3.b.División de poderes
Hemos comentado anteriormente que la singularidad de la democracia ateniense residía, en primer lugar, en un gobierno directo, no electivo, y en segundo lugar, en la ausencia de división de poderes. En este segundo aspecto lo cierto es que pisamos un terreno más espinoso, porque algunos teóricos antiguos, reflexionando sobre la diversidad constitucional, tan característica de la historia griega, se plantearon distingos que, en apariencia, se asemejan a la conocida fóormula de Montesquieu. Aristóteles distinguía, en toda constitución, tres elementos: el deliberativo (la Asamblea), el referente a los magistrados (donde incluye a la Boulé) y el de la administración de justicia. Pero ésta es una división formal, que no pretende, a diferencia de Montesquieu, garantizar la protección del individuo frente al estado estableciendo un sistema complejo de mutuos controles entre los tres poderes. Por eso no extraña que en la práctica política hubiera más bien una "confusión" que una neta separación entre esos tres elementos. En realidad, todo el poder se lo repartían la Asamblea y los tribunales de jurados, a menudo mezclando entre sí sus funciones, y a los magistrados, con la sola excepción de los generales, sólo les quedaban asuntos más bien rutinarios, sometidos además a un férreo control popular. Ya hemos visto que, a través de la nomothesía y la graphé paronómon, los tribunales en ciertos casos se apropiaban de la potestad legislativa, pero también la Asamblea en pleno podía constituirse en un tribunal, en algunos delitos particularmente graves, castigados con la pena de muerte, que eran sustancialmente tres: haber intentado acabar con la democracia, traición militar o haber sobornado a un rhetór (orador) para que defendiese ante la Asamblea intereses contrarios a los de Atenas. Desde el año 355 en adelante, siguiendo una tendencia que hemos visto operar en otras ocasiones, la decisión en tales delitos pasó a corresponder en exclusiva a los tribunales de jurados, ya no a la Asamblea, pero para el periodo anterior (es decir, entre 492 y 355 a.C.) conocemos 30 acusaciones de este tipo, un número ciertamente elevado. A este respecto, señala una autoridad moderna que "la democracia antigua se caracterizaba, en general, por la frecuencia de las acusaciones políticas, mientras que las oligarquías padecían el defecto contrario, esto es, que a los dirigentes rara vez se les exigían cuentas por su labor" (Hansen); por el contrario, desde una óptica conservadora, una helenista se preguntaba si es que los estadistas atenienses traicionaban a menudo el orden constitucional, anteponiendo los intereses de partido al interés común (J. de Romilly, p.130).
El caso más célebre de esta clase de acusaciones políticas afectó a los generales atenienses que resultaron victoriosos en la batalla naval de las Arginusas hacia el final de la Guerra del Peloponeso. Se les acusó de no haberse detenido a recoger del mar los cadáveres de sus compatriotas muertos en combate (o según otra versión, los heridos). Se instó entonces a la Boulé para que redactara una proposición formal contra ellos, que la Asamblea debería votar a continuación. Cosas del azar, Sócrates formaba parte entonces de la pritanía que estaba al frente de la Boulé y, según cuentan sus panegiristas, fue el único que se opuso a tal medida porque la consideraba ilegal. A juzgar por el relato que se nos ha conservado, aquel proceso no fue muy distinto a un linchamiento público, en el que no se les permitió a los acusados ejercer una defensa en regla ni fueron juzgados por separado sino todos simultáneamente. Al final, los generales, en su mayor parte, fueron condenados a muerte y ejecutados.
Pese a excepciones como ésta, que acabamos de comentar, en la que la Asamblea se constituye en tribunal, la tendencia que hemos venido observando es justamente la contraria, esto es, la judicialización de la vida política; porque los jurados no sólo podían arrogarse competencias legislativas sino que también les correspondía a ellos desarrollar las tareas de control de los magistrados. Cuando el magistrado había manejado fondos públicos debía presentar las cuentas (al final de cada pritanía) ante los diez logistai designados por sorteo, uno por cada tribu, quienes, si no quedaban satisfechos, lo denunciaban ante un jurado que elos mismo presidían. Más importante era el control ejercido por los diez euthynoi (también elegidos por sorteo, uno por tribu) que se sentaban en el ágora junto a la estatua del Héroe Epónimo correspondiente durante los tres días siguientes al término del examen de los logistai para recibir las quejas que cualquier ciudadano quiera presentar contra el ex-magistrado; tales quejas podían referirse tanto a agravios individuales como a acciones juzgadas lesivas para los intereses comunes y los euthynoi, si las encontraban fundadas, las presentaban ante un jurado. El cómico Aristófanes se encargó de destacar el uso que el pueblo (dêmos) podía hacer de sus atribuciones. En una comedia titulada Los Caballeros, Demos (pues los nombres de los personajes casi nunca son inocentes en Aristófanes) responde al Coro que le reprocha dejarse adular y seducir por cualquiera: "Mirad si yo astutamente les engaño a éstos <refiriéndose a los demagogos> que se tienen por muy listos y creen engañarme. Les observo cuando roban y finjo no verles. Después les obligo a su vez a vomitar una acusación por sus bocas a modo de sonda". (vv.1111 y ss.).
A mediados del s.V, las reformas del misterioso Efialtes implantaron en Atenas la llamada democracia radical retirando a los arcontes casi por completo los poderes judiciales y entregándoselos a los jurados. A partir de ese momento los jurados ampliaron muchísimo sus competencias, convirtiéndose así en el signo distintivo de la democracia ateniense, que es como decir de la pólis ateniense en general. En sus comedias, como hemos visto, Aristófanes suele reflejar la realidad de su época, caricaturizándola, exagerando los rasgos que más quiere destacar. En las Nubes (vv.215.-217) nos presenta un diálogo entre un miembro de una academia de sofistas y un personaje que quiere aprender las cosas allí se enseñan. El de la academia le enseña entonces una mapa de toda la tierra y le señala donde está Atenas, a lo que el otro replica: "¿Qué dices? No lo creo, porque no veo a los jueces en sesión". Pensar en Atenas suponía automáticamente pensar en los jurados, sentados en sus tribunales un día y otro, casi todos los días del año, de acuerdo con la visión cómica de Aristófanes. Con él coincide, y no deja de resultar significativa la coincidencia, el llamado Viejo Oligarca, que es como se conoce al autor de un panfleto político anónimo de mediados del siglo V, que se nos ha conservado entre las obras de Jenofonte. Aunque el panfleto no se caracteriza precisamente por su sentido del humor, llama la atención que aquí recurra, como Aristófanes, a la exageración cómica: quienes censuran a Atenas porque allí los asuntos se mueven con lentitud tienen razón y una de las razones del retraso es que los ateniense debe resolver "tantas causas privadas y públicas y tantas acciones de control (euthynai) cuantas no resuelven ni todos los demás humanos juntos" (3,2, cfr. 3,4). Desde una perspectiva distinta, vino a incidir en lo mismo Aristóteles (Política, 1274a), para quien la evolución institucional de Atenas vino marcada, precisamente, por la institución del jurado popular, pues una vez establecido por Solón, los avances posteriores hacia la democracia radical resultaron de algún modo inevitables. Por eso, en su opinión, el ciudadano se define como la persona que tiene abierta la posibilidad de participar en las deliberaciones (en la Asamblea) y en los jurados.
Esta judicialización deriva también, como apuntó Maine en día, de una característica elasticidad en la administración de justicia, en la que está notablemente ausente el principio de legalidad. Analizando los discursos forenses que se nos han conservado, vemos que los tribunales empleaban criterios muy subjetivos a la hora de emitir un veredicto. No era raro utilizar como argumento de la defensa el de haber realizado brillantemente los servicios para la comunidad que conocemos como liturgias o haber participado en acciones militares. El orador Lisias, tras narrar cómo se había presentado voluntario para la expedición contra Agesilao, rey de Esparta, declara: "Y si obré así no fue porque no considerara yo arriesgado combatir contra los lacedemonios sino con objeto de gozar por ello, si algún día me veía metido en un proceso injustamente, de vuestra mayor estimación y obtener todos mis derechos" (Lisias 16,17). Con otras palabras, los derechos no existen por sí mismos, sino que dependen de la estimación pública que tenga cada persona. En estas condiciones se comprende que Aristóteles considere defectuoso el veredicto si, por tratarse de una ciudad demasiado grande, el tribunal no conoce previamente al acusado, una circunstancia que sería motivo de recusación en cualquier jurado moderno. La impresión resultante de todos estos testimonios es la de que se buscaba un ganador en el enfrentamiento entre las partes, no tutelar un derecho preexistente. Puesto que los tribunales equvalían aritméticamente a la Asamblea de todos los ciudadanos, a través de ellos manifestaba el pueblo sus preferencias por una u otra opción, que es como decir, por una u otra persona. Lógicamente pues, la actividad desplegada ante los tribunales podía cimentar una carrera política, o bien podía destruirla. Pericles inició su actividad pública presentando una denuncia contra Cimón en la que le acusaba de haberse dejado sobornar por el rey de Macedonia. No tuvo éxito y Cimón salió absuelto. De igual forma, más tarde, cuando sus oponentes quisieron debilitar la indiscutida preeminencia de Pericles, recurrieron de nuevo a los tribunales, denunciando a sus amigos, Fidias y Anaxágoras, y a su amante, Aspasia.
Sin duda, una de las "causas célebres" de la democracia ateniense fue la que concluyó con la condena de Sócrates.