II. Los reencuentros de Odiseo y sus sentimientos: amor y emoción
II.b. Los reencuentros:
- El reencuentro con su madre, Anticlea.
El ya mencionado descenso al Hades, supone una dura prueba para Odiseo, y es en ese tétrico lugar donde tiene su primer encuentro fatal con su primer ser querido, de quien, además, desconocía su muerte. Se trata de su madre, Anticlea, a quien declara que todavía no ha regresado a su patria de la forma siguiente: “...ni entré en mi tierra, pues voy siempre errante y padeciendo desgracias desde el punto que seguí al divino Agamenón hasta Ilión, la de hermosos corceles, para combatir contra los troyanos...”, (XI, 168-9).
Una vez más el héroe denuncia ese dolor, ya casi familiar, que la situación de lejanía le inflinge.
A través de la conversación que mantiene con el alma de su madre, Odiseo obtiene la oportunidad de recibir las primeras noticias directas sobre Ítaca; de este modo tras preguntarle la causa de su fallecimiento, el héroe muestra su avidez por conocer la situación de los suyos en su patria en los términos siguientes:
“Háblame de mi padre y del hijo que dejé, y cuéntame si mi dignidad real la conservan ellos o la tiene algún otro varón, porque se figuran que ya no he de volver. Revélame también la voluntad y el pensamiento de mi legítima esposa: si vive con mi hijo y todo lo guarda y mantiene en pie, o ya se casó con el mejor de los aqueos (XI, 173-179).
La respuesta de su madre inflamará todavía más el anhelo del regreso:
“Aquella continúa en tu palacio, con el ánimo afligido, y pasa los días y las noches tristemente, llorando sin cesar, nadie posee aún tu hermosa autoridad real: Telémaco cultiva en paz tus heredades y asiste a decorosos banquetes, como debe hacerlo el varón que administra justicia, pues todos le convidan. Tu padre se queda en el campo, sin bajar a la ciudad..., sino que en el invierno duerme entre los esclavos de la casa, en la ceniza, junto al hogar, ...yace afligido y acrecienta sus penas anhelando tu regreso, además de sufrir las molestias de la senectud a que ha llegado. Así morí yo también, cumpliendo mi destino... ni me acometió enfermedad alguna... antes bien, la soledad que de ti sentía y la memoria de los cuidados y de tu ternura, preclaro, Odiseo, me privaron de la dulce vida” (XI, 181-203).
A través de esta conmovedora respuesta, Odiseo recibe las primeras noticias de sus seres queridos y la confirmación de la correspondencia de sus sentimientos; al mismo nivel, él y los suyos, desean por encima de todo que llegue el momento del reencuentro.
Un visible sentimiento de amor filial desencadena la estéril reacción de Odiseo que no hace más que incrementar su dolor: por tres veces intenta, fallidamente, abrazar el alma de su madre, que ya no es más que una sombra.
-El reencuentro con la diosa Atenea
Todos y cada uno de los héroes épicos gozaban de la protección de una divinidad; el motivo de esta tutela no es uniforme: lazos familiares, religiosos o simple afinidad de caracteres. Este último caso es el que une a Atenea y a Odiseo, la primera definida como la más astuta de las dioses y el segundo como el más astuto entre los hombres. Estas son las palabras que la diosa dirige a su protegido:
“...porque ambos somos peritos en astucias, pues si tú sobresales mucho entre los hombres por tu consejo y tus palabras, yo soy celebrada entre todas las deidades por mi prudencia y mis astucias” (XIII, 296-9).
A pesar de esta afinidad, la relación entre la diosa y su protegido no era estable, y los poemas homéricos manifiestan la siguiente evolución:
En la Ilíada Atenea aparece protegiendo y aconsejando al héroe, no sólo durante la batalla, sino también en el momento de la victoria griega, que se consigue a partir de un plan urdido por ambos, es el famoso episodio del caballo de Troya que se narra en la Odisea. Sin embargo, desde el inicio del desventurado nostos del héroe, la diosa no acudió nunca en su ayuda, incluso cuando la vida de su protegido se mostraba en peligro.
El motivo es conocido, la diosa ha retirado su apoyo, de forma generalizada, a todos los griegos, por el sacrilegio que uno de ellos, Ayax, cometió en su templo en Troya al sacar por la fuerza a la sacerdotisa Casandra que había acudido allí en busca de refugio. En la Grecia Antigua los templos se consideraban lugares de asilo y no respetar esta norma provocaba la ira de los dioses. Quizás la debilidad que Atenea sentía por Odiseo, fue la causa de que éste no se encontrase entre los más desafortunados, muchos de sus compañeros fallecieron cuando la diosa, a modo de venganza, destruyó un número elevado de naves aqueas, incluida aquella en la que navegaba Ayax.
En el caso de Odiseo, la diosa manifiesta su enfado con su ausencia, a pesar de que el lazo que ambos mantenían resultaba inusual, tal y como Néstor comentó a Telémaco: “Nunca vi que los dioses mostraran a un hombre el afecto que a la vista de todos mostraba a tu padre Atenea...” (III, 221-222).
La mencionada situación de desamparo se mantuvo durante los diez años que duró su periplo, pero se transforma radicalmente una vez transcurrido ese tiempo. Así, el motivo por el cual Zeus ordenó a Calipso la libertad del héroe, obedeció al ruego al respecto que le hizo su hija. De hecho, desde que Odiseo zarpó de Ogigia, Atenea reasumió la tarea de velar por su protegido, aunque ello no implicase que desaparecieran sus sufrimientos; ya que la diosa no había manifestado su presencia, ignoraba la vuelta de su influencia beneficiosa.
Tras el último embate de Poseidón y el consiguiente naufragio que le hizo temer por su vida en varias ocasiones, Odiseo, arribó a las costas de Esceria; este es el momento en que Atenea retoma el contacto con su protegido que se describe con una importante dosis de ternura, reconociendo en el gesto que su ira está completamente aplacada:
Ya se hizo referencia a que Odiseo desconocía que la diosa le facilitaba y planificaba su ansiado regreso y posterior venganza; sólo en el momento en que Odiseo, trasladado por los feacios, llega a Ítaca, la diosa accede a manifestar su presencia. Dada la personalidad de ambos, no resulta extraño que el reencuentro se conviertiese en una especie de competición desigual, en la que el ingrediente fundamental era la astucia de ambos; con ventaja para la diosa, quien, a diferencia de Odiseo, dominaba la situación y sabía quién era su adversario. Las desventajas del héroe son evidentes: en primer lugar, porque la diosa volvió irreconocible el entorno a los ojos de Odiseo, quien pensaba que los feacios lo habían abandonado en otro lugar distinto a su tierra, y en segundo, porque se le presentó con la figura de un joven pastor ovejero. El desconcierto del héroe creció cuando le informaron que se encontraba ya en Ítaca; como respuesta inventa una convincente historia sobre su pasado, tan convincente que provoca la admiración de la diosa, quien decide que cesen los engaños por ambas partes, y se manifiesta “bajo la forma de mujer alta y hermosa” que le pregunta:
“...¿No reconoces ya a Palas Atenea, nacida de Zeus, que siempre a tu lado en tus muchos trabajos te asisto y te protejo y ha poco el afecto te atraje de aquellos feacios?” (XIII, 299-302).
Ante la realidad del reencuentro, enseguida se manifiesta un alto grado de confianza y proximidad, de hecho Odiseo le responde reprochándole que si bien estaba a su lado durante la contienda en Troya, una vez abandonada la costa, “nunca más volví a verte”. El fin de los reproches se determina con el trabajo físico, que ambos realizan “codo a codo” al esconder los regalos que le entregaron en Esceria en el fondo de una cueva; después, como dos colegas, se sientan al pie del olivo sagrado para trazar un plan que elimine a los pretendientes.
De esta forma, de labios de la diosa, Odiseo obtiene la segunda información sobre los acontecimientos en Ítaca, en general, y en su propio oikos, en particular; la situación es más catastrófica de lo que su madre le había descrito: Su mujer se sentía asediada por numerosos pretendientes que, además, minaban su hacienda con banquetes continuos. Al deseo del reencuentro se le suma a partir de este momento el de venganza y el de recuperar el orden preestablecido antes de su partida a Troya. También Atenea ansía la venganza y ambos manifiestan su odio a los galanes y su deseo de acabar con ellos; ese es otro sentimiento que les une en la empresa.
La relación de Atenea y Odiseo, una vez recuperados los cauces habituales, se puede definir como de philia, amistad; una camaradería que no suponía una relación entre iguales, ya que el héroe sabía por experiencia que podría resquebrajarse en cualquier momento. En este reencuentro resultan notables dos aspectos: el reconocimiento que ambos hacen de sí mismos en el otro por su afinidad de caracteres y el cariño que entre ambos se manifiesta y que se refleja en la alegría de poder llevar a cabo, una vez más, tareas en común. La afirmación de la diosa resulta ilustrativa:
“Siempre tú con la misma cautela en el alma: por ello no te puedo dejar entregado a tus males, que eres avispado de mente y cumplido en palabra y en prudencia” (XIII, 330-3).
Una vez reasumida esta función tutelar, la actividad de Atenea es intensa y se establece en diversos planos: con Telémaco, con Penélope y con los propios pretendientes.
-El reencuentro con su tierra, Ítaca
Odiseo desempeñaba el puesto de basileus de un pequeño reino que abarcaba el territorio de la isla de Ítaca, lugar en el que nació y pasó su juventud. Allí tenía importantes posesiones que constituían la principal riqueza de su oikos y albergaba en el tesoro de su casa abundantes objetos que constituían otro símbolo de su prestigio. Como muchos otros reyes de distintos estados griegos, abandonó su tierra para acudir en ayuda de Agamenón y luchar en Troya. En Ítaca la situación se fue deteriorando progresivamente a partir de que los habitantes perdieron la esperanza del regreso del monarca y los nobles que le acompañaron, así por ejemplo se denuncia que ya desde su partida no se había convocado la Asamblea (II, 26), organismo que reunía a los nobles del territorio para la toma de decisiones importantes. Además desde hacía tres años un grupo muy nutrido de nobles presionaban para que la mujer de Odiseo eligiera a uno de ellos como esposo, y de este modo tener más posibilidades para asumir el puesto vacante de basileus. Ante la indecisión de Penélope, los pretendientes aumentaron la presión, convirtiendo su vida en un continuo banquetear a costa de la hacienda de un marido que creían muerto.
A esta situación de caos, se le añade el hecho de que en su propio palacio nadie desempeñaba el papel que la vida, al menos en teoría, le había asignado; era como si su prolongada ausencia hubiera provocado una pérdida de referencia generalizada que desubicaba no sólo a su oikos, sino también a los nobles más jóvenes de la isla.
Ya comenté que en un principio la diosa volvió irreconocible para Odiseo su tierra al envolverlo en una densa niebla. Tras la conversación mencionada en el apartado anterior, Odiseo manifestaba su incredulidad ante la idea de encontrarse en Ítaca y Atenea, disipando la nube que le transformaba el entorno, le señaló algunos lugares conocidos y de indiscutible referencia, que Odiseo, después de veinte años, saluda de este entrañable modo: “Inundado de gozo besaba la gleba nutricia y a las ninfas después invocó levantando las manos: Ninfas náyades, hijas de Zeus, yo ya bien creía que no os iba a ver más: recibid nuevamente el saludo de mi grata oración y os traeré, como en tiempos, ofrendas si propicia me deja vivir la nacida de Zeus, la rapaz Atenea, y a un tiempo prospera a mi hijo” (XIII, 354-60).
No existe ninguna duda, una parte significativa de sus anhelos se había constituido: su nostos se había completado y de nuevo se encontraba en su querida y añorada tierra.
La alegría de arribar a su tierra se vio truncada con las noticias sobre la situación de su hogar. Su prudencia le obligaba a no ser impulsivo, pues debía posponer la llegada a su hogar, a la espera de cumplir el plan trazado con Atenea, quien como primera medida, para evitar que fuese reconocido, le transformó en un mendigo. Este disfraz le permitiría estudiar de cerca el terreno y averiguar quien le había sido fiel en su ausencia y quien le había traicionado. Sólo de forma muy paulatina y taimada irá revelando su personalidad. Antes que a nadie a su hijo Telémaco, momento que comentaré a continuación.
-El reencuentro con su hijo Telémaco.
Una vez que Atenea logró conmover a su padre para que intercediese a favor de Odiseo en la isla de Ogigia, la diosa asumió la función de preparar la victoria sobre los pretendientes y para ello, de forma paralela a la estancia del héroe en Esceria, preparó el terreno en Ítaca. En primer lugar, busca el contacto con Telémaco.
Telémaco apenas conocía personalmente a su padre, ya que cuando partió a Troya, apenas tendría un año; a pesar de esta circunstancia le idolatraba, conocía sus hazañas y anhelaba su regreso; a él se refería como “un padre glorioso, Odiseo, el divino; aquel gran sufrido, del que cuentan que antaño ... arrasó la ciudad de los Teucros.
La primera mención de Telémaco en la Odisea pone de manifiesto sus sentimientos:
“...se hallaba en medio de los pretendientes con el corazón apesadumbrado, y tenía el pensamiento fijo en su valeroso padre, por si volviendo, dispersaba a aquellos por la casa y recuperaba la dignidad real y el dominio de sus riquezas” (I, 113-117). Podríamos citar muchos fragmentos en los que Telémaco se emocionaba pensando en su añorado padre, igualándose en ambos tanto el deseo del reencuentro, como el sentimiento de venganza. Se trata de una situación muy parecida a la que veíamos con la diosa, pero en este caso la camaradería se ve sustituida por el amor paterno-filial, el sentimiento amoroso más fuerte que transmiten los poemas homéricos, el mismo que se reflejaba entre Anticlea y su hijo en el terrible Hades.
La situación de Telémaco resultaba embarazosa, ya que a pesar de que contaría con la edad suficiente para tomar las riendas de la casa, todavía no poseía la madurez necesaria para asumir esa tarea, probablemente por la falta de referencia paterna. Esta circunstancia le convirtía en “espectador sufriente” de los acontecimientos que transcurrían en su casa; así sufre la presencia de los pretendientes y su insolencia al minar los bienes de su padre que él debería heredar; muchas veces aflora en él la necesidad de “hacer algo”, pero esta decisión no será una realidad hasta que Atenea se acerque a él con la figura del jefe de los tafios, Mentes, y le insta a convocar, por primera vez en veinte años, la Asamblea de Ítaca; además, le aconsejó partir a Pilos y a Esparta para preguntarles, respectivamente, a Néstor y a Agamenón noticias sobre su padre. Finalmente le aconseja que después del viaje regrese a Itaca y trace un plan para acabar con los pretendientes. Las palabras de la diosa tuvieron el efecto inmediato de un cambio en la actitud de Telémaco, al sentirse más fuerte y con un valor renovado; su partida en forma de ave le manifestó tanto su categoría divina, como su apoyo.
Atenea permanecerá velando y guiando a Telémaco hasta que padre e hijo se reencuentren; de hecho, es como si el afecto fuera una continuidad del que sentía hacia Odiseo, y así lo afirma, disfrazado de Mentor: “...soy tan amigo tuyo como de tu padre, que aparejaré una velera nave y me iré contigo” (II, 286-287).
El cambio en el joven resulta tan notable que tanto su madre como los galanes se percataron enseguida; estos últimos, temerosos de esta nueva fuerza, tramaron una emboscada con el objetivo de asesinarle.
Existe un acuerdo generalizado en la idea de que los consejos de la diosa tenían como principal objetivo el preparar a Telémaco para que definitivamente entrara en la etapa de la madurez (III, 14-20); madurez, por otra parte, que era imprescindible para colaborar con su padre en la lucha contra los pretendientes. De esta forma hay que entender el viaje realizado a Pilos y a Esparta, se trataba de concluir con éxito un rito iniciático que proporcionaría el empuje necesario para sacudirse una adolescencia ya tardía.
La llegada de Odiseo se produjo en el momento en que su hijo se encontraba fuera de Ítaca, aunque pronto regresaría. Al primer lugar al que se dirigió Odiseo, transformado en un mendigo, fue a la casa de uno de sus siervos, Eumeo, el porquerizo, que lo acogió como huésped y en seguida le dio sobradas muestras de fidelidad a su amo. Las terceras nuevas que oye sobre su palacio proceden de este hombre, quien confirmó la descripción anterior de la diosa, mostrándose incrédulo cuando aquél le anunció la inminente llegada de su amo, y argumentando que muchos ya se habían acercado a Ítaca contando mentiras a Penélope y a su hijo.
Fue en la casa de Eumeo donde se produjo el reencuentro entre Telémaco y Odiseo. La aparición de Telémaco y el recibimiento por Eumeo, delante del disfrazado mendigo, vuelve a subrayar esa realidad de Ítaca, en dónde los acontecimientos aparecían como “descolocados” o los personajes en “otro papel”; el texto siguiente es muy elocuente:
“De la suerte que el padre amoroso abraza al hijo unigénito que le nació en la senectud, y por quien ha pasado muchas fatigas, cuando éste torna de lejanos países después de una ausencia de diez años, así el divinal porquerizo estrechaba al deiforme Telémaco y le besaba, como si el joven se hubiese librado de la muerte” (XVI, 17-21).
Tal y como se hace explícito, Eumeo estaba asumiendo el papel del padre ausente, las demostraciones de cariño prosiguieron ante un Odiseo que manifestaba un grado de atención máximo, tratando de captar cuáles eran los sentimientos y las maneras de su desconocido hijo. Éste, tras reponer fuerzas con la comida y la bebida, inquirió a Eumeo, por el extranjero presente; entre ambos conversan en su presencia y sólo intervino al final del diálogo.
Momentos después, Telémaco envió al siervo a comunicarle a su madre que ya había regresado; es en el momento en que se quedan solos, cuando Atenea aconsejó al héroe que descubriese su verdadera personalidad a Telémaco, a la vez que le devolvió su apariencia real. Ante esta transformación, Telémaco le identificó con un dios y el héroe respondió:
“¡No soy ningún dios! ¿Por qué me confundes con los Inmortales? Soy tu padre, por quien gimes y sufres tantos dolores y aguantas las violencias de los hombres.
Diciendo así, besó a su hijo y dejó que las lágrimas que hasta entonces había detenido le cayeran por las mejillas en tierra” (XVI, 187-192).
Tras un primer momento de incredulidad y la convincente explicación de Odiseo sobre la intervención de la diosa en su cambio de aspecto:
“Telémaco abrazó a su buen padre, entre sollozos y lágrimas. A entreambos les vino el deseo del llanto y lloraron ruidosamente, plañeando más que las aves –águilas o buitres de corvas uñas- cuando los rústicos les quitan los hijuelos que aún no volaban; de semejante manera, derramaron aquellos tantas lágrimas que movían a compasión” (XVI, 214-219).
Los párrafos anteriores constituyen una buena prueba de la importancia que Homero otorgaba al amor filial, padre e hijo se identificaban el uno en el otro como una prolongación. También en los padres de Odiseo: Euriclea llegó a morir de pena y Alertes se autoexcluyó del palacio y vivía como un siervo.
Ya repuestos de la fuerte emoción que les produjo el reencuentro, unidos por el deseo de venganza, Odiseo le dio las instrucciones a Telémaco sobre cómo debería actuar cuando llegase a su hogar. Así mismo, le encargó que no trasmitise a nadie, ni siquiera a su madre o a su abuelo, su presencia en Ítaca.
El objetivo de la diosa se había cumplido de forma satisfactoria y las intervenciones posteriores de Telémaco, con su madre y con los pretendientes, anunciaban que, definitivamente, se había cumplido su ansiada transición a la madurez y que por lo tanto estaba ya dispuesto para ayudar a su padre.
-El reencuentro con su esposa Penélope.
Si la situación de Telémaco podía definirse como embarazosa, la de su madre era rotundamente desesperada y así se muestra en la primera vez que se le menciona en la obra, solicitando al aedo Femio, que amenizaba el banquete de los pretendientes, que elijiese para su canto un tema diferente a las historias relacionadas con la Guerra de Troya: “...pero deja ese canto triste que constantemente me abruma el corazón en el pecho, ya que se apodera de mí un pesar grandísimo que no puedo olvidar. ¡Tal es la persona de quien padezco soledad, por acordarme siempre de aquel varón cuya fama es grande en la Hélade y en el centro de Argos!” (I, 340-445).
Son muchísimas las ocasiones en las que, no sólo ella, sino otras personas, como Anticlea, Agamenón, Telémaco, Eumeo, Euriclea y la propia diosa Atenea, confirmaban el amor que sentía por su esposo y su desesperación por la larga ausencia de veinte años. Como ya se aludió, desde hacía tres la situación había empeorado notablemente, ciento ocho pretendientes la acosaban para que dejase el palacio de Odiseo, regresase al de su padre y escogieran un marido entre ambos.
Ella que mantenía viva la imagen y la esperanza del regreso de su marido, para postergar la decisión inventó el famoso ardid, anunciando que sólo se marcharía cuando finalizase de tejer la mortaja de su suegro; para que este momento no llegase, por las noches deshilaba el trabajo realizado durante el día. El engaño se mantuvo hasta que una criada infiel lo descubrió e inmediatamente lo contó a los pretendientes; de este modo, cuando llegaba el héroe a su patria la presión se encontraba en el punto más álgido. Aún así, Penélope, mantenía de forma abierta comentarios del tono del que sigue: “Me iré a la estancia superior para acostarme en aquel lecho que tan luctuoso es para mí y que siempre está regado de mis lágrimas desde que Odiseo se fue a Ilión con los Atridas” (XVII, 101-104).
En este estado de cosas, otra mala noticia viene a ampliar su desesperación, su hijo Telémaco ha partido a Pilos, sin avisarle, para buscar noticias sobre su padre, mientras que los pretendientes le aguardaban para tenderle una emboscada y matarle.
“Oídme, amigas; pues que el Olímpico me ha dado más pesares que a ninguna de las que conmigo nacieron y se criaron: anteriormente perdí egregio esposo, que tenía el ánimo de un león y descollaba entre los dánaos en toda clase de excelencias… y ahora las tempestades se habrán llevado del palacio a mi hijo querido, sin gloria y sin que ni siquiera me enterara de su partida” (IV, 722-728).
Ya vimos como sus designios no se cumplen y Telémaco, auspiciado por Atenea, eludió la emboscada y regresó a Ítaca para encontrarse con su padre en la casa de Eumeo.
Hay un hecho que llama poderosamente la atención, como es que a pesar de que las manifestaciones de Penélope y las opiniones de sus allegados y conocidos resaltan, por encima de todo, su papel como esposa fiel; Odiseo por dos veces recibe el consejo específico de que le ocultase la verdad a su esposa hasta que el problema hubiera quedado definitivamente resuelto. La primera vez, en el Hades, donde el alma de Agamenón, a pesar de alabar las virtudes de Penélope, le recomendó encarecidamente que no le hiciese partícipe de todos sus pensamientos, prevención lógica si tenemos en cuenta que él fue asesinado al regresar a su hogar, por el amante de su esposa, Clitemnestra. La segunda ocasión resulta más chocante, ya que el mismo consejo procedía de Atenea, quien le asesoró en el mismo sentido en el momento en que ambos estaban tramando la estrategia para deshacerse de los pretendientes, al transmitirle la siguiente información, cuando menos equívoca:
“… más ella, suspirando en su ánimo por tu regreso, si bien a todos le da esperanzas y a cada uno le hace promesas, enviándoles mensajes, revuelve en su espírito muy distintos pensamientos” (XIII, 379-381). Odiseo agradeció a la diosa esta información, afirmando que, de no conocerla, se hubiera encontrado una muerte similar a la de Agamenón. En definitiva, a pesar de la fidelidad manifestada por Penélope, no resulta completamente fiable; de este modo, Odiseo prohibió a todas las personas que iban conociendo su llegada, que transmiteran a su mujer una realidad que acabaría con su prolongado sufrimiento.
Odiseo, tras el reencuentro con su hijo, pidió a Eumeo, que lo trasladese al palacio, para entre los nobles mendigar su comida y, de paso, planear sobre el terreno la ansiada venganza; una vez más la resistencia del héroe es puesta a prueba al sufrir importantes vejaciones por parte de los pretendientes que prácticamente se habían adueñado de su hacienda y de su hogar, sin importarle ofender a Zeus, divinidad que protegía a todos los huéspedes, fuera cual fuera su condición social.
Así, disfrazado de mendigo y humillado por los que pretendían la mano de su mujer y devoraban sus bienes, Odiseo tiene la primera visión de su esposa, quien, a instancias de Atenea decidió mostrarse a los pretendientes; a pesar de que la diosa le aumentó su belleza y de la afirmación que Penélope hace, cuando alaban su figura: “Mis atractivos –la hermosura y la gracia de mi cuerpo- destruyéronlos los inmortales cuando los argivos partieron para Ilión, y se fue con ellos mi esposo Odiseo. Si éste, volviendo, cuidara de mi vida, mayor y más bella sería mi gloria” (XVIII, 251-255); en ningún momento el poeta describe emoción u otro sentimiento similar en el héroe, aunque sí menciona que escuchaba sus palabras.
El primer encuentro entre esposos, en una situación que recuerda al reencuentro con la diosa, transcurre con el engaño de fondo, ya que Penélope pensaba que hablaba con un mendigo, al que trató cumpliendo con las normas de hospitalidad. La primera muestra de sensibilidad por la situación de su mujer, se produce por su llanto mientras le narraba noticias sobre su esposo y su inminente llegada: “Odiseo, aunque interiormente compadecía a su mujer, que sollozaba, tuvo los ojos tan firmes dentro de los párpados cual si fueran de cuerno o de hierro, y logró con astucia que no se le rezumasen las lágrimas” (XIX, 209-213).
Todo apunta a que el engaño de Odiseo se debía a su prioridad en comprobar en directo, tal y como lo hizo con los siervos de la casa, la fidelidad de su esposa; quizás por el temor a un fin similar al de Agamenón. Sólo una vez que la matanza de los pretendientes ha tenido lugar, el héroe permitió a su esposa conocer la verdad sobre su llegada. Sin embargo, en el éxito de su empresa será fundamental la intervención de Penélope, ya que fue ella quien propuso a los pretendientes la prueba del arco, aquél que venciese sería elegido como esposo; también fue ella quien descendió a la sala del tesoro y subió el arco de Odiseo a la sala, arco que, una vez en manos de su dueño, supuso la perdición y la muerte de los nobles.
En cualquier caso, una vez que la venganza se consumó con la muerte también de los sirvientes que le habían traicionado, Odiseo, permitió a Euriclea transmitir su presencia y la muerte de los pretendientes a Penélope, quien dormía a instancias de Atenea:
“Despierta. Penélope, hija querida, para ver con tus ojos lo que ansiabas ver todos los días. Ya llegó Odiseo, ya volvió a su casa, aunque tarde, y ha dado muerte a los ilustres pretendientes que contristaban el palacio, se comían los bienes y violentaban a su hijo” (XXIII, 5-9).
La respuesta de Penélope fue de una justa incredulidad, atribuyendo a un dios la matanza perpetrada; así aunque ya se encontraba frente a su esposo, permanecerían las dudas; incluso su hijo le increpó por su frialdad, pues lo único que alcanzaba a hacer era mantenerse a cierta distancia y observar en silencio. En ese momento los papeles se invertían y era la esposa quien deseaba probar a su supuesto marido; es decir, comprobar que no era un impostor: “Pero si verdaderamente es Odiseo que vuelve a su casa, ya nos reconoceremos mejor, pues hay señas para nosotros que los demás ignoran” (XXIII, 108-110).
El mutuo reconocimiento se producía, finalmente, en un contexto lleno de ternura, impulsada porque la prueba a la que le somete Penélope, se relacionaba con una trampa sobre el lecho nupcial, que Odiseo había construido con sus manos a partir del tronco de un olivo. Superada con éxito la prueba, los sentimientos afloraron por ambas partes; los párrafos siguientes muestran los sentimientos de forma diáfana:
“Penélope sintió desfallecer sus rodillas y su corazón, al reconocer las señales que Odiseo daba con tal certidumbre. Al punto corrió a su encuentro, derramando lágrimas; echóle los brazos alrededor del cuello, le besó la cabeza...” (XXIII, 205-208).
“Y Odiseo lloraba, abrazado a su dulce y honesta esposa...” (XXIII, 231-232).
“Llorando los hallara la Aurora de rosáceos dedos, si Atenea, la deidad de los ojos de lechuza, no hubiese ordenado otra cosa; alargó la noche, cuando ya tocaba a su término, y detuvo en el Océano a la Aurora de áureo trono, no permitiéndole uncir los caballos de pies ligeros que traen la luz a los hombres” (XXIII, 241-245).
“Después de que los esposos hubieran disfrutado del deseable amor, entregáronse al deleite de la conversación. La divina entre las mujeres refirió cuánto había sufrido en el palacio al contemplar la multitud de funestos pretendientes... Odiseo, del linaje de Zeus, contó a su vez cuántos males había inferido a otros hombres y cuántas penas había arrastrado en sus propios infortunios” (XIII, 300-308).
Por primera vez, en estos párrafos se nos ofrece una relación equilibrada entre ambos esposos; los engaños, las ventajas y desventajas, las desconfianzas y sobre todo el sufrimiento de la separación se habían superado. Tras la relación de ágape, afecto/caridad que Penélope estableció con el mendigo, llegó, con el reconocimiento, la pasión, es decir el eros y también la philia que identificábamos con la amistad. Todos los sentimientos que vimos repartidos en las otras relaciones extramatrimoniales del héroe con diosas y mujeres, son compartidos con su esposa; pero es preciso subrayar que la identidad de este reencuentro entre marido y mujer, aunque lleno de ternura, no alcanzaba el sentimiento profundo manifestado en el descrito entre el héroe y su hijo.
Tras este recorrido por los sentimientos en la Odisea me gustaría finalizar con un pensamiento de Platón manifestado en el Banquete quien afirma que el amor es siempre amor a algo. El amante no posee este algo que ama, porque entonces no habría ya amor. Tampoco se halla completamente desposeído de él, pues entonces ni siquiera lo amaría. El amor es el hijo de la Pobreza y de la Riqueza; es una oscilación entre el poseer y el no poseer, el tener y el no tener *1.
*1 J. Ferrater Mora: Diccionario de Filosofía. Vol. I, Madrid, 2005, R.B.A, p. 134.