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LA DEMOCRACIA ATENIENSE
¡Todo el poder para la asamblea! 
Comunidad y participación en la democracia ateniense

Itzuli

3. DEMOCRACIA DIRECTA  

Una vez que hemos revisado el concepto de pólis, entenderemos con mayor facilidad, creo, que la democracia que llegó a implantarse en Atenas hubo de ser radicalmente diferente de la nuestra, en tanto que es la democracia de una comunidad sometida a la ley, no la de un estado moderno. Por ello no es de extrañar que notemos en ella la ausencia de dos principios políticos que nosotros consideramos vertebrales en una democracia, en concreto, el gobierno representativo y la división de poderes. Consideremos cada uno de ellos por separado.



3.a. Gobierno representativo  

En Atenas imperaba la fragmentación del poder de modo que pudiera repartirse sucesivamente entre todos sin que nadie pudiera concentrar en sus manos una cantidad excesiva. En este punto podemos considerarla  heredera del llamado pensamiento geométrico que había ido desarrollándose desde el siglo VII a.C.: igual que la Tierra se halla en equilibrio en el  centro del cosmos porque está sometida a fuerzas contrarias y equivalentes sin que ningún cuerpo celeste tenga poder sobre ella, en la ciudad se podía obtener un equilibrio semejante depositando el poder en el centro de modo que todos estuvieran a la misma distancia de él. En Atenas, este objetivo se alcanzó mediante dos procedimientos: el sorteo y la decisión asamblearia. En cuanto al primero, Aristóteles (Política, 1317b) consideraba el recurso generalizado al sorteo como uno de los principales rasgos democráticos, porque "una característica de la libertad es gobernar y ser gobernados por turno". Por el contrario, en las oligarquías se evitaba el sorteo y se recurría de modo preferente a la elección por parte de los ciudadanos. Basta con echar un vistazo al cuadro adjunto para comprobar que, aparte de la Asamblea, todas las restantes instituciones atenienses se cubrían mediante sorteo. Sólo se emplea la elección para designar a los generales (strategoí) y a los cargos con responsabilidad financiera (tesoreros, etc.). Éstos últimos, además, sólo los pueden desempeñar personas que tengan un patrimonio mínimo con el fin de que si resultan culpables por malversación de fondos pudiera obligárseles a reponer lo perdido con su propio dinero. Tanto los estrategas como los tesoreros eran cargos anuales y estaban sometidos a un control particularmente riguroso, pues si los restantes magistrados, como veremos más adelante, debían rendir cuentas al abandonar el cargo, los estrategas en cualquier momento podían ser depuestos por la asamblea. Comprendemos fácilmente ese temor a su excesivo poder, porque se trataba de magistraturas electivas, es decir, con apoyo popular, y que además gestionaban el dinero público y dirigían el ejercito. Como estratega reelegido año tras año, desde el 440 hasta su muerte en 429 dirigió Pericles los asuntos de Atenas con un predominio tan ostensible que, según Tucídides, en aquellos años, aunque se mantenía en apariencia la democracia, se trataba en realidad del gobierno del primer ciudadano, esto es, del propio Pericles. 

El sorteo no se realizaba directamente sobre el conjunto de los ciudadanos sino de tal modo que la Boulé y los jurados constituyeran una representación equilibrada de las distintas partes del Ática. Para la Boulé, cada uno de los demoi (pequeñas circunscripciones territoriales en las que estaba dividida el Ática) tenía asignada una cuota que sabemos variaba en función del número de ciudadanos registrados en cada demos. Así se lograba que todas las partes del Ática estuvieran representadas en la Boulé en proporción a su peso demográfico. Para los jurados, el procedimiento era más complejo, aunque obedecía al mismo principio. Cada año se designaban seis mil jurados entre quienes se presentaran voluntariamente: ignoramos qué ocurría cuando el número de voluntarios no alcanzaba esa  cifra o la superaba, aunque es verosímil que, en éste último caso, se recurriera al sorteo. Los así elegidos debían prestar un juramento y (desde el 380 a.C.) recibían una tésera (pinakion) con su nombre y patronímico, sellada con el emblema que figura en el reverso de los trióbolos, moneda ateniense por valor de tres óbolos, que era la paga diaria que obtenían los jurados. De esta forma, se reunía un panel de seis mil jurados potenciales perfectamente identificados. Para constituir los tribunales, el procedimiento fue perfeccionándose con el tiempo hasta alcanzar una gran complejidad con una reforma en el 380 a.C., que, en síntesis, disponía lo siguiente: cada día, de ese panel de seis mil, quienes deseaban servir como jurados se presentaban voluntarios y una aparato especial (el kleroterion, algo así como el loteador) seleccionaba al azar y utilizando los pinakia el número requerido (en función del número de juicios que fueran a celebrarse ese día), cuidando de que al final hubiera un número idéntico de jurados de cada una de las diez tribus. Un segundo sorteo repartía a los elegidos entre los distintos tribunales.  El objetivo de todo este complicado proceso era asegurarse de que nadie pudiera saber de antemano qué casos habría de juzgar (pues tal conocimiento lo haría susceptible de soborno) garantizando al tiempo que cada tribunal, cada dikasterion venía a ser una representación aleatoria, pero proporcionada de las distintas partes de la pólis ateniense, puesto que las tribus, en tanto que agrupaciones de demoi, tenían también una base territorial. De este modo, al igual que en la Boulé, el voto de los jurados era equivalente, en proporción aritmética, al voto de todos los ciudadanos en la Asamblea. 

En segundo lugar, después del sorteo, mencionamos la decisión asamblearia. Hemos visto que tanto los jurados como la Boulé se constituyen como representaciones proporcionales, en miniatura, del conjunto de la ciudadanía con el fin de que pudieran actuar como sus legítimos portavoces. Aún así, un elevado número de cuestiones siguió siendo competencia de la Asamblea, algunas de ellas más o menos honoríficas (como la concesión de la ciudadanía), pero también otras de la mayor trascendencia, como las declaraciones de guerra, los tratados de paz o la ley de presupuestos, por llamarla así (el merismos), que establecía el reparto entre las diversas instituciones del dinero público. 

El funcionamiento de la Asamblea era simple. Con un adelanto suficiente, la Boulé fijaba el orden del día y ordenaba exponerlo en las estatuas de los Héroes Epónimos con el fin de que todos pudieran conocerlas. Estos probouleumata podían indicar, simplemente, los asuntos que debían tratarse en la Asamblea o contener también una propuesta concreta para algunos de ellas, pero en ambos casos, la Asamblea gozaba de plena libertad para  añadir, modificar o enmendar la propuesta de la Boulé. Al llegar el día, quien lo deseara subía a la tribuna de los oradores para exponer sus puntos de vista. En principio, cualquiera podía hacerlo, pero era natural que, la mayoría de las veces, sólo intervinieran quienes tuvieran una cierta educación oratoria. De este modo, resultó que en el régimen democrático el poder político pasó a depender directamente del poder de conviccion y no es de extrañar que, precisamente ahora, a partir de mediados del siglo V, comenzaran a proliferar en diversas ciudades griegas y sobre todo en Atenas, los sofistas, cuya misión era la de enseñar a quienes pudieran pagarlo los recursos oratorios y los conocimientos políticos que permitían destacar en la gestión de los asuntos públicos. La aristocracia, que hasta ese momento había cimentado su poder sobre clientelas más o menos amplias de dependientes y sobre su mayor capacidad de gasto en beneficio de la comunidad, tuvo que acostumbrarse a esta nueva forma de hacer las cosas. Todo fue bien mientras los dirigentes, como en el caso de Pericles, siguieron perteneciendo a las familias tradicionalmente dominantes en Atenas, pero a finales del siglo V, comenzaron a aparecer personajes de origen plebeyo que se habían enriquecido y que lograron obtener para sí mismos la influencia hasta entonces reservada a las familias aristocráticas. Eran hombres nuevos sobre quienes recayó el odio, la burla y el sarcasmo de la vieja aristocracia, que los motejó de demagogos y los acusó de manipular servilmente los apetitos del demos. En la comedia aparecen como curtidores, artesanos, etc., lo que da pia a pensar que sus fuentes de ingresos no dependían de la agricultura, como había sido tradicional hasta entonces entre los líderes políticos. 

La introducción de la democracia en Atenas supuso por tanto un cambio en la forma de ejercer el poder político, que ahora dependía de la oratoria, y lógicamente también, alteraciones profundas en la distribución de ese poder en el seno de la sociedad, pero no supuso la desaparición de los dirigentes como tales. En otras palabras, siguió existiendo un reducido grupo de personas cuya influencia era sobresaliente en la dirección de los asuntos públicos: son los denominados rhetores (oradores) o bien, demagogos según el tono más o menos despectivo que se quiera emplear. Según nos cuenta Demostenes, con no disimulada complacencia, cuando en Atenas se supo que los macedonios habían atacado.... en la Asamblea nadie quiso hablar y todas las miradas se dirigieron hacia él confiando en que con sus propuestas les  indicara el camino a seguir. La diferencia estriba en que estos dirigentes nunca pudieron confiar en que sus ideas contaran con el beneplácito de la Asamblea, que en cualquier momento podía optar por desautorizarlos, como le ocurrió a Pericles en una célebre ocasión cuando los atenienses comprendieron que la guerra contra Esparta presentaba mayores dificultades de las que ellos habían supuesto. Sin duda, los oradores contaban con subordinados que les apoyaban, con testaferros que introdujeran sus propuestas en la Boulé para que llegaran a la Asamblea y podrían, varios de ellos, coaligarse entre sí frente a un tercero, pero todas estas estrategias carecen, evidentemente, de la típica rigidez de los partidos políticos modernos. Ésta es otra de las diferencias importantes que separan la democracia antigua de la nuestra: en Atenas no había partidos políticos, no podía haberlos porque, como hemos visto, el gobierno no era representativo sino directo, y los partidos son meras organizaciones preparadas para captar votos con los que auparse al poder. En Atenas había facciones, claro, grupos de presión incluso si queremos optar por una terminología modernizante, agrupaciones políticas siempre inestables y cambiantes que no contaban con la legitimidad que da el voto. Cuando Demóstenes se ponía de pie para hablar ante sus conciudadanos no tenía otro respaldo que su propio prestigio.

Hemos dicho anteriormente que todos los ciudadanos podían formar parte de la Asamblea, pero esto sólo es verdad en teoría. En la práctica, según lo ha mostrado la arqueologia, en la colina llamada Pnyx donde se celebraban las reuniones sólo cabían seis mil personas sentadas en bancos de madera. Sabemos que, de hecho, cuando se sobrepasaba esa cifra, los últimos en llegar se quedaban fuera y no se les permitía participar de ninguna forma en las deliberaciones. Naturalmente, esto sólo sucedía cuando se planteaban cuestiones vitales, como por ejemplo, una declaración de guerra, porque para asuntos más rutinarios quienes residieran lejos de la misma Atenas no se tomarían la molestia de emprender un largo viaje a pie, salvo cuando el orden del día, por el motivo que fuese, les afectara directamente. 

Se nos plantea así una de las paradojas más interesantes de la democracia ateniense, pues resulta que la Asamblea contaba con una composición más desequilibrada que la Boulé o los jurados, en donde, como hemos visto, todas las partes del Ática se hallaban equitativamente representadas. La agitada historia del siglo V hizo comprender a los atenienses los peligros que entrañaba una dependencia excesiva de las decisiones de la Asamblea, porque su composición podía variar grandemente en uno u otro momento. De hecho, los cambios constitucionales más trascendentes del siglo V tuvieron lugar, precisamente, cuando  había importantes ausencias en la Asamblea, que distorsionaban  claramente sus decisiones como expresión de la voluntad colectiva: primero en el 462, las reformas democráticas de Efialtes fueron aprobadas en el momento en que el ejército hoplítico estaba lejos del Ática, empeñado en el asedio del monte Itome, en Mesenia; y en el 411, el golpe de mano oligárquico se produjo cuando la flota entera estaba anclada en la isla de Samos. Comprendiendo estos peligros, en el siglo IV se introdujeron dos medidas que pretendían evitarlos: la graphé paranómon y los nomothetai

Empezando por éstos últimos, los nomothetai, eran un modo de retirar de la Asamblea parte al menos de la responsabilidad en el proceso de cambio legislativo. Se estableció una diferencia entre los decretos, que la Asamblea podía alterar a voluntar, y las leyes, recopiladas por una comisión nombrada con este fin que llevó a cabo su trabajo entre el 410 y el 399. Las leyes, a diferencia de los decretos, tenían carácter constitucional y la Asamblea no podía modificarlas. Para introducir una ley nueva,  la Asamblea debe primero aprobar la iniciativa, presentada por un magistrado o por un simple ciudadano, decidir el número de nomothetai que habrán de dirimir el asunto y designar cinco defensores de la antigua ley, pues toda innovación legislativa se presenta como un cambio en la antigua ley de modo que pueda adaptarse al procedimiento contradictorio. Los nomothetai eran elegidos, probablemente por sorteo, entre quienes hubieran prestado ese año juramento heliástico y constituían un jurado de diferente tamaño (501, 1.001, 1.501) según la importancia de la legislación propuesta. Tras oir al proponente de la nueva ley y a los abogados de la antigua, los nomothetai deciden en el día y reciben su correspondiente paga, como los jueces ordinarios. Es claro, a tenor de lo dicho, que con la figura del nomotheta no se pretendía una mayor competencia por parte del legislador, no se trataba de delegar en una comisión de técnicos, sino dificultar el cambio legislativo y atribuirlo, no a la Asamblea sino a unos jurados en donde se hallen equitativamente representadas todas las partes del Ática.

Una finalidad, hasta cierto punto, semejante, tenía la graphè paranómon. En principio, sería sencillo evitar el juicio ante los nomothetai presentando un decreto ante la Asamblea que contraviniera lo dispuesto en una ley anterior y para atajar esta vía de fraude se permitía a cualquiera paralizar una propuesta ante la Asamblea siempre que se comprometiera a presentar, a renglón seguido, ante los jurados ordinarios una graphè paranómon o cuestión de insconstitucionalidad. Si el jurado consideraba que el decreto era inconstitucional al proponente se le castigaba con una multa y por reincidente, a la tercera vez, con la pérdida de todos sus derechos cívicos. Conviene destacar que si el jurado  optaba por la absolución el decreto entraba en vigor sin necesidad de que la Asamblea, que no había llegado a considerarlo, expresara su opinión al respeto. Hablar de inconstitucionalidad puede ser engañoso, porque lo que se dirimía en estos casos no eran cuestiones técnicas sino puramente políticas. Es evidente que ante una multitudinaria Asamblea a los oradores les resultaría difícil presentar una exposición articulada y extensa de las propias ideas. La graphè paranomon  venía a resolver este problema permitiendo que una representación equilibrada de la pólis ateniense decidiera en cuanto a la política más acertada para el futuro. No es extraño, por tanto, que en el siglo IV se recurriera a ella con notable frecuencia, hasta el punto de que el orador Antifonte se vanagloriaba de haber salido nada menos que setenta y cinco veces absuelto de tales procesos. Como instrumento predilecto de la lucha polìtica había venido a sustituir al ostracismo del siglo V, por el que la Asamblea (no los jurados) decidía expulsar de Atenas por diez años a una persona sin concederle ninguna posibilidad de defenderse ni acusarle de nada en concreto, salvo una vaga referencia a haber intentado alzarse con la tiranía. Aunque el ostracismo seguía vigente en el siglo IV, no sabemos que se aplicase nunca después del 417/16 (ostracismo de Hipérbolo), sin duda porque se prefería recurrir a la graphé paronómon (introducida en el 415). En ambos casos, se buscaben mecanismos  capaces de dirimir el conflicto poítico, como lo prueba el comportamiento de Esquines, quien presentó una graphè paronómon contra Ctesifonte por haber propuesto a la Asamblea que se aprobase un decreto honorífico en favor de Demóstenes. La acusación iba dirigida, ya digo, contra Ctesifonte, pero el destinatario era claramente Demóstenes. En última instancia, se pretendía que el pueblo decidiera entre el "proyecto" político de Demóstenes y el de Esquines. 

Gora

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