Introducción
Estoy muy agradecido a los organizadores de este encuentro por haberme invitado a hablar, tan lejos de mi casa, de un personaje como Cicerón: uno de los intelectuales antiguos con los que la cultura europea está más en deuda y cuya obra, precisamente por eso, en todo el mundo siempre se ha estudiado con atención desde los puntos de vista más diferentes. Estoy seguro de que aquí, y probablemente en esta misma sala, hay muchos que dedicaron más atención que yo a la lectura e interpretación de los escritos de este autor; tampoco tengo dudas de que en Italia haya estudiosos mucho más cualificados que yo para hablar de él. Así que dudé mucho antes de aceptar esta amable invitación, porque era muy consciente de que ser -como soy en efecto- un convencido admirador de la grandeza de la personalidad de Cicerón de por sí no era una buena razón para emprender sensatamente este viaje. Al final dos consideraciones me indujeron a aceptar. La primera fue que mi presencia aquí sí hubiera puesto en evidencia diversidades y distancia de formaciones y perspectivas culturales, pero también hubiera podido ser una manera (más allá de la calidad de mi discurso) de comprobar si los textos de Cicerón todavía constituyen un instrumento eficaz de comunicación entre culturas, diferentes entre sí, pero no ajenas. La segunda razón es que el tema específico que se me proponía -teniendo en cuenta mis actuales intereses en el campo histórico e historiográfico- era quizás precisamente aquel en que una nueva lectura de los pasajes ciceronianos podía resultar menos obvia. He aquí por lo tanto los frutos de esta reflexión.