Moribus antiquis res stat romana virisque
El problema que se plantea es reconstruir el papel que pudo desempeñar la historia -o mejor dicho, la memoria histórica- en la formación y en la manera de ser del hombre político romano y especialmente la manera en que la relación entre historia y política fue vivida y teorizada por Cicerón. Ya desde ahora es evidente (y me apresuro a declararlo explícitamente) que se van a quedar fuera de nuestro campo de estudio todos aquellos aspectos del pensamiento ciceroniano que tienen que ver con la temática de la historia como opus oratorium, es decir la auténtica escritura de la historia; espero que esta falta no se hará notar demasiado en la economía de un discurso que, al conectarse con las lecturas de la obra de Cicerón como las de Pöschl, Rambaud, Ferrero y La Penna, quiere más bien definir los modos de la presencia del pasado en la cultura política romana y en la reflexión politológica de Cicerón.
En efecto, lo primero que hay que decir es que para el desarrollo de una carrera política, la sociedad romana siempre atribuyó una importancia fundamental al hecho de que el sujeto interesado pudiera contar entre sus méritos con una carrera ilustre desempeñada en el pasado por uno o más de sus antepasados. Con esta base podía formar parte por derecho de la nobilitas, es decir esa categoría de familias cuyos miembros ya eran conocidos gracias al nombre que llevaban: un nombre que representaba a priori una garantía para sus conciudadanos que recordaban las hazañas de quien lo llevó en una época más o menos lejana. Se sabe que los funerales de uno de los primores civitatis proporcionaban a su familia de origen la ocasión de representar frente a la ciudadanía una especie de evocación espectacular de la historia de sus antepasados de mayor relieve. Polibio consideraba esta costumbre romana un ejemplo emblemático de la importancia que en esa sociedad tenía la tradición y, en particular, la fuerza de atracción que ejercía sobre las jóvenes generaciones. Sabemos -como también Polibio sabía- que en la mitad del siglo II los valores tradicionales estaban en declive, pero eso no quita que también entonces se siguiera viendo en la continuidad entre pasado y presente, expresada en la perpetuación y renovación periódica de una familia gloriosa, el fundamento de la prosperidad del Estado.
Hasta aquí se perfila la relación indisoluble que, en la costumbre política de la sociedad romana, vincula res gestas con historia rerum gestarum, es decir la convicción de que las hazañas militares y políticas no tienen valor sólo de por sí, sino también porque, al renovarse continuamente en el recuerdo, se convierten en instrumento para estimular y producir nuevas hazañas. Aunque la costumbre del elogio fúnebre no fuera ajena al mundo griego, es justamente en Roma donde se convierte en el momento institucional de la reflexión que la sociedad realiza sobre sí misma, a través de la propuesta concreta de sus propios modelos de vida. Esta reflexión acerca de las virtudes de los grandes del pasado (que Plutarco sugirió en la introducción a la pareja Emilio Paolo-Timoleonte como clave de un proceso de regeneración individual en el que se resume el sentido más profundo del conocimiento histórico) era por lo tanto práctica corriente en la comunidad política romana ya desde las épocas más remotas de su historia. Dionisio de Halicarnaso que veía en esta costumbre uno de los elementos de la superioridad de la cultura romana sobre la griega (de la cual por otro lado en su opinión la primera se derivaba directamente) colocaba dubitativamente su origen al principio de la república, con el discurso del cónsul Valerio sobre el cuerpo de Bruto, pero tampoco excluía la posibilidad de un origen más antiguo. "No sé decir con seguridad si Valerio fue el primero en introducir esta costumbre entre los romanos o si la encontró ya introducida por los reyes y la adoptó; pero sé, en base a mis conocimientos de historia universal (koinè historia), tal como nos la transmitieron los poetas más antiguos y los historiadores más eruditos, que era una antigua costumbre instituida por los romanos para celebrar el valor de los hombres ilustres en el momento de la sepultura y que los griegos no fueron sus autores" (5.17.3). Dionisio añadía que en todo caso los discursos fúnebres griegos (es decir atenienses) tenían un carácter muy distinto de los romanos, porque los primeros alababan el valor mostrado en ocasión de la muerte, mientras que los segundos hacían el balance de una vida virtuosa; por lo tanto estaban dedicados a "todos sus hombres ilustres, que dieron sabios consejos o realizaron nobles acciones como comandantes en la guerra o como responsables de iniciativas políticas y no sólo a quienes murieron en la guerra, sino también a los que encontraron la muerte de cualquier otra manera" (5.17.6). En época imperial, cuando ya desde hacía tiempo, junto con la libertas, se habían oscurecido las virtudes políticas tradicionales de la nobleza romana, Tácito recurrió con fuerza a la tradición de los elogios para aclarar el sentido más auténtico de su propia evocación tardía de la personalidad de su suegro Agrícola: un hombre que supo mostrar como "se puede ser hombres grandes, aún con malos principios" (Agr., 1-3; 42.4).
El carácter de estímulo continuo e insistente de la presencia del pasado en la sociedad romana se expresa de forma emblemática en el famoso verso de Ennio "moribus antiquis res stat Romana virisque" (Fr. 156 Skutsch = 500 V) que se podría traducir en italiano, con la libertad que es necesaria para expresar la riqueza de su inspiración, "La saldezza della civiltà romana dipende allo stesso modo dagli antichi costumi e dagli uomini che li hanno esemplarmente realizzati nelle loro azioni" (Labate) ("La estabilidad de la civilización romana depende por igual de las antiguas costumbres y de los hombres que las realizaron de forma ejemplar en sus acciones"). Según San Agustín, que lo mencionó en el II libro del De civitate dei (2.21), este verso fue citado por Cicerón al principio del V libro del De re publica y veremos como en efecto toda esta obra de Cicerón representa una especie de comentario al mismo. Sin embargo, antes de llegar a Cicerón, también merece la pena recordar que, aunque precisamente en la época en que escribía Ennio (las primeras décadas del siglo II) al lado de la ideología de la antiquitas estaban empezando a surgir comportamientos que revelaban una intolerancia por los valores asociados con esa ideología (Polibio 31.25), sería del todo equivocado pensar que por ello se impusiera una ideología alternativa que contemplara la novedad como un valor positivo. La novitas en Roma siempre representó la negación de un valor, como lo demuestra justamente para esta época, por ejemplo, el debate apasionado en el Senado en el 171 acerca de la nova sapientia de Quinto Marcio Filippo (Liv. 42.47) o, más tarde, la connotación negativa asociada a la idea de homines novi, es decir los ciudadanos que pretendían acceder a cargos públicos sin pertenecer a una familia cuyos antepasados ya los hubieran ocupado en el pasado. Desde este punto de vista, es emblemática la razón por la cual, al principio del siglo I (exactamente en el año 92), los censores Domicio Ahenobarbo y Licinio Craso prohibieron la enseñanza de la retórica latina en Roma: "Nuestros antepasados decidieron qué tenían que aprender sus hijos y en qué escuelas. Estas cosas nuevas, que se hacen contra los usos y las costumbres de los antepasados, no nos gustan o no nos parecen adecuadas (Haec nova, que praeter consuetudinem ac morem maiorum fiunt, neque placent neque recta videntur)" (Suet., De rhet. 1).
En efecto, la violación de las normas de la mos tradicional siempre se consideró la causa principal de la decadencia política de la ciudad. Cicerón, aún siendo él mismo un homo novus, no se alejó de esta orientación de pensamiento, es más: fue uno de sus intérpretes más acreditados. Acabamos de recordar como precisamente del De re publica de Cicerón, a través del De civitate dei de San Agustín (por lo tanto una de esas partes de la obra ciceroniana para las cuales no disponemos del palimpsesto vaticano) procede el fragmento de Ennio que exalta la antiquitas de las costumbres y de los hombres como fundamento de la potencia romana. Merece la pena hacer referencia a todo el contexto ciceroniano (tal como lo reprodujo San Agustín). "¿Qué queda [hoy] de las antiguas costumbres sobre las cuales dijo Ennio que se basaba la potencia romana? Las veo tan caídas en el olvido que no sólo no se cultivan, sino que incluso se ignoran. ¿Y qué tendría que decir de los hombres? En efecto, las costumbres perecieron por carencia de hombres y de esta grave desgracia no sólo tenemos que dar cuentas, sino también defendernos como acusados de un delito capital: en efecto por nuestra culpa y no por un caso fortuito, aunque todavía conservamos de palabra el nombre de Estado, hace tiempo que lo perdimos en la sustancia" (5.1.2). Para San Agustín este pasaje era la prueba segura de que la causa de la ruina romana no podía atribuirse -como pretendían algunos- al cristianismo. Hay que creer que Cicerón le hubiera dado la razón sobre este punto; está claro en efecto que para él la causa de la crisis del Estado no había que buscarla fuera de la sociedad romana, sino en su interior, es decir en el hecho de que las antiguas costumbres culpablemente "se dejaron caer en el olvido (oblivions obsoletos)".