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"EGIPTO Y EL ESPEJISMO EGIPCIO EN EL MUNDO CLÁSICO”
Prof. Dr. Jose Miguel Serrano Delgado - Universidad de Sevilla

La historia, la cultura y la tierra del Egipto Faraónico dejaron una huella profunda en la mentalidad y el imaginario del hombre Grecorromano. Esta huella, que sigue de alguna manera viva en nosotros a través de la herencia de la Cultura Clásica en el mundo Occidental contemporáneo, solo puede entenderse partiendo de los contactos y las interrelaciones que se produjeron entre Grecia y Roma, por una parte, y el país de los Faraones por la otra.

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LA HISTORIA

Para cuando la civilización Clásica -Grecia en realidad- empieza a adquirir sus rasgos fundamentales, poco más o menos hacia los primeros siglos del I Milenio a. C., Egipto había vivido ya una larga historia, y era un país prospero y rico que detentaba una posición preeminente en el concierto de los pueblos y estados del Próximo Oriente y del Mediterráneo. Esa primacía en el tiempo, ese protagonismo político y cultural serán determinantes para el interés y la voluntad que ya los primeros griegos van a mostrar de acercarse a Egipto. Aunque sabemos que los primeros contactos se pueden remontar a las épocas Minoica o Micénica, con representaciones de estos pueblo Prehelénicos en tumbas egipcias de las dinastías XVIIIª y XIXª, será en la Época Oscura e inicios de la Época Arcaica cuando se establecerán los primeros vínculos sólidos y continuos. Así, en los poemas Homéricos se menciona a Egipto con frecuencia, sobre todo su capital, Tebas, “La Ciudad de las 100 Puertas”. En el siglo VIII se funda la colonia griega de Naucratis en el Delta del Nilo, muy cerca de Sais, la por entonces capital de país, con lo que el comercio griego arcaico se convierte en uno de los principales dinamizadores de los vínculos entre ambas culturas. Además, los soberanos egipcios de la XXVIª Dinastía recurrirán a los mercenarios griegos para la élite de su ejército, en especial en el previsible enfrentamiento que se iba a producir con los Persas, que están construyendo un imperio universal que llegaba desde la India y Asia Central hasta las orillas del Mediterráneo.

Egipto sucumbirá finalmente y acabará convirtiéndose en una provincia o satrapía del Imperio Persa. Pero cuando Alejandro Magno, en el siglo IV a. C., se enfrente a este imperio y lo venza, dando comienzo a lo que llamamos la Época Helenística, que significó la expansión máxima de la cultura griega, mostrará una especial deferencia hacia Egipto. Allí ubicará la ciudad destinada a ser capital de su imperio mundial, Alejandría, y donde finalmente descansarán sus restos tras su muerte prematura. Pocos episodios muestran de una manera tan clara la fascinación de Alejandro por Egipto con su primera estancia en este país, tras haberlo incorporado a su imperio: no solo el conquistador macedonio dilata su estancia en el país del Nilo, suspendiendo temporalmente su desaforada carrera hacia el corazón del Imperio Persa en busca de un enfrentamiento final con Darío III, sino que, además, se impregna de la cultura y las practicas egipcias relativas a la monarquía. Alejandro será entronizado como faraón, marchará en peregrinación a través del Desierto Líbico hasta el oasis de Siwa, donde se ubicaba un santuario al dios Amón-Ra, célebre por sus oráculos; allí, según la tradición, el rey macedonio recibe del dios la revelación de su origen divino. Es importante percibir la relevancia política de esto: Alejandro llega a Siwa aún como rey de Macedonia y general en jefe de la liga Griega antipersa, y sale de allí como un monarca de derecho divino, carismático y muy por encima de sus súbditos, incluidos sus más inmediatos colaboradores. Había nacido el modelo de rey Greco-oriental, que va a ser formulado después por las monarquías helenísticas y finalmente por los emperadores romanos.

A la muerte de Alejandro, Egipto se convierte en el más sólido, coherente y duradero de los estados en que se divide su imperio, gobernado por la dinastía de los Ptolomeos, herederos de uno de los más validos generales del conquistador macedonio. Esta es una de las razones por las que será el último reino helenístico (en realidad el último país ribereño del Mediterráneo) que sucumbirá ante el imperialismo romano. Además, Egipto no pasa a formar parte del nuevo estado universal Mediterráneo con capital en Roma como una provincia más; su status jurídico e ideológico es francamente especial: el país del Nilo se convierte en propiedad personal del emperador (patrimonium Caesaris), con severas limitaciones en cuanto a quienes pueden visitarlo y quienes no (por ejemplo, los senadores y miembros de la familia imperial, no pueden hacerlo sin permiso expreso del imperator). No olvidemos que Egipto será el granero de Roma, y que para mantener abastecida la capital, a la plebe romana, era fundamental la llegada del trigo egipcio; y que sin ese recurso la popularidad del emperador, e incluso su estabilidad en el trono, corría serio peligro…

 Pero además Egipto es para los emperadores romanos -a imitación de Alejandro- el receptáculo de un cierto concepto de monarquía, de legitimación divina, que será empleado como recurso ideológico por no pocos de los titulares que ocupan el trono romano. El caso de Adriano, con la magnífica plasmación arquitectónica y artística de la Villa Hadriana en Tibur, es arquetípico. Pero asimismo es curioso constatar como la historiografía romana, anclada en los valores tradicionales de la República entendidos como fundamentos del sistema Imperial, distinguirá entre los “buenos emperadores”, que siguen más o menos fielmente estos valores tradicionales, y los “malos emperadores”, en quienes precisamente se concentran los rasgos greco-orientales, el gusto por países como Egipto, por las costumbres y los cultos del país del Nilo, o en general de la parte oriental del Imperio (Nerón, Domiciano, Heliogábalo, entre otros).

En el declive de la Antigüedad Clásica, cuando en Occidente se están constituyendo los reinos bárbaros, y la grandeza política de Roma es un referente histórico, pero no una realidad, Egipto formará parte de lo que llamamos Imperio Romano de Oriente, que preserva en esos tiempos revueltos una suerte de continuidad y legitimidad. Además, Egipto se convierte en foco potente de la nueva religión universal, el Cristianismo, algunos de cuyos focos más potentes, como Alejandría, sede de algunos de los más preeminente Padres de la Iglesia, o la Tebaida, solar natal del monacato y de una nueva forma de vivir esa religion. La aparición del Islam, y la integración del país del Nilo en un nuevo estado, lengua, cultura y religión, marcará sin embargo una ruptura que tardará más de mil años en repararse, y será en buen medida responsable del aislamiento del Valle del Nilo con los países occidentales hasta vísperas de la Época Contemporánea.

 

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LA IMAGEN

Para Griegos y Romanos Egipto es, más que cualquier otra cosa, una tierra de maravillas, un prodigio de la naturaleza. Allí se desarrollan y florecen especies vegetales y animales endémicas que no pueden dejar de asombrar a los viajeros de la vertiente norte de la cuenca Mediterránea. Sobre todo, les fascina el río, el Nilo, un río que se comporta de forma absolutamente contraria a los demás: corre de sur a norte, crece en verano y tiene su estiaje en invierno, y esconde sus fuentes en remotos e inaccesibles territorios del corazón de Etiopía… El problema de ubicar las fuentes del Nilo se convirtió en leyenda, que no acabó de despejarse hasta la segunda mitad del siglo XIX, gracias a exploradores europeos como Burton o Speke. El fenómeno de la crecida del Nilo se convirtió en especial en uno de los tópicos y temas recurrentes de la reflexión y la investigación de los primeros filósofos  y científicos jonios, que, dicho sea de paso, acabaron por dar con la clave: a Agatárcides de Cnido, que vivió en Alejandría en el siglo II a. C.,  se atribuye la identificación de las causas de la crecida con las lluvias torrenciales que los alisios traen y descargan en el costado oriental del continente africano, peculiar fenómeno climático que, unido a la topografía del costado Oriental del continente africano, justifican el peculiar fenómeno de la crecida.

Pero Egipto es también el solar de una antiquísima cultura, la más antigua de todas, la madre por tanto de la civilización. Los textos clásicos abundan en la idea y la imagen del sabio egipcio, convenientemente identificado con el sacerdote o letrado. Y resulta en especial elocuente constatar la frecuencia con la que se hace referencia, en las biografías de algunos de los grandes prohombres de la cultura y de la historia griega, la experiencia de haber pasado una estancia en Egipto, dedicados al aprendizaje y estudio. Entre los Sietes Sabios de Grecia, son bien conocidas las referencias a la estancia en Egipto de Solón, el padre de la democracia Ateniense, o de Tales de Mileto, que precisamente comprobó la veracidad de su teorema comparando la sombra de una estaca con la proyectada por las célebres pirámides. De Licurgo, a quien se atribuye la constitución de Esparta, también se dice que estuvo en Egipto, al igual que Hipócrates, el referente fundamental de la ciencia médica Griega. Aunque se trata casi siempre de referencias legendarias y de difícil constatación, hay que decir, en este último caso, que bastantes casos de dolencias o lesiones contemplados por el corpus Hipocrático tienen paralelos, en ocasiones palabra por palabra, en su descripción y tratamiento, con textos médicos Egipcios (como el Papiro Quirúrgico Edwin Smith). Bien diferente es el caso de Platón, que significativamente cita en sus obras a Egipto más que a cualquier otro país, obviamente exceptuando a griegos y persas. Que Platón estuvo en Egipto es algo que nadie duda, y que recibió información y formación de sus sabios y sacerdotes, tampoco. De hecho allí escucha la historia de la mítica Atlántida, relato que le llega de la boca de un sacerdote. En el Busiris de Isócrates, el modelo del sacerdote egipcio, como sabio contemplativo, aparece como referente y ejemplo del hacer del filósofo.

Esta condición de solar de civilización y cultura también afecta a la religión. Los egipcios, para los griegos, son “los más religiosos de los hombres”. Se entiende que, de alguna forma, los dioses han nacido o provienen de allí. De ahí el empeño e interés en identificar las deidades del panteón Olímpico con algunos de los dioses tradicionales del país del Nilo: Hermes con Thot, Atenea con Neit, o Zeus con Amón. Por otra parte, el Mundo Clasico (griegos y romanos) va a convertirse en el ámbito por el que se van a difundir cultos y dioses egipcios, que acabaran convirtiéndose en algunos de los más populares y venerados, sobre todo en la Época Helenística y durante el Imperio Romano. Merece la pena citar la popularidad de los cultos de Serapis, o el triunfo de los cultos Isíacos que, como religión mistérica, de iniciación y de salvación, tuvo entre sus adeptos a muchas personalidades importantes de la historia y de la cultura grecorromana, como Plutarco, o Apuleyo entre otros. Por todo occidente se contruyeron templos a Isis, como el de Pompeya, llegando hasta la península Ibérica, hasta lugares como Gades, Malaca o Egabrum (Cabra, donde se constata una asociación de cultores isiacos).

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Un tema particular que tiene que ver con esta fascinación, con esta consideración de primacía temporal y cultural de la civilización egipcia, con la imagen de un saber ancestral, total pero oculto, afecta de manera especial la valoración que griegos y romanos hicieron de uno de los elementos más atractivos e interesantes de la civilización egipcia: su sistema de escritura, en definitiva los jeroglíficos. Los egipcios disfrutaron de varios tipos de escritura, todos derivados en última instancia del original y más antiguo, la escritura que llamamos jeroglífica. Esta escritura, cuyas raíces se remontan a fines del cuarto mileniop a.C., se mantuvo siempre como la más digna, la más apropiada sobre todo para un contexto sagrado, para decorar templos y tumbas y para fijar por escrito los textos religiosos y las fórmulas rituales. Pero no por ello debemos de perder de vista que se trataba, en última instancia, de un sistema normalizado de fijación de palabras, ideas y mensajes, en definitiva un sistema de escritura como la mayoría de los que existen o han existido. Y que aunque nunca llegó a evolucionar hasta derivar en un sistema puramente fonético -alfabético o silábico-, en realidad nos es más que una creación destinada para fijar una lengua, sus mensajes y contenidos.

Pero en la Antigüedad Clásica no todos lo entendieron así: al hilo de los tópicos y de la imagen que griegos y romanos tienen de Egipto y de su cultura, se difundió la idea de que la escritura egipcia era un código de fijación visual simbólica y alegórica de antiguas sabidurías y verdades trascendentes, por encima de cualquier otra consideración. En especial las escuelas filosóficas de corte idealista, como el Neoplatonismo o el Pitagorismo, insisten en que los jeroglíficos contienen un código oculto que revela la verdad como esencia de las cosas, una verdad o esencia que solo estará al alcance de uno pocos elegidos o iniciados. Podemos así fácilmente comprender el uso que se dio de esta idea fijada en la tradición Clásica en la Europa Moderna y Contemporánea, en especial en los círculos platónicos del renacimiento, y luego en grupos o sectas como la Masonería y similares... Esto ha supuesto –todo hay que decirlo- un severo inconveniente para los esfuerzos de traducción de los textos egipcios, que no se superó hasta que a comienzos del siglo XIX, J. F. Champollion determinó las claves para comprender las escrituras egipcias y la lengua subyacente a ellas, fundamentando así el nacimiento de la egiptología como disciplina científica dentro del campo de los estudios históricos y filológicos.

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CONCLUSIONES Y MATICES

Todo lo que llevamos dicho quedaría incompleto si no tenemos en cuenta que Egipto y lo Egipcio fue también objeto de una reelaboración no precisamente positiva de la Cultura Grecorromana. Como contrapartida de la visión admirativa, de la consideración de patria de la cultura y de los dioses, de sede de arte y sabiduría, griegos y romano promueven y sustentan a la vez una imagen bárbara, o cuando menos decadente de la cultura egipcia. Más que una contradicción, hay que ver en esto el típico recurso que un pueblo, una cultura o un estado esgrime para justificar su dominio político (y explotación económica), sobre otro. Se trata del recurso común de ver en el Otro  a alguien susceptible de ser dominado y explotado, en definitiva y precisado de una autoridad externa que imponga orden y civilización. Se trata de un recurso muy repetido a lo largo de la historia: es paradigmático el caso de la India y su imagen dentro del Imperio Colonial Británico.

En conclusión, Egipto estuvo siempre muye presente en los avatares y desarrollos de la historia y la cultura Clásica, quizás más que ninguna otra civilización de la Antigüedad. Grecia primero, y Roma después, llegaron además a elaborar una imagen determinada de Egipto y lo egipcio, imagen que condicionó muchos elementos de la tradición cultural Clásica. Una imagen con sus luces, pero también como acabamos de decir, con sus sombras. Y, para lo que a nosotros nos interesa, estos elementos pasaron al acervo de la cultura occidental, y se transmitieron a través del grandes períodos y movimientos culturales e ideológicos europeos de las épocas Moderna y Contemporánea:  el Renacimiento, la Ilustración, o el siglo XIX (con sus transformaciones y revoluciones en lo político, ideologico y también en la manera de ver el pasado). Nosotros somos hijos y criaturas de ese legado. Así, sentimos como propia la fascinación que por Egipto y su historia manifiesta el Libro II de la Historia de Herodoto, o Isidoro de Sevilla, compartimos la imagen de sabiduría y conocimiento superior que asoma desde el Timeo de Platon hasta en los versos de Kavafis, pero al mismo tiempo somos sensibles a lo exótico y ajeno de los cultos supuestamente zoomórficos que dominan la religión egipcia,  y compartimos la aversión hacia la superstición y decadente degradación de algunos protagonistas de ficción como el perverso Arbaces de Los Ultimos Días de Pompeya. Con esa imagen hemos de contar, pero a la vez, hemos de enfrentarnos a ella con espíritu crítco,  trabajarla y reelaborarla. Solo así podremos acercarnos con la mayor objetividad y verosimilitud a la historia y la civilización del Egipto Faraónico que, más allá de lo que de ella vivenciaron, admiraron y detestaron griegos y romanos, fue sin duda una civilización fascinante y un cenital exponente de la capacidad creativa de la condición humana.



ALGUNAS LECTURAS RECOMENDADAS

1.- Gómez Espelosín, Francisco Javier y Antonio Pérez Lagacha

La egiptomanía : el mito de Egipto de los griegos a nosotros          Madrid Alianza, 1997

2.- Assmann, Jan

Moses the Egyptian : the memory of Egypt in western monotheism  Cambridge, Mass. [etc.] Harvard University Press, 1997

3.- Froidefond, Christian

Le mirage égyptien dans la littérature grecque d'Homére à Aristote
France, Ophrys, 1971

4.- Asheri, David,  Alan Lloyd, y Aldo Corcella

A commentary on Herodotus books I-IV
Oxford University Press, 2007

 

5.-Vercoutter, Jean

Egipto, tras las huellas de los faraones
Madrid Aguilar, 1989

6.- Bernal, Martin

Atenea negra : las raíces afroasiáticas de la civilización clásica
Barcelona : Crítica, 1993

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