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LA VERDAD Y LA MENTIRA EN LA ANTIGUA GRECIA
Retórica y verdad

Itzuli

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Aunque el arte del discurso fuera valorado desde los primeros documentos escritos que conservamos, su teorización, es decir, el estudio sistemático del modo de componer discursos, al que se llamó retórica, no se inició hasta el siglo V, hasta la época clásica.
Y ello fue debido a que en este siglo surgieron las democracias y en ellas el dominio de la palabra hablada no fue sólo necesario para los aristócratas, sino que, en tanto que el poder pasó a ser ejercido por todos los ciudadanos, todos ellos necesitaron saber expresarse con fluidez para poder participar en la vida pública y ejercer los derechos y deberes que el nuevo sistema político comportaba. Vamos a hacer juntos un esfuerzo de imaginación y meternos en la piel de uno de estos ciudadanos, uno que hubiera nacido en Atenas a principios del siglo V, y que fuera por tanto coetáneo de Pericles (495-429 a. C.), el famoso estadista que de facto dirigió la política de la ciudad durante su periodo de máximo esplendor (Tucídides, II.69.9), y de Sófocles (496-406 a. C.), el autor de tragedias que más éxito tuvo en la época. Nuestro ciudadano habría vivido el proceso que llevó de la aristocracia a la tiranía y de ésta a la democracia *1. Habría vivido la angustia de la invasión persa, las llamadas guerras médicas, que transcurrieron entre los años 490-478 a. C., y sentido después la enorme satisfacción y sensación de superioridad que trajo consigo la derrota del colosal enemigo. Cuando tuviera alrededor de cincuenta años (455 a. C.) podemos imaginarlo dueño de un negocio consolidado, que habría logrado sacar adelante gracias a la paz que se extendió desde el final de las Guerras médicas (479 a. C.) hasta el comienzo de la Guerra del Peloponeso (431 a. C.) y también gracias a la prosperidad que trajo consigo la Liga Délica, organización que nació como una alianza de numerosas ciudades griegas contra los persas y terminó siendo un imperio dirigido por Atenas. Podría acudir, entonces, a la asamblea, donde tenían derecho a reunirse todos los ciudadanos varones para discutir y decidir la política de la ciudad. Pero ¿cuál podría ser su contribución si no era capaz de elaborar un discurso político, en el que supiera defender la propuesta que considerase más apropiada y refutar la de los demás? Por otro lado, podía ser elegido por sorteo para formar parte de los tribunales, los cuales, como no existían jueces de carrera, eran jurados populares integrados por ciudadanos; o verse él mismo envuelto en los numerosos juicios que cada día tenían lugar, ya fuera para defenderse de alguna acusación, ya fuera para denunciar a otros. En los juicios la costumbre era que tanto el acusador como el acusado expusieran sus razones personalmente, y no, como en la actualidad, por medio de la figura de un abogado, de manera que era necesario saber elaborar un discurso judicial, o bien encargárselo a un escritor profesional, el logógrafo, aunque, en todo caso, el implicado en el juicio debía memorizar y representar él mismo su discurso. Por último, podemos imaginar que, cuando nuestro ciudadano hubiera adquirido un cierto renombre en la ciudad, se le eligiera para elaborar un discurso en honor de alguien que hubiera prestado importantes servicios a la comunidad y al que la polis quisiera elogiar en alguna celebraciones ciudadanas con las que el espíritu cívico se reforzaba; necesitaría también entonces saber componer este tipo de discursos, que se llamaban epidícticos o de lucimiento, porque en ellos no se pretendía, como en los políticos o judiciales, convencer, sino sólo mostrar las cualidades oratorias de quien los pronunciaba.
La vida política de la Atenas democrática estaba regida, sin duda, por el uso de la palabra. Y la cultura ciudadana estaba igualmente dominada por la oralidad; nuestro ciudadano, en el marco de las fiestas cívico-religiosas, habría tenido ocasión de acudir con asiduidad al teatro, y de contemplar las últimas obras de Esquilo (525-456 a. C.), y las de sus casi contemporáneos Sófocles (496-406 a. C.) y Eurípides (485-406 a. C.); habría oído también en ellas recitales de Homero y de los poetas líricos y lecturas de Heródoto (485-425 a. C.), que narraba en su obra la historia de los griegos desde la guerra de Troya hasta las Guerras Médicas. Por otro lado, en la asamblea, en las calles, en los banquetes habría coincidido en numerosas ocasiones con pensadores como Sócrates (470-399 a. C.), y, en general, con los intelectuales de la época, con los sofistas. Un sofista es alguien que posee sofía, es decir, sabiduría, la cualidad más apreciada, el ideal de la época. Los sofistas o ilustrados se preocupaban de dilucidar qué cosas eran lo que eran por naturaleza y cuáles por convención. Las primeras eran invariables, pero las segundas podían ser pensadas por medio de la razón, el lógos, y llevadas a la práctica de maneras diferentes a como se venía haciendo hasta el momento, inculcando en los ciudadanos nuevas formas de comportamiento por medio de la educación. De esta manera se repensó toda la cultura de la época, la organización política y social, la religión y la moral, el estudio de la naturaleza y la filosofía, y, cómo no, el papel que en la nueva sociedad democrática jugaba el lenguaje.
Dados estos presupuestos político-culturales no es de extrañar que las primeras reflexiones en torno al arte de componer discursos, es decir, en torno a la retórica, se iniciaran con las democracias y de la mano de los sofistas. Distintas fuentes, griegas y latinas, sitúan el nacimiento la retórica en la isla de Sicilia, coincidiendo con el fin de las tiranías y el comienzo de las democracias en varias ciudades estados, a lo largo del segundo cuarto del siglo V a. C. La retórica nació allí con una finalidad eminentemente práctica: la de ayudar a las personas a recuperar los bienes que habían perdido durante las tiranías. Y precisamente de Sicilia, de la ciudad de Leontino, llegó a Atenas como embajador de su ciudad en el año 427 a. C. un sofista de nombre Gorgias (483-375 a. C.), casi contemporáneo de Eurípides (485-406 a. C.), que debió ser un orador excepcional, puesto que fue capaz de encantar con sus cuidados discursos a una población como la de Atenas, ciudad a la que Platón (Leyes, 641.e) calificaba de  “locuaz” (polúlogos) y amante de los discursos (philólogos) *2.
Gorgias, además de excelente orador, fue un teórico y maestro del arte del discurso; su influencia en la vida intelectual de la época fue grande, como se puede deducir de su aparición en la producción cómica y del hecho que Platón titulara con su nombre uno de sus diálogos, al que luego haremos alusión. A buen seguro que nuestro ciudadano, si podía permitirse pagar las clases que Gorgias impartía, habría enviado a ellas a sus hijos varones, y allí habrían éstos coincidido con importantes personajes de la época, como Tucídides (460-400 a. C.), el historiador de la Guerra del Peloponeso que resultó muy influenciado por su estilo. De Gorgias vamos a comentar un discurso de lucimiento o epidíctico en el que podemos encontrar su pensamiento acerca de la retórica y la verdad. Se titula Encomio a Helena y comienza con éstas palabras:

kósmos para la ciudad es sin duda la valentía; y para el cuerpo la hermosura; y para el alma la sabiduría; y para la acción la virtud; y para el discurso la verdad”.

La palabra kósmos designa el orden que rige cualquier aspecto de la vida, la perfección o la armonía, lo que le adorna como ente perfecto. Gorgias en esta frase está enumerando la excelencia, la perfección de diversos entes, entre ellos el discurso, cuya cualidad principal es ser verdadero. El motivo que se trata en este discurso, el de la culpabilidad de Helena, contaba con amplia tradición literaria (Homero, Estesícoro, Eurípides). Según la tradición homérica Helena era una de las mujeres más reprobables de la cultura helénica: al huir con el príncipe troyano Paris, había abandonado a su marido e hija, a sus padres y a su patria, Esparta, y había sido la causa de la guerra de Troya, en la que tantos helenos habían perecido. Su nombre, con una falsa etimología, es interpretado como “la destructora” por el coro del Agamenón de Esquilo (v. 687):

“¿Quién le dio el nombre de Helena con absoluta verdad? ¿Acaso alguno a quien no vemos que con su previo conocimiento de lo dispuesto por el destino rige su lengua ajustada a su suerte? Dio el nombre de Helena (=“La destructora”) a la casada que fue disputada, que causó la guerra. Luego fue, de modo adecuado a su nombre, destructora de barcos, de hombres y pueblos, que abandonando la delicia y riqueza de sus cortinajes, se hizo a la mar bajo el soplo del Céfiro (viento del oeste) de la tierra nacido, y numerosos varones, cazadores armados de escudo, tras el rastro invisible de los remos, arribaron a las frondosas riberas del Simunte (afluente del Escamandro, el río de Troya), debido a la sangrienta Discordia *3.”

Gorgias analiza en su discurso las cuatro motivaciones que cabía imaginar para el reprobable comportamiento de Helena. Si actuó así fue movida por una de estas cuatro fuerzas: el destino, la violencia, la palabra o el amor. El destino o azar (túche) era una fuerza poderosa en la que se incluía la voluntad de los dioses; si fue movida por esta fuerza, es evidente que Helena nada pudo hacer para resistirse a ella. En segundo lugar, si Paris utilizó la violencia (bía) para arrastrarla hasta Troya, es evidente que lo hizo en contra de la voluntad de Helena y, por tanto, nadie podría considerarla responsable de su acción. En tercer lugar, pudo ser arrastrada por la palabra (lógos); y la palabra, dice Gorgias, es un poderoso soberano que con su pequeñísimo cuerpo es capaz de encantar, de seducir y de persuadir a todos los humanos. Como ejemplo de este poder Gorgias detalla aquí todos los ámbitos en los que la palabra, por su poder de persuasión, procura cambios en el estado de cosas anterior: menciona los filósofos de la naturaleza quienes, “al sustituir una opinión por otra, descartando una y defendiendo otra, logran que lo increíble y oscuro parezca claro a los ojos de la opinión”; y las argumentaciones de los discursos judiciales, “en los que un solo discurso deleita y convence a una gran multitud, si está escrito con arte, aunque no sea dicho con verdad”, y, finalmente, los debates sobre temas filosóficos, “en los que se demuestra también la rapidez del pensamiento que hace que las creencias de la opinión cambien con facilidad”. Si en todos estos ámbitos la palabra logra cambiar anteriores modos de pensar e introducir otros nuevos, ¿cómo podía impedir Helena verse subyugada por tan poderoso señor?  Y la cuarta motivación sería el amor (eros), que es una potencia divina a la ningún humano es capaz de hacer frente. Fuera cual fuera, concluye Gorgias, la motivación que llevó a Helena a actuar como lo hizo, es evidente que fue una fuerza mayor contra la que no cabía resistencia alguna, y, por tanto, de ningún modo se la puede considerar culpable.
Gorgias ofrece en esta obra una visión distinta de la que había estado vigente hasta el momento, pero con la misma pretensión de narrar la verdad con que se había contado hasta entonces. Lo que parecía verdad según la tradición, no lo es, y Gorgias lo demuestra atendiendo a aspectos no considerados de esa misma realidad. En el Encomio a Helena *4 Gorgias disuelve la tradicional relación entre realidad y discurso, porque queda en evidencia que una misma realidad puede ser verbalizada, convertida en discurso, de modos distintos, e igualmente convincentes. Sobre la realidad, por tanto, se tienen opiniones, distintos modos de percibirla, y de trasladarla al discurso, que ponen de relieve uno u otro de sus aspectos, pero no puede ser conocida y expresada en su totalidad. Esta constatación llevó a Gorgias a un planteamiento radical, que se alejaba de la percepción habitual de los seres humanos, del “sentido común”; en su obra Sobre lo que no es o sobre la naturaleza (Sexto Empírico, Contra los matemáticos VII, 65ss.) afirma que nada existe, y, que, en caso de que exista, es inaprensible para el hombre y que, si fuera aprensible, no podría ser comunicado ni explicado a otros por medio de la palabra: efectivamente, si no se puede obtener una idea o pensamiento certero sobre la realidad, tampoco podrá ésta describirse mediante el vehículo por medio del cual el pensamiento se expresa, la palabra. La primera premisa es la más difícil de comprender, y en opinión de algunos estudiosos de su obra no se trata de ninguna declaración de nihilismo, sino de un ataque al concepto de ser de los eleáticos, que lo consideraban uno e inmutable, y lo identificaban con el pensamiento *5, mientras que Gorgias sólo podía percibir una serie de apariencias cambiantes según las opiniones de cada uno.
La concepción que acabamos de exponer no era propia sólo de Gorgias, sino de los intelectuales de la época. En otro discurso, también de tipo epidíctico, encontramos un planteamiento muy similar. Este discurso, según nos cuenta Tucídides (Historias II, XXXV 2), fue pronunciado por Pericles, también un gran orador ‑de hecho se le puso el sobrenombre de “Olímpico”, que se daba también a Zeus, el rey de los dioses, debido a la gran fuerza de su razonamiento y a su inteligencia (Plutarco, Consolación a Apolonio 33.D-E, 118.3)‑, en honor de los caídos atenienses durante el primer año de la guerra del Peloponeso. La parte esencial de estos discursos consistía en describir las hazañas de los elogiados y sobre ellas Pericles afirma:

“Es difícil hablar con mesura, cuando hasta la presunción de la verdad apenas se puede establecer. El oyente que conoce bien los hechos y está bien dispuesto puede pensar que la exposición (que él, Pericles, hace) está por debajo de sus deseos o de su conocimiento de la realidad; mientras que el que no los conoce por propia experiencia, si oye algún elogio que esté por encima de sus capacidades, creerá, por envidia, que son exageraciones”.

En esta frase, sea de Tucídides, sea de Pericles, se duda igualmente de que la auténtica dimensión de la realidad, en este caso la grandeza de las acciones heroicas de estos atenienses, pueda ser transmitida con fidelidad en el discurso y, además, se alude claramente a las distintas percepciones del mismo hecho que pueden surgir en la mente de los oyentes y se menciona expresamente que en ellas intervienen factores, como son estar bien dispuesto o sentir envidia, que no intervienen propiamente en la percepción de un hecho, pero que colaboran en la formación de la idea que los oyentes pueden hacerse sobre él. 
Una de las personalidades intelectuales más importantes de la época fue Protágoras de Abdera (Tracia, 485-415 a. C.), que dedicó su vida a filosofía y a la retórica, y fue, también un orador tan capaz que Platón (Fedro 266.c-d) dice de él que era capaz de provocar la ira de las masas e, inmediatamente después, de aplacarla gracias a la fascinación que causaban sus palabras. Protágoras fue amigo personal de Pericles y pertenecía al círculo intelectual que se reunía en torno a él y del que participaban las figuras más prestigiosas de la cultura y el arte (el filósofo Anaxágoras de Clazomene, el historiador Heródoto o Fidias, que esculpía en esa época los magníficos grupos escultóricos que adornaban el Partenón). Platón lo hizo también protagonista de uno de sus diálogos, y en él el propio Protágoras se presenta a sí mismo abiertamente como sofista (Protágoras 317.b) y declara que está dedicado a educar a los hombres para que se hagan mejores ciudadanos (Protágoras 316.c). Este sofista formuló ideas similares a las que venimos comentando en dos de sus obras, de las que conservamos sólo fragmentos. Una es el tratado titulado La Verdad en cuyo comienzo afirmaba: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son, en tanto que son, y de las que no son, en tanto que no son.” A la concepción del mundo que encierra esta frase se la ha llamado homomensura, ya que sitúa al hombre, al ser humano (homo), como la medida (mensura) de todo lo que existe. Efectivamente, en esta breve frase están contenidas las siguientes ideas: primera, que sólo lo que se manifieste o sea perceptible al ser humano, existe y que lo que no se manifieste o se perciba, no existe. Además, que, del modo que a una persona se le parecen los objetos, así son para él (Platón, Cratilo, 385.d-e), de tal manera que lo que a uno le parece que es, tiene una realidad firme (Aristóteles, Metafísica, XI 6, 1062.b.12). Y si así es, sucede que la misma cosa es o no es, según sea percibida o no, y puede ser interpretada como mala y buena, puesto que a unos les puede parece buena y mala a otros, y las dos posturas son, por tanto, igualmente susceptibles de ser defendidas. En consecuencia, (Sexto Empírico, Contra los matemáticos VII 60) todas las opiniones son verdaderas y la verdad es, por tanto, algo relativo. Debido a esta concepción sobre la verdad, a Protágoras se le atribuye el ser el primero en defender que existen dos formas opuestas de ver todos los asuntos, las cuales se expresan, a su vez, en sendos discursos opuestos (Diógenes Laercio, IX 51), que tienen, a pesar de ello, exactamente la misma validez.
Este planteamiento, que había surgido de la consideración de la individualidad de cada ciudadano, tenía, sin embargo, una grave contrapartida, la de interpretar que, puesto que la verdad no existe, cualquier opinión que se considerase útil, en el orden particular o en el político, podía ser defendida en los foros democráticos. Esta capacidad de enseñar a defender cualquier postura, dejando de lado toda consideración ético-política, se atribuyó a los sofistas, que eran quienes enseñaban el arte de los discursos, y solía expresarse con la siguiente formulación: se decía que éstos y sus discípulos podían convertir el argumento más débil, es decir, el menos cercano a la verdad o directamente injusto, en el más fuerte, gracias a su dominio de la técnica del discurso (Aristófanes, Nubes 112 ss.) *6. Esta práctica era habitual sobre todo en los juicios, donde se buscaba no ya esclarecer la verdad, sino lograr el veredicto favorable de los jueces. El propio título La verdad, que lleva no sólo el libro de Protágoras, sino también otros escritos de distintos filósofos, responde a una creciente exigencia de verdad, que en muchas ocasiones equivalía a una creciente exigencia de justicia. Pero también se daba en el foro político de la democracia, en la asamblea, particularmente tras la muerte de Pericles. Éste falleció a los dos años de comenzar la guerra del Peloponeso (429 a. C.), y con él desapareció también el ideal político que sostenía, además de la táctica que había diseñado para la guerra. La asamblea se dejó arrastrar por las propuestas desacertadas de políticos que aspiraban a conseguir poder personal, los llamados demagogos, o “conductores del pueblo”; la propia guerra trajo consigo un empeoramiento notable de las condiciones materiales de los atenienses y estos dos factores, unidos a los fracasos militares durante la guerra del Peloponeso, dieron fuerza a los movimientos oligárquicos que se oponían a la democracia y a la clase intelectual que la había sostenido, a la que se consideraba responsable de las calamidades que sucedían. El ángulo desde el que se les consideró más vulnerables fue el religioso, en el que se había extendido una ola de intransigencia favorecida también por concepciones religiosas procedentes de Oriente, de manera que muchos intelectuales de la época fueron acusados de impiedad. Fue el caso de Protágoras. El desarrollo de su teoría de la percepción le había llevado a afirmar (Sobre los dioses): “Nada puedo decir sobre los dioses, ni si existen ni si no existen ni qué forma tienen; muchas cosas impiden que lo sepamos, como la oscuridad del problema y la brevedad de la vida humana.” Protágoras no está negando aquí la existencia de los dioses, sino que plantea que para él no hay indicios suficientes como para afirmar o negar la actividad divina en la esfera del hombre o de la naturaleza. Y no era ésta una opinión excepcional u ofensiva para la opinión pública ilustrada de la segunda mitad del s. V; también Plutarco (Pericles 8.9) nos ha conservado la noticia de que Pericles, en el mencionado discurso sobre los caídos en el primer año de la guerra del Peloponeso, dijo de éstos que eran inmortales como los dioses, pues tampoco a éstos se les podía ver, pero se podía inferir que eran tales a partir de indicios, como eran los honores que se les rendían y los bienes que procuraban. Ninguno de los dos negaba, por tanto, la existencia de los dioses, sino la imposibilidad de su conocimiento. Sin embargo, Protágoras fue acusado de impiedad por Pitodoro, un miembro de un consejo revolucionario oligárquico, formado por cuatrocientos miembros, que, tras derribar la democracia, gobernó despóticamente Atenas en el año 411 a. C. (Tucídides, VIII, 69). Protágoras pudo escapar y lo hizo, pero el ambiente de intolerancia religiosa no cesó y en el 399 a. C., con la guerra del Peloponeso ya finalizada y con la democracia restituida, se condenó a muerte a la personalidad intelectual más importante del período, el filósofo Sócrates, por considerarle culpable de dos cargos, uno, de “corromper a los jóvenes”, acusación que ha sido generalmente interpretada desde un punto de vista político y que sería la respuesta de los demócratas radicales a las críticas a este régimen que Sócrates a menudo expresó; y dos por “no creer en los dioses”.  A diferencia de Protágoras, Sócrates acató la sentencia y se tomó un veneno que acabó con su vida.


*1 Las reformas de Efialtes del año 462 a. C. otorgaron al pueblo ateniense numerosos poderes político-judiciales que hasta entonces habían estado a cargo de un tribunal aristocrático, el Areópago.

*2 La excesiva afición de los atenienses por los discursos es ridiculizada por Aristófanes en Las avispas, obra en la que su protagonista, Filocleón, tiene una obsesión enfermiza por actuar como juez. También en Las aves se alude al hastío que causa en Pistetero y Evélpides el excesivo número de juicios que se celebraban en Atenas.

*3 Discordia es Eris, la hermana del dios de la guerra, Ares. Tetis y Peleo olvidaron incluirla entre los invitados a su banquete de boda, pero ella se presentó en él y lanzó una manzana con la inscripción “para la más bella” cerca de donde se encontraban tres diosas, Hera, Atenea y Afrodita. Las tres quisieron adueñarse de ella, y la decisión sobre a cuál de las tres debía otorgarse se dejó en manos del troyano Paris. Afrodita le prometió que, en caso de concedérsela a ella, le otorgaría a la mujer más bella del mundo. Tal era considerada Helena, que se fugó con Paris para que se cumpliera la voluntad de la diosa.

*4 Y también en el que dedicó a Palamedes.

*5 Cf. Fragmentos de Parménides (c. 540-450 a. C.), Diels-Kranz (Die Fragmente der Vorsokratiker, Berlín, 1954) B 8, 3 (el ser es no engendrado, imperecedero, único, eterno) y B 8 35 (“Lo mismo es el pensar que el objeto de tal pensamiento”).

*6 No era ésta, sin embargo, la idea de sociedad de Protágoras, según nos cuenta Platón (Protágoras 320.c ss.) a través del mito de Prometeo: el hombre inicia su historia mal dotado por la naturaleza, que es insuficiente, por sí sola, para asegurar la supervivencia y el progreso humanos. Por ello Zeus le envía las virtudes morales que garantizaban la justicia en las relaciones mutuas (el respeto y la justicia), la sabiduría política, que se encuentra en los seres humanos como potencia y sólo se realiza si se dan las condiciones adecuadas con el aprendizaje y cultivo de las virtudes ciudadanas.

Gora

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