstante una actividad humana modelada culturalmente, es un fenómeno cultural que, en calidad de tal, sólo puede ser entendido en los contextos históricos y culturales en que se desarrolla. Nada más ilusorio que perseguir la comprensión de ‘la guerra’ en estado natural o puro.

En este sentido, para acercarnos a una visión de la guerra en la Grecia antigua tenemos que poner de relieve el hecho fundamental de que, a partir del surgimiento de las poleis griegas, el fenómeno bélico no se puede separar del conjunto de instituciones que contribuyeron a reforzar las estructuras comunitarias y en particular el desarrollo de la concepción de la ciudad-Estado. El modo occidental de guerra y su papel capital en la génesis y en el reforzamiento de las estructuras estatales  modernas tiene su nacimiento en este contexto de la polis griega.

El concepto de guerra, en el momento de apogeo de la polis griega, no abarca todos los fenómenos de violencia social. En palabras de Yvon Garlan, “implica un enfrentamiento entre comunidades políticas distintas, que exigen de los que participan en ella a título colectivo un compromiso global; supone, por otra parte, que las comunidades enfrentadas manifiesten la preocupación y estén en condiciones de imponer a sus representantes el respeto de un cierto código de guerra que fue (...) tan apremiante en su principio como vago en sus aplicaciones [1].

Esta concepción de la guerra está profundamente marcada por el surgimiento y desarrollo de un marco de convivencia propiamente político, dentro del cual se articula de un modo nuevo la solidaridad social, y que acarrea la disgregación de los lazos tradicionales que aseguraban la cohesión interna de las comunidades.

En la Grecia de las poleis la guerra es un estado normal, y la paz es más bien una tregua, una interrupción precaria de ese estado de guerra [2]. Este hecho se refleja en los términos que utilizaban los griegos de esta época para designar esos periodos o situaciones de excepción. La expresión “concluir la paz (eirhnh)” es rara [3]. Las palabras empleadas frecuentemente son spondaí o xymbasis; la una hace referencia a las libaciones, la garantía religiosa que sella un compromiso recíproco, la otra designa el acuerdo mismo. También, con este sentido de ‘acuerdo’ encontramos términos como xynthekai ‘tratados, pactos’, u homología, con un sentido más general de ‘acuerdo’.

Este espíritu de lucha que lleva a las ciudades a la guerra es una manifestación de una potencia de enfrentamiento que desempeñaba un papel predominante, además de en el campo de batalla, en relaciones humanas como las competiciones de los Juegos, los procesos judiciales, los debates de las asambleas, etc. Incluso la Naturaleza se llega a ver como terreno de juego de esta fuerza de la contienda, a la que se referían los griegos con los distintos nombres de Pólemos, Eris, Neikos. Esta concepción agonística de hombre, de las relaciones sociales, de las fuerzas de la naturaleza, tiene raíces profundas en la cultura griega, y se manifiesta de un modo claro en el ethos heroico, propio de la epopeya, que nos muestra un modo de concepción del enfrentamiento bélico anterior y distinto al de las polis clásica.

El primer texto escrito en lengua griega que ha llegado hasta nosotros es un poema de tema bélico, que reúne cantos que durante siglos se venían transmitiendo de modo oral: La Ilíada de Homero (VIII a. C.). La sociedad que reflejan los poemas homéricos es, en expresión de O. Murray, “una sociedad competitiva de rango”. 

Los personajes que dominan la escena son una especie de ‘señores de la guerra’, con una red de obligaciones mutuas, con un equipo militar propio, que no les sometía a ningún poder centralizado superior a ellos. La aristocracia guerrera era un grupo de iguales, y el juramento de philotes que prestaban con motivo de una expedición conjunta no implicaba sometimiento o dependencia incondicional a un dirigente supremo. 

Es importante destacar este aspecto porque, como escribe J. P. Vernant: “Para que la función guerrera se integre en la polis y desaparezca, ha sido necesario primero que se afirme en su autonomía, que se libere de su sumisión a un tipo de estado centralizado, que implica un orden jerárquico de la sociedad, una forma ‘mística’. Entonces podían elaborarse, en el seno mismo de los grupos guerreros, las prácticas institucionales y los modos de pensamiento que debían conducir a una forma nueva de estado, siendo la polis simplemente ta; koinav, los asuntos comunes del grupo, regulados entre iguales por un debate público (...). La aparición, con la ciudad, de un plano propiamente político superponiéndose a los lazos de parentesco, a las solidaridades familiares, a las relaciones jerárquicas de dependencia, aparece así como la extensión al conjunto de la comunidad de un modelo de relaciones igualitarias, simétricas, reversibles, que se ha desarrollado en una larga medida en los círculos guerreros [4]. 

Pero el paso de la condición del guerrero homérico a la función guerrera integrada en la polis exige un cambio, además de político, ético de gran envergadura. Empezaremos por acercarnos al mundo del héroe épico, para luego ver las continuidades y los cambios que se producen con la emergencia de la polis en la manera de considerar la guerra, los valores a ella adscritos y los modelos y funciones del comportamiento bélico.

En el mundo homérico domina una ética individualista y agónica. En los poemas de Homero el peso del combate recae en una élite de individuos. Los promacoi, ‘los que combaten en primera línea’ son elegidos entre los aristoi, los nobles, los señores de la guerra que poseen armas y tierras. Aristoi” es el superlativo de agaqos”, bueno, y significa “excelente”, “el mejor” en algo (en este caso, en nacimiento y rango). Aristoi, nobles, se relaciona con ajrethv, “cualidad sobresaliente”, “mérito”, “perfección”, “excelencia”. Una obligación de los nobles y caudillos pertenecientes a este rango es la de aristeuein, “sobresalir en el valor guerrero”. La lengua homérica llama a estos combatientes aristocráticos hroes, héroes, y también aristhes Es decir, la ética individualista y agónica de la Ilíada es de carácter aristocrático.

El epos homérico, aparte de definir al héroe, aseguraba la pervivencia de su excepcional status por medio de los poemas en los que se cantaban sus hazañas. El aedo que cantaba los hechos heroicos, en su condición de portavoz de un mundo divino, otorgaba al personaje que los protagonizaba una preeminencia que transciende el mundo de lo cotidiano. El aedo transmite el kleos, la gloria, de los héroes. Etimológicamente kleos está emparentado con el verbo kluv, oír, y debería haber significado “lo que es oído”. “Lo que es oído” viene a querer decir “gloria”, ”fama”, porque el aedo mismo utiliza esta palabra para referirse a lo que oye de las Musas, que es lo que él transmite a través de su canto a la audiencia. En el canto II de La Ilíada el poeta hace explícita la razón de  su invocación a las Musas añadiendo “pues vosotras sois diosas, y lo presenciáis y lo conocéis todo, mientras que nosotros oímos tan sólo la fama (kleos) y nada cierto sabemos”(Ilíada II, 485-486). El poeta, de este modo, es un personaje excepcional que confiere gloria [5].

Los héroes, como hemos visto, pertenecen a una capa social determinada. Homero nos ofrece una clara definición de su función y de su deber en el pasaje de la Iliada que cuenta el discurso que Sarpedón dirige a Glaucos, en la batalla cerca de las murallas: “¡Glauco! ¿Por qué a nosotros nos honran en la Licia con asientos preferentes, manjares y copas de vino, y todos nos miran como a dioses, y poseemos campos grandes y magníficos a orillas del Janto, con viñas y tierras de pan llevar? Preciso es que ahora nos sostengamos entre los más avanzados y nos lancemos a la ardiente pelea, para que diga alguno de los licios, armados de fuertes corazas: ‘No sin gloria imperan nuestros reyes en la Licia; y si comen pingües ovejas y beben exquisito vino, dulce como la miel, también son esforzados, pues combaten al frente de los licios’. ¡Oh amigo! Ojalá que, huyendo de esta batalla, nos libráramos para siempre de la vejez y de la muerte, pues ni yo me batiría en primera fila, ni te llevaría a la lid, donde los varones adquieren gloria; pero como son muchas las clases de muerte que penden sobre los mortales, sin que estos puedan huir de ellas y evitarlas, vayamos y daremos gloria a alguien o alguien nos la dará a nosotros”. (Ilíada XII, 310-328).

Aquí se pone de manifiesto una concepción radical del honor, la timh. La verdadera razón de la hazaña heroica parece ser la de escapar a la decrepitud que conlleva el envejecimiento y la muerte. Arriesgando su vida en el combate el héroe conquista el kleos afqiton, la gloria imperecedera, que le inscribe en la memoria colectiva de la comunidad, y su muerte prematura le abre el acceso a una inalterable juventud [6]. La disyuntiva heroica la plantea claramente Aquiles cuando dice: “si me quedo aquí a combatir en torno de la ciudad troyana, no volveré a la patria tierra, pero mi gloria será inmortal; si regreso, perderé la ínclita fama, pero mi vida será larga, pues la muerte no me sorprenderá tan pronto”. (Ilíada IX, 410 ss). La timh, el honor, del héroe va más allá de la timh ordinaria que se materializa en honores efímeros y relativos (cf. el rechazo por parte de Aquiles de los regalos que Agamenón le ofrece para que desista de su postura).

La gloria imperecedera, cuya obtención es la aspiración máxima del héroe, supone la existencia de una tradición de poesía oral que funciona como memoria social y como transmisora de la cultura compartida por la comunidad. En el ‘mundo de Homero’, honor heroico y poesía épica son indisociables. La función poética, con su papel educador, mantiene vivo en el corazón de una cultura oral el honor heroico. Para que el héroe alcance de este modo la inmortalidad a través del kleos afqiton, de la gloria imperecedera, en la memoria de las generaciones futuras, además de ser celebrado en un canto que no perecerá, es preciso “que su cadáver haya recibido su parte de honor, el gras thanonton (Il. 16, 457 y 675), que no haya sido privado de la time` que le hace acceder al estatuto social de muerto , aunque permaneciendo portador de valores de vida, de juventud, de belleza, que el cuerpo encarna y que han sido, sobre él, consagrados por la muerte heroica [7]. Es decir, el héroe se inscribe y perpetúa en la memoria social de dos maneras: en el canto épico y en el mnhma, el memorial funerario que consiste en la edificación de una tumba y la erección de un shma o túmulo [8].

Los enfrentamientos bélicos a los que los héroes se entregan no son conflictos que representen y conciernan al pueblo (démos) en cuanto tal. Se podría decir, por tanto, que este tipo de guerra se sitúa en un plano a-político. En este sentido observa Yvon Garlan que “del mismo modo, esta acción busca imponer en el adversario un estado de hecho de amplitud limitada, y no una nueva situación de derecho que le afecte en tanto que colectividad. Tiene el aspecto de una operación de razzia sobre los límites territoriales, o de una operación de piratería marítima, y se termina con el acaparamiento del botín [9]. Conviene hacer resaltar este aspecto de limitación de la guerra heroica.

En cuanto al botín, hay que advertir que no era apreciado únicamente por los beneficios materiales que acarreaba, sino que era valorado fundamentalmente como expresión material del reconocimiento y honor que se atribuía al adjudicatario de una parte del mismo. El geras, ‘presente de honor’, ‘privilegio honorífico’, designaba propiamente la especial porción del botín que los caudillos se asignaban antes del reparto general. La precedencia en la partición era signo de superioridad, bien de rango y de función (Agamenón), bien de valor y de hazañas (Aquiles), y la parte del botín así elegida era la materialización de la timh, del honor. La élite se distinguía del resto porque sólo a ella le correspondía el gevra como marca de prestigio. A los demás lo que se echaba a suertes a partes iguales en el reparto posterior. Por eso cuando Agamenón le arrebata Briseida a Aquiles, no le está privando al ‘mejor de los aqueos’ sólo de una esclava, sino que está atentando contra su timh, privándole de una marca de prestigio por la que se le reconoce su calidad de héroe.

La Ilíada, como ha mostrado James Redfield en su excelente estudio [10], es una exploración de los límites y contradicciones del ideal heroico. El guerrero se encuentra en una posición de liminalidad en relación a su comunidad: encarna el ideal heroico compartido por todos, pero su realización le exige entregarse a un universo de violencia, de muerte, de sangre, de mancha, que le excluye de los suyos. El héroe ocupa la posición ambigua de ser al mismo tiempo el representante de las expectativas colectivas y un individuo que persigue su propia gloria como fin supremo. La guerra es una penosa necesidad para mantener el grupo a salvo. Pero en la medida en que los héroes constituyen una élite y persiguen el prestigio que se liga a ella como un fin en sí mismo, la guerra se convierte para el guerrero en un valor positivo. Glaucos y Sarpedón, a los que nos hemos referido antes al tratar de la definición del héroe, no aparecen en la Iliada defendiendo a sus compatriotas, los licios, sino combatiendo lejos de su patria para mantener su posición privilegiada en el seno del grupo. Para J. Redfield, esta es la paradoja central que nos muestra la Iliada: de la necesidad de llevar una lucha defensiva nace una ética del guerrero que conduce a la guerra de agresión y amenaza la seguridad.

Con el surgimiento y desarrollo de las ciudades se lleva a cabo una gran transformación en el modo de hacer, de concebir y de valorar la guerra. A fines del VIII o principios del VII a. C., coincidiendo con los comienzos de la poesía lírica, se produce la llamada ‘reforma hoplítica’ que permite que la mayor parte de las ciudades griegas adopten un tipo de armamento nuevo: coraza de bronce, lanza de estoque, grebas, casco ‘corintio’, escudo. La función guerrera deja de ser el privilegio de los nobles y pasa a ser atribución de todos los que pueden costearse el equipo hoplítico (mayormente pequeños campesinos propietarios). El ejercicio del poder político se extiende de este modo a un mayor número de personas. La condición de ciudadano y la de soldado se confunden, pues sólo el que podía costearse su equipo militar gozaba de derechos políticos plenos y podía participar en las asambleas populares.

En el nuevo modo de combatir se elimina la distancia ‘crítica’. No se ataca de lejos con jabalina, sino que se busca el ataque y choque frontal en formación, en falange (falagx  tiene como sentido primero el de ‘cilindro grueso de madera’, ‘rodillo’) compuesta de soldados de infantería.

La gran innovación del equipo, y la que termina dando su nombre al infante, era el escudo (to oplon), redondo de madera, de unos noventa centímetros de diámetro y de aproximadamente siete kilos de peso. Protegía el lado izquierdo del hoplita y defendía la parte derecha, que se encontraba sin protección,  del que se situaba a su izquierda en la fila de la apretada formación de la falange. El escudo tenía una correa o anillo por donde se pasaba el brazo (povrpax) y una agarradera (antilabh) “la segunda empuñadura interna sin la que la falange en tanto que unidad táctica no existe” [11]. Victor Davis Hanson señala, sin embargo, como fundamental en este sentido la concavidad y la banda circundante externa de bronce que permitía descansar el brazo apoyando el escudo en el hombro izquierdo, así como, apoyándose en los de adelante, hacer fuerza para empujar en el momento del choque, pues “se creía que el peso acumulado y la densidad de la formación procuraban una fuerza de estabilización decisiva, en sentido a la vez físico y psicológico, a los hombres que, los primeros, afrontaban la terrible carga del enemigo [12]. Este autor insiste en lo poco ventajoso que era este escudo, con respecto a los modelos anteriores, para escaramuzas o luchas individuales del combatiente, y, “lo que es más importante todavía, no podía hacer pasar fácilmente el escudo sobre su espalda, como lo podía hacer con los precedentes, para protegerse cuando daba media vuelta para emprender la huida [13], pero esto era un inconveniente menor puesto que la misión del hoplita era la de aguantar en formación y empujar hacia adelante.

El casco ‘corintio’ (de 700 a 500 a. C.), que cubría la cabeza y la mayor parte del cuello, era de bronce y pesaba unos dos kilos. Al encerrar los ojos, la nariz y la boca, y no tener abertura para las orejas, molestaba para ver y oír, creando así un aislamiento que exigía que cada individuo buscara ligarse estrechamente con sus compañeros.

No sabemos realmente si este nuevo equipo produjo el cambio radical en la táctica de la batalla que tomó cuerpo en la formación de la falange, o si fue a la inversa. Lo que sí es evidente es la estrecha relación entre este equipo militar y la nueva formación guerrera. Los hombres formaban en columnas, generalmente de ocho en fondo. La concentración de los escudos delante, detrás y a los lados proporcionaba una valiosa protección mutua.

Ya Max Weber [14] señalaba que donde se refleja del modo más claro el cambio que produce la aparición del hoplita es en el plano del comportamiento. Al comportamiento del héroe de la epopeya, caracterizado por la hazaña singular y el estado de furor, la falange hoplítica opone una acción colectiva de una formación de hombres con la misma disciplina (cf. Herodoto VI, 111, 112; VII 104; IX, 31; Tucídides. V, 66 ss, 70). El sentido técnico de la posición ocupada por el hoplita implicaba valores éticos de dominio de sí (swfrosunh), de disciplina y de orden. Aparece el aulhths, el flautista que marcaba el ritmo con el que todos los combatientes marchaban, codo con codo, al mismo paso. En el siglo VI se extiende el gimnasio donde los ciudadanos se pliegan a la disciplina de marchas y contramarchas [15]. Es decir, la transformación radical que se opera en esta época va más allá de la mera innovación en la técnica militar, y alcanza a toda la vida social. La camaradería y la solidaridad que fomentaba la falange, y los éxitos que esta formación cosechaba en los enfrentamientos bélicos, reflejaban una confianza creciente de los nuevos hoplitas-ciudadanos en su papel de gobernar colectivamente la ciudad [16]

El espíritu y moral de cuerpo, además de por las características del nuevo armamento, era alimentado por dos hechos que conviene subrayar: por una parte, el strathgos”, el general al mando de la falange, participaba en el combate, dando así ejemplo y ánimo a los soldados; por otra parte, la mayoría de las veces, los hombres se colocaban en la falange junto a sus amigos y familiares (padres, hijos, hermanos, primos). Esto hacía que el hoplita, aparte de por la seguridad de la polis y de su explotación agrícola, se entregara al combate y aguantara sus horrores por los hombres que se encontraban delante, detrás y junto a él [17]

Los hoplitas que participaban en la guerra formando parte de las falanges eran ciudadanos en edades comprendidas entre los dieciocho y los sesenta años. La presencia de hombres de avanzada edad, el parentesco y la amistad jugaban un factor importante y aportaba dignidad al mantenimiento de la posición a la hora del horroroso choque frontal. De este modo se dirigía Tirteo, el poeta lírico del VII, a los espartanos cuando la segunda guerra de Mesenia:  “Luchemos con ánimo todos por esta tierra, y muramos / por nuestros hijos sin reparar en la vida. / Jóvenes, hala, luchad con firmeza, hombro con hombro, / no empecéis la infame huida y el miedo, / hacéos, dentro del pecho, el ánimo grande y robusto, / no penséis en la vida peleando en el frente; / y a vuestros mayores, que ya no tienen rodillas ligeras, / no huyáis dejándolos a ellos atrás, a los viejos./ Pues abochorna, que yazga, caído en vanguardia, un guerrero, / siendo un hombre mayor, delante de jóvenes, / quien ya blanco el cabello y la barba llena de canas , / está exhalando su alma valiente en el polvo, / y tiene en el puño sujetas las partes, bañadas en sangre / -dan vergüenza a los ojos y es malo de ver-, / y desnudas las carnes. Mas todo a un joven le cuadra / en tanto conserva la flor de la juventud. / Los hombres se encantan de verlo y lo quieren bien las mujeres, / mientras aún vive, y lo admiran, si cae en vanguardia, / Hala, estad firmes, abrid bien las piernas, clavad en el suelo/  ambos pies, y morded con los dientes el labio [18].

En este periodo de aparición de los hoplitas y de la táctica de la falange, cerca del 80% de los ciudadanos del mayor número de ciudades antiguas estaban dedicados a los trabajos del campo. Victor Davis Hanson sostiene que las batallas de los hoplitas eran luchas entre pequeños hacendados que, por las exigencias propias del trabajo agrícola (recolección de olivares, vides, cereales) buscaban, de común acuerdo limitar la guerra y la matanza a un enfrentamiento único y breve. Eran por tanto “batallas”, más bien que guerras, que podían durar una o dos horas y que tenían lugar en el verano. No eran guerras de conquista, ya que los combatientes no perseguían una victoria final, en el sentido moderno del término, ni el avasallamiento del pueblo derrotado. Terminada la batalla los vencedores erigían un trofeo o una estela y regresaban a su casa [19].

Me parece de interés poner de relieve algo que este autor enfatiza: el hecho de que los hoplitas marchaban a la batalla, no tanto por la defensa de sus recursos vitales o de las casa de sus ancestros, sino más bien por una idea: ningún enemigo debía atravesar sus campos sin encontrar oposición. No se podía permitir que la tierra ancestral fuera pisada por otros, tenía que permanecer inviolada (aporqhtos) [20].

Los griegos de las ciudades fueron el primer pueblo de la Tierra que combatió en batalla ordenada, agrupándose codo con codo como iguales en formación, desarrollando un ataque frontal  en el que no se debía, a pesar de las heridas, ceder terreno hasta que el enemigo se hubiera desbandado o ellos mismos murieran en la posición que habían ocupado. 

Esta manera de combatir llamó la atención de los persas, como testimonia Heródoto al relatar las siguientes palabras que Mardonio le dirige a Jerjes: “Sea como fuere, según mis informes, los griegos por su arrogancia y estupidez, tienen por costumbre entablar combates de la manera más insensata: cuando se declaran entre sí la guerra, los contendientes buscan a toda costa el terreno más aprovechable y despejado, y bajan a luchar allí, de manera que los vencedores acaban retirándose con elevadas pérdidas y, acerca de los vencidos, huelga que diga nada, pues, como es natural, resultan aniquilados. Dado que esas gentes hablan la misma lengua, deberían dirimir sus diferencias apelando a heraldos y mensajeros, o por el medio que fuese, antes que en el campo de batalla. Y, si fuera absolutamente necesario que, entre sí, recurriesen a la guerra, deberían buscar a toda costa un lugar en el que ambos bandos resultasen prácticamente imbatibles y medir allí sus fuerzas” (Heródoto VII, 9, 2).

Este tipo de guerra se extiende desde el siglo VII al V a. C., pero en éste último siglo el carácter limitado y el precario equilibrio de las batallas entre ciudades griegas se ve transtornado por dos acontecimientos. Por una parte, las dos grandes invasiones persas de principio del siglo V enfrentaron a los griegos con un gigantesco ejército formado por tropas orientales con un equipo y tácticas nuevas (caballería, armas de tiro, infantería armada de distinto modo), contingentes especializados y objetivos de un mayor alcance. Las batallas fueron más largas y violentas (Maratón, Platea) que las que hasta entonces se habían desarrollado entre griegos, y lo que estaba en juego era el estatuto del mundo helenófono.

Por otra parte, el carácter excepcional de las ciudades de Esparta y Atenas, la una con sus hilotas que trabajaban los campos, la otra con su imperio marítimo y con la mayoría de artesanos, comerciantes y modestos hombres de negocios, les hacía no estar constreñidas por las restricciones que impedían a las comunidades de pequeños campesinos convertir las batallas en guerras de aniquilación total y de conquista. La preocupación por volver al trabajo agrícola, o por el agotamiento del capital en la guerra, no les obligaba ya a limitar la guerra.

Es decir, a partir del siglo V el modelo de batalla hoplítica que hemos comentado cede terreno a unas nuevas formas de guerra. Sin embargo, el deseo de asestar golpes mortales y mantenerse con firmeza en el puesto de combate, sin batirse en retirada ante cualquier tipo de ataque, ha marcado la mentalidad de los ejércitos en Occidente.

He empezado haciendo una observación acerca del problema de la definición unívoca del término ‘guerra’, referido a situaciones de enfrentamiento entre comunidades, por cuanto puede llevar a dejar en la sombra diferencias de naturaleza cuyo alcance social y ético es central. He comenzado también señalando el carácter casi permanente de la guerra entre las poleis griegas. 

En este esquemático recorrido, a vista de pájaro, he querido destacar las diferencias entre los modos de hacer y concebir la guerra en la Grecia antigua. Quiero terminar poniendo el acento, sin embargo, en una tendencia presente en esta fase de la cultura griega a la que me he referido y que desaparecerá posteriormente. Lo que sobrevivió como herencia de la batalla hoplítica en las épocas helenística y romana, y ha llegado a través de toda la historia de Occidente hasta nuestro siglo, fue menos la forma o la moral que el espíritu de la guerra griega. El espíritu agonístico, el ardiente deseo de llegar a un resultado neto en los enfrentamientos, aun a costa de muertes y horror, parece que permanece en el corazón del hombre blanco del siglo XX. Sin embargo, es esencial recordar que la preocupación de los griegos era la de terminar el combate rápidamente y sin que concerniera la vida cotidiana de sus familias, ni afectara a su cultura y vida civil.

Quiero terminar enfatizando esta intención de limitar la guerra como una diferencia ética con la guerra tal como se desarrollará posteriormente. Hemos heredado de los griegos la idea de la batalla como noción heroica, pero la hemos aislado del contexto real en el que se desarrollaba aplicando su espíritu agonístico a una situación histórica y a unos teatros de operaciones completamente diferentes tanto en sus características como en los peligros que encierran.

“Que no hay hombre de valer en el campo de guerra / más que el que osa presenciar la matanza sangrienta / y se lanza a enfrentarse de cerca al feroz enemigo” escribía Tirteo, el poeta lírico del siglo VII, a los espartanos durante la segunda guerra de Mesenia.. 

Estos versos, que pueden parecer un canto al horror, si los situamos en el contexto de la batalla hoplítica reflejan sin embargo una moralidad: “la idea de que la imagen de la guerra no debe jamás ser otra cosa que la del cuerpo a punto de caer y las heridas abiertas”. Como señala Victor Davis Hanson, quien insiste en la brevedad de la duración de las batalla (una o dos horas) y observa que, aunque en ellas centenas de hombres encontraran una muerte cierta, “la intención, al menos, era limitar la guerra más bien que glorificarla, y por consiguiente salvar más bien que aniquilar vidas. La contemplación de los cadáveres de los soldados muertos, el intercambio de los cuerpos, la erección del trofeo sobre el campo de batalla, el hecho de que no hubiera persecución organizada y continuación de la masacre, y por encima de todo, el acuerdo mutuo para atenerse a la decisión obtenida en el campo de batalla eran otros tantos elementos rituales concebidos para reforzar la idea que la continuación de la matanza no era solamente insensata, sino igualmente inútil. Sin duda alguna, todo combatiente que continuaba era una injuria para los valores tradicionales y para los que habían caído unas horas antes y yacían, inertes, sobre el campo de batalla” [21]

Cuán lejos de esta concepción de la batalla hoplítica, en la que los bienes y la cultura de los vencidos permanecían intactos después del enfrentamiento, está el espíritu de los tiempos modernos que se dedica a la investigación de los medios que permitan extender el combate al conjunto de la organización social misma y poner en peligro, en nuestra era nuclear, la civilización en su conjunto.

 

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[1] Yvon Garlan, 1972, La guerre dans l’Antiquité, Nathan, París, pág.11.

[2]Atenas, por ejemplo, durante el siglo y medio que va de las guerras médicas (490 y 480-479) a la batalla de Queronea (338), guerreó una media de más de dos años sobre tres, sin jamás disfrutar de la paz durante diez años seguidos.” Ibíd. pág. 3.

[3] Encontramos dos ejemplos en Heródoto y dos en Tucídides.

[4] J. P. Vernant, 1968, Problèmes de la Guerre en Grèce ancienne, Editions de l’Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales. Reimpr. 1985, París, pág. 29.

[5] Demódoco, el poeta ciego de los feacios, que es impelido por la Musa a cantar las glorias de los hombres (klea andrwn) es un ejemplo claro de esta función del aedo (Od. VIII 72-82).

[6] A este respecto, J. P. Vernant, “La belle mort et le cadavre outragé”, en G. Gnoli y J. P. Vernant, (eds.) La mort, les morts dans les sociétés anciennes, Cambridge Univ. Press y Editions de la Maison des Sciences de l’Homme, París 1982, especialmente página 53.

[7] Ibíd. pág. 64.

[8] El antropólogo Joseba Zulaika, en su libro Violencia vasca: metáfora y sacramento (ed. Nerea, Madrid 1990) equipara al militante etarra con el héroe homérico (p.118), y la estructura cultural de un pueblo guipuzcoano  de hoy (es decir, de una región industrial, nada aislado, con televisión...) con la cultura de la sociedad homérica. En esto insiste a modo de recapitulación al final de su libro: “Este libro es el intento de un nativo por llevar a cabo una apreciación similar de la experiencia paradójica que constituye la violencia política en Itziar. Es una recomposición de la estructura cultural básica en que se sitúa esta violencia y de las actitudes ideativas y emocionales de los habitantes de Itziar ante el fenómeno. En algunos momentos me ha parecido estar describiendo una sociedad homérica donde la lucha por los derechos de la comunidad eran un deber humano inalienable”.



Esta equiparación es un claro despropósito que tiende a presentar supuestos elementos de “la estructura cultural básica” (?) con un peso condicionante de la violencia etarra similar al que la sociedad homérica ejercía sobre  la acción heroica, cuando son realidades incomparables en este sentido. 

Para hacerlas comparables habría que omitir u ocultar que el militante de ETA: no nace en una capa social que le obliga a la hazaña heroica, a combatir en primera fila; no lucha contra el adversario frente a frente, sino que mata a escondidas; no forma parte de una sociedad oral (no hay que confundir el sector analfabeto de una sociedad dominada por la escritura con una sociedad de tradición oral); no goza de sanción divina (Musas), ni su fama se inscribe en el mismo corazón de la sociedad para siempre (inmortalidad); no constituye tampoco un modelo compartido por el conjunto de la sociedad, sino que es rechazado por la mayor parte de ella que comparte valores opuestos (como lo refleja la clandestinidad obligada de los etarras, las penas de cárcel con que la sociedad ‘premia’ sus acciones). 

[9] Op. cit. pág. 12.

[10] Nature and Culture in the Iliad: the Tragedy of Hector, The University of Chicago Press, Chicago and London, 1975 (hay traducción española).

[11] M. Detienne, “La phalange. Problèmes et controverses”, en J. P. Vernant (ed.) Problèmes de la Guerre en Grèce ancienne.

[12] Victor Davis Hanson, 1989, The Western Way of Warfare, Nueva York (trad. francesa, Le modèle occidental de la guerre. La bataille d’infanterie dans la Grèce classique, Les Belles Lettres, París 1990, pag. 57). Entre los estudios recientes de la guerra en Grecia  merece destacarse este libro de muy recomendable lectura. En lo que sigue recojo algunas de sus interesantes aportaciones.

[13] Ibid. pág. 56.

[14]  En el capítulo “La disciplina y la objetivización del carisma” de su libro Economia y sociedad (1922).

[15] Ver M. Detienne, op. cit. pág. 122.

[16] Como un contrapunto, y para no caer en el espejismo de la homogeneidad y uniformidad cultural que muchas veces dan historiadores y antropólogos, podemos traer a colación el caso de Arquíloco de Paros, cuya actuación no sólo va en contra de estos valores sino que además se enorgullece en cierto modo de ella al hacerla pública y objeto de su poesía. Así canta este poeta: “Algún Sayo alardea con mi escudo, arma sin tacha, que tras un matorral abandoné a pesar mío. Puse a salvo mi vida. ¿Qué me importa el tal escudo? ¡Váyase al diantre! Ahora adquiriré otro no peor”. (3 (6D)) El honor militar, el renombre son el blanco de su ironía: “Ningún ciudadano es venerable ni ilustre cuando ha muerto. El favor de quien vive preferimos los vivientes. La peor parte siempre toca al muerto”. (18 (84 D)). “Siete son los muertos, que a la carrera alcanzamos, y los matadores somos mil” ((22 (81 D) ).

[17] Ver Victor Davis Hanson, op. cit. especialmente pág. 160 ss.

[18] Traducción de Juan Ferraté.

[19] Ibíd. cap. Iv, especialmente págs. 65-66.

[20] Ibíd. págs. 27-28.

[21] Victor Davis Hanson, op. cit. pág. 282.

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