I
Todavía el autor de la Vida de Santa Tecla, un monje que vivió en la ciudad de Seleucia en el siglo V de nuestra era, sigue repitiendo la antigua sentencia: «Nada hay, en efecto, tan decoroso para las mujeres, nada tan apropiado a ellas, como el silencio y el estarse quietas» (o.c., 12, 5-6). La antigua consigna proclamada por Pericles y resonante en Sófocles vuelve casi novecientos años después, en el texto hagiográfico cristiano. Aunque no son exactamente las mismas palabras (el término clásico era sigé; el monje dice siopé kaì tò eremeîn), quieren decir exactamente lo mismo: que las mujeres deben quedarse en su casa y no alborotar.
Lo cual no deja de ser contradictorio con su elogio de una mujer, elevada a la santidad, que ni se quedó en su casa ni se mantuvo en silencio, sino que salió por los caminos y produjo notables alborotos: la famosa e inquieta Santa Tecla. Me importa señalar, desde un comienzo, que voy a tomar el texto de la Vida y Milagros de Santa Tecla, de mediados del siglo V, atribuido antes a Basilio de Seleucia, -pero fruto benemérito de la docta piedad de un monje de la misma ciudad poco amigo del obispo- como base de estas consideraciones sobre la peregrina y alborotadora santa. Esta Vida es una amplificación de los sucesos ya relatados en los Hechos de Pablo y Tecla (los Acta Pauli et Theclae, incluidos generalmente en los Acta Apostolarum Apocrypha) redactados a finales del s. 11. En la Vida se refunden y amplían los episodios de los Hechos, situando a Tecla como protagonista y marginando a San Pablo. Esta es justamente la perspectiva que nos interesa aquí, de modo que seguiremos el relato del anónimo monje.
Este piadoso biógrafo tardío, llevado por su devoción a la santa, un patriotismo local (que le impulsa a hacer propaganda del culto más famoso de su ciudad, Seleucia), y, una retórica un tanto escolar, compone su narración con entusiasmo. Pero no es, desde luego, un partidario de la liberación femenina. Todo lo contrario: oscurece algunos trazos «feministas» del texto originario y añade algunas glosas que destacan la díscola condición de las mujeres (como G. Dagron anota oportunamente) l. Por otra parte, también es cierto que San Pablo no sale muy bien parado de su relato. Frente a la decidida actitud de Tecla, el apóstol de los gentiles se deja llevar por los acontecimientos, más resignado que audaz.
Que los Hechos de Pablo y Tecla estaban ya escritos y circulaban entre las comunidades cristianas a finales del siglo 11 lo sabemos porque Tertuliano alude a este texto en su De bautismo. Tertuliano lo cita para denunciar su carácter apócrifo. No vaya a ser que algunas mujeres, tontas v desvergonzadas, tomen a Tecla como un ejemplo para asignarse el derecho a enseñar y bautizar. El apologeta africano era, como se sabe, un machista de tomo y lomo.
«Pero la desvergüenza de la mujer, que ya ha usurpado el derecho de enseñar ¿irá hasta arrogarse el de bautizar? No, a menos que no surja una nueva bestia semejante a la primera. ¡Aquella pretendía suprimir el bautismo, y ahora otra querría administrarlo ella! Y si estas mujeres invocan las Actas que llevan por equívoco el nombre de Pablo y reivindican el ejemplo de Tecla para defender su derecho a enseñar y a bautizar, que sepan bien esto: es un sacerdote de Asia quien ha forjado esa obra, enmascarando su propia autoridad bajo el nombre de Pablo. Acusado de fraude, confesó haber obrado así por amor de Pablo, y fue depuesto. De hecho, ¿es verosímil que el apóstol diera a la mujer el poder de enseñar y bautizar, él que no dio a las esposas sino con restricciones el permiso para instruirse? "Que se callen, dijo, y que pregunten en el hogar a sus maridos"» (I Cor. 14, 34-35) (De bautismo, 17, 4).
Pese a la condena del iracundo Tertuliano, una condena que aún recuerda bien el docto San Jerónimo, el prestigio de Santa Tecla fue en aumento durante siglos. Autores de indiscutible ortodoxia la mencionan como una santa acreditada y ejemplar. Su culto va cobrando más y más adeptos, como muestran las construcciones del templo de Hagia Thekla, y la tradición de sus milagros. Desde el siglo III Santa Tecla es celebrada como «el símbolo casi obligado de la castidad y el monaquismo femenino». En el estupendo Banquete de las diez Vírgenes (extraño epígono de la tradición simposíaca en la literatura) es Tecla quien pronuncia la más exaltada apología de la castidad y quien, a la postre, dirige el coro de doncellas final.
No es raro que fuese así. Diversos elementos se combinan en la vida de Tecla, fogosa peregrina y reiterada mártir de la fe cristiana, tras su conversión fulminante después de oír al iluminado Pablo. Hay, sin duda, otras mujeres fervorosas y santas en esos Acta apocrypha, que siguen a otros apóstoles predicadores y son modelos de castidad. Algunos episodios de la Vida de la santa tienen un regusto tópico. Hay muchos mártires expuestos a pruebas semejantes. Pero ninguna otra historia se dibuja con un paralelismo tan notable a los relatos románticos de amor y aventuras. Como ya analizó Rosa Söder, en un buen libro sobre esos paralelos entre novelas y hechos hagiográficos (Die apokryphen Apostelgeschichten und die romanhafte Literatur der Antike, Stuttgart, 1932), muchos motivos y episodios parecen ecos buscados y son de gran parecido. El romanticismo sirve ahora a una nueva propaganda religiosa. Los santos y santas sufren persecución y se mantienen fieles en los peligros, como hacían los jóvenes amantes de las novelas, que también eran castos y mártires por amor.
Pero no hay otra santa tan novelesca ni doncella tan peregrina como Tecla, cuya historia vamos a resumir a continuación. (Ya sé que las historias de santos no son un género literario en boga: intentaré destacar lo esencial).